- -
- 100%
- +
Y por si aún quedaba alguna duda sobre el guion a seguir, una fuerte réplica metió el miedo y la prisa en el cuerpo de los tres. La interrumpida ceremonia nupcial se reanudó en seguida como se pudo, porque la actitud de Pedro Gonzales, el empecinado patrón de la zona, no dejaba lugar a dudas sobre su firme voluntad.
—Veamos, ¿cómo se llama la novia?
—Me llamo Julia Rivas Del Canto, excelencia, nacida en Las Cañas, hija del teniente coronel…
—Eso sobra, hija mía, por ahora.
Sin misal y sin la prédica que había preparado tan concienzudamente, el obispo recurrió a un largo relato, el salmo 28 del Deuteronomio, en su reemplazo. Con rabia contenida, al acabar de leer, no dijo palabra alguna en alusión al gran discurso que había preparado cuidadosamente, para resaltar las notables virtudes cristianas del desposado. Creo que este no se lo merece ahora, se dijo el religioso, acariciando el papel guardado en su camisa.
Ante la mirada impaciente del novio, se pasó directamente a la pregunta sobre la aceptación de Julia como esposa. Cuando el prelado le preguntó a ella, Julia apenas se mantuvo de pie, mirando al suelo sin atreverse a poner los ojos en el crucifijo de la pared, sumida en atroces compunciones.
—Sí, quiero…
«Será mi castigo casarme de esta manera, lejos de mis dos hombres, los que más amo en esta vida; pues entonces, que no se alegre mi corazón, pensaba ella para sí entre los suaves sollozos que humedecían su oscuro velo ahora bajado.
Tras la colocación de las sortijas de oro trenzado y labrado que Pedro conservaba en el chaleco, les bendijo apresuradamente.
—Ya puedes besar a la novia, bárbaro despiadado —musitó rápidamente el obispo, dando por acabada la insólita ceremonia.
Pedro se acercó poco a poco a ella y le levantó el velo con cuidado, la asió suavemente por los hombros y, cerrando los ojos, besó largamente los amoratados labios de Julia, sin advertir que sus grandes ojos color avellana estaban empañados de fatalidad. Al recién desposado, por el contrario, más felicidad ya no le cabía en la cara, pues la cogió de la mano y la apretó contra su cuerpo, como queriendo fundirse en ese momento con ella, su adorada prenda. Sus acaramelamientos se interrumpieron bruscamente cuando en la mansarda se oyó el estrépito de una ventana rota.
Cuatro personas bajaron por la escalera encabezadas por Samuel, el tío de Julia, y Pedro Segundo, el hijo primogénito de Pedro Gonzales, ambos presos de gran agitación.
—Julita, por fin te encuentro, ¿estás bien mi niña? —inquirió el doctor Rivas, con la angustia reflejada en el rostro—. Ahora nos iremos a casa. —Y la atrajo hacia sí con cariño, haciéndola volver al mundo real—. No te preocupes, con tiempo ya buscaremos una fecha adecuada para que te puedas casar como Dios manda.
—Eso no será necesario, Samuel, Julita y yo estamos ya felizmente casados. Ahora eres mi pariente político más cercano. —Y le arrebató la chica, abrazando al estupefacto tío que miraba a su sobrina buscando urgentemente su explicación.
Nada más verle a salvo, Pedrito se abrazó con alivio a su padre y le besó en la cara. A Julia la miró de manera inexpresiva, aunque satisfecho.
—¿Y mis padres? —inquirió de inmediato el flamante esposo.
—A salvo, dentro del auto, papá, a cargo de Enrique.
También bajaron el cura Carmelo y uno de los fugados testigos del matrimonio; ambos se quedaron azorados y desorientados ante la escena que estaban presenciando. Se miraron incrédulos tras comprobar las condiciones en las que se había realizado el casorio, el mismo que estaba llamado a rebosar la crónica social de la región y a ser recordado durante mucho tiempo como referencia de una gran ceremonia nupcial, la más importante de la región.
El fraile acudió enseguida en auxilio de su prelado, quitándole la casulla llena de polvillo y ayudándole a vestirse debidamente para sacarle con rapidez fuera de la sacristía; el testigo, a instancias de Pedro, se puso de inmediato a firmar el registro ceremonial, en tanto que les ponía al día de lo ocurrido afuera.
—Ha sido un sacudón brutal, pero no llegó a caerse mucho en la ciudad, por suerte resistió muy bien. Qué pena el coro, se desplomó como un castillo de naipes —dijo entonces el fiel amigo, con la mano envuelta en un pañuelo ensangrentado, lo que dejó en el registro de casamientos una huella indeleble de lo sucedido en ese pequeño cuarto.
—¡De eso vamos a hablar cuidadosamente, Carmelo, usted y yo! Mañana mismo enviaré a mi capataz para que se inicie la reconstrucción, así que no remuevan nada, ¿me oyó bien? —Pedro le mostró su tieso índice en señal de orden perentoria.
El fraile asintió y le caló el solideo fucsia a su confundido obispo, empujándole irrespetuosamente fuera de la sacristía, lejos del iracundo desposado. Este no aguardó ni un segundo más y, asiendo a Julia con delicadeza del brazo, la sacó al patio del claustro, y de ahí a la calle lateral, escapando por los portones del huerto y llevándola casi en volandas. Su hijo y su médico, Samuel, les seguían conmocionados. Cerraba la comitiva el único testigo, y no pararon de correr hasta salir a la avenida.
Los cinco se quedaron atónitos contemplando la espesa polvareda marrón que se elevaba desde el colosal agujero que produjo el campanario de San Pedro al desplomarse sobre el tejado del atrio, dejando una montaña de escombros delante de la fachada oriental. Por todas partes había grupitos de gente alrededor de personas tiradas en el suelo, algunos les acomodaban y les cubrían o les levantaban los brazos o piernas, mientras otros gritaban pidiendo ayuda. Al verles, Samuel, el médico, besó a su sobrina dulcemente en la frente y corrió hacia ellos, seguido por Julia. Pero su marido impidió seguirle, pues consiguió aferrarla del brazo y, aunque ella se resistió, tuvo que desistir.
—A nosotros no nos necesitan aquí, cariño —le susurró.
En eso estaban cuando se oyó un fuerte chiflido: era Enrique que les llamaba desde la esquina. Pedro exclamó su nombre con alegría y corrió hacia él abrazándole efusivamente, mientras los otros tres se encaminaban hacia ellos. El chofer les guio para abordar el Daimler, en tanto le refería a Pedro que él también había pasado por el hospital para una cura en la pierna. Del vehículo descendieron José y Ester, suspirando con alivio al ver a su hijo y nieto a salvo. Todos se abrazaron emocionados por el terrible suceso que acababan de presenciar y, acto seguido, a instancias de Pedro, se acomodaron en el interior.
—Enriquito, qué agrado verte, ¿podrás conducir? Entonces sácanos de aquí a toda máquina.
El gran vehículo de alto techo, también un poco golpeado por los escombros que le cayeron encima, arrancó con gran suavidad y, evitando las calles principales, consiguió tomar el camino paralelo al río con rumbo a Viña Sol. Por el camino se les unieron otros coches con invitados al gran almuerzo que los esponsales iban a celebrar en la viña, donde se alzaba la casita de veraneo que Pedro poseía en el campo.
Mientras el potente coche rugía con fuerza, Pedro, sin soltar la mano aún enguantada de Julia, relató a sus padres cómo había tenido que desposarla dentro de la sacristía, tras el terremoto. Entretanto, Pedro se dio cuenta de la barbaridad que acababa de hacer en la sacristía, ofendiendo al obispo de ese modo. Y miró a Julia con azoramiento, pero ella estaba observando el paisaje. Nada de lo que estaba ocurriendo era capaz de distraerla de sus silenciosas oraciones. No me importa, Virgen Santa, de mí no te ocupes, pero te ruego con toda mi alma que cuides de los dos y no permitas que se vayan de este mundo sin que yo les abrace, les bese y les pida perdón por lo que les estoy haciendo, y dame las fuerzas para esperar ese momento…
José, el abuelo, estaba rojo como una langosta y para que no lo notaran, se giró por completo y miró atentamente por la ventanilla, pero Ester, su mujer, se tapó la boca para contener una exclamación iracunda, demudada de furia. Su rostro empalideció de indignación y, justo cuando abría la boca para recriminar con acritud a su hijo Pedro por su total falta de sensibilidad hacia el sagrado voto del matrimonio y la tremenda desconsideración hacia ella, su mirada se cruzó con la de la aterida Julia, su inesperada y silenciosa nuera.
Sorprendida, Ester no vio en sus ojos a la chica atemorizada y sumisa que se acurrucaba en los brazos de su hijo, sino a la perfecta efigie de una desconocida, fría y calculadora, que acababa de atrapar al pez más gordo del goloso río de los ricos casamenteros de la región. Sus manos hicieron ademán de agitarse para increparla duramente por lo que hizo, pero sus palabras quedaron sin voz, se arrepintió y prefirió acercarse a su hijo y acariciarlo, pensando en que un matrimonio de semejante laya no podría nunca ser validado por las autoridades eclesiásticas. Conque, se dijo sonriendo, esta raposa no logrará su propósito, de este matrimonio ya me encargo yo que no prospere, ¡pero si no hace mucho en mi casa esta era una mosquita muerta! La mujer que conviene a Pedro es la que yo le había escogido, reflexionó iracunda Ester, clavando las uñas nacaradas sobre el bolso dorado de croché.
El atronador ruido de la marcha y el abundante polvo tampoco facilitaron una conversación familiar sobre el matrimonio recién celebrado.
—Seguro que habrá una mejor ocasión de hablar de esto —le dijo a José, con voz queda, tirándole de la chaqueta.
En cambio, Julia Rivas, la recién desposada, luchaba para apaciguar sus torbellinos interiores. Su relación con Pedro Marcial había transcurrido a una velocidad de vértigo, pues conocerlo, intimar, besarle y casarse fue cuestión de pocas semanas. Miró la ventanilla nuevamente y se vio la cara por primera vez tras horas de asedio y de carreras sofocantes: estaba horrible. Pero no le importó en lo más mínimo. Hasta consiguió arrancarse una sonrisa ante un pensamiento definitivo: había logrado que nadie viera su rostro y así, logró cruzar con éxito la tercera puerta hacia el infierno que le esperaba; y continuó todo el viaje retrepada en el regazo de su esposo, dejándose acariciar el pelo y las mejillas.
Eran las tres y media de la tarde cuando el Daimler llegó a Viña Oro.
Ella lo recordaría siempre como un día atormentado, porque Proteo también quiso tomar parte de él, trocando una blanca boda en un sainete polvoriento que a punto estuvo de acabar como un negro funeral.
Episodio 2. Los fastos esponsales
El nutrido y ruidoso cortejo de parientes y autoridades provenientes de la catedral se detuvo finalmente en la puerta de entrada de la casa de Pedro Gonzales, bajo un enorme arco con un letrero de oxidada caligrafía que rezaba Viña Sol.
Viña Sol, bautizada así por el pionero José Gonzales, era el viñedo más rico de la región, situado justo en el centro de un valle encajonado por la cordillera y el océano. Hacia el norte, las verdes y ondulantes plantaciones ocupaban cerca de cincuenta hectáreas y por el oeste, morían en las faldas de los montes costeros, entre los cuales descollaba el Cerro Polvoriento, cuya cara marítima era un muro calizo roto por innumerables calas que se abrían ante el espumoso mar. En una de esas, se encontraba escondida la minúscula caleta pesquera conocida como Las Cañas, donde nació y se crio Julia Rivas, la dulce novia.
Ella contempló con pánico los soberbios portones de hierro fundido de la entrada principal a la viña —otra puerta que cruzar— que ahora estaban excepcionalmente abiertos de par en par, a la espera de la comitiva nupcial procedente de Talcuri. El chauffeur llevó el Daimler lentamente hasta colocarlo bajo el imponente pórtico, desde donde hizo sonar repetidas veces el grave claxon. En la explanada de la casa de campo, llena de toda clase de vehículos, los recién casados esperaron unos minutos teatrales y, cuando se hubieron congregado los comensales en el corredor y en el jardín, descendió Enrique, muy envarado y con la gorra bajo el brazo, para abrir ceremoniosamente la puerta trasera de la limousine. En primer lugar salió Pedro Gonzales y, tras responder sonriente a los entusiastas vítores, alzando los brazos y empuñando las manos, se giró e introdujo medio cuerpo dentro del vehículo. La expectación era máxima entre todos los convidados al banquete, que clavaron la vista en la portezuela que venía con la cortinilla lateral bajada.
Primeramente, apareció la delgada y blanca manga del vestido, sostenida por el consorte con delicadeza, evitando obstruir la vista del gran brazalete de esmeraldas; a continuación, empezó a brotar la amplia campana almidonada del vestido, bellamente bordado con mariposas y palomas y rematado en un zapatito puntiagudo de charol gris que se posó dulcemente en la reluciente estribera. Todo ello aún rociado con delicadeza con el rojizo polvillo del techo de la catedral. La gente soltó una ahogada exclamación cuando apareció la abundante cabellera ensortijada, tocada con una pequeña diadema plateada. Al alzar la vista, con el velo rasgado echado sobre la cabeza, la esbelta figura de Julia Rivas se completó radiantemente. Por unos segundos se quedó azorada y confundida ante tanta gente desconocida que le parecía que la desvestían con la mirada, y se tuvo que apoyar con fuerza en el brazo de su marido, quien estaba contemplándola con arrobo.
Los fotógrafos corrieron hacia ellos portando sus trípodes de madera, buscando el mejor ángulo para satisfacer la orden de don Pedro de obtener una pose especial de los recién casados; les rogaron que se detuvieran y a ella le solicitaron una y otra vez que sonriera y saludara. Julia, todavía alelada ante el jubiloso recibimiento, logró por fin esbozar una mueca de alegría y abrir la boca para corresponder educadamente a la calurosa bienvenida; sin embargo, estaba sorda a la oleada de murmullos de admiración, ahogadas exclamaciones y maledicentes comentarios de los convidados y ciega a los fogonazos del mercurio. Ella solo oía la apresurada cabalgata de su corazón.
—¡Qué bonito color de ojos! Parecen avellanas.
—Y qué delicados pómulos
—Tiene que ser muy jovencilla…
—¡Y virgencita!
—¡Vivan los novios!
—¡Qué bonita la chiquilla!
—¡Qué grácil! Es como tener una princesa en la cama.
—Ay, caracho, ¿cómo se puede tener tanta suerte en la vida?
Don Pedro intentó entrar directamente con ella en casa, pero sus entusiasmados amigos no se lo permitieron; los fieles compadres Rufo y Tola, portando dos grandes ramos de rosas silvestres, se acercaron y besaron con cariño a la pareja. Al contemplar tamaño recibimiento, el patrón tuvo que contenerse durante un buen rato. Suspirando con resignación, Pedro Marcial tuvo que detenerse a saludar y a cruzar algunas palabras de agradecimiento con muchos de los que les esperaban y que deseaban una presentación inmediata de su joven desposada. Por fin, se estiró el chaleco gris de doble abotonadura y, ofreciendo gentilmente su brazo a Julia, pasaron revista a la servidumbre que esperaba en fila delante de ellos; Dorotea, la vieja jefa de la cocina y su joven hija; una doncella; los dos Emeterio, padre e hijo; y cerrando el grupo, Jacinto, el jefe de la bodega junto a sus dos enólogos.
Hasta que hastiado, apretó la mano de su esposa y se abrió paso con ella para penetrar en su casa cuanto antes, mientras farfullaba algo ininteligible, sonriendo con la mitad de la boca; se la llevó corriendo por el pasadizo hasta la habitación matrimonial y la arrastró dentro cerrando con doble llave, en medio de los aplausos, gritos y bromas de algunos mirones.
De pie en el centro de la estancia, ambos se quedaron mirando el uno al otro por un instante. La anonadada chiquilla de traje blanco y de cara enrojecida lo contemplaba sin parar de parpadear. Pedro se abalanzó sonriendo sobre la aturdida chica y, mascullando algo sobre su maltratado y polvoriento traje de novia, la empujó hacia el ropero, abrió sus puertas de par en par y le mostró el abundante vestuario preparado para la ocasión.
Entonces, se colocó detrás de Julia para empezar a desvestirla con suavidad, pero los 39 botones del traje de novia consiguieron que perdiera la compostura. Cuando por fin consiguió quitárselo, no sin antes clavarse varios alfileres, arrojó las prendas al suelo con impaciencia. Ella, aterida, se tocaba sus muslos ásperos como cáscaras de naranja bajo la suave enagua de seda rosa, dejando entrever el reborde de las medias blancas engarzadas por el broche metálico de los ligueros; con el pelo agolpado sobre el rostro húmedo, ocultando su angustia tras los ojos como almendras tristes, empezó a musitar el perdón por estar ahí ante su vista. Pedro, mudo y tembloroso, como a punto de cometer una canallada, se quedó admirándola por un breve instante. Era la primera vez que la veía así y eso fue precisamente el combustible que avivó el fuego interior del enardecido cónyuge; esa visión maravillosa fue mucho más de lo que sus sentidos pudieron soportar. Se dejó llevar enteramente por la lujuria desatada.
Sobre el vestido cayeron, uno tras otro, la levita, el chaleco y sus pantalones de rayas, e incapaz de reprimirse por más tiempo, la empujó con decisión sobre la cama para cobrar el tan deseado trofeo.
—¿No vamos a comer antes? —preguntó ella con un hilillo de voz.
—No, porque así, lo consumato ya no puede ser anulato… —farfulló el enardecido esposo buscando sus labios con ansia.
Pedro no podía ver la expresión de aturdimiento de la pobre Julia mientras yacía aplastada bajo el poderoso varón, que entre jadeo y jadeo, le dedicaba algún que otro piropo y no se cansaba de alabar la blancura de su tersa piel íntima y de suspirar satisfecho por la coyunda con una virgen tan bella; enloquecido tras cada embestida que le propinaba a la infeliz muchacha, en pocos minutos cayó rendido a su lado, bufando como un jabalí herido.
Julia, completamente inerte y desmadejada, incapaz de gesto alguno, estuvo todo el tiempo con los ojos cerrados, contemplando un dulce rostro que le sonreía con amor, despidiéndose para siempre de su recuerdo. Y sin poder reprimirse más, empezó a sollozar en voz baja por el alto precio que había decidido pagar.
—Me alegro tanto de que seas feliz conmigo —musitó Pedro muy complacido, observándola con amor y volviendo con sus lengüetazos y sobeos en cara y cuello.
El enfebrecido Pedro quiso volver a subírsele encima pero entonces ella reaccionó con fuerza y le empujó con brusquedad a un lado, con un gesto de repugnancia. El sorprendido macho la miró, no obstante, con renovadas ansias, pero ella se le escapó ágilmente y corrió hacia el cuarto de baño, cerrando la puerta bajo llave. Pedro puso la oreja y oyó sus sollozos desconsolados.
—¿Estás bien, amorcito? Ya sé que duele muchísimo la primera vez, pero se te pasará pronto. Siempre recordarás con placer este gran momento de amor que estamos viviendo juntos.
No hubo respuesta. Pedro sonrió complacido por su tremenda potencia masculina y le gritó que no se preocupara por nada, que para eso estaba él a su lado, para cuidarla y quererla. Mientras se vestía para el almuerzo del casamiento, añadió que la amaba profundamente, que como él, no había otro marido tan amante, que sería tan feliz a su lado y que ya se ocuparía él de cuidarla y adorarla de por vida. Añadió, victorioso:
—Mi amor, estarás recuperada para esta noche, ya verás. Esto solamente ha sido la bienvenida a mi casa y a la noche te marcaré profundamente con mi amor. Ni te imaginas el placer que me das… —susurró en tanto que escogía cuidadosamente ropa de sport que fuese elegante—. Ahora tengo que dejarte para atender a mis amigos. Vístete pronto, querida Julita, me muero por ver la expresión de amigos míos que jamás te han visto antes. Me voy para organizar a los fotógrafos para tu entrada triunfal al banquete. ¡No tardes!
Eran las cinco de la tarde ya pasadas cuando dio comienzo el banquete de esponsales, aunque ya los impacientes convidados habían acabado con todas las empanadas, las de carne y las de cebolla, dando muy buena cuenta de, al menos, diez jarras de
pichuncho. Al aparecer en el jardín delante de ellos, Pedro Marcial alzó los brazos con fuerza y les gritó:
—¡Dentro de unos minutos tendremos aquí a la novia y vamos a recibirla como se merece! —Y se acercó al director de la orquestilla para darle secretas instrucciones.
A su orden comenzó entonces el desfile de criados y pinches, unos portando grandes bandejas con ensaladas para las mesas y otros, abriendo las cajas del Cabernet y del Merlot, que especialmente había escogido para acompañar la extraordinaria comida. Sus más allegados corrieron a su encuentro para palmotearle la adolorida espalda, abrazarle y besarle. Todos le agobiaban a preguntas sobre la maravillosa Julita, ansiosos por caerle encima y avasallarla con preguntas capciosas, queriendo saber todo de ella, dónde había nacido, de qué familia provenía y en qué colegio se había educado. En la mente victoriana de las más destacadas matronas de la ciudad ardía la curiosidad malsana por hablar con la intrépida joven que había sido capaz de cazar y casarse con el solitario león de Talcuri para que les relatase los pormenores de su estrategia para conseguirlo en tan pocas semanas. Toda una hazaña de conquista para una desconocida, porque el premio principal había sido un viudo pertinaz y, por añadidura, un platudo; por tanto, Julia era en ese instante el más jugoso objeto de inquisición en toda la historia de la provinciana ciudad sureña.
Mientras tanto, en la alcoba nupcial, ella entreabrió la puerta del cuarto de baño para comprobar que por fin estaba sola; miró la cama desordenada con un escalofrío y se envolvió en una sábana; se asomó sigilosamente al pasillo y acto seguido se encerró bajo doble llave. Desde el patio entraba la música de los acordeones, los vítores y los aplausos de toda aquella vociferante gente desconocida, y se puso roja de vergüenza de solo pensar que iba a enfrentarse indefensa a ese hervidero de extraños. El agua perfumada del baño y un duro restriego por todo el cuerpo con esparto jabonoso devolvieron poco a poco la calma a su trastocado espíritu juvenil. En tanto elegía ropa, gimió al mirar las paredes, porque en esa misma habitación, dos meses atrás, ella había cruzado victoriosamente la segunda de sus particulares puertas al infierno, la que la condujo directamente a esta misma alcoba, ahora nupcial. Se desplomó en el sillón y se quedó un instante traspuesta.
Todo comenzó precisamente cuando ella percibió con claridad que Pedro ya no la consideraba una chiquilla desordenada, sino una mujer. Fue así, inesperado, simple y perturbador.
Al abrir los ojos al momento actual, sonrió brevemente y se preparó para enfrentarse a una nueva y terrible prueba para su juventud, su presentación en sociedad. El mayor gentío al que ella se había expuesto en su vida fueron las fiestas invernales de su escuela en la caleta, con dieciséis años, cuando había recitado poesía ante casi cincuenta personas. Muy despacio comenzó a vestirse delante del espejo y comprendió lo que había sucedido. Su hermosa adolescencia y su dorada juventud yacían ahora muertas entre esas sábanas revueltas y sucias. De improviso, a la joven Julia le había llegado el tiempo futuro, sin entender muy bien cómo. Se hizo el propósito de no olvidar nunca aquellos primeros episodios amorosos que había vivido de muchacha entre los bosquecillos de su querida casa natal.
—Aquel fue mi verdadero mundo y siempre lo conservaré fresco en mi memoria hasta que sea una vieja pelleja, balbuceó Julia suspirando profundamente—, esto de hoy es mi penitencia.
Más tranquila salió de su habitación y se encaminó hacia la puerta de la entrada, aspiró profundamente y salió al exterior, sonriendo.
Una gruesa andanada de vítores y aplausos la recibió, a la vez que los músicos se arrancaban con una marcha nupcial. Se quedó pasmada al ver el inesperado recibimiento, y cuando buscó ansiosamente a su marido, este saltó como un puma a su espalda, la levantó con vigor entre sus brazos en señal inequívoca de potencia masculina y gritó con vulgaridad:
—¡Qué vivan las mujeres hermosas! ¡Y vírgenes! ¡Vamos a brindar por el amor! —Y sus más amigotes le aplaudieron a rabiar—. Y después, ¡a devorar!
De pronto, no se le ocurrió nada mejor que cargarla hasta la mesa principal del banquete, pese a sus airadas protestas, y cuando la bajó con torpeza, a la azorada novia se le vio toda su primorosa ropa interior color rosa. En un momento, los más allegados ya la habían empezado a conocer más a fondo.