- -
- 100%
- +
En cuanto la pareja finalmente pudo sentarse en la mesa principal, sobre la descomunal parrillada giratoria instalada al fondo del patio cayeron decenas de trozos de rojas carnes de vacuno; las ristras de chorizos parrilleros ya se quemaban y las prietas negras humeaban con fuerza atufando el jardín e invadiendo las mesas, alborotando gravemente las papilas de los hambreados comensales. La jovencita Dorotea se acercó a los esposos llevando las dos primeras y gruesas chuletas en una bandeja de loza, chorreando humeante y espeso jugo y con el aroma de carne aún crepitando.
A continuación, se acercó Jacinto, el capataz de la bodega, quien fue el primero en saludar a Julia con un largo beso en la mejilla, acompañado de los enólogos, que escanciaron un luminoso Chateau Canet que llenó de rubí las copas de la pareja. Todos guardaron silencio para que Pedro hiciera toda la ceremonia de la cata. Cuando dio el visto bueno con entusiasmo, fue el punto de partida de un tráfico endemoniado de mozos con bandejas de carne y pinches con botellas de vino, sirviendo a destajo; enseguida dieron comienzo los bulliciosos fastos, con abundantes libaciones en honor a los recién casados y a su futura vida en pareja.
—¡Por el amor eterno!
—¡Por una larga vida plena de hijos y nietos!
—¡Por el león herido!
—¡Por las doncellas del mundo! ¡Qué nunca se acaben!
Pedro estaba exultante y, sin soltar la mano de Julia, saludaba sin parar a todos los comensales, dedicando a cada uno frases apropiadas y cariñosas. En la mesa principal, a la izquierda de la pareja, se sentaban Rufo y Tola, padrinos de casamiento del novio, también recién casados. A la diestra, había dos sillas vacías.
—¿Dónde está mi tío Samuel? —inquirió Julia a voces.
—Se retrasa, seguro que tiene trabajo con los heridos en la ciudad —le contestó uno.
Julia les miró a todos con la mirada hueca. Mi pobre padrinito que ni siquiera pudo estar en el casamiento, parece que tampoco llegará para el banquete. Mi pobre papi, abandonado en el sanatorio y mi amor, perdido en el océano, qué otra cosa peor puede pasarme en este día. Y encima tengo que divertirme. Haciendo como que comía con ganas, sonreía a los desconocidos y se quejaba de la ensalada de cebollas y del ají cachocabra.
—¿Alguien sabe algo del alcalde Mancilla? —preguntó un funcionario.
—No vendrá, tiene trabajo con el orden público y la atención a las víctimas del temblor.
—¿Cómo que temblor? Perdona, pero ha sido un terremoto feroz…
—El epicentro estuvo a unos quinientos kilómetros al norte, cerca de Puerto Grande —informó un edil, aplicado a una enorme empanada de pino.
—Aquí en Talcuri nos han informado de más de veinticinco heridos, pero solamente se habla de dos muertos.
Cuando Julita oyó eso, soltó los cubiertos tapándose la boca atemorizada.
—Mi papá, Dios mío, cómo he podido olvidarme de él, pobrecito, qué susto tiene que haberse llevado… y qué solo se tiene que sentir en el mundo.
—Ya lo he preguntado, en las montañas donde está ese sanatorio apenas se ha sentido, no te preocupes mi vida —la tranquilizó el marido. Y añadió—. Mañana temprano dejaré todo e iremos juntos a verle sin falta, te lo prometo, mi amor. Y ahora come, por favor, te noto muy desmejorada.
—También hay bastantes daños en edificaciones viejas, de esas de adobe —seguía informando el edil.
—Ya sabes que se cayó tu famoso campanario, ¿no, Pedro?
—¡Caramba, con tanto ajetreo hasta me había olvidado de ese desastre! Lo he sentido caer casi sobre mis espaldas, Rufo, todavía me duelen las orejas con el estruendo que tuve que sufrir. Menos mal que yo estaba junto a mi mujercita para protegerla… Bueno, ¡qué le vamos a hacer! Es nuestro sino como país. También mañana me ocuparé personalmente de eso… Y ahora, ¡un brindis por nuestra valiente y dura ciudad…!
—Voy a buscar unos pañuelos —susurró Julia al oído de Pedro y se separó cuidadosamente de la mesa, dirigiéndose a la casa con estudiada lentitud, cimbreando la cintura todo lo posible.
En cuanto entró a la casa, corrió hasta la habitación para encerrarse otra vez en su baño, aquejada de incontenibles arcadas, sintiendo que su pequeño estómago era una tormenta. Al rato salió de la habitación y pasó por la cocina a prepararse un enorme vaso de agua tibia azucarada. Maldita comilona, refunfuñó, sobándose el vientre.
En el comedor del patio, todos daban cumplida cuenta de las estupendas carnes junto con las mazorcas recién cocidas y untadas con mantequilla fresca, el ají verde y el rojo en salsa, las fuentes repletas de ensaladas de lechuga, tomate, achicoria y aros de cebolla cruda. Cinco músicos, pintorescamente vestidos, tañían la guitarra y el acordeón, acompañando a un desabrido cantante que casi se caía del proscenio con todo el vino que llevaba encima.
Cuando la desposada volvió a su sitio, Pedro ya se había parado para visitar a sus amigotes. En la mesa principal solamente quedaban sus padres, doña Ester Toledo y don José Gonzales, sentados justo delante de ella, mirándola con una indefinible mirada, entre ternura y desprecio, a la que Julia respondió sonriendo ampliamente, mostrando una actitud entre cariño y aprensión.
—Oiga, Julia, ¿le conté como escapé de Francia justo el día que llegó la filoxera? —le espetó el viejo José apenas la chica se hubo sentado a la mesa.
Y le soltó la larga historia, así, sin más, sin reparar en que la joven comía a duras penas un pellizco de cada cosa para que pareciera que lo devoraba todo. Al cabo de un rato apareció Pedro Segundo, el hijo primogénito de Pedro, que se acomodó entre sus abuelos José y Ester. Al inclinarse la joven sirvienta para servir el plato de Pedrito, este le metió disimuladamente la mano izquierda bajo las enaguas, mientras con la derecha abrazaba a su abuela, sonriéndole encantado. Desde la cocina, el hermanastro de la sirvienta, que lavaba los platos, se lo quedó mirando con odio contenido. También regresaron a la mesa las tías Angustias y Evelyn, provenientes del cuarto de baño, pero ninguna de ellas escuchó nada de lo que les ofreció la sirvienta como postre.
En la mesa principal, se hizo un momento de pesado silencio, pues hasta don José se calló. Todos miraron a Julia de soslayo. Era su turno de incorporarse a la familia política rompiendo su silencio con algo importante que decir. Haciendo un esfuerzo supremo, dejó los cubiertos y le sonrió forzadamente a doña Ester.
—¡Cuánta gente, ah!
La chica recibió una mirada desinteresada de la señora por toda respuesta.
—Yo nunca había visto tanta comida… y tan rica —insistió Julia valerosamente.
Pero no consiguió romper la gélida acogida de la madre de Pedro. Julia iba a interpelarla nuevamente cuando vio con sorpresa que se incorporaba con dificultad y se alejaba de la mesa cojeando. La mujer había sido muy amable con la chica el año pasado, sin embargo, ahora se había convertido en su antagonista, una suegra que iba a ser casi imposible de tratar. Dirigiéndose entonces a Pedrito Segundo, la desposada le sirvió una copa de vino e intentó cambiar impresiones con él acerca de los nuevos estudios que el joven iba a comenzar muy pronto.
—Sí, claro, ahora me metis conversa, después que no me hubieras dado ni boleto en todo el mes… Galla traidora —masculló el joven alejándose en busca de sus amiguetes en la mesa del pellejo.
Menos mal que entonces apareció la tía Sabina, la esposa del doctor Rivas, muy alterada y sofocada, acompañada por un teniente de la guardia que la había conducido hasta allí desde Talcuri. La tía se sentó de inmediato a la derecha de Julia y, apenas consiguió calmar su agitación, se abalanzó sobre la joven y la abrazó con gran ternura; separándose un palmo, la miró a la cara con gran preocupación y la volvió a estrechar entre sus brazos.
—No le pasa nada malo a tu tío —le dijo adivinando la preocupación en los ojos de la chica—, pero él no va a poder estar contigo hoy, tiene mucho trabajo en el hospital, por eso he venido yo en su lugar —dijo toda compungida—. No dejaré que nadie ni nada te perjudique hoy en este, tu día.
Por suerte, la interesante, suave y amable conversación maternal de su tía Sabina pudo distraer a Julia lo bastante como para resistir el resto de la larguísima tarde. Poco a poco fue sintiéndose mejor, gracias a unos pequeños sorbos de vino, y empezó a participar más animada en las conversaciones con sus vecinos de mesa. Pero sin dejar de mirar con ansiedad hacia las demás donde estaban instaladas las más conspicuas damas de la comarca y de la región, todas ellas mirándola con hambre, pretendiendo echársele encima con ferocidad para arrebatarle todos los secretos de sus entrañas y echarla de nuevo al camino yermo por donde había llegado.
Tras los postres, Julia advirtió que una señora madura se dirigía hacia ella con rapidez. Sabina le dijo al oído:
—¿Ves a esa señora tan elegante que viene hacia aquí? Es doña Cuca, la señora del intendente Riesco, ella te cuidará tanto como yo, no temas nada. Ahora tengo que dejarte, me voy a tender un rato, estoy que me caigo… ¡Hola, Cuca, qué gusto verte! Mira, ella es mi sobrina Julita Rivas.
Doña Cuca se acomodó, con toda displicencia, en el sitio dejado por Sabina, lo que fue la señal que todas las importantes señoritas convidadas estaban esperando ansiosamente para empezar su labor de acercamiento a la protagonista del convite. Casi sin hacerse notar, algunas empezaron a levantarse despreocupadamente de sus mesas para acercarse con cuidado a la principal y rodear a doña Cuca, con la pretensión de ser presentadas a Julia. Pero su esfuerzo fue en vano, porque Cuca, una mujer ya madura, sensible y, sobre todo, muy lista, la prohijó de inmediato y no la presentó a nadie, salvo a dos de sus mejores amigas que no necesitaban ceremonia alguna, las que formaron un parapeto alrededor de las dos mujeres. Las anhelantes señoras que pululaban cerca de la mesa comenzaron a retirarse con discreción, perdida la esperanza de someter a la pobre Julia al feroz interrogatorio que cada una había preparado.
La mujer del intendente, con la mirada llena de satisfacción, ejerció todo su poder de primera dama regional no permitiendo que nadie más asediara a Julita, quien agradeció la protección contándole algunos detalles sobre su vida en la caleta de Las Cañas, y lo más jugoso de todo, le reveló cómo había conocido a Pedro Marcial.
—Fue aquí en esta viña precisamente, cuando unos bandidos del vecindario intentaron matarle —le contó Julia, sin concederle demasiada importancia. Y, disculpándose, se levantó en seguida para correr nuevamente a encerrarse su habitación.
En cuanto hubo terminado de palmotear a sus amigos, el dichoso marido regresó a la mesa principal y se dispuso a oír lo que le quería decir Rufino Contreras con tanta alarma. Abogado y principal amigo de la familia Gonzales, estuvo un buen rato hablándole en voz baja, usando la espalda de Tola su esposa, a modo de pantalla. En un momento, enfadado, Rufino explicó algo referido a unos documentos.
—Apenas me ha dado tiempo de redactar el acuerdo que me pediste anteayer, con tantas carreras en estos días se me amontona el trabajo en el bufete.
—No te preocupes —respondió el enfiestado Pedro—. Ponlo todo a mi nombre y ya veremos la manera de firmarlo mañana o pasado; ahora no tiene importancia, lo más duro ya ha pasado. En tres semanas he organizado el casorio más importante de la región, ¿qué te parece?
—Precipitado, pues.
—Estoy más feliz que un chiquillo con zapatos nuevos —repuso Pedro palmoteándole la mano—, conque no me vengai a cagar el resto de la velada, ¿está claro? Ya tuve bastante con el terremoto.
—Oye, Pedro, tengo que consignar la existencia de una carta dotal, o sea, hablamos de la dote. ¿En qué términos la tengo que extender?
—No lo sé, Rufito, en cualquier caso, me importa un bledo.
—Cierto, ahora que estás un poquito pasado… No lo ves claro.
—¡Mírame bien, amigo! ¿Es que me ves muy necesitado? Oye, Rufo, hoy no es para nada el día de hablar de la plata; además, eso tiene que ser el tío Samuel quien lo diga, porque el padre de Julita está incapacitado.
—Eres tú con tus malditas prisas quien me hace trabajar siempre en fin de semana, y encima no me cuentas nada… —se quejó Rufino.
—Mira, tú pon en el contrato una aportación mía de 30000 pesetas oro en efectivo, el valor de las tierras según las escrituras y las propiedades y cultivos, y deja espacio para la dote que tiene que ofrecer Samuel, no creo que más de dos líneas sean necesarias, hasta que me dé tiempo de hablar con él. A mí también se me acumula la pega en la bodega y en cuanto se acabe esta fiestoca me tengo que meter a preparar la vendimia. Ya voy con una semana de retraso y así no se puede hacer el vino más importante del país.
—Oiga, compadre, esto es una perfecta huevada con patas —
rezongó Rufino.
—Efectivamente. Así que ya tienes algo más de qué ocuparte, amigo. —Y se volvió hacia la orquesta haciendo señas de revolución con el dedo índice hacia abajo.
—Así no se hacen los contratos matrimoniales —siguió protestando el abogado—. Tengo que redactar el derecho de administración y disfrute, ¿oíste, güevon? Y sobre todo hay que establecer cuanto antes las herenciasfuturas…
—No seas pesado… ¡Ey! Ya ha llegado el intendente Riesco… Julia, Julia. ¿Dónde está mi señora? Vayan a buscarla.
El intendente Riesco Nogales entraba efectivamente en el jardín de la casa, seguido de cinco dóciles ediles de sufrido aspecto. En cuanto divisó a Pedro se fue directamente a su encuentro.
—Buenas tardes, don Pedro, y perdóneme por el retraso…
—Bienvenido, estimado intendente. —Y ambos se abrazaron efusivamente—. Perdonado, lo comprendemos todos, el deber es lo primero en la autoridad pública, no habrá sido fácil venir hasta aquí en este día tan movidito. Mire, le voy a presentar a Julia, mi esposa, a quien usted todavía no ha logrado conocer.
—Señorita, es un inmenso placer… —saludó el intendente bastante azorado por la presentación.
—Señora, señora Julia de Gonzales —repuso ella con una firmeza inusual.
—Nos hemos casado esta mañana en medio del terremoto, ¿qué le parece? —explicó Pedro—, pero pase, intendente, adelante, haga el favor. Estaráabrumado de tantas complicaciones…
—¡Es verdad entonces lo que me han contado! Su sangre fría es admirable, Pedro —exclamó fascinado el intendente mientras se acomodaba—. Usted siguió adelante con su propósito, con independencia de los obstáculos, incluidos los pertenecientes a una naturaleza furibunda.
—Bueno, fue relativamente sencillo, ya se lo contaré un día más tranquilo que el de hoy —musitó Pedro, abrumado—, lo importante ahora es que nuestra ciudad está bajo la mejor tutela posible.
—Afortunadamente no surgieron mayores inconvenientes, ni administrativos ni militares. Todo está bajo control, ya que para eso tengo una bandada de funcionarios bajo mi mando, muchos torpes e inútiles, pero hay algunos que trabajan el doble, para contrarrestar.
—He ordenado una mesita privada, especial para usted y sus ayudantes, en el comedor de la casa; acompáñeme si es tan amable. Caballeros, tengan la bondad ustedes también —pidió Pedro a los recién llegados.
—Gracias, don Pedro, para mí hubiera sido imperdonable no asistir a esta celebración… Mis felicitaciones por su enlace y también mis parabienes para usted, Julita, si me permite la familiaridad.
—Aquí donde la ve. —Pedro la señaló orgullosamente—. Esta hermosa chiquilla salvó mi vida y mi propiedad, pero no vaya a pensar que me he casado solo por agradecimiento, bueno, ya se lo contaré más despacio.
—Pedro, ya pues, córtela con lo de la salvación —suplicó Julia por lo bajo, azorada ante los importantes personajes políticos que la rodeaban—. Perdóneme, señor, pero creo que me necesitan en las cocinas, con su permiso.
—Lamentablemente no podré estar demasiado tiempo con ustedes —decía la autoridad sin poder quitar la vista de la cimbreante Julia mientras se alejaba—. Lo siento, ya sabe, Pedro, obras son amores, pero antes de irme debo hablarle personalmente de algo de su interés.
—Faltaría más, intendente, pero lo primero es lo primero. ¡Vino para la primera autoridad! —, gritó estentóreamente a un mucamo—. Discúlpeme, se lo ruego, tengo que dar algunas instrucciones al personal y enseguidita estoy con usted.
Cuando el intendente Riesco, provisto de un grueso puro en la boca y una gran copa de coñac en la mano, vio entrar a Pedro, mandó salir a los ayudantes y les pidió que no le interrumpieran. Una vez a solas en el comedor, directamente y sin preámbulos le ofreció el cargo de contralor de la Intendencia, «una verdadera atalaya desde donde disfrutar del avance imparable del progreso en esta región». Pedro se le quedó mirando durante unos segundos con profunda admiración, le tomó de la mano y, agradeciendo calurosamente la confianza, le manifestó su entusiasmada aceptación, preguntando para cuándo debería estar disponible.
—Desde ahora mismo —replicó el abogado Riesco sonriendo intrigantemente—, porque ayer se accidentó gravemente el titular del cargo y no podrá volver a la Administración. Antes que me pregunte por lo sucedido, se lo diré: metió la manita donde no debía y se la aplastó una pesada roca.
—Entiendo.
—No, no lo creo. Se ve a la legua que es usted nuevo en esto de la administración pública, mi estimado Gonzales —le dijo la autoridad mientras clavaba sus ojos pardos en los de Pedro—. Aquí tratamos diariamente con la abnegación, la renuncia y, sobre todo, con la competencia.
—Lo puedo imaginar, intendente Riesco, y además, si me permite, seguro que tiene su razón de ser en la llamada poderosa que muchos sentimos para servir a los conciudadanos y no a los amigos, ¿verdad? — declamó Pedro.
—Así es, mi estimado contralor —manifestó el intendente, remachando el título—, pero sin pasar por alto a esos conciudadanos escogidos que son los buenos amigos. En este caso, la fidelidad y el sacrificio son requisitos fundamentales para merecer un cargo de mi confianza, y en usted he visto claramente esas virtudes.
—Y para ese cargo que menciona, ¿yo tendré que ir en alguna terna? —inquirió Pedro con gran satisfacción.
—La respuesta es sí, aunque eso sea un procedimiento torpe y mal pensado, pero déjeme decirle un secretito, yo tengo una varita mágica que permite que sea elegido quien convenga a los altos intereses territoriales, porque por la acera caminan muchas honestas y excelentes personas, pero ¿qué sabemos de ellas? —explicó el funcionario mirando atentamente la licorera.
—En tal caso —respondió Pedro con reverencia, sirviéndole una generosa copa de su mejor coñac francés—, no se hable más, estoy a sus órdenes, intendente. Me llena usted de satisfacción y debo decir que también me gustaría participar más activamente en el gobierno para organizar mejor todo el asunto de la expansión de los viñedos. He pensado que ahora mismo el…
—Mire, Pedro —interrumpió el intendente pasando el brazo por el hombro y omitiendo ya el tratamiento—, es que una cosa conlleva la otra. Si todo va como espero, dentro de un año de duro trabajo sería usted el candidato ideal para secretario general de la asamblea de empresarios y vitivinicultores de mi región. Pero lo verdaderamente interesante y seductor es que también ese secretario sería automáticamente ungido presidente de un club agrícola que pretendo crear dentro de poco; para que se conozca en detalle mi gran labor a favor de esta región, que es tan mía como suya, Gonzales. Así sabré de primera mano cuáles son las necesidades más acuciantes de mis mandados.
—Estoy abrumado, intendente.
—Usted es el primero a quien le hablo de esto, mi caro amigo, hoy me ha dejado usted muy impresionado por su temple y su arrojo… Por no mencionar la extraordinaria valentía de su preciosa y juvenil esposa; es que puedo verla jugándose la vida encerrada dentro de esa sacristía, con los techos a punto de desplomarse sobre su cabecita… todo por su deseo de unir su destino al suyo, una gran historia, créame, ¡qué escena tan extraordinaria! Y eso que a mí no es nada fácil impresionarme, debo decirle. Me he dado cuenta del tirón que tiene usted en esta ciudad y, si acepta y su bonita esposa le apoya, le puedo asegurar que esta es la antesala de una fulgurante vida entregada a la función pública. Hay mucho para conquistar. Y ahora el deber me llama. Vengan ambos a visitarme dentro de una semana a mi casa. Hasta luego y gracias por todo.
Las puertas del cielo se acababan de abrir ante Pedro, al son de trompetas. El príncipe-intendente le hacía señas para que se acercara a compartir la conquista, la lucha por ganar a los demás. Y él no pensaba resistirse ni un ápice. No habría nada ni nadie que le impidiera ahora sojuzgar a sus contrarios. Y se precipitó a los brazos de su nuevo mentor, a quien despidió con efusivas muestras de adhesión, respeto y acatamiento. Sonrió empachado de satisfacción; ya era un hombre público, un protector, un padre de la patria. Por lo tanto, se dijo enardecido, mi comportamiento y mi vida familiar ya serán de dominio público, por consiguiente, han de ser intachables. Mi esposa y yo estamos llamados a ser ejemplos de personas que viven sin mácula.
Cuando volvió al lado de Julia en el banquete ya eran más de las seis de la tarde, y los menos allegados estaban inquietos porque de la torta nupcial no se decía nada. Julia se lo recordó suavemente a su marido.
—Tienes mucha razón, ¡es que tengo que estar en todo, por las rechuchas del mono! —le contestó Pedro con voz pastosa y se incorporó de su asiento con cierta dificultad—. ¿Qué pasa con el vino en esta viña? ¿Ya se ha terminao? — gritó a voz en cuello, a la par que aporreaba una jarra de cristal vacía con un cucharón de plata—. No se preocupen, si es necesario lo traeré de la viña del Aravena, aunque tu vino sea imbebible, como todos sabemos, ¿no es cierto, amigo?
Las risotadas de muchos achispados comensales resonaron por toda la propiedad, mientras los dos viñateros se abrazaban, palmoteándose fuertemente en la espalda. Pedro levantó una botella y se dirigió a todos:
—Bueno, ahora que estamos bien surtidos que entre el champagne, pues vamos a llenar las copas para brindar por esta linda chiquilla que me ha tocado en suerte como esposa y con la que espero desbordar esta familia de hijos y nietos. —Y levantando de golpe a su esposa de la silla, intentó, torpemente, besarla en el cuello en busca de la boca y, al fracasar, se animó todavía más—. Ahora vamos a bailar y enseguida cortaremos la torta más grande del país. —E hizo un ademán de director a los músicos que se arrancaron de inmediato a todo meter con los primeros compases de Der shoenen blauen Donau.
Dos reposteros vestidos de albo delantal con un vistoso bordado de la Gran Pastelería Ribalta entraron en escena portando un palanquín sobre el que descansaba la espléndida torta nupcial de catorce pisos. En el momento que el flamante marido cogió la mano de la esposa, que sostenía la gran paleta de plaqué, se hizo patente la primera lluvia de finales de febrero, la que llevaba horas anunciando sordamente que también se dejaría caer por el banquete. Descargó como una catarata de gruesos goterones que en un minuto empaparon la plataforma de madera para el baile, provocando que muchos inestables invitados comenzaran a correr en busca de refugio dentro de la casa; entre tanta batahola, la tía Angustias tastabilló y, no hallando nada mejor donde agarrarse para no caer que el mantel de la mesa, arrastró la grandiosa torta de novios en su despatarrado tropezón. Ambos, la señora y los catorce pisos, rodaron por el entablado estrechamente abrazados. En cuestión de minutos el violento chaparrón disolvió el chocolate y la nata por el piso. Desde el porche Julia miraba con desolación el cómico cuadro, pero estaba lejos de reírse.
«¿Hasta esto te parece mal?, preguntó, mirando a la tormenta a la cara.
La banda tuvo que correr a guarecer los instrumentos dentro de la casa. Todos los invitados permanecieron en el corredor a esperar que escampara.
—En este matrimonio lo tenía previsto todo, todo, menos esta inoportuna lluvia de mierda.
—Tienes razón, Pedro, sí que tiene gusto a mierda —dijo uno, completamente empapado.