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—Esta sí que es lluvia, joder —aplaudió el viejo José buscando la jarra de ponche romano—, como las de Langreo, de las que levantan a sus muertos.
—Esto es el colmo. Mañana mismo voy a hacerme aquí una galería acristalada —prometió Pedro.
No quedó nadie en el jardín, solamente la gruesa lluvia que repiqueteaba sobre la tarima para bailar, las grandes mesas desnudas del casorio más grande que se había visto en la ciudad en mucho tiempo y un par de chopos viejos en la tapia del fondo, chorreando de agua.
—A mí no me gusta este patio, tan grande y pelao como una alfombra vieja —interrumpió Julia, dirigiéndose a José y a su mujer—. A mí me encantan los árboles, el agua, el sol, el mar, por supuesto.
—Pues entonces, haberte quedado por allá —masculló doña Ester.
—¡Cuánta razón tienes, Julita! Esto es mesetario, pero para eso yo soy el patrón, especialmente si es para dar gusto a mi querida niña. —Y se dirigió voceando hacia la cocina—: A ver, que llamen a Emeterio de inmediato, aunque esté durmiendo la mona, que seguro lo estará, me lo reportan aquí al tiro. Vámonos dentro, cariño, que la tarde se está quedando que dan tiritones. ¡Flori, prende la chimenea del comedor! Adentro todo el mundo…
La fuerte lluvia y el viento dieron cuenta de la mayor parte de los invitados quienes, educadamente, optaron por despedirse haciendo cola para saludar a los recién desposados y, al fin, poder besar a la novia, mirarla a los ojos y, con suerte, hablarle algunas palabras.
Sin embargo, unos pocos allegados que aún se resistían a dar por terminada la fiestoca del casorio intentaban prolongarla a toda costa, disculpándose con un cuando escampe un poquito, aprovechamos. Mientras tanto, se entretenían dando el bajo a cuanto líquido se pusiera a tiro, excepción hecha del agua de los floreros.
—Te voy a mostrar los regalos de casamiento que nos han llegado —dijo Pedro, asiendo a la chica por el talle y besándole la mano—. Pedrito, ¿dónde estás? Ven aquí enseguida.
—Mmhh, mmhh —negó mudamente la vieja Dorotea apuntando con el mentón hacia el río.
Realmente aquello fue como abrir la cueva de los tesoros, porque allí todo lo que había relumbraba con fuerza, testimoniando la preeminencia, proximidad y el cariño por el novio. Lámparas de colgar y de pie, peroles de cobre bruñido, cuchillería de plata, loza inglesa, espejos venecianos, cuadros con marcos repujados en plata, un bargueño traído de Lima, esculturas de bronce, candelabros, relojes, mantelería bordada en Brujas, cojines de petitpoint, etc.; una infinidad de objetos acumulados sobre las mesas y regados por el suelo alfombrado, como si fuera una grandiosa tienda de antigüedades y regalos. Julia miraba con la boca, no abierta, sino desencajada, los ojos casi saltándosele y la mano en la garganta. Le asaltó la triste sensación en el estómago que esa sería la única vez que vería junta toda esa enormidad de riqueza, y que al fin y al cabo, tampoco le importaba demasiado porque ni siquiera era suya.
Pedro, alborozado, empezó a mostrar a Julia cada obsequio en particular, leyendo las tarjetas, explicando detalladamente quién lo enviaba y por qué lo hacía, hasta que ella, al límite del aburrimiento ante tantísimo nombre y razones desconocidas, le susurró a Pedro su deseo de retirarse un momento a la habitación.
—Te refieres a nuestra habitación —le espetó Pedro sonriendo—, conque ve acostumbrándote a tu nuevo estatus. ¿Qué te pasa, cariño? Pareces cansada.
—Debió ser el vino —exclamó Julia sobándose la barriga—. Me siento bastante mareada y muy molida.
—¡No estarás insinuando que MI vino pone mala a la gente! Seguro que ha tomado el de Aravena —dijo riendo Pedro y mirando a sus amigotes mientras abrazaba a su mujer con fuerza.
—Yo solo digo que tengo que retirarme, ¿o tengo que contarle todo lo que voy a hacer? Ahora mismo vendré. —Y sin esperar más comentarios, ella se desprendió del abrazo y salió presurosa hacia la alcoba matrimonial.
—¡Qué le vamos a hacer! —, le explicó Pedro a Jacinto, que aún bebía a su lado—. Es demasiado joven, pero ya aprenderá a apreciar nuestros grandes vinos, como casi todo el mundo, ¿no te parece? ¡Qué viva Viña Oro! Y a beber como es debido. Vamos a cantar todos, vamos, ¡alegría, amigos!
Julia penetró en la alcoba y se fue rectamente a la cama, atenazada por el recuerdo de su querido padre, enfermo y solo, ignorante de todo, y quiso soltar una lágrima pero no le quedaba ya ninguna. El cansancio y el agobio del larguísimo día pudieron con ella y, adolorida, apenas pudo subir las piernas a la cama, quedándose tal cual, casi atravesada, vestida hasta con los zapatos puestos. A sus oídos apenas llegaba la ahogada música de los agotados cantantes tratando de animar una fiesta ya moribunda por falta de combustible de calidad humano.
Al cabo de unas dos horas o así, se despertó sobresaltada; estaba segura de haber oído el ruido de un vehículo saliendo de la casa. Aguzó el oído, pero nada.
Imaginaciones mías, tengo que arreglarme, seguro que me están buscando. Ahora debería peinarme y pintarme, para volver con una cara más presentable. ¡Qué asco de vino y de comida! No sé cómo toda esa gente puede estar tanto tiempo con lo mismo, una y otra vez. ¡Dios santo, se me parte la cabeza, pero si son más de las doce! Y ahora, ¿qué ropa me pongo? ¡Qué día, con todo lo que tengo que hacer mañana temprano encima! ¿Pero dónde estarán todos? Están muy silenciosos… ¿Se les habrá acabado la cuerda ya? Ojalá que esta comilona espantosa se haya acabado… Por Dios, como me huele el pelo a cebolla y a humo… y esta ropa está ya toda transpirada… Esta blusa irá estupenda…
Julia se apresuró en acabar de arreglarse todo lo bien que pudo y abrió la puerta del cuarto, asomándose al largo pasadizo. La casa estaba envuelta en el silencio y la oscuridad, pero dentro de la cabecita de ella la música de la fiesta le daba vueltas y vueltas como un carrusel. Conteniendo la respiración, pegada la espalda a la pared, se deslizó cuidadosamente a lo largo del pasadizo, pasando por delante de varias puertas cerradas, hasta que llegó a la puerta principal. La abrió suavemente esperando sorprender a Pedro bebiendo con sus amigos, pero allí no había nadie. La lluvia recién había cesado. Cerró y se dispuso a regresar a su cuarto caminando de puntillas, no fuera que el bruto amo de casa apareciera de pronto reclamando su noche de boda.
En cuanto llegó, se metió dentro y echó el pestillo soltando un potente suspiro. ¡Mejor así!, se dijo sonriendo aliviada, mientras se ponía un delicado camisón de primorosos bordados que le había comprado especialmente Sabina para la ocasión. Esta vez no me romperás mi ropa, desgraciado, bruto, musitó, metiéndose entre las fragantes sábanas nuevas.
Pero la chica no logró conciliar el sueño de inmediato, sus ojos estaban cerrados pero la mente le bullía como una colmena. Repentinamente, su mente se detuvo al reparar en algo muy importante: pero, ¡qué tonta soy! ¿De qué tengo que preocuparme? ¡Ya estamos a salvo! Otra puerta más y casi habré llegado, se dijo con alivio, consolándose por completo.
Sentada en la cama, cerró los puños y se mordió el labio. Efectivamente, lo peor de su desventurado afán por sobrevivir ya había pasado. Pero el frío oleaje de la caleta le volvió a azotar la cara y la garganta se le llenó de sal, sintió otra vez el pánico indescriptible de no poder respirar: tienes que olvidarte del mar, como sea, tuviste suerte de que no te tragara… Eres una estúpida cabeza de chorlito…
Julia se apretó las sienes intentando detener las punzantes escenas de su malogrado intento por ahogarse: la virgen te salvó entonces, ahora tienes que pensar solo en la estupenda vida que podrías tener, tontorrona… ¡Pero si ya he visto claramente cómo va a ser mi vida junto a este guatón tan pesado! Ayayahi, ¿y si él llegara ahora mismo? Bueno, nada más, libro cerrado y fin de la historia. A dormir se ha dicho.
Durante unos instantes a oscuras, evocó las tres semanas recién pasadas, y la extraordinaria tensión que había tenido que sufrir para poder llegar al día de hoy. Sonrió pensando cómo solamente había tenido que ceder a los besos vinosos de Pedro para que este se lanzara desesperadamente por el camino del casorio; cerró los ojos satisfecha de su hazaña.
Julia llevaba varias horas disfrutando de un reparador sueño cuando dentro de la habitación resonó un seco golpe que disparó todos sus miedos; desconcertada, la aturdida Julia comprendió dónde estaba y despertó con un salto. Habían golpeado en la puerta de la alcoba justo cuando la primera lucecilla del alba empezaba a rasgar la negra cortina. Se levantó despacio, se calzó las pantuflas con el pompom blanco sin dejar de temblar, corrió a la puerta de la habitación para asegurar el cerrojo y puso la oreja en la madera. Estaba segura que era Pedro, terriblemente enfadado al no poder entrar en la habitación. Si abría, la recriminaría por haberlo abandonado abruptamente en la grandiosa celebración matrimonial y, encima, sin despedirse de los invitados que aún quedaban. Pero si no lo hacía, sería capaz de derribarla. Descorrió lentamente el cerrojo y luego giró la manilla del picaporte, esperando la entrada brutal del cónyuge, borracho hasta los pies.
Pero no tuvo que disculparse porque, al abrirse suavemente la puerta de la alcoba matrimonial, quien apareció en el umbral fue un muchachote de unos dieciséis años, con el pelo húmedo, desordenado, en mangas de camisa, respirando ansiosamente, con los ojos casi desorbitados, los puños crispados y el cuello enervado. Julia le observó atemorizada y, muy alarmada, le interrogó:
—¡Pedro Segundo! ¿Qué quieres a estas horas? ¿Le pasa algo a Pedro? Di, ¿qué haces aquí?
Pedrito estaba sordo a todo. Julia le vio dar un paso decidido hacia ella, e instintivamente, se protegió el pecho con las manos. De improvisto, el muchacho levantó el brazo y le espetó a la cara:
—¡Nunca, nunca! —Tras lo cual se dio media vuelta y se encerró en el cuarto de enfrente tras propinar un soberano portazo.
La joven desposada miró con extrañeza la puerta cerrada y, encogiéndose de hombros, decidió que no había ningún motivo por el que preocuparse. Cerró su puerta lentamente y se quedó cavilando en la absurda visita que acababa de recibir: o me quería asustar, o es que a este chico le está pasando algo muy raro… Hoy apenas le he visto, parece que me evita… Claro, como está en la edad del pavo, pobrecito…
Julia se sumergió al instante en el sueño reparador que su frágil naturaleza venía exigiéndole desde hacía varias semanas.
Episodio 3. Las turbaciones de Pedro Segundo
En el gran banquete nupcial en honor de los recién casados, Pedro Gonzales y Julia Rivas, que se estaba celebrando en la casita Los Peñones, dentro de la Viña Sol, todo era un derroche, pero con gran esplendor. En cuanto el fasto hubo comenzado, Pedro Segundo se sentó a la mesa principal, justo enfrente de los flamantes esposos. Mientras mascaba todo lo que le ponían por delante, se preguntaba desolado sobre lo que estaba viviendo, hastiado de ver lo que sucedía a su alrededor y entristecido por el brusco giro que había tomado su plácida vida de hijo único. No conseguía entender qué le había sucedido a Julia el pasado verano. La contempló con pena, haciéndole una mueca de disgusto.
Ella se la devolvió con ojos vidriosos y sin ánima, como apagándose por momentos; sus delgados brazos parecían sostenerla de milagro apoyada en la mesa, iba a desplomarse sobre el plato de un momento a otro.
Pedrito la seguía mirando, pensando con disgusto.
¿Por qué esta cabra se portó tan amable conmigo cuando pasamos juntos el verano? ¿Y qué le sucedió cuando de repente desapareció y, cuando la volví a ver, se había transformado en otra persona…? Un día me dijo que cuando acabara el verano ella ya habría cruzado otra puerta más… ¿De qué casa me estaba hablando? ¿De la mía?
El chico volvió la mirada hacia una mesa cercana donde su padre brindaba alegremente con unos amigos. Y los quedó mirando largo rato mientras maquinaba.
¡Qué tipo de fiesta es esta mierda aburrida y fome! ¿Todo esto lo has montado tú solito, papá? No me lo creo. Volver a casarte… y con Julia… y dejarme a mí tirado como una colilla… Una idea estupenda… ¿Y yo, qué? ¡Julia, Julia! Todo el santo día Julia pa’rriba, Julia pa’bajo, repetía Pedro Segundo, angustiado y encolerizado, sin llegar a ver por qué después de lo bien que lo pasó con ella, de pronto se había tornado en una grave amenaza para él, contra su tranquila y apacible existencia como el delfín Gonzales.
Ella estaba con la cabeza gacha, haciendo como que comía con ganas, pero lo dejaba todo a medias; y Pedrito aprovechó para volver a mirarle su bonito pelo y a oírla dentro de su cabeza con su dulce voz. Vio que su padre volvió a la mesa, le dio un amoroso beso en el pelo a su esposa diciéndole al oído risueñas palabras. Pedrito la miró otra vez, con rabia: pero, ¿qué mierda habré visto yo en este posme? ¡Tan diferente que era esta cabra, y lo mucho que me gustó! Ella, que tenía que haber sido mi primera zorrita… ¡y mira en lo que ha terminado!, en una mujer zombi. Este viejo no está bien. ¡Tú tienes mucha culpa también, papá!, gritó hacia su interior.
Y siguió hundido en cavilaciones, tragando sin hambre. ¡Ya no aguanto más esta comida! Ni a esta pesada que insiste en darme conversa.
Fastidiado, se incorporó y se trasladó a la mesa de sus amigotes colocada en un sitio apartado quienes, estaban planeando alegremente la forma de largarse a pescar y a bañarse en el río, lejos de los pesados de los mayores.
—Mira qué cara de pescao trae este huevón —dijo uno de ellos a guisa de bienvenida—. Sácate la chaqueta, Segundo, que nos vamos todos al río.
—Sí, vamos, vamos, ¡qué buena idea! Eso me tendrá el melón ocupado hasta que se acabe esta chacota, pensó.
—¡El último en entrar al agua se la chupa a todos!
—¡Oye, Manuel, no seai salvaje! ¿Que no vis que está mi prima conmigo?
—Entonces, yo quiero ser el último, ¡ja, ja, ja!
Pedro Segundo también se rio a carcajadas y, silbando a Cano, su fiel perro de aguas, corrieron con el alborozado grupo hasta el minúsculo embarcadero que el abuelo José había mandado construir hacía años, quien más tarde, había ordenado levantar un sencillo cobertizo de alerce para cambiarse de ropa, guardar el bote, los aparejos de pesca y las sillas de madera. Después de bañarse ruidosamente, los chicos se subieron al bote de remos para alejarse a pescar. Pero Pedrito prefirió quedarse, estaba agotado, sintiendo un nudo en la garganta por la depresión que le invadía.
Se dejó caer de rodillas en el mullido césped, apoyándose contra la barca podrida; tras un espasmódico sacudón, Cano se echó a su lado, también con media lengua afuera, mirando fijamente a su amo que, envuelto en pesadumbre, rumiaba sus recuerdos y sus rencores contra la chica que había trastornado su juvenil felicidad para siempre, arrebatándole a su adorado padre.
El mozo sacó de su bolsillo un gran trozo de habano usado. Lo encendió y le propinó una profunda chupada cuya garganta no pudo tolerar, estallando en arcadas y toses.
—¡Te lo dije, tonto pelotudo! Los cabros chicos no tienen que fumar esas porquerías de los mayores —se burló Luis Ignacio, el jefe de la hermandad, que también llegaba del banquete.
No obstante, sin mirarle, prosiguió porfiadamente fumando, ahogándose y tosiendo, hasta que aburrido, lo lanzó lejos con rabia.
—Pero, ¡qué te pasa chico!
—Nada, ya casi tenía la historia del verano para ganar en la hermandad y me salió todo como el forro.
—¡Venga hombre, no será para tanto! —le consoló Luis.
—No voy a ganar con esta historia tan ñoña —se quejó Pedrito.
—Tú ya sabes las dos condiciones esenciales, veracidad y mucho erotismo. Pero cuéntamela y te daré alguna pista sobre tus posibilidades de ganar. Total, yo no soy del jurado.
Pedrito, ni corto ni perezoso, comenzó su relato sobre Julia desde que se habían encontrado por primera vez la pasada primavera, precisamente en Viña Sol.
—¡Qué bonita estaba el día que la conocí, cuando apareció aquí en mi jardín como si escapara de un cuento! Todo lo bueno que me pasó en verano fue por haberla conocido entonces.
El chico hizo una pausa para recuperar el cigarro tirado en el pasto y le pegó otra profunda chupada; se tuvo que echar al suelo a toser.
—Mira que te lo llevo diciendo, pelotudo, deja esa mierda…
Cuando el joven fumador consiguió controlar la respiración, los agradables recuerdos continuaron asaltándole.
—Y ese día, cuando fue a mi casa a despedirse de papá, ¡fue maravilloso!
La llevé de la manita para mostrarle todas las piezas; cuando entramos en la mía, se sentó en la camita, ¡puff!, casi se me van las cabras de la emoción solo al pensar en verla allí acostadita al lado mío. Casi me muero de gustito por los roces que me daba, ¿te imaginai? ¡Qué piel, qué olorcito a playa cuando se deslizaba por mi lado! ¡Y qué bella sonrisita!
—¿Y qué pasó? Le pegaste un buen atraque por lo menos…
—Nada, desgraciadamente después desapareció, regresó a la caleta con su padre, creo, cuando de repente, en enero, viene papá y me ofrece pasar las vacaciones de verano en la caleta, ¡en la casa de Julia! ¿Te podís creer? Yo solito con ella. Inimaginable, gallo.
—¡Qué suerte tenís, gallo!
—¿Suerte? Justo cuando yo llegué a su casa, su padre ya había enfermado gravemente y tuvieron que trasladarlo a un sanatorio o algo así, total, que apenas estuve tres días de vacaciones en la caleta y ni siquiera me pude bañar ni tampoco estar con ella.
—¡Al carajo las vacaciones, entonces, chiquillo!
—Efectivamente, aunque la cosa se arregló muy bien después de todo, porque ella se quedó un par de semanas en la viña mientras trataban a su papá en el sanatorio. ¡Qué maravilla de veraneo! Aunque no conseguí nada, me gustaba estar con ella, me tranquilizaba mucho y a mí me daba por hablar y hablar. De repente…
—Pero, ¿qué te pasa, gallo? ¿A dónde vai? —le amonestó Luis Ignacio.
—La orquesta está tocando buena música, ¿oi? Ella estará feliz bailando como un trompo. Es que ya no quiero seguir hablando de Julia… Cambió del cielo a la tierra, ya todo le daba igual, galla egoísta, ni siquiera se dio cuenta de que yo la quería como amiga para siempre. Aunque estaba rarilla entonces, yo soñaba con que fuese ella la que me descartuchara, aquí mismo estuvimos los dos tendidos en el pasto, pero al final parece que va a tener que ser con la chica de la kermesse, si es que la vuelvo a encontrar. ¡Uff! Qué frío, gallo, se está nublando mucho… Mira qué goterones están cayendo.
—Hora de irse pa’ la casa, Segundo; no, más mejor, metámonos en el cobertizo hasta que escampe un poco. Supongo que los navegantes habrán hundido el bote para poder tocarle el poto a la prima debajo del agua.
—Si a lo mejor le gusta y todo. Tenemos que esperar, ya se largó a llover de firme. ¡Oye, Luisigna!, ¿no te conté lo de la niña esa?
Y sin esperar respuesta, Pedrito se sentó en una silla de pino para relatar con gran orgullo lo que le había sucedido durante la gran kermesse del final del colegio en la ciudad, cuando alguien a quien él no conocía de nada le presentó a una hermosa y desconocida morena, cuyo negro color de pelo coincidía plenamente con el de sus grandes ojos, de penetrante e inquisitiva mirada. Aunque al comienzo a ella no la considerara más allá de un oportuno pasatiempo de fiesta juvenil, o sea un pinchazo, su buena conversación, amén de su gracia bailando, provocó en el chico la poderosa llamada de la selva. Desde ese momento la intentó monopolizar, cosa que no fue nada difícil, porque ella no parecía depender de ninguno de los invitados ni tampoco la habían traído sus amigos de la hermandad.
—Regalito del cielo pa uno que es tan choro —le había dicho a su amigo Mauri, pavoneándose con ella delante suyo.
A partir de ahí, el adolescente ya no tuvo ojos sino para ella durante toda la noche. Cada vez que el muchacho posaba sus ojos degollados en ella, la joven, abusando de sus numerosos encantos, se mostraba deseable y esquiva. Tenía un porte fenomenal, caminaba muy erguida y con mucho estilo, vestía ropa que parecía de estreno y se pintaba poco, lo suficiente para disminuir sus tupidas cejas y con un maquillaje suave y juvenil que resaltaba su juventud. Sus modales, aunque algo poseros y alambicados, parecían el resultado de una educación concienzuda por parte de sus padres.
Daba la impresión de que ella hubiera estado buscando a Pedrito, porque en cuanto lo vio, se abalanzó literalmente sobre él, como si ya lo conociera. Tenía la intención clara de adoptarlo para siempre. Parecía como si la mano del destino la hubiera empujado para cruzarse en el camino del chiquillo, tan abandonado, perplejo y púber.
—¿Te gusta bailar?, me dijo sin conocerme, imagínate, gallo, qué increíble invitación. Empezamos a bailar de inmediato en la parte de atrás de la sala y, después de unos cuantos bailes, ella se dejó apretar sin protestar y cuando se me puso como un palitroque, tuve que apartarme por la vergüenza que me dio, pero ella ni fu ni fa.
—¡Cuenta, cuenta! —le exigió Luisigna con gran agitación al entusiasmado Pedrito, mientras la fuerte lluvia tamborileaba sobre el techo de lata.
Embalado, Pedro Segundo relató a su amigo que, cuando la concurrida kermesse se empezó a diluir en la noche, él, con la cabeza llena de clery, empezó a buscar a la chica para ofrecerse de acompañante camino a su casa con la aviesa intención de atracarla a fondo en la primera oscuridad cómplice. Inútil intento, su búsqueda fue infructuosa tras haber recorrido todo el local, el desolado muchacho comprobó que se la había tragado la tierra, nadie la había visto y como no la conocían, nadie pudo darle ningún tipo de indicaciones. Con los sentidos recalentados, Pedro Segundo había regresado a su casa lo mejor que pudo, para dormir la terrible mona que por primera vez en su vida le había caído sobre sus juveniles espaldas.
—Bueno, ¿qué te ha parecido mi aventura con la misteriosa chica de la kermesse? —le interrogó ansioso Pedrito a su amiguete al acabar su relato erótico.
—Penca, misteriosa, pero penca —repuso Luisigna.
Pero el mozo ya no le hacía caso, lleno de rencor empezó de nuevo a hablarle a su amigo de sus desventuras y sus circunstancias con Julita. Luisigna lo notó muy desquiciado mientras se explayaba gesticulando con fuerza.
—Y mírala hoy a la mosquita muerta, ¡qué poquito tardó en casarse con mi padre! ¡Tres semanitas! Y al tiro pasó a sentirse el hoyo del queque. ¿Qué le habrá visto él a esa tonta, que ni se ríe, ni habla, pálida como una pantruca? Nunca lo voy a entender… ¿Para qué crestas habré parado esa estúpida ambulancia el año pasado? Nada de esto habría ocurrido, ahora yo estaría con papá como siempre, él con su viña y yo en la escuela… y todos tan contentos. Y esta galla nunca hubiera entrado en nuestras vidas. Todo por culpa de la pata de Jacinto, ¿no te parece?
—Es que Julia y tú no… —Luisigna intentó cortarle el triste parlamento, pero el chico no escuchaba. Y siguió parloteando.
—Cuando papá me contó que se casaban, se me desmoronó el mundo, ¿cachai güevon? Ella era casi una amiga íntima para mí, tenía planes para ella, pero de la noche a la mañana lo he perdido todo, mis cosas, la casa, mi jardín, todo. Y, por si fuera poco, esta mañana en la iglesia, ella me ha mandado a presenciar su casorio desde la primera fila amenazándome con enfadarse: mira, Pedrito, me dijo, deseo de todo corazón que tu padre sea muy feliz, por eso quiero que tú te sientes donde él te pueda ver perfectamente, ¿entiendes? Y para el banquete quiero que estés en nuestra mesa.
»Y encima, me pegué un susto que casi me recago esta mañana cuando se cayó la maldita iglesia encima de todos los güevones que rezaban a gritos. Suerte que mi papá se salvó y que el padre Carmelo me sacó pal patio de los naranjos. Si no, ahí no má me hubiera caído tieso. Y por si fuera poco, esta fiestoca que parece un funeral, todos de negro y hablando bajito. Con la comida culiá que me sirvieron y el vino tan malo, seguro que pronto voy a guitriarlo too. Una vida de perros, yo te digo, Cano, no sabes cuánto te envidio a veces, pobre animalito. Así quieren que sea yo, un perrito obediente y calladito.