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En el momento presente, en que ya han pasado cinco o seis años del entusiasmo con que se formularon los puntos de vista feministas de mayor alcance, hemos retrocedido algunos pasos. Hay artistas que esperan dedicarse a su obra libremente, como individuos no marcados por una perspectiva definida colectivamente, pero utilizando, a menudo, temas y materiales legitimados por el marco estético feminista. Pero más que distribuir alabanzas o culpas, nuestra labor principal consiste en averiguar por qué a la aceptación explícita o tácita del feminismo por parte de algunas artistas le sigue sistemáticamente una fase de negación o rechazo. Los individuos se ven atrapados en una situación que no crearon. Ello es particularmente cierto en lo que respecta a muchas mujeres artistas que no participaron del despertar del feminismo a finales de los años sesenta y que no han mostrado interés alguno por explorar estructuras sociales alternativas ni modos de relación más allá de los que requieren sus carreras. El efímero atractivo del feminismo en el mundo del arte hace ya tiempo que se ha agotado9.
Las mujeres artistas han de enfrentarse a algo más que al conservadurismo cultural que milita contra toda articulación de la conciencia crítica. También han de luchar dentro del mundo del arte contra el ataque, que arrecia últimamente, a cualquier crítica social de izquierdas coherente. El feminismo es considerado «política» y, según la definición polarizada actualmente en funcionamiento dentro del mundo del arte, o se hace política o no se hace (la categoría negativa representa al «individualismo» o liberalismo, al que se conoce normalmente dentro del mundo del arte como humanismo). Solo se toleran puntos de vista políticos no liberales cuando se pueden interpretar como florituras idiosincrásicas del estilo personal del artista. La adaptación del comportamiento a este importante protocolo dentro de la comunidad artística supone la negación de la importancia de las restricciones reales que sufre su actividad (vida diaria, clase); las implicaciones de la obra de un artista sobre su comportamiento han desaparecido excepto, tal vez, como gesto simbólico.
Dadas las circunstancias, autodenominarse feminista y realizar al mismo tiempo una obra que se anuncia como feminista significa arriesgarse a ser considerada como una herramienta o como una guerrillera que hace «arte político». Algunas mujeres cuya obra encaja dentro del género feminista evaden la cuestión negando su significado social. Otras afirman tímidamente su feminismo al tiempo que realizan obras abiertamente retrógradas y antifeministas, normalmente reproducciones sin sentido crítico de objetivaciones masculinas de las mujeres, sobre todo de tipo sexual. Algunas de ellas han adoptado un feminismo libre de cualquier intención activista. Dicho feminismo se puede definir simplemente por la predilección por los nuevos materiales y el uso de ciertas imágenes, y por permitir la entrada a más mujeres dentro del mundo del arte sin que ello implique una crítica exhaustiva de la sociedad. Tuve la oportunidad de descubrir esta actitud en cierto grupo de estudiantes del Woman’s Building, ya que el dar soluciones culturales a problemas sociales suele acabar en un «yo también», tal y como atestigua el capitalismo negro. La «cultura» tiende a contraponerse a la «política», a la que las feministas radicales consideran un juego de hombres. Hay que reconocer que en el Woman’s Building también hay mujeres con una visión más amplia de lo que implica el feminismo.
En la actualidad hay mujeres artistas de muy diversa procedencia dotadas de un conocimiento sólido del feminismo, dándose algún caso en que se han convertido en artistas después de haber desarrollado una interpretación del feminismo como crítica sociopolítica, lo que hace más probable que hayan leído y asimilado los textos clásicos del feminismo. Su actitud activista nutre a su práctica artística.
La nueva teoría requiere una práctica nueva que haga evidente lo que anteriormente se encontraba latente. Así, en California, un grupo de artistas «más jóvenes» están realizando un tipo de obra con la que pretenden transmitir contenidos feministas, siendo para ellas la forma menos importante que la intención. Fijémonos ahora en la obra de cuatro de estas artistas, dos de las cuales están relacionadas con el Woman’s Building.
Desde el principio del movimiento de mujeres artistas, uno de los temas importantes de la obra feminista ha sido la afirmación consciente del yo como «Otro», utilizando el término de Simone de Beauvoir. Además, la obra —en tanto feminista— se ha afirmado como la práctica de un Otro (disidente); es decir, como una forma de actividad guerrillera. La acumulación de textos de artistas y críticos del pasado hace difícil comunicar contenidos nuevos a través de medios tradicionales como la pintura y la escultura. La obra disidente tiene sus propios textos y estos a menudo aparecen de una manera explícita, sin que se dé una división clara entre obra artística y obra crítica, mediante la incorporación del lenguaje. Otras veces, la obra opera mediante la redefinición formal o contextual de contenidos convencionales.
Algunas obras de la primera época producidas en la costa oeste utilizaban imágenes altamente simbólicas identificadas con la opresión de las mujeres. La performance —la producción de una actividad, teniendo normalmente en cuenta la redefinición del espacio— tenía una enorme importancia en este contexto. Dichas obras mostraban las presiones psicológicas impuestas sobre las mujeres, con el fin de controlarlas y de exteriorizar las negativas consecuencias internas que provocan. Esta estrategia tiene un componente fuertemente expresionista. Las performances tempranas, como las realizadas en Fresno, Cal Arts y Womanhouse10, tenían el aire ad hoc de los happenings, con su aparente pobreza de materiales y su apropiación de temas de la «vida privada», provocando respuestas viscerales en los espectadores. Se dio a la ira un giro positivo, redirigiendo la energía usada anteriormente en los «trabajos forzados» del cuidado de la casa. Al parodiar y exagerar el rol pasivo, dependiente y depresivo, encarnado mediante ropas restrictivas o emblemáticas como delantales, y la impostación de poses características, las performers expresaban claramente que ellas habían tomado el control.
Entre los antecedentes de estas obras se incluye la idea de ritualismo «primitivo», que ha sido usado durante muchos años en el mundo del arte como evocación vaga de formaciones psíquicas universales. Las performances feministas afirmaban lo que las experiencias de las mujeres tienen en común, una opresión compartida y unas reacciones compartidas. El empuje de este arte pseudorritualizado puede explicarse por la necesidad de proyectar colectividad, evitando caer en lo que Harold Rosenberg ha denominado despectivamente un «contenido de voluntades»11 (un contenido programático e inducido racionalmente). Sin embargo, tal enfoque antirracionalista también se corresponde con la defensa de una imaginería femenina obligatoria en pintura y escultura, metáforas en clave de sueño a través de las que emerge un significado culturalmente reprimido. Veo las performances feministas como una continuación del expresionismo abstracto (más rosenbergiano que greenbergiano), aunque utilizando otros recursos. Al igual que los happenings (que recordaban a las performances futuristas, dadaístas y surrealistas), representan la transferencia del material de la vida cotidiana a un arte abstracto que lo transforma en «mito privado», en un conjunto casi incomprensible y cada vez más formal de estrategias para invocar lo humano.
Las performances feministas presuponían que la existencia de una realidad interior, compartida pero reprimida, anterior a la civilización patriarcal y que persistía a pesar de la misma, podría convertirse en una fuerza positiva de cambio. Esta afirmación la hace de un modo mucho más literal, por ejemplo, la artista neoyorquina Mary Beth Edelson. Chicago y Schapiro, y muchas (aunque no todas) de las mujeres vinculadas al feminismo, son pragmáticas, no místicas. Sus interpretaciones de los procesos mentales tienden a situarse en el ámbito de los condicionamientos sociales más que en el de estructuras universales. Sin embargo, este sesgo más sociológico que metafísico no está claramente articulado, y la idea de una «imaginería femenina» y su equivalente en las performances se prestan fácilmente a esta ambigüedad en torno al origen de las imágenes; una ambigüedad respecto a la dualidad de interpretaciones del yo —existencialista versus interaccionista— que es prudente mantener.
Las primeras performances se basaban en una correspondencia entre símbolos y significados que el público apenas reconocía, y en la unión ambivalente de lo fácilmente comprensible con una iconografía personal más misteriosa. Se puede decir, por lo tanto, que, más que definir, aluden a un contenido. Ablutions («Abluciones», 1972), producto de un taller y realizada por Chicago, Suzanne Lacy, Sandra Orgel y Aviva Rahmani, es ejemplar en este sentido. Se usaron riñones, baños de «sangre», 1.000 huevos y barro húmedo, metros de cuerdas y cadenas, vendas —junto a una cinta que suena continuamente en que se oye a mujeres contando cómo fueron violadas— con el fin de cartografiar el territorio de las condiciones existenciales de la mujer.
La inmediatez de dicha obra reside, en buena medida, en la evocación del descubrimiento, del surgimiento colectivo de la conciencia, de la liberación, en el exorcismo. Al tiempo que los contenidos feministas atraían mayor atención, las performances fueron alejándose de sus estrategias originales. Se han atemperado; conforme el carácter de los tiempos se ha ido estancando en el quietismo, la performance ha sido aceptada. Su área de interés —la conciencia— está ahora perfectamente definida, y la iconografía se abrevia cada vez más en vez de seguir creándose constantemente. La sangre, los órganos y los cuerpos envueltos en vendajes se usan hoy de una manera bastante moderada. El enunciado directo (ya presente en Ablutions) ha asumido mayor importancia como herramienta con la que crear colectividad. Se ha pasado del lamento a la explicación. La performance feminista en el sur de California está más orientada actualmente hacia temas específicos psicosocialmente ubicados, como son la prostitución o las violaciones. El racionalismo, cada vez más presente en las obras, las hace menos ritualistas y más analógicas.
Simultáneamente, la obra de otras artistas no afiliadas con estos programas y que prestaron una meticulosa atención a la tradición de la historia del arte, se ha hecho más histriónica. Eleanor Antin, por ejemplo, cuya epopeya en miniatura sobre la pérdida de peso llevaba el título (conscientemente irónico) de Carving: A Traditional Sculpture [La talla: una escultura tradicional] —que se refiere, de paso, a la retícula minimalista— ha desarrollado un repertorio de performances sentimentales y heroicoburlescas inspirado en los principios de la escritura histórica. Bonnie Sherk, una artista del norte de California cuyas performances de principios de los setenta consistían en intervenciones tipo guerrilla en espacios urbanos deshumanizados (como, por ejemplo, cenar sola, con un vestido formal, en una mesa bien puesta sobre la mediana de una autopista) lleva actualmente a cabo un proyecto comunitario a gran escala, The Farm, en San Francisco. Desde el otro extremo, la obra de Barbara Smith, una venerada artista de performance de la primera época, se aleja también de los elaborados rituales simbolistas de sus inicios y actualmente adopta un enfoque de tipo psicosocial. Las cosas se van aproximando a un terreno intermedio. Sin embargo, algunos artistas masculinos como Paul McCarthy aún continúan con la tendencia expresionista histérica que utilizaran las performances feministas, sobre todo aquellas realizadas por el Living Theater o las performances de Carolee Schneeman de mediados de los sesenta como Meat Joy [Placer carnal] o las piezas de brutalidad contra los pollos de Rafael Ortiz.
Algunas de las mujeres que pasaron por los programas feministas han estado realizando performances desde principios de los setenta. Su obra ha sufrido una mutación que va de lo eminentemente expresivo a la definición de la conciencia en un espacio social. Las dos mujeres procedentes de esta tradición cuya obra traigo a colación ahora prestan una atención considerable al lenguaje como medio de opresión y como herramienta de liberación.
Suzanne Lacy decidió convertirse en artista mientras trabajaba con Judy Chicago en Fresno y siguió al programa tras su traslado a Cal Arts. Su obra conserva ciertos vestigios de cuando estudió con Allan Kaprow, el fundador de Happenings y actualmente el poeta tecnócrata de la vida mundana. Lacy forma actualmente parte del colectivo universitario del Feminist Studio Workshop en el Woman’s Building. Sus performances son demasiado complejas para poder ser explicadas aquí, y lo que sigue se refiere únicamente a pequeñas porciones de su trabajo. Su obra se ha caracterizado por la utilización metafórica de órganos animales (como en Ablutions). En Lamb Construction [Construcción de un cordero], que trata sobre su parto y nacimiento, el cuerpo animal se presenta como el correlato objetivo de la psique humana (femenina). En Maps [Mapas, 1971] y otras performances ella, acompañada de otras personas, intenta recomponer órganos animales, en una especie de pseudorracionalismo obsesivo. Atada mediante largas cuerdas al público y este a las vísceras, ha evocado metafóricamente la presencia de una comunidad, además del hecho de estar atrapados.
Lacy trabaja con oposiciones metafóricamente expresadas. Su obra difiere, por ejemplo, de las orgías explosivas del artista vienés Hermann Nitsch, que están dotadas de un polo comunicativo cognitivo. Es patente el enraizamiento de gran parte de sus preocupaciones en el lenguaje. Al definir las cosas por oposición, desarrolla un mecanismo de sustitución con el concepto «cuerpo» como eje. Este puede significar «yo» (por oposición a cuerpo), o un yo interior y oculto (frente a una identidad pública), o un yo femenino (frente a uno masculino) o, incluso, un campo de batalla cultural por la autodefinición (frente a un territorio privado inviolable). Mediante el uso de cuerpos animales como analogía de estas entidades, ella convierte lo conceptual en concreto. De nuevo, Lacy puede utilizarlos como sustitutos de su propio cuerpo, vinculando la metáfora a la opresiva sustitución lingüística de «trozo» por «mujer», que implica la cosificación fundamental para la prostitución y la pornografía.
Lacy mina la idea de Otredad. Si solo los hombres definen la subjetividad, entonces a las mujeres se les niega; si, por lo tanto, solo los hombres son completamente humanos, las mujeres son bestias. Lacy, al igual que Schapiro, se identifica con la bestia12, pero también con la bestialidad de los humanos, que conforman los cuerpos y controlan las vidas de las bestias, las matan y se las comen (ella aún come carne). En una performance reciente ella hizo de Frankenstein, el creador del monstruo formado mediante la unión de trozos humanos, además del propio monstruo. Se ha inventado un mito sobre su origen como un bebé Drácula que se crió con los colmillos defectuosos en el pequeño pueblo de Wasco, California. El rasgar, descuartizar y consumir para ella no remiten, tal y como lo hacen para Nitsch, a la ineludible vocación humana hacia la violencia, sino que a menudo se orientan hacia el cambio físico. Se interesa por la transformación bestia/humano y por la metempsicosis. Esta es su última oposición: su aparente utilización racional de la metáfora es el complemento de un silencioso y extraño misticismo.
Lacy muestra un interés médico por los cuerpos y sus interioridades. Su enfoque clínico del desmembramiento da a su obra un aire de autoridad imparcial, a la vez escalofriante y divertida, que funciona como contrapunto de sus exhibiciones más directas de bestialidad. En algunas de sus obras recientes utiliza el medio más austero de la fotografía13, explotando su nítida claridad. Three Love Stories [Tres historias de amor] consiste en una serie de narraciones desmontadas basadas en la metáfora corporal. A un corazón en un tarro sobre una cama de sábanas blancas le acompaña una historia sentimental. She’s got a good set of lungs [Tiene un buen par de pulmones](es decir, tetas) muestra a Lacy intentado hinchar un par de pulmones de vaca. Lacy utiliza la angulosidad de su cuerpo. En una serie de postales, aparece sentada desnuda tras una mesa de cocina comiendo trozos de pollo identificados por su nombre que incluyen, además, las partes de su propio cuerpo correspondientes a los trozos del pollo: ella consume y es consumida al mismo tiempo. En Falling [Caer], unas fotos en blanco y negro en las que ella aparece cayendo o saltando están rajadas por diversos sitios, dejando entrever tras de sí fotografías de órganos en color. La representación interna asume, a la vez, una «realidad» mayor (en color y un primer plano) y una «realidad» menor (recortada, despersonalizada, etiquetada) que la exterior.
Esta noción operística de la obra, dotada de diversos niveles de texto y metáforas dominantes, es compartida por Laurel Klick, quien estudió con Rita Yokoi en el programa de Fresno y que actualmente enseña en el Woman’s Building. En Suicide [Suicidio], realizada en Fresno en 1972, representaba un suicidio, salpicando su cuerpo de pintura roja. Dos «hombres anónimos» (interpretados por mujeres) la rematan, otros dos la lloran y entierran bajo un plástico transparente. Los hombres entonan, en círculo, reacciones convencionales ante el suicidio: «¿Cómo ha podido hacer esto a su madre?». Aquí el lenguaje social se muestra rígido al extremo, negando cualquier motivo personal mediante una autoridad implacable. Al igual que el inválido Hipólito en El idiota de Dostoyevsky, la autoaniquilación busca impedir que una fuerza anónima ejerza el control total; elegir libremente —la supervivencia psíquica— adquiere prioridad sobre la supervivencia corporal real. Sin embargo, en Suicide la decisión personal se revela, con ironía, como una opción forzada.
Consciousness-Unconsciousness [Conciencia-Inconciencia, 1974], una compleja performance desarrollada en la casa, explora también estos opuestos. Klick rechaza la suculenta comida que le ofrece una amiga, mientras unas diapositivas proyectadas detrás de ellas revelan sus peculiares menús de las semanas anteriores. Una cinta enumera los clichés descriptivos de un anuario de curso: «un buen chico», «un bocazas». Klick mete a ciertas personas en la cama bajo sábanas negras y luego las levanta. Suena otra cinta repetitiva sobre películas de terror, con dos pistas, una basada en definiciones de diccionario y otra expresiva: el lenguaje impersonal contra el discurso «orgánico». Mientras su amiga come, Klick cuenta secretos al público. Cuando se retiran todos los accesorios, Klick, sola, se dirige al público diciendo, mientras come una bolsa de patatas: «No soy perfecta». Parece obsesionada por los absolutos: ¿por qué, si no, se preocuparía por la perfección?
La obra reciente de Klick depende incluso más del discurso directo. Habla a la audiencia, explicándose a sí misma. Durante una performance sobre la anorexia nerviosa, la auto-inanición que se infligen, sobre todo, jóvenes de buena familia, Klick habla de la relación con su madre. Después intenta vocalizar con un consolador en la boca. Comida y sexualidad aparecen unidas (una teoría sobre la anorexia la considera un intento de erradicar los signos de la madurez sexual). Boca y vagina se confunden: vagina dentata. Hay también otras confusiones: lo que significa meterse algo (un pene, comida) en el cuerpo (por la vagina, por la boca), lo que es la nutrición (del cuerpo, del yo)... Klick habla al público sobre la felación: ser obligada a comer, ser incapaz de hablar o comer. Parece más pesimista que la ingeniosa superviviente Lacy. Imagino que para Klick el «lenguaje del yo» es totalmente privado e incomunicable. Mientras Lacy urde historias góticas de sangre y carne (extrayéndose sangre en escena), y entremezcla sus fantasías defensivas entre seductoras narraciones, Klick, por el contrario, evita dar valor a las fantasías que ella —como muchas otras mujeres— ha inventado para evitar el dolor. Su intención es airear sus «secretos» en un entorno que le apoye. En una de sus obras comparte literalmente estos secretos con distintas mujeres, sentadas una frente a la otra. En un breve programa de radio de la cadena KPFK de Los Ángeles en 1976, ella y quienes llamaban por teléfono contaban secretos (en su mayoría sobre sexo). Al parecer, para Klick los secretos son signos de una opresión interiorizada, de la incorporación en el yo de las convenciones represivas. Ella nos fuerza a tomar conciencia de cómo la cultura individualista utiliza la «psicología» para oprimir a las personas, sobre todo a las mujeres. Pareciera que Klick recurre a la performance como medio de disipar colectivamente lo que ella denomina «malos sentimientos» —actitudes interiorizadas respecto al yo físicamente nocivas—, que ella considera enraizados en la sexualidad y la representación de los mecanismos más fuertes de control social.
Lacy apela al poder del discurso compartido para recuperar el control en una «obra de desarrollo comunitario». Junto a otras mujeres artistas, realizó una acción en la que cada una elegía a otra mujer ajena al mundo del arte para crear, dentro del espacio de la galería, una comunidad temporal simbolizada por algo que cada una de ellas hacía para expresar su yo. Lacy se refiere a esta obra como «nombrar» y como «acto de autodefinición». Para Lacy la obra culminaba cuando ella misma se autodenominaba «la mujer que es violada», «prostituta» y «la mujer que ama a las mujeres». El propósito de Lacy era identificar la solidaridad con las mujeres con la solidaridad con los menos favorecidos. Al nombrarse con lo que ella no es realmente, pretendía ir en contra de la táctica de división social que lleva a las mujeres a identificar a diferentes categorías de mujeres con el Otro.
Merece la pena reflexionar sobre el hecho de que las definiciones de Lacy fueran específicamente sexuales. La identificación de su propia esencia con las definiciones sociales de la mujer más viles y sexuales es un tema recurrente que algo tiene que ver con aquella idea del artista como un perpetuo marginal, pero también se relaciona con el énfasis feminista en la identidad de la mujer explotada, del mismo modo que el «tercermundismo» de la política de la nueva izquierda pretende incitar a un debate sobre el oportunismo, la explotación y la ceguera ante las condiciones de vida de la clase trabajadora. La realidad vital de las mujeres de clase baja es, sin duda, un tema honorable, pero en el mundo del arte de autor su significado es frecuentemente objeto de inversión y distorsión, por la misma razón que a la bohemia no le atraen tradicionalmente los duros trabajadores de fábrica sino los «seres inferiores»: el «lumpen» y los «desviados». Tomemos, por ejemplo, la obra de Diane Arbus. Se suele decir que sus retratos son imágenes metafóricas de sí misma y que lleva a cabo un proceso de autoobjetivación que logra hacer invisibles a los individuos que aparecen en sus fotografías, vaciándolos de realidad y convirtiéndolos en signos. Si esto se logra mediante una simple fotografía, seguro que se puede conseguir con cualquier otro medio.
El arte sobre los desposeídos es un tema complejo. El interés que provocan las prostitutas o, por ejemplo, las bailarinas de topless en el feminismo de clase media es la negación de su subjetividad y su autodeterminación, especialmente en lo que respecta a sus propios cuerpos. Se puede admirar o envidiar a aquella artista privilegiada que abandona la seguridad de su mundo para entrar en el de lo «opuesto», sin que nadie le engañe haciéndole creer que la vida es fácil o le haga sentirse culpable por odiarlo. Pero existe el peligro de hacer de esta realidad un equivalente turístico de la opresión psicológica de una misma y, en el caso de las artistas, de convertirla en materia prima para labrar su carrera. Hay mujeres cuya obra se alimenta de la victimización (sobre todo sexual) de las mujeres de clase baja, uniéndose así a los muchos hombres que hacen lo mismo. Lo que hace este tema tan confuso es el intentar sustituir la causalidad psicológica por la económica.
Acabo de describir el lado negativo de la atracción que despierta el tema de la prostitución en las mujeres artistas. Pero aún se puede decir más: la idea de la mujer «sin nada que perder», solo con su cuerpo como garantía, la convierte en una heroína y a su vida en una aventura. Ello lleva fácilmente a una interpretación romántica de la prostituta como renegada individualista, como aquella heroína-víctima que, en un gesto de agridulce autodeterminación, al menos, cae luchando: Nana en Vivir su vida de Godard y la suicida sin nombre de la performance de Klick. Al conquistar el amor, ella se alza con un poder mayor que su «cliente», quien debe ceder a la pasión y pagarle por permitírsela. O, en una versión menos romántica: la prostituta como una racionalista con ideas muy claras respecto al intercambio de sexo por dinero.






