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En definitiva, catalogarlos desde sus desequilibrios, deformidades o patologías para tipificarlos, diagnosticarlos como cuerpos sanos o enfermos, y tratarlos en la medida de lo posible como entidades impersonales.
Con frecuencia, todo lo anterior se realiza desde unos protocolos más o menos estructurados y estipulados por sus evidentes ventajas prácticas; además, de esta forma podemos tener la sensación «de hacer lo que hay que hacer», ya sea para curar o aliviar la enfermedad, o para sostenernos mejor o enderezarnos ortopédicamente.
Y con frecuencia nos atribuimos méritos que corresponden solo a la naturaleza individual y su homeostasis; es decir, a un médico interno (denominado así en términos hipocráticos) caracterizado con toda seguridad en la carencia de tipologías y conceptualizaciones diagnósticas reduccionistas.
Lo cierto es que (al menos alguno) nos sabemos observadores y portadores de lentes estereotipadoras desde el paradigma reduccionista —que, como hemos dicho, nos ofrece una ciencia en exceso lineal—; con unas normas socioculturales y profesionales direccionadas a través del quehacer del oficio, que funciona desde las consignas de la autoridad hegemónica.
Saliendo de ese paradigma y entrando en uno más complejo, se pretende, que desde la piel como reflejo del todo —ni más ni menos—, delimitar una postura humana de inclasificables poses; eso sí, a menudo entretejidas, en alguna parte de su interioridad, con sofisticados nudos de dolor que también requerirán algún tipo de intervención (todo depende de la fuerza del nudo). Es posible que a partir de su lectura se necesite un tratamiento instrumentalizado por nuestras manos, sin verbo, pero creo que ha de ser desde una reflexión a conciencia y adentrándose en un profundo cambio personal propio. Para ser justos, en ocasiones hará falta otro tipo de instrumentalización: de tipo médico o psicoterapéutico.
Por tanto, hay que conocer y percibir los límites de la homeostasis y nuestros propios límites como terapeutas. Si partimos de la base citada del cambio paradigmático del terapeuta, y dado que sus mismos ojos de observador y sus manos (con ese nuevo enfoque) pueden (desde la parte que las conecta a su propia naturaleza creativa) contactar con un espíritu intuitivo dotado de cierta sabiduría ancestral, logrará transgredir las normas y fusionarse de forma transitoria a lo observado.
Eso sí, con permiso expreso de la persona y las guías de la ciencia progresista (y a veces también casi sin ellas). Según lo imperativo del tema, hay que conectar con una nueva perspectiva sin barreras; llevar todo hacia una naciente percepción táctil en nuestros dedos y en su piel que nos permita explorar desde la superficie, casi sin contacto, e ir penetrando con atención y consciencia en la penumbra interior, y allí donde nos lleven nuestras manos, ver la urdimbre de lo humano enredada, enquistada.
Con extremo cuidado, vamos a identificarla y ayudar a que se identifique para la persona que sufre; buscar el recurso y anclarlo, para que cambie la escena; dejar que respire el cambio y, entonces, cortar poco a poco y con filo inciso la sutil superficie que protege sus estructuras enquistadas; así nos habremos adentrado de forma paulatina en la espesura del cuerpo y el dolor primario. Y no lo habremos hecho solo con los ojos, sino (para ser más concretos) con todas las prolongaciones de nuestros sentidos y una conciencia no dual ligadas al tacto; conectados a nuestros dedos a través su sensibilidad táctil epicrítica (más a flor de piel), energética y electromagnética, con todas las propiedades de los dedos que sienten, ven y piensan.
Actuaremos emulando lo que haría un buen cirujano al ir diseccionando los diferentes estratos de tejidos. Llegaremos a algo enquistado, desubicado y doloroso en lo profundo de la piel, músculo o entrañas, y veremos la manera, más adecuada y personalizada para cada individuo, de sacarlo de la forma menos traumática posible. Tranquilos, todo es simbólico, no hay sangre. Solo se requiere un adecuado manejo del sufrimiento humano, mucho tacto y dejar en el lugar tratado (como hemos comentado) algún tipo de recurso para gestionar lo que no se pudo hacer en el momento histórico en que se gestó el trauma.
Para acabar, volver a zurcir todo lo abierto en la trama original, hasta que la naturaleza propia de la persona sane, y comprobar que toda la postura y sus manifestaciones (algunas muy alejadas y sin relación aparente) se remedien en paralelo.
Vemos como el sentido visual y el táctil, unidos a una nueva conciencia y concepción dentro las terapias manuales y energéticas, son transportados a otra dimensión; pasan más a lo perceptivo, a lo fluido, a lo no lineal, con lo que colaboran a la reelaboración desde sus cambiantes densidades, tersuras y tensiones lesionadas. En realidad, el paciente, hasta que no cambiamos esa percepción primaria lesiva, vive en una dispercepción que condiciona una forma anómala de ver muchas de las cosas de su entorno, y en paralelo sufre problemas neurovegetativos, viscerales, musculoesqueléticos y, también emocionales.
Si logramos una diana certera, la mayoría de esos problemas desaparecerán o se mitigarán; si no acertamos, la sintomatología mejorará solo de forma parcial. Por eso hemos de seguir y, un día más inspirado, empático o de más sabiduría, se produzca el cambio.
Una posible solución (para que podamos tener alguna imagen de los entramados tisulares que propongo) puede ser visualizar gráficos que siguen, de alguna forma, el camino de unas líneas de energía parecidas a las que conforman los circuitos de la medicina ayurvédica «nadis» y los meridianos* de la medicina tradicional China, o las líneas de fuerza o tensegridad más modernas. Teniendo en cuenta que todos ellos tienen en común zonas o líneas superficiales, medias y profundas, y tienen unos centros de densificación o convergencia que podéis asimilar con la idea de chakras* o rueda de energía, y algunas líneas que son los canales principales (en terminología China: los canales o vasos maravillosos, el punto de las mil reuniones, etc.); lo que nos hace imaginar la importancia de los mismos (me extiendo algo más sobre ello en un capítulo al respecto).
Como las fórmulas empíricas tradicionales de rancias pócimas que funcionaban no se sabía cómo. Ahora sí, esta vez son fórmulas «casi etéricas», elaboradas de forma manual con la justa medida terapéutica que requiere lo que es umbral y las proyecciones del mismo en forma de sombra. Ahora todo ello se desvela a nuestros dedos con claros matices de herida mal cerrada por un sinfín de situaciones lesivas necesitadas de algo vital renovado, ya que encarnaron su dolor y así nos lo muestran; parece pues necesario cerrar un ciclo de dispercepción y dolor.
Pero en este caso, más que pócimas, necesitan el tacto profundo y superficial al límite, de forma resolutiva, y luego caricias selladoras o palabras expertas que ayuden al «darse cuenta» individual e instrumentalicen un cambio activo, curativo, basado en la captación de la información táctil que llega a través del sistema de células y corpúsculos sensitivos, para llevarla luego al sistema subcortical y cortical y cambiar un referencial engramado en el sistema nervioso. Pero no se trata de fármacos de última generación ni de hilos de sutura especiales.
Para no medicalizarlo (al menos en terminología) más allá de lo necesario, decir que en ello no hay anatomía patológica, ni diagnósticos con terapéuticas protocolizadas, ni microscopios para definir un epitelio estratificado queratinizado con su base de tejido conectivo, u otros, y su trama vascular, etc., es algo muy diferente que nos lleva a otra dimensión.
Se trata de historias ancladas en un tiempo y espacio pretéritos, tan irreales como los aspectos oníricos o los pensamientos proyectivos del futuro; pero en el aquí y ahora aparecen cristalizadas de forma hiriente en la trama de aquello que conceptualizamos como pasado inconcluso o traumático, parasitando a la persona en su globalidad, sus percepciones y sus relaciones.
Pero una vez traspasada la primera barrera mecánica con la que nos encontramos en el contacto, todo se abre a la conjunción de sentidos y conciencia puestos en nuestros dedos, que examinan una superficie en la que se muestran, en juegos de densidades, unas estructuras transparentes y diáfanas salpicadas por nudos, enredos y bloqueos, algunos como tenues marañas y otros como inextricables parajes. Si regresamos a su relatividad, aparecen concretados en estructuras musculoesqueléticas cubiertas de piel, que a modo de capa tejida y decorada al modo de las diferentes latitudes y culturas, se muestra como en las figuras tristes que pintara Villaverde en sus dibujos anatómicos artísticos, hechos a propósito de los primeros libros de anatomía.
En ellos aparecían disecciones humanas, como la figura de un desollado que sostiene en la mano su propia piel; como una queja silenciosa hacia Vesalio y contemporáneos que, en aras de la ciencia y sus propias inquietudes, se habían atrevido a hurgar en la intimidad de sus personas ya cadáveres, ahora convertidos en cuerpos anatomizados obligados a sostener una pose aún viva tras despojarlos de su piel y mostrarla mientras mantienen un gesto humano; excusando así el haber profanado la sacra integridad del cuerpo al diseccionarlo y mostrar la interioridad y la exterioridad de una rex extensa, que ahora parecía no tener secretos para el naciente mecanicismo.
La naciente ciencia quiere escudriñar de forma más pragmática y médica los secretos de la interioridad desde los rincones profundos. Vesalio nos muestra: «Esto es el cuerpo y sus secretos», y casi le cuesta la vida hacerlo público; otros con un talento indescriptible, como Leonardo da Vinci (en este caso metido a anatomista), busca el secreto y el locus de la ubicación del alma. Aún de forma un tanto tímida, pretenden descubrir el lugar de las cogitaciones humanas y, sobre todo, del alma humana, y describen una res extensa y una res cogitans (sobre las cuales filosofara con innegable erudición el buen Descartes, que nos dejó de forma profunda el legado del dualismo, que , si viera la evolución actual del constructo que con su dualismo hemos hecho en todos los órdenes, es posible que cambiara el discurso, quién sabe).
Lo cierto es que la actualizada y preciada cobertura necesita cada vez de más maquillajes, y que estos a su vez requieren ser sofisticados y resistentes, de forma que al final, tienden a cubrir e impermeabilizar la barrera que pretenden decorar (tanto, que llegan a esclerosarla e insensibilizarla de forma selectiva). Y con ello, lo que en apariencia utilizamos para mejorar e incluso creemos que nos reafirma en relación con lo que sería la supuesta exterioridad, nos reseca y nos hace frágiles, pues rompemos la tersura y naturalidad con la que de manera natural se expresa.
En la piel se manifiesta nuestra fisiología (energía, sensibilidad y expresividad) cubierta mediante los juegos de sombras y reflejos del espíritu. La vida la va surcando de arrugas de expresión basadas en dolorosas vivencias repetitivas y en una mímica gestual manifiesta del carácter; se impregna del dolor humano sobre la sedosidad, tersura o aspereza propias de la piel de cada individuo y las cicatrices visibles ligadas a accidentes traumáticos o intervenciones quirúrgicas (alrededor de las cuales se añade la historia de las mismas y el trauma que las produjo, que también deja su memoria en la cicatriz, convirtiéndola a veces en una diana que absorbe a su trama cualquier aspecto, aunque su relación sea lejana). Por tanto, visibles o invisibles, las hemos de examinar todas y, de alguna forma, diluir la memoria traumática en ellas depositada. La más pequeña de todas las presentes (si hay varias), o la invisible a nuestros ojos, serán las que cuenten su historia a nuestros dedos. Las cicatrices siempre están presentes en sus variadas formas y ubicaciones, con sus diferentes historias no resueltas.
Tanto cicatrices como arrugas, como cualquier defecto o exceso en su superficie —que solemos cubrir con pretendidos maquillajes o ropas—, acaban magnificando en nuestro interior el fondo de la historia, cuyas posibles salidas dificultamos con ficticios, pero a la vez confusos, obstáculos, impidiendo la entrada de luz a un umbral que se abre a los laberintos y pasadizos desconocidos que podrían conducirnos con la ayuda de la caricia, mirada, tacto e incluso la palabra, hacia algo más esencial del Ser y sus relaciones y conflictos.
Podemos decir que es posible añadir a la coraza caracterial descrita por Reich —y expandida como modelo por Lowen y Boadella—, otra coraza, puede que con menos carácter, pero sí con una exquisita sensibilidad: la coraza herida de la piel.
Es evidente que a las personas nos interesa mucho delimitarla en una figura personalizada, pero fluctuante según las necesidades, indecisa según las conveniencias, supeditada al ego narcisista; queremos se identifique con lo que creemos es nuestro yo real. Pretendemos que sea genuina, que, si lo deseamos, aleje al otro o bien lo atraiga según nuestras voliciones, ligadas a la necesidad o al dominio, al secreto de la intimidad enmascarada, a la autocomplacencia, y así podríamos citar una enorme suma de prestaciones y ardides que, en definitiva, no dejan de ser una ingente tarea cotidiana y una pérdida enorme de energía.
Para los terapeutas, el hecho de conocer que sobre una superficie tan sutil y amplia se inscribe lo que es en esencia nuestro anhelo humano y sus frustraciones o traumas, comprender que en ella caben infinitos motivos, tantos como todo un guion de vida y sus relaciones y legados del pasado, nos puede llevar a una cierta reflexión y cambio paradigmático, alejado de las interpretaciones aún incompletas del genoma y la epigenética (que tienen sin duda una gran importancia).
A pesar de las dificultades, maquillajes y constructos de nuestras diferentes formaciones psicoterapéuticas o médicas, hemos de aspirar a un cambio que transcienda las capas de tejidos humanos, su espesor de hecho ficticio, y nos lleve más allá de la gélida desnudez ante la muerte, a lo que hemos construido, al miedo y la ignorancia; tenemos que salir de aquel frío que nos cala hasta los huesos con sus más profunda incertidumbre. Podemos entrar en esa superficie refleja de nuestra propia piel; eso sí, después de explorar en cada una de las lecturas de su territorio infinito e impermanente.
Como las personas ciegas, podemos desarrollar el tacto necesario para aprender la lectura en un orden jerárquico de todos los mensajes importantes para la evolución de nuestra persona en concreto y luego de las personas que tratamos. El yo, desde este conocimiento ignoto de la expresión de los sentidos y en este caso de la piel, se cose al nosotros y tapiza la tierra con un mensaje de esperanza. Con excesiva frecuencia no parece ser ese el camino más transitado, pues su manifestación actualizada aparece desde una supremacía del cuerpo: lo bello y lo elegante, lo que se expresa, el personaje hegemónico que monta una escena de conveniencias de su propia vida.
El camino tiene momentos de placer, pero también muchos de dolor, aunque los disfracemos y teatralicemos; en esa dificultad nos encontramos y encontramos a los otros, pero el maquillaje parece imponerse incluso a la propia alma.
Aquello de la belleza interior como metáfora quedó en algo anecdótico, ahora la exterioridad se ha de adecuar a las exigencias de una superficialidad de etiqueta de moda a todos los niveles, en nuevos guiones de exigencia-competencia donde la toxina botulínica o derivados (silicona, cosméticos y tintes), pretenden ayudar a convertir en hegemónica, heterogénea y presentable una superficie idolatrada por nuestros aspectos narcisistas para que los demás nos vean lo mejor posible; o tal vez lo hagamos para nosotros mismos sin ser conscientes del disfraz y la sombra que todo ello esconde, y donde el hedonismo no será más que la fugaz tapadera para el dolor de un camino que pudiera de ser de esperanza y encuentro.
Como estamos viendo, se sigue con frecuencia esta teatralización y disfraz de forma un tanto compulsiva y bajo unos esclavizadores cánones estéticos que, por naturaleza, son un tanto volátiles y díscolos, se crean a partir de estilistas, modas y «culturas» muy cuestionables, y acaban imponiendo los dictados de lo que se convierte con excesiva frecuencia en una neurosis estética que, como sociedades, esconde muchas otras neurosis personales y colectivas.
Aunque parezca pesimista, seguro que también podemos ver cosas agradables, bellas, creativas y simpáticas (y muchos otros adjetivos), pero en general se acaban imponiendo unos cánones lesivos y poco respetuosos con lo genuino de la persona que, no tienen demasiado que ver con la ropa que viste.
De todas formas, no me considero ninguna autoridad en el tema de la moda, maquillajes, tatuajes y otros tantos. Pero sí que a partir de un umbral tan sutil como el de la piel, este tema me produce un cierto prurito reactivo y un posicionamiento al respecto que, entiendo, no es imparcial, pero que espero que también nos ayude en la conclusión de una finalidad terapéutica.
En definitiva, con todo ello, nuestra máscara se construya como más densa para aislarnos aún más; pero al final ¡qué ilusos!, nos la creemos auténtica, moderna, original, personal, y la identificamos con el self.
En realidad es el reflejo narcisista de un ego engañoso, de una realidad efímera, apenas útil para salir a transitar escenarios e interpretar algunas de las escenas protocolarias; del mismo modo que para los actores griegos colocarse la máscara era condición sine qua non para que se desarrollara el drama, porque la voz resonaba en su superficie interna y daba volumen a los personajes que representaban la tragedia.
Por lo demás, hay tantos escenarios y escenas que representar que, sin la naturalidad y autenticidad, todo se convierte en un ímprobo esfuerzo camaleónico de adaptación a una comedia en la que acontecen, entre otros aspectos, conflictos nuestros por resolver. Si actuamos disfrazados, el mismo disfraz nos hace más vulnerables en su artificiosidad precipitada, y pasada la escenificación hedonista que huye de toda polaridad asociada al displacer, cambio, fealdad, enfermedad, vejez o muerte (por más que utilicemos pócimas culturales, cosméticos, estéticas y muecas en apariencia adecuadas), cuando no hay escenario en el que actuar y estamos solos, surgen a flor de piel los conflictos en toda su crudeza.
Estos aspectos —ligados a un culto al cuerpo que quiere expresar los vanidosos reflejos de la belleza, juventud, poder y todo aquello que creemos que es pertinente que aparezca en escena a modo de valores que creemos en auge, en detrimento de los auténticos— comportan múltiples sufrimientos. Pues la piel, que resuena con la pulsación en superficie desde el tambor interior de nuestro corazón, queda bloqueada en algunas zonas o sistematiza en toda su superficie, y eso tiene un correlato con algo que no se expresa o no se puede expresar, y empezará a anudarse más, ya que no entra en resonancia. Las zonas de la trama tisular con ello relacionadas en el seno de las emociones y sentimientos son la diana correspondiente a lo más frágil, que cicatrizó en falso, o ni tan solo lo pudo hacer. Insisto en estas correspondencias con la piel, que me parecen de suma importancia, no solo por conocer su mecanismo de producción, sino por las posibilidades terapéuticas que la cartografía de este sutil sistema nos puede facilitar.
Al extremo, sin el darse cuenta y promover cambios, las máscaras se acaban convirtiendo en «casi grotescas», de carnaval, desdibujadas por las lágrimas de la soledad, por el frío sudor del miedo y los gestos de anhelo. Estas máscaras de nuevos maquillajes, más prestas para una comedia festiva de fingimientos, divertimentos o dramas varios que para transitar por el camino de la vida, se convierten en alguna escena del infierno de la Divina comedia, o de la tragedia humana que supone el tránsito samsárico por la vida, y además disfrazados. Es posible que en la actualidad Dante añadiera algunos pasajes actualizados a sus descripciones, justo en lo referente al tránsito por los infiernos. Como veis, estamos dando el trabajo que no hacemos a los clásicos, que ya lo hicieron de forma magistral en su época; ahora, parece que nos toca a nosotros hacer algunos cambios de escenarios.
Lo cierto es que, al desmaquillarnos y desnudarnos, vemos en el espejo a un personaje desconocido, con el que apenas hemos dialogado, o al menos nunca de forma seria o transcendente. En el fondo del personaje está el niño abandonado, o reencontrado, cuyo dolor nos horada de forma profunda, pero también nos ofrece la posibilidad de un cálido contacto y reencuentro, ahora como una persona integrada y estable. Pero ante la posibilidad dorada de hacerlo, con frecuencia huimos de esa necesaria confrontación (en realidad encuentro); confundimos todo ello con un retazo de sueño o producto de una angustiosa pesadilla que se ha colado en nuestro espejo narcisista y desviamos la mirada, como si no fuera con nosotros, y, algunas veces, temiendo perder el equilibrio o la cordura.
Nos volvemos a maquillar, densa y precipitada, y nos ponemos un nuevo tatuaje en la piel, duele, pero menos que la sospecha del otro dolor, que representa cerca del corazón una filigrana de nombre escapismo, pero que queda escrita como abandono, en realidad de nosotros mismos; luego, en terapia diremos que «nuestros padres»; puede que en su tiempo, pero ahora somos nosotros.
Construimos, disfrazamos y ya hay otro personaje con el que partimos en busca de escenarios donde mostrarnos, fingir, o actuar y dejar que el tiempo pase.
Parece no haber remedio, somos reincidentes, y en cierto modo analfabetos, ágrafos, porque olvidamos en nuestro inconsciente una escritura y un lenguaje milenarios al ver un reflejo en superficie como Narciso, y fijar ahí nuestra mirada y metas, dejando de lado el interior fértil, que tiene dolor, pero también felicidad, y que está construido para un proyecto a imagen y semejanza de lo que aúna personas y universos, y que escribiría en nuestra piel maravillosos aprendizajes vitales.
Parece que nada puede resquebrajar las corazas, y en este caso la piel es una de ellas, y seguimos con tozudería enmascarados, amnésicos; vamos cada día a dormir queriendo hacer realidad el sueño hipotético que proyectamos respecto al día siguiente, y vemos paseando a los personajes reales y sus anhelos en el sueño de la noche anterior, ¿qué hacemos entonces con el día que nos toca vivir?, ¡nos volvemos a disfrazar! En realidad, los diferentes estados están llenos de sueños, perturbados por el propio sueño, parece que todo, de hecho, es por el estar dormidos y sin atención a lo fluyente. Vivimos confundidos, sin visos de una realidad que no sea los aspectos oníricos proyectados. Podría afirmarse, si no fuera por tanta somnolencia colectiva y tanta conceptualización, que ahora, en nuestros tiempos, soñar un futuro mejor acaba por convertirse en condición imprescindible para muchas personas. ¿Será que a todos nos ha picado un pequeño insecto portador de un virus que transmite adormecimiento colectivo?
Sea, que necesitamos el disfraz y lo soñado para salir al quehacer imprevisto e improvisado de lo cotidiano; eso sí, en este caso enmascarando las simplezas, los placeres o tragedias de nuestras largas noches de insomnio con los imaginarios personales que su lenta cadencia va creando.
Puede resultar interesante recordar que, de forma etimológica, máscara (personare) y personalidad se relacionan en su significado en la raíz griega, aunque parece claro que no es tan solo en la etimología la semejanza, pues en la actualidad bien puede representar los aspectos fusionados de una artificiosidad ligada a las representaciones del cuerpo en la modernidad.
Para no seguir abusando con las letras de aspectos críticos y de fondo triste, no me extenderé más en lo referente a la caricaturización, enmascaramiento y otros aspectos que no trato por su complejidad, como tatuajes, piercings, remodelaciones quirúrgicas y otros modos de actuación sobre la piel y el cuerpo en general, sobre los cuales urgen ciertas reflexiones.
Respecto a la piel, tema central, vamos a ensayar, por una vez, desnudarla y sostener el desnudo (como en el prólogo del libro), si ello es posible; al menos desmaquillarla con cuidado, con tal sutilidad que hagan invisible la cobertura como tal; que aparezca en su naturalidad genuina y nos abra una puerta a lo que sería un hiperespacio (en terminología cuántica), o un paraíso o el nirvana (echando mano a la transcendencia), o incluso, por qué no, un cierto infierno interior a transcender para no habitarlo in eternum.






