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–Tome asiento –dice Zintle, instalándola con pericia en un sofá de cuero. Ella también se sienta y cruza una pierna aterciopelada sobre la otra.
–Y bien, ¿conoce el esquema del proyecto?
–Bueno, en realidad no. No sé mucho sobre el tema. Acaso el señor Brand...
–Está en Singapur. Aparentemente –Zintle se reclina y pasa la mano por su cabello, cuya forma se restablece a cabalidad.
El cuero del sofá es rígido y resbaloso, y Katya siente que sus nalgas, enfundadas en el overol, se deslizan hacia el borde. Descubre que cruzar las piernas no sólo es signo de feminidad, sino que también ayuda a mantener la posición.
–Usted se dedica... Se dedica a la exterminación, ¿no es cierto? –Zintle entrecierra los ojos y sonríe con mordacidad.
Katya aprecia el estilo de la mujer. Tiene una manera de hablar lúdica, teatral, como si ambas estuvieran interpretando cierto papel en una obra un poco insinuante. Katya comete pifias en las líneas del libreto que corresponden, pero eso parece ser parte del juego. Zintle aún no le ha guiñado el ojo; no obstante, hay una suerte de oscilación, de parpadeo de mariposa en cada sílaba.
Aun así, las respuestas de Katya siguen siendo entrecortadas. ¿De qué otro modo podría conversar con una persona tal, que no sea jugando a ser la piedra para su papel, la roca para las cuchillas plateadas de su tijera?
–Así es –contesta–. Bueno, de hecho se trata de reubicación.
–Precisamente. Entonces... –Zintle se inclina hacia delante; su postura indica que va a exponer información confidencial–. Tenemos un proyecto residencial que ha experimentado algunos problemas.
–¿Qué tipo de problemas?
–Diversos. No muy agradables, para ser honesta.
–¿Cucarachas, ratas, ácaros?
–Bueno... Digamos que es una situación de plagas integral.
Zintle está de pie otra vez. Es veloz cuando camina. Señala con la mano:
–Aquí nos encontramos.
Hay algo desplegado sobre una mesa, junto a una pared, bajo un reflector. Se trata de un modelo arquitectónico de varios edificios y sus inmediaciones. Todo es blanco, excepto los prototipos de vértices y sombras.
En un principio, resulta difícil decodificar la escala. Katya observa un complejo de cuatro o cinco edificios de techo plano, escalonados –como zigurats– y distribuidos en diferentes ángulos alrededor de una plaza central. Se conectan mediante intrincadas vías peatonales y arcos y patios. Marañas de lo que supone que son plantas ornamentales tapizan los bordes de los techos llanos. Hacen pensar en mechones de cabello blanco extraídos de un cepillo. En el núcleo de la plaza se erige una fuente rodeada de bancos diminutos. Una larga senda para vehículos, decorada con dos hileras de palmeras en miniatura, se extiende hasta el margen del modelo, y el conjunto está circundado por muros.
–Esto es Nínive.
Los oscuros dedos de Zintle, con sus puntas color escarlata, se desplazan, vivaces, por la maqueta. Una giganta espléndida asoma desde las nubes.
–¿Nínive?
Zintle se encoge de hombros.
–Sólo es un nombre –dice–. Una especie de eje temático. Uno de los primeros inversionistas era de Medio Oriente, creo.
Katya se toma un momento para gozar la apacibilidad de la escena en miniatura. Contempla personas hechas a escala, también incoloras, congeladas en actitudes de incontrovertible placer: pasean a lo largo de un andador o están sentadas en torno a una mesa al aire libre. Una pareja se apoya en la barandilla de un balcón. Sin embargo, el modelo no incluye el sitio hacia el cual el dúo dirige la mirada. El suelo se desvanece más allá de los confines establecidos por el muro, como si un cataclismo de otra dimensión hubiese arrasado con un segmento de la realidad. Los muñequitos del arquitecto tienen la vista puesta en el vacío, en lo que se observa a través de la auténtica ventana, en el panorama de la auténtica ciudad: una ciudad llena de color, difuminada, colosal. Tienen la vista puesta en el abismo con una expresión indiscernible.
–Se ve muy grande –comenta Katya. Nunca ha trabajado en una urbanización entera.
Zintle da un golpecito con la uña sobre el techo de una de las unidades. Un edificio más pequeño que el resto, ubicado casi en el límite del modelo, junto al muro.
–Tendrás acceso a estas, mmm... dependencias para la servidumbre. O mejor podríamos llamarlas “alojamiento para los conserjes”. Son dos unidades destinadas al personal de mantenimiento. Los demás edificios están clausurados.
–¿Jamás les han dado uso?
–Aún no –Zintle hace repiquetear su lengua contra el paladar, súbitamente exasperada–. Es una lástima. Accesorios hermosos, todo equipado y listo para habitarse. ¡Departamentos espectaculares! El complejo se construyó hace más de un año, ¿sabe? Se pensó que ahora mismo estaría lleno de residentes. Residentes de alto nivel. Pero hubo una sucesión de desastres. Para empezar, se robaron todo el hilo de cobre. La mitad del área reutilizada colapsó en el maldito pantano. Discúlpeme por mi lenguaje. Este desastre, aquel otro desastre. El diseño de jardines no funcionó; los bichos se comieron todo. Una plaga de esas... cosas. Creímos que habían desaparecido; el tipo anterior nos aseguró que... En fin –la mujer separa las palmas de sus manos en un gesto que parece enunciar: “No toquemos ese asunto”–. Ahora el personal de seguridad nos dice que han regresado. No podemos permitir que nadie se mude hasta que haya orden. Se están perdiendo cantidades astronómicas de di-nero. ¿Comprende?
–¿Bichos?
–Muerden. Como le dije, trajimos a alguien para que los eliminara pero, aquí entre usted y yo, el sujeto fue un inútil. De hecho, empeoró las cosas. Un individuo viejo y espeluznante –Zintle arruga la nariz, evocando un sentimiento de aversión, como si estuviera oliendo algo fétido–. Tuvimos que deshacernos de él.
–Bueno, sí. Algunas de esas compañías más antiguas son obsoletas. Yo tengo un enfoque distinto.
–Eso espero.
–¿Podría ser más específica en lo que se refiere a esos... bichos? ¿Los ha visto?
Zintle le muestra una mano y ondula sus dedos, sugiriendo patas escurridizas y artrópodas.
–Un asco.
–Bueno... ¿Son orugas?
–No, no. Mire, son algo así... –Zintle coge una pluma y un bloc del escritorio y garabatea unas cuantas líneas precisas. Un bicho caricaturesco. El cuerpo en forma de botón, con piernas larguiruchas y endebles sobresaliendo en todas direcciones –tres de un lado y cuatro del otro, advierte Katya–, y un racimo de antenas similares a bigotes de gato. Le sorprende que Zintle no haya incluido un par de ojos saltones, como globos.
–¿Un escarabajo? ¿Vuela? ¿Pulula en enjambres?
–Hace enjambres. Roe las cortinas, defeca en las alfombras. Pesadillesco.
–Entiendo.
De pronto, Zintle adopta un talante perentorio.
–En fin. Queda poco tiempo. Debo entregarle este dossier –le da una lustrosa carpeta archivadora–. ¿Quizá desee leer los documentos con detenimiento y brindarnos un presupuesto? La situación es urgente.
–Muy bien. Y, por supuesto, tengo que ir al lugar, revisarlo.
Ahora Zintle está de pie. Alisa su traje, reacomoda su cabello en una curva homogénea, toma a Katya del brazo y la guía hacia la salida. Es diestra, muy profesional, ejecutando esta maniobra. Antes de darse cuenta, Katya ya está dentro del elevador. Las puertas se cierran a sus espaldas y desciende nuevamente a la tierra.
Toby aguarda en la acera opuesta a la casa de Katya, husmeando a través de la valla y oprimiendo las mejillas contra el alambre diamantino. Inspecciona la zona de demolición. Es la primera vez que la visita desde que las excavadoras concluyeron su tarea.
–Puta madre –dice con rencor–. ¿Cómo pudieron hacer eso?
El sitio también significa algo para él, reflexiona Katya. Siente, por unos instantes, que sus historias personales –la de Toby y la suya– se entrelazan, que están ancladas al mismo paraje.
–Lo que hoy ves, mañana se habrá esfumado –apunta Katya–. Nada es eterno, muchacho. ¿Qué estás haciendo aquí?
–Mamá dijo. Tus canaletas.
–¿Canaletas? Ah, bien, supongo.
Alma siempre hace lo mismo: preocuparse por las condiciones en las que vive Katya. Fue Alma, por ejemplo, quien le explicó cómo debía pasar la aspiradora y pintar las paredes. Fue quien la persuadió, desde un inicio, para que colocara una maldita puerta en la cochera. Cuando Toby tenía apenas diez u once años, comenzó a dejarlo en la casa de Katya para que realizara las inusitadas tareas que ella jamás habría sospechado que debían resolverse. En la actualidad, Toby viene por su cuenta, usualmente en un taxi que recorre Main Road, con un destornillador en el bolsillo y una sonrisa aletargada, ávido de perder el tiempo arreglando un piso de duela que cruje de tan ruinoso o de moldear el techo del baño. Katya intuye que no es muy bueno para esta clase de manualidad, pero siempre está dispuesto a deslomarse.
Una silueta que se mece llama su atención. Una chica está recostada en el muro divisorio del jardín del vecino, con una rodilla en alto y las manos plegadas sobre el estómago. Viste pantalones grises, del uniforme escolar. La rodilla se balancea de un lado a otro. Tiene los ojos cerrados –parece soñar– y los oídos enlazados a los filamentos, delgados y blancos, de un iPod. La niña se alimenta de cables, recarga energía. ¿Quince, dieciséis años? Tan joven, tan exhausta. ¿Qué podría fatigar de ese modo a una criatura que recién estrena su existencia?
Toby observa a la adolescente, apoyado en el hombro derecho de Katya. La intensidad de su mirada se traduce en la presión física que ejerce sobre ella.
La chica se incorpora de manera abrupta; despierta de un profundo sueño musical. Se desprende los auriculares y examina a Katya y a Toby con displicencia, con la cabeza inclinada hacia atrás. Luego se columpia para bajar a la acera y estira los brazos sujetándolos por la espalda, sacando el pecho como una paloma que expone sus alas al sol. Es linda. Ahora Katya la reconoce. Se trata de la niña que acaba de mudarse a la misma calle, la que desbarató la telaraña de Derek.
Su cuerpo es compacto y sus extremidades elásticas: una figura concebida para hacer saltos mortales y paradas de manos. Piel cobriza, pelo corto alisado detrás de las orejas, facciones planas y pómulos marcados, de relieves armoniosos. Un piercing en forma de diamante en la aleta izquierda de la nariz. Un pequeño lunar en la mejilla derecha. Ojos oscuros, más avizores que hostiles. Probablemente sea tímida y no ladina: resulta difícil sacar una conclusión.
–¿Qué hay? –dice la adolescente.
He ahí que no es tímida.
–Hola.
Katya dirige su atención a la puerta de la cochera. Mejor dejar que los jóvenes interactúen entre sí.
–¿Viste lo que hicieron en la calle? –pregunta la colegiala.
–Uy, sí. Imposible omitirlo –Toby ríe y la mira embobado, con dulzura. ¡Es incorregible!
Sin embargo, la chica lo examina sin animadversión.
–Oye, ¿ustedes tienen crack?
–¿Crack? –dice Toby.3
–Grietas, grietas en las paredes. Debido a las vibraciones. Debido a las máquinas.
Toby la observa, intranquilo.
La niña alza una ceja curvilínea.
–Mira –señala el muro en cuyo borde reposaba hasta hace unos minutos. Sin duda hay una grieta diagonal que hiende el alquitrán. ¿Acaso no ha estado siempre allí?
–Y mira, mira, se extiende a lo largo de la calle. Yo sé lo que te digo –la adolescente salta sobre el pavimento (salta en verdad, como una chiquilla) y muestra el alquitrán, que en efecto se ve ominosamente resquebrajado entre sus pies. Subraya la longitud de la grieta con la punta del zapato; suspende las manos en el aire para mantener el equilibrio. Los pantalones grises, remangados, exhiben sus tobillos, angostos en comparación con las pantorrillas –firmes y parabólicas– y envueltos en exiguos calcetines blancos.
¿Será más joven de lo que Katya creyó? ¿Será mayor? Posee uno de esos rostros acentuados, donde los huesos se afianzan desde temprano y permanecen en su sitio durante décadas.
–¿Vives por aquí? –pregunta Toby.
La chica asiente, moviendo la cabeza de soslayo.
–Por ahí. ¿Y tú?
¡Por favor!
Katya continúa manipulando la puerta de la cochera hasta darse por vencida. En realidad es imposible abrirla sin el picaporte. La niña curiosea la escena con los brazos cruzados a la altura del pecho. Toby se ha ubicado a su lado en una postura análoga, también con los brazos cruzados. Copiones.
–Toby, ¿necesitas una escalera o qué? –inquiere Katya.
–No, está bien, puedo subir a través del techo de la cochera. Es fácil.
Katya advierte que la adolescente despliega las piernas, con mayor amplitud, sobre la grieta en el alquitrán, revelando pantorrillas inesperadamente largas. La sonrisa de Toby se agranda tanto que parece a punto de rasgarse.
–¿Lo harás en este momento? –dice Katya, con un tono más agrio de lo que desearía.
–Justo en este momento.
–Ten cuidado.
Una vez dentro de la casa, Katya va dejando huellas de fango color caqui –traído de la calle– en la alfombra. Busca la escoba y la cubeta en un rincón de la cocina, donde una nueva grieta negra serpentea hacia la parte superior del muro.
La longeva casa se edificó sobre cimientos arenosos que han ido zozobrando durante décadas, y Katya está acostumbrada a los extraños declives y rajaduras, a que el revoque se asemeje a una pantimedia deshilachada. Como ocurre con las tenues líneas de su propio semblante, no logra recordar el instante en que surgió o se propagó cada grieta, pero conoce sus formas, sus largos sesgos trazados en itálicas, sus sismogramas. No obstante, nunca había estudiado esta grieta en particular. Renegrida, afilada, atrozmente oblicua. Parece insurrecta. Su primer pensamiento –irracional– es que la chica está, de alguna manera, detrás de esto, jugándole una broma.
¿Es posible que la fisura haya horadado la tierra a dentelladas, partiendo del área de demolición y cruzando la calzada? ¿Qué tan profunda es? ¿Correrá por toda la casa, desde el suelo hasta la cima? La imagina recta y fina como un haz de rayo láser; imagina que escinde sus paredes, sus cimientos, el terreno hondo bajo el pavimento, efectuando cortes transversales en los densos estratos de tierra, grava, arena y alquitrán. De nuevo coloca la escoba en el rincón, pese a que no puede ocultar la falla.
El teléfono suena de modo tan estentóreo que parecería que va a expandir aún más las grietas. Lo toma, en un arrebato, antes de que pueda producir un daño mayor.
– RIP.
La pausa, del otro lado de la línea, es irónica.
–Soy yo, Kat.
Katya distiende la mano y baja la voz.
–Perdón. Hola. Tu hijo está en mi techo, si es que quieres hablar con él.
Tal suele ser el motivo de las llamadas de Alma.
Katya asocia a su hermana, de manera inexorable, con los teléfonos. Y, ciertamente, por estos días las llamadas telefónicas –o, más a menudo, los mensajes de voz– constituyen su principal modo de comunicación. Pero dicho hábito se remonta en el tiempo.
Cuando Alma tenía trece años y Katya diez, la primera comenzó a fugarse. En ocasiones se esfumaba durante días, en otras durante semanas. Y un día lo hizo de forma definitiva: a los diecisiete, Alma se fue para no regresar. Pero Katya siguió recibiendo noticias suyas. Alma llamaba a horas inopinadas, desde cabinas telefónicas, desde destinos ignotos, a través de inmensas distancias. De pronto, la comunicación se interrumpía por lapsos prolongados. Esto sucedió antes de que existieran los celulares y, con los traslados de papá, no siempre resultaba sencillo que las hermanas se localizaran. Sin embargo, urdieron un plan con la tía Laura, prima distante de Len, que residía invariablemente en Pinelands. Cada vez que Katya contaba con un número telefónico válido, le informaba a Laura y obtenía a cambio el número actual de Alma. Para tales efectos, debía rehusarse a que la tía le sonsacara pormenores de trágicos chismes familiares.
De alguna u otra forma, cada pocos meses Katya escuchaba el susurro seco de su hermana en el extremo opuesto de la línea, o a veces tan sólo un silencio breve e inequívoco: una estática plateada y crepitante. La imagen de Alma comenzó a desvanecerse en la memoria de Katya. Sólo lograba entrever cierta figura minúscula y delicada flotando en una nube, en algún lugar muy elevado y gélido. Una princesa de hielo, casi ilusoria, girando, ingrávida, en torno al punto fijo de la bocina que las conectaba. “¿Dónde estás?”, preguntaba Katya, “¿A dónde has ido?”
“Oh, Kat”, suspiraba Alma, y su respiración trascendía los diminutos orificios de la bocina, formando cristales de hielo en los oídos de su hermana menor. Cada vez que Alma finalizaba la conversación, Katya estaba segura de que se había diluido por completo, como la escarcha en la mañana.
Tres años después volvió a ver a Alma. Toby era un recién nacido, un bebé pálido de origen misterioso. Para ese entonces, Alma había empezado a teñirse el cabello con peróxido. ¿Lo hacía para establecer una similitud con el del niño? Su piel lívida hacía pensar que en verdad había estado todo aquel tiempo en un mundo albino y glacial.
–¿Sabes, Al? Es tan raro... –Katya se descubre comentando–. Mi camino se cruza con el de papá. Está trabajando de nuevo.
–¿Cómo lo sabes?
–Alguien me contrató para una labor. Al parecer emplearon antes a papá y creyeron que yo era de la misma empresa. Él estuvo ahí algún tiempo, el año pasado.
–Dios. Así que el viejo muchacho sigue vivo. ¿Cuándo lo viste por última vez?
–Hace siete años. ¿Y tú?
–Menos. Quizá tres. Fui a verlo a esa casa hogar, ¿recuerdas aquel sitio espantoso donde estuvo una época con los borrachos? Me pidió dinero.
–¿En serio?
–Pareces sorprendida. ¿Sabes? He hecho mi pequeña parte por él a lo largo de los años.
–Sí, lo sé.
–He hecho más de lo que me correspondía –la voz de Alma comienza a elevarse.
La voz cotidiana de Alma es distante; siempre amenaza con titilar y apagarse por cansancio o falta de interés. Una voz desidiosa. Sonaba de ese modo desde la infancia. Sin embargo, cuando Alma se exalta, sube su registro vocal y se asemeja a una niña a punto de estallar en llanto: una niña indignada, atónita ante la vehemencia de sus propios sentimientos. Katya jamás ha visto sollozar a su hermana –sólo en una ocasión la vio casi aullando de dolor– y no puede tolerar siquiera imaginarlo.
–En cualquier caso, resulta escalofriante –espeta Katya–. Estar en sus zapatos, como quien dice.
–Bah. Te viene bien trabajar en el mismo negocio asqueroso.
–No es el mismo negocio.
–Ja, ja, reubicación y no exterminación. Ya lo he oído. Hazme un favor, ¿sí? Piensa en lo que le pasó a mamá. En lo que ese negocio le provocó.
Katya calla. No consigue formular la cruda interrogante: ¿qué le pasó, en efecto, a mamá? El desvanecimiento de Sylvie siempre fue descabellado en exceso, demasiado preponderante para abordarlo como si se tratara de un episodio más. Cierto día, cuando Katya tenía tres años, Sylvie arribó a un hospital y nunca regresó. Katya sabe que eso significa que murió, pero jamás se tocó el tema. Sin duda hubo un accidente, algo que supuso una mutilación, algo tan traumático que en un instante desterraron a Sylvie de la vida de sus hijas y no logró reaparecer. No hay escasez de posibilidades. Cualquier día, en compañía de Len –en especial un Len más joven, en el apogeo de sus caóticos poderes–, pudo haber ocurrido un deceso truculento.
Pero fue imposible preguntarle a su padre por Sylvie y, en el presente, un orgullo inescrutable le impide indagar el asunto con Alma. De cualquier forma, siempre comprendió que la pérdida de Sylvie le pertenecía fundamentalmente a Alma. En lo que concierne a su madre, Katya no posee ninguna autoridad. Alma le lleva tres años, tres años más de existencia con mamá. Así ha sido y así será. Katya sólo atesora sombras: recuerdos de una silueta desplazándose en alguna cocina, bajo una luz amarillenta; un sabor en la boca. Tales espectros no son prueba de nada, y tampoco armas para desenfundar en una discusión.
De manera que Katya sólo anuncia:
–Le diré a Tobes que te llame.
Alma emite un chasquido con la lengua y cuelga el teléfono. Katya no está segura de lo que eso significa. No sabe si su hermana truncó la conversación o si fue al revés.
Por encima de su cabeza el estaño rechina, mientras Toby da pasos firmes en el techo. Katya experimenta el estrépito en su propia dentadura. Muerde el tejido de la cicatriz que tiene en el pulgar. El pulgar continúa desgarrándose cada vez que fuerza la puerta de la cochera. Ese es el motivo por el cual Katya y Alma hablan poco. Sus charlas tienden a retorcerse sobre sí mismas y a morder como serpientes.
Frente a ella, sobre la mesa de la cocina, se encuentra el dossier de Zintle. Lo arrastra y abre la envoltura de la carpeta archivadora. En el interior hay un fajo de papeles engrapados: un folleto publicitario, números telefónicos, mapas, direcciones. También la fotocopia de un recorte de prensa. Katya distribuye los papeles sobre la mesa. La nota periodística, con fecha de junio del año pasado, aborda el fenómeno de un enjambre de insectos que proliferó en la península del sur. El texto no brinda mucha información: los jardines de alguna gente padecieron el ataque y un par de automovilistas se quejaron de tener que dar frenazos ante un aluvión de esos bichos atravesando la carretera. Un niño pequeño sufrió una mordedura en la mejilla. La embestida terminó en menos de una semana. Cierto zoólogo de la Universidad de Ciudad del Cabo concedió una entrevista y enfatizó que se trataba de un incidente natural; no había razones para alarmarse. Este escarabajo en particular, una “especie de la familia de los cerambícidos metálicos”, configura enjambres cada pocos años, a intervalos impredecibles, aunque en tiempos recientes quizá lo haya hecho de modo más flagrante que antes. No existe peligro alguno –afirmó–, pero los individuos inexpertos no deben intentar cazar a las criaturas, “aun cuando sean especímenes atractivos”.
Una borrosa fotografía en blanco y negro exhibe un único e insípido escarabajo en el fondo de un matraz de laboratorio.
El folleto publicitario es mucho más sugestivo. La portada muestra una representación artística de un destellante edificio de marfil, escalonado y rodeado, en la base, de césped de estilo impresionista. El cielo es exultante; las nubes, pinceladas exquisitas. Hay una línea azul oscuro en el horizonte: ¿el mar? “Nínive le da la bienvenida”, se lee en letras cursivas engalanadas. No reconoce la dirección, que incluye el nombre de un suburbio ignoto. Tendrá que investigarlo.
Apoya la imagen contra la tetera: un fragmento de color en el margen de su monótona cocina. Tiene el aroma de un lugar lejano, en otro país, que no pertenece al aquí o al ahora. Desearía encogerse, reducir su tamaño y descansar en una de esas terrazas en miniatura, disfrutar los rayos de un sol pequeño pero potente o, mejor aún, escabullirse en alguna habitación diminuta e inmaculada y cerrar la puerta tras de sí.
Es hora de empezar a escribir en un nuevo cuaderno. Elige uno flamante del cúmulo que se apila en el cajón inferior del casillero para guardar archivos. Se trata de un fino artículo de papelería, confeccionado a la vieja usanza, formato A5, con tapas duras color negro y lomo de tela roja. En los cajones medios y superiores del casillero conserva los cuadernos antiguos, repletos de apuntes de trabajo. Los agota con asombrosa rapidez: comienza uno nuevo cada tres o cuatro meses. En realidad no comprende para qué los preserva. Quizá algún día escriba sus memorias: Una vida entre plagas.
Len jamás garabateó una sola nota; la totalidad de las historias que protagonizó estaba en su mente. Pero a Katya le gusta hacerlo. Elaborar registros es una manera de mantener las cosas en orden.




