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—¿Estás seguro de lo que me dices? —preguntó Paulino, caminando junto a José.
—Mi hermano Francisco estaba esta mañana en el bar, cuando alguien se entrevistó con el tabernero y escuchó con claridad nuestros nombres, y decir que hoy por la noche nos visitarían para darnos un paseo.
—José, por favor, me estás asustando, ¿qué mal hemos hecho? ¡Dime que no es verdad lo que dices!
—No tenemos tiempo que perder —dijo José—. Te espero en mi choza antes de que anochezca, no digas nada a Teresita, y no se te olvide traer tu escopeta, yo no esperaré. Apenas caiga la noche, me largo con o sin ti.
Entraron ambos en el cortijo, y en cola se pusieron, esperando su turno para cobrar, cuando les nombraron, entraron al pequeño cuarto donde Manuel, sentado, y con un bloc de notas sobre una mesa negruzca de madera, apuntaba los nombres y pagaba los jornales. José firmaba con una huella.
Apenas cruzaron las miradas capataz y jornaleros.
José se dirigió por el sendero que conducía a su choza a paso ligero, y Paulino, sin poder dar crédito a lo que estaba sucediendo, entró en la habitación donde se encontraba Teresita con su hijo en brazos. Besó a los dos a sabiendas de que quizá sería la última vez que los besara por mucho tiempo... o quizás... Depositó la paga en un cajón de la cómoda y despojándose de la camisa que traía toda sudada, se refrescó y se vistió de nuevo con camisa limpia.
—Antes de que caiga la noche, voy a ver si puedo traer algún conejo o liebre a casa, que mañana es domingo y me apetece un buen arroz —dijo Paulino, mientras sacaba del armario su escopeta. Metiéndose en el bolsillo una caja de cartuchos salió de la habitación sin mirar atrás.
Nadie, excepto Teresita, lo vio salir, y desde la puerta le dijo:
—No tardes.
Volvió la cara Paulino, y tímidamente la saludó alzando la mano.
Paulino se detuvo cuando caminaba para reunirse con José y dio la vuelta para regresar, pero estaba tan confuso y apenado, que no podía razonar con claridad, pensó: me esconderé en las montañas y regresaré en un par de días. Pero volver sería firmar su sentencia de muerte.
Para Manuel, que todo lo había planificado con maldad y cobardía, el campo le quedaría libre y así podría acercarse a Teresita, a la que tanto soñaba tener en sus brazos desde el primer día en que la vio llegar. Le ofrecería su apoyo y ayuda en todo, y según sus cálculos, ella tan joven, y con una criatura tan pequeña, lo más seguro era que aceptara su ofrecimiento, y que de alguna manera, poco a poco, ella al ver su buena intención, podría llegar a ser su compañera, o quizás su esposa. No era la primera vez que Manuel delataba a alguien y estaba seguro de que Paulino nunca volvería, como nunca volvieron los que él denunció en otras ocasiones.
Estaba anocheciendo cuando se presentaron en el cortijo dos personajes a caballo, vestidos de uniforme, desmontaron y se dirigieron hacía la puerta donde el capataz Manuel los recibió, y este, fingiendo asombro, les preguntó:
—¿En qué les puedo servir, qué se les ofrece por estas tierras?
Teresita, al escuchar a alguien hablando pensó que Paulino habría regresado. Salió de su habitación para recibirle, y cuál fue su sorpresa al darse de cara con dos guardias civiles que preguntaban por un tal Paulino y un tal José. Manuel se adelantó antes de que Teresita contestara, y le preguntó:
—¿Está Paulino contigo?
—No —respondió Teresita.
—¿Para qué lo quieren? —preguntó Manuel a uno de ellos.
—Es necesario que tanto él como José vengan con nosotros para regularizar unos documentos en el cuartel —respondió el del tricornio.
Teresita sintió que la sangre se le congelaba en el cuerpo. Los dos guardias comenzaron a interrogarla, queriendo averiguar el paradero de Paulino, a lo que ella negaba saberlo, una y otra vez, hasta que el del tricornio, sin más preámbulos, optó por invitarla a que les acompañara, y así, tranquilamente en el cuartel, podrían charlar, y seguro que obtendrían alguna información, porque los métodos que solían usar para que alguien declarara lo que ellos querían saber eran muy severos y contundentes.
Al negarse Teresita a acompañarles voluntariamente, ambos individuos, sin mediar palabra, la prendieron por los brazos y, aunque ella opuso resistencia, nada pudo hacer para evitar que acto seguido la esposaran y sacaran de aquel cuarto.
—¡Mi hijo! —gritó Teresita.
—Su hijo queda en buenas manos —respondió uno de ellos.
Manuel intervino en ese momento, y acercándose a Teresita, le dijo que no se preocupara por nada.
—Además, usted volverá aquí muy pronto —le aseguró el guardia cuando le ayudaba a subir al carro que esperaba a la entrada del cortijo, en cuyo interior dos guardias civiles escoltaban a un joven maniatado.
A la mañana siguiente de su detención, regresó Teresita al cortijo, y su semblante había cambiado de tal manera, que a Manuel le costó reconocerla. Estaba pálida, toda sucia y empapada en sudor, desgarrada la camisa, y su preciosa cabellera se había reducido a un corto y desigual severo rapado.
Manuel, abrazándola, le dijo:
—La Candelaria anoche le dio el pecho a tu hijo, sabes que ella es buena mujer, y que también tiene una hembra de meses, a la que amamanta.
Teresita, sin pronunciar palabra, se retiró de los brazos de Manuel. Quiso este saber lo que le habían hecho, a lo que Teresita se negó a contestar, moviendo la cabeza, y aunque era obvio, y a la vista estaba el resultado del trato recibido, él insistió en que se lo contara, y ella aceptó, creyendo en su buena fe y compasión.
¡Qué lejos estaba Teresita de saber que el que la abrazaba era el causante de tanto dolor.
Describir el lugar donde estuvo Teresita durante el interrogatorio que sufrió aquella noche en el cuartel de la Guardia Civil fue para ella lo más cruel y horrendo que podía recordar, ¡cuánta humillación! Lo que le rodeaba eran paredes salpicadas de sangre, negruzcas y húmedas, hacía mucho frío y sin piedad la desnudaron de medio cuerpo, las continuas preguntas de uno y otro queriendo saber dónde se encontraba Paulino, aún retumbaban en sus oídos. Al no obtener información alguna, decidieron primero, hacerle tomar a la fuerza un repugnante brebaje, que resultó ser un purgante de aceite, lo que le causó continuos vómitos, y como quiera que no obtenían la respuesta que querían oír, fue entonces cuando decidieron de cortarle su hermosa cabellera, de la que tan orgullosa estaba ella.
Manuel cubrió la boca de Teresita con su mano.
—¡Basta...!, ya es suficiente.
Lo que Teresita nunca le dijo fue la violación que sufrió.
Con dificultad y con miedo, atravesaban Paulino y José aquellos parajes inhóspitos, y al ser noche cerrada, agravaba aún más el caminar. José conocía aquellas tierras bastante bien, porque durante los años que fue cabrero, y siendo aún un niño, anduvo por aquella serranía, pastoreando el ganado. Paulino lo seguía como perro a su amo, no dudó en ningún momento del conocimiento de José sobre aquel terreno, así que anduvieron toda la noche. Atravesaron la sierra de Las Cabras, cruzaron el arroyo de Aljibe y al amanecer, se refugiaron cerca de un lugar llamado Las Cañillas.
—Tengo hambre —dijo Paulino.
—Y yo también —dijo José—. Come algunas bellotas de las que cogimos anoche, pero no muchas, porque te darán sed y no tenemos agua. Ahora de día, no podemos salir de este escondrijo, nos vería alguien y sería nuestro fin.
—Bueno, ¿y qué hacemos? —preguntó Paulino.
—Esperar a que anochezca, y entonces veremos lo que hacemos.
El día se hizo muy largo para ellos, y aunque en varias ocasiones pensaron en salir a buscar algo de comer y agua, se resistieron, pero apenas anocheció, salieron como conejos de su madriguera, y con cautela, prosiguieron, cruzando una sierra, la de Los Pinos.
José sabía que no muy lejos de allí, se encontraba un pueblo llamado Cortes, apenas cruzando la frontera de Cádiz hacia Málaga, y según él había oído, era en esa zona, donde podrían encontrar paisanos, firmes creyentes en la República.
Muy cerca del pueblo, y no muy lejos del río Guadiaro, encontraron una fuente entre piedras, de la que bebieron hasta no poder más. Siguieron el camino y, al entrar en Cortes, se cruzaron con un hombre al que saludaron diciendo:
—Salud, amigo —a lo cual él respondió de la misma forma.
Esto reconfortó a José, que sabía que ese saludo era el que normalmente se decía cuando alguien se encontraba con otro sin conocerlo. Si, por el contrario, le hubiese contestado “¡Viva España! ¡Viva Franco!”, era señal de que el pueblo habría caído en manos de los fascistas.
Aquel hombre resultó ser un vecino de Montejaque, lugar donde se estaban preparando milicias para poder defender y atacar, a los que ellos llamaban invasores.
Soplaban aires violentos en todas direcciones. Rumores iban y venían de norte a sur y de este a oeste de la Península. La España republicana sufrió un desequilibrio de tal magnitud que un dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis, hubo un golpe de Estado, de cuyo resultado surgió una guerra civil.
Aquella noche, después de haber comido algo caliente, pudieron descansar en una casa-fonda, donde los alojó aquel paisano que encontraron en el camino.
Ya en tierras donde la persecución era menor o casi ninguna, de momento, al amanecer del siguiente día, comenzaron a caminar rumbo a Montejaque. A medida que se alejaban del cortijo de San José, Paulino no podía ocultar su tristeza y su rabia, a la vez que un remordimiento le rompía el alma, cada vez que pensaba lo que podría estar sufriendo Teresita, el amor de su vida, y su hijo, ¿qué sería de su hijo? Se sintió cobarde y arrepentido, pensaba que el haber huido no era la solución. Volver atrás era impensable, no sabía dónde estaba, y eso sería un suicidio, buscar consuelo en José tampoco le serviría de nada. Continuó caminando paso a paso, y siempre detrás de José, atravesando aquellas montañas solitarias de sierra Blanquilla, donde solo el silbar del fuerte y cálido viento era lo que rompía aquel silencio estremecedor.
A media mañana divisaron un pueblo, y aunque les dijeron que los habitantes de aquella zona, eran republicanos, todas las precauciones eran pocas. José le aconsejó a Paulino que llevase la escopeta cargada. No estaba tan seguro José de que lo que acababa de avistar fuese un cuartelillo, aunque al ser un albergue pequeño, en mitad del campo, y a poca distancia del sendero que conducía al pueblo, pensó que alguien estaría vigilando o quizás escondido, y esperando a que algún desconocido, pasase por allí, y sin mediar palabra, poder sorprenderlo y cazarle como a un conejo.
Agazapados entre matorrales, José sacó de su pequeño morral una honda cabrera. La destreza con la que José manejaba aquella honda, que él mismo hizo de cáñamo durante sus años de cabrero, era impecable. Sin pensarlo dos veces, y de rodillas en la tierra, alzó la honda al aire y girándola varias veces alrededor de su cabeza, lanzó una piedra que salió disparada a velocidad de rayo. Al recibir aquel durísimo impacto, los cristales de la pequeña ventana de la casilla estallaron en mil pedazos, y varias palomas que anidaban en su interior, salieron volando despavoridas. Paulino, boquiabierto, felicitó a José, dándole un abrazo por tan formidable gesta.
Esperaron un poco resguardados en aquel matorral espinoso, y convencidos de que estaban solos, prosiguieron su camino.
Paulino y José llegaron a Montejaque ya entrada la noche. En la plaza del pueblo, junto a la iglesia de Santiago el Mayor, un puñado de jóvenes campesinos, alienados en formación militar, forjaban las primeras milicias, con el fin de luchar hasta la muerte en contra de los invasores y en nombre de la República.
Ambos se enrolaron al grupo, y al igual que el resto de ellos, el cabecilla del pelotón les informó de la ruta y los pasos a seguir.
La moral muy alta, el coraje, la valentía y la fe eran las armas más poderosas con las que contaban para defender sus posesiones, sus tierras y su patria, pues pocas eran las escopetas y municiones de las que disponían para combatir.
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