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—Bueno, ya es muy tarde, Segu, hay que plegar velas, voy al rescate de la primita, hasta luego. Luego me terminas de contar. Te diré que la historia parece muy tierna, pero es sumamente aburrida, gallo. Se supone que no debo intervenir, pero me parece mucho más prometedora y más erótica la historia de la kermesse esa, lástima que no pasó en el verano. Bueno, ahora voy a fijarme un poco más en Julia, voy a ver si la saco a bailar… ¿No te importará que tontee un poco con tu nueva mamita? —le gritó al alejarse y estalló en estruendosas carcajadas.
Pedro Segundo le lanzó todos los guijarros que pilló a mano y mandó a Cano tras suyo para que le mordiera las piernas.
Ya había escampado bastante y Pedro Segundo quiso correr a su casa, pero en ese momento todo el estómago se le volvió hacia afuera y tuvo que echarse al río para limpiarse. Cuando entró a su jardín, ya había oscurecido y la poca gente que quedaba estaba congregada dentro de casa y en el porche.
Sin que nadie lo notase, el joven se deslizó hasta su pieza y se desplomó en la cama, invadido por el desaliento, hundiéndose en seguida en amargas reflexiones: no viviré aquí ni un minuto más con ella en esta casa, no lo podría soportar, así que me iré lejos, a mí ya nadie me toma en cuenta. ¿Dónde está mi cuaderno de veraneo? Lo voy a quemar ahora mismo…
Rebuscó en su arcón personal hasta que lo alzó en la mano; pero a punto de rasgarlo se contuvo: algún día se lo leeré a lo mejor, quizá… para que vea…
Y el furibundo muchacho no pudo resistir más y acabó dormido como un leño, no sin antes oír su propia voz: te lo dije, Segundo, por la calentura de papá… esa galla ingrata se va a quedar con todo lo tuyo, vai a ver no má…
Al cabo de unas horas, el ruido enfermizo de un viejo coche rateando rompió la madrugada, ya a punto de clarear, sacando al aterido Pedrito de su profundo sopor. Unas luces iluminaron la noche detrás de los peñones del mirador. Otra vez el sonido del coche. Pedrito se levantó con rapidez de la cama y entreabrió la cortina de la ventana entornada. ¿Quién podía venir a la fiesta a estas horas? ¿O es que había pasado algo tremendo? Era una limousine negra la que tosía con estrépito mientras recorría el jardín en línea recta, o sea, por encima de los rectángulos de flores, hasta que se detuvo delante de la jardinera de rosas de la puerta principal de la casa, justo antes de derribarla.
El muchacho se quedó paralizado al ver que su padre salía del vehículo, sostenido por los sobacos por dos mujerotas muy gordas, vestidas con trajes muy largos y el pelo pintado de color rojizo. Otros hombres, con botellas en las manos, bajaron del coche también y las obligaron a meterse dentro a empellones.
Ya estaba a punto de saltar por la ventana para ayudar a su padre herido, cuando un tercer hombre, riéndose a mandíbula batiente a pesar de los esfuerzos de los otros dos por hacerle callar, se bajó del puesto de conducción y se acercó con rapidez para sostener a Pedro Marcial. Era Aravena, el viejo dueño del viñedo vecino. Pedrito vio con alivio que su padre también reía, por tanto ya no caería al suelo. Confuso, vio como el vecino lo arrastraba dentro de la casa, mientras el coche con los dos hombres y las mujeres giraba en redondo para regresar por donde había venido, camino del pueblo Río Amarillo.
Pedrito esperó unos minutos antes de abrir delicadamente la puerta de entrada a la biblioteca; al asomarse, distinguió a Aravena que estaba recostando a su semi-desvanecido padre en el sofá frente a la ventana. Antes que el hombre lo sorprendiera, Pedro Segundo ya había salido al patio exterior de la casa, donde aún resonaban los ecos del pantagruélico banquete nupcial.
Desconcertado, volvió a mirar la ventana de Julia y observó que estaba entreabierta, con la espesa cortina entornada, dejando escapar una débil lucecita amarilla.
Entonces fue cuando se le ocurrió lo de despedirse de ella para siempre. Y a lo grande. Se pegó a la pared y se arrastró como un lagarto hasta ubicarse justo debajo de su ventana. Con todo sigilo, espió por el agujero especial de la contraventana y vio que la joven vestía un largo camisón de dormir. Estaba inmóvil, con la oreja aplastada contra la puerta de la habitación, escuchando atentamente.
Bastante extrañado, entró de nuevo a la casa y volvió prestamente a su pieza, pero al girar el pomo para entrar, volvió con rapidez la cabeza y se quedó mirando fijamente la delgadísima línea de luz amarillenta que se colaba por debajo de la puerta de Julia.
Va a ser ahora, se dijo con decisión. Se giró y se encaró con la puerta, dispuesto a enrostrarle su culpa por hacer que su adorado y perfecto padre hubiese perdido la chaveta por completo. Y la acusaría de haberlo hechizado para separarlo de él, destruyendo su única felicidad. Aunque, pensó, también le voy a confesar lo feliz que fui en su compañía, cuando se creyó enamorado y correspondido por ella.
Pedrito seguía con el brazo levantado y los nudillos preparados para golpear con fuerza la puerta de la habitación de la chica. Y exclamó,
«¡Tiene que ser ahora, Segundo, está sola, en cuanto te abra, entrai y le dai un beso en too el hocico, con lengua si puede ser… Si total, no la vai a ver nunca más… Pero tenis que salir aprecue a donde sea… Entra ya, güevón miedoso…
Envalentonado, golpeó dos veces con fuerza, hasta que se entreabrió la puerta muy despacio y apareció Julia de pie en el dintel, mirándolo con gran inquietud. A él le pareció que ella le sonreía y que, al hacer ademán de retroceder, le estaba invitando a entrar en su habitación.
El muchacho entonces dio un gran paso dentro, le lanzó una mirada cretina, estiró el brazo y abrió la boca para descargar todas sus iras y sus amores contenidos durante tantas semanas recientes, pero la nuez se le subió hasta las amígdalas y, haciendo un gran esfuerzo por articular palabra, solo atinó a exclamar guturalmente dos palabras:
—¡Nunca, nunca!
Y escapó en torbellino.
Encerrado en su cuarto, sentado en el suelo a los pies de la cama, el joven Pedrito levantaba el puño una y otra vez hacia la puerta cerrada. Su cabeza estaba llena de instantes estupendos que pasó junto a ella en las recientes semanas del verano en la viña, pero se estremeció al recordarla caminando de blanco en la iglesia, para entregarse en los brazos de su mismísimo padre.
Soy un idiota perdido, ¿por qué demonios tuve que salir gritando al camino a parar la ambulancia? Maldigo ese minuto, pues uno antes o uno después y mi vida hubiera sido otra muy diferente… Y ahora, ¿qué chuchas voy a hacer? Mañana mismo me largo, ya no hay nada para mí en esta casa… Bueno, no. Primero voy a esperar a que estos dos se vayan de viaje de luna de miel y entonces me lanzo a la vida… Sí, señor, para cuando hayan regresado yo estaré ya muy lejos, sobando a mi rica morenita en una cama grande y calentita… si es que la encuentro.
Con ese tibio pensamiento, cayó rendido.
Entretanto, en la habitación de enfrente, la joven y dulce Julia dormía profundamente, sonriendo al recordar que aquel día en la ambulancia, gracias a Pedrito, ella había podido conocer a quien hoy la ha acabado de desposar, salvándola así de un negro destino.
«Ha sido fácil, gracias, virgencita pero ahora me queda lo más duro…
Episodio 4. De cómo Julita salvó Viña Sol
La ambulancia militar que transportaba al teniente coronel Nicolás Rivas y a su hija de dieciocho años, la señorita Julia Rivas, circulaba despacio por el camino que discurría a lo largo del caudaloso río Amarillo, por ser octubre un mes de grandes deshielos. Desde que habían salido de su casa en la caleta de Las Cañas, el militar y su hija conversaban animados sobre la belleza del paisaje: a la derecha, el río brincando ruidosamente, regándolo todo con una tenue nube de humedad que aleteaba sobre los floridos jarales; y al otro lado, las puntas bronceadas de los viñedos que llenaban el soleado valle.
Faltando poco para enfilar la curva del puente de piedra, apareció en medio del camino un muchacho que gritaba pidiendo ayuda, agitando los brazos con desesperación. El conductor, imprecando, tiró con fuerza de la palanca del freno haciendo que el pesado vehículo derrapara por el barrillo, hasta que se detuvo con brusquedad contra el muro del puente, haciendo que los viajeros resbalaran de los asientos. Un militar, muy alarmado, descendió prestamente del coche y, subiéndose los anteojos por encima del quepís, le increpó con severidad:
—¿Pero tú estás tonto, chiquillo? ¡Casi te estampamos contra el muro!
—¡Hay un hombre muerto! ¡Por favor, vengan a ayudar, lo aplastó un tonel y no respira! ¡Está allá dentro, en la bodega! —dijo el chico, sollozando histéricamente, mientras señalaba hacia los techos que asomaban al otro lado del puente.
—Bueno, bueno, ahora mismo iremos, tranquilízate, chico, súbete a la pisadera y llévanos allá. Somos del sanatorio militar… ¿Hay muertos?
El coche se puso nuevamente en movimiento, enfiló el puente y, guiado por el joven, entró a la izquierda por un sendero lateral de tierra, bordeando una larga tapia de adobe hasta detenerse delante de una explanada con un portón de gruesa madera coronado por un arco donde podía leerse Viña Sol en delicadas letras de hierro. El chico abrió una hoja del portón y el vehículo entró al antejardín de una bonita casa de piedra caliza, tejada con alerce, la cual rodearon con cuidado para luego cruzar un gran patio trasero y detenerse delante de un gran galpón de ladrillo sin ventanas. Allí se encontraba una decena de trabajadores hablando y gesticulando, que se callaron enormemente sorprendidos al ver entrar un vehículo gris verdoso con una gran cruz roja pintada en la puerta.
—Allá dentro está el muerto —chilló el mozalbete.
—Cabo, traiga mi maletín —ordenó el militar, abrochándose una bata blanca sobre la casaca.
Ambos uniformados entraron corriendo dentro de la bodega, guiados por los trabajadores, mientras Nicolás y su hija Julia permanecieron sentados en el interior del vehículo, mirando atentamente.
Al cabo de un instante, se oyó el estruendo de una puerta al abrirse con gran violencia. Un trabajador moreno y de pelo largo, con un pañuelo negro al cuello, salió corriendo del galpón para adentrarse velozmente entre las hileras de vides recién podadas, hasta una tapia que escaló y saltó con gran facilidad. Sorprendida, ella observó que nadie le perseguía, ocupados como estaban todos con el accidentado de la bodega. Julia se agarró con ansiedad del brazo de su padre y continuó observando con expectación.
En ese momento, el conductor militar regresó apresuradamente para recoger unas parihuelas y unas frazadas. Mientras le ayudaba a llevarlas, Julia relató al enfermero la huida que acababa de presenciar, pero notó que él no hizo demasiado caso de la historia, asintiendo vagamente. Al entrar en la bodega, vio que allí dentro se alineaban filas y filas de toneles recostados uno encima del otro hasta casi alcanzar el techo. Un alarido doloroso brotó de detrás de una de las filas, retumbando dentro del recinto.
Al acercarse, la chica se encontró con un círculo de compungidos peones que miraban al suelo; ella siguió al sanitario hasta que este se inclinó al lado del capitán médico; entonces vio que estaba sujetando a un hombre de edad madura con la pierna rota y el zapato apuntando hacia atrás, que yacía en el suelo gritando destempladamente y agarrándose la cabeza. Mientras el enfermero armaba las parihuelas para meterlas bajo el cuerpo del herido, el médico aplicaba un grueso trapo con cloroformo sobre la nariz del accidentado.
Trinques, flejes de acero y duelas rotas yacían por doquier. Varios toneles estaban repartidos con desorden por el suelo, ya que al parecer toda una fila se había desmoronado. Julia, queriendo observar mejor, se acercó un poco más; allí olía fuertemente a alcohol y a madera, hasta que despavorida se halló pisando un lago de sangre. Entonces se alejó gritando, seguida muy de cerca por el chiquillo del camino.
—Es vino, no te preocupí —exclamó este, sujetándola por el brazo—, no es sangre. ¿No vis que tiene espumilla? Es un carísimo Gran Reserva —repetía en tanto el líquido se escurría lentamente por un sumidero—.
—¿Eres enfermera? —preguntó el muchacho mientras la llevaba fuera.
Dos peones salieron de la bodega portando la parihuela con un hombre y se alejaron con rapidez en dirección a la casa de piedra.
En el exterior de la bodega se formó un corrillo de trabajadores hablando alborotadamente. Uno que llevaba una hachuela en la mano dijo en voz alta:
—Yo rompí el barril que lo tenía aplastado, era uno de 220. Pobre gallo, ya estaba jodido cuando yo llegué.
—Pobre Jacinto, seguro que pierde la pierna.
—Qué milagro que pasaran esos médicos en ese momento.
—Parece que le allanó la pata —añadió otro.
En ese momento se oyeron las carreras presurosas de alguien acercándose al lugar; Julia vio aparecer a un hombre de unos cuarenta años, sofocado, que la apartó intentando entrar precipitadamente en la bodega, con la cara congestionada por la noticia que le acababan de dar y gritando:
—¿¡Dónde está Jacinto!? ¿¡Qué le han hecho a mi capataz!?
—Los médicos ya se lo llevaron a la casa —le informó Julia solícitamente, señalando hacia la vivienda.
Y se tuvo que apartar rápidamente para evitar el huracán de hombre que pasó corriendo por su lado en dirección a la casa, con la desesperación pintada en la cara. La chica regresó tranquilamente hasta la ambulancia para relatar la aventura a su padre y conducirle al interior de la casita. En la puerta de entrada, Julia se encontró nuevamente con el hombretón, que estaba hablándole al médico militar con gran vehemencia; y sin pensarlo, les interrumpió con gran decisión.
—Oigan, recién he visto a un gañán que salió corriendo de esa bodega de los toneles y saltó aquella tapia del fondo, llevaba en la mano una azada que tiró hacia el otro lado —les dijo ella describiéndolo con gran precisión.
Los dos hombres se la quedaron mirando sorprendidos, pero el cuarentón reaccionó instantáneamente vociferando órdenes a un grupo de trabajadores para que organizaran cuadrillas de búsqueda. Él mismo entró a la casa corriendo y en un minuto regresó portando un grueso revólver y se fue corriendo tras ellos. Volvió al poco rato, secándose la transpiración, y entró en la casa preguntando a voces sobre el estado del herido.
—Solamente es una doble fractura de peroné y una clavícula rota, pero si ese barril le llega a rodar por encima, lo mata —informó el médico—. Aunque ambas heridas tardan en cerrar, cursan muy bien. Perdone, ¿es usted el encargado de la viña?
—Soy el dueño de todo esto, me llamo Pedro Gonzales —les contestó el hombre.
—Mucho gusto, yo soy el doctor Navarro, y este es el teniente coronel Rivas, nuestro paciente. Ah, y la chiquilla es su hija que lo acompaña. El cabo enfermero y yo somos del sanatorio militar y le llevamos al hospital de Talcuri.
—Yo soy de Talcuri —dijo Pedro.
—Nosotros somos de Las Cañas —le informó modosamente la chica.
—Oye, nena, gracias a ti hemos pescao a un peligroso maleante, ya veremos si tiene algo que ver con esto; mis hombres lo están interrogando y seguro que va a cantar como un jilguero. Estaba emboscado detrás de la tapia que nos dijiste, ha herido a dos de mis hombres pero ya lo tenemos bien atado. Tengo que volver con ellos para interrogar al facineroso pues seguro que va a contarme algunas cosas interesantes ahora que debe estar más ablandado —añadió Pedro y regresó rápidamente hacia el patio trasero de la casa.
Una señora muy amable, respetable y bien vestida salió al jardín y con acento extranjero se dirigió al grupo:
—Haced el favor de pasar al salón, no os quedéis ahí en la puerta, por favor. Ya empieza a refrescar. Pasen, pasen, por aquí. Vosotros no sois de por aquí, ¿a qué no? —preguntó amablemente.
—Somos del sanatorio militar, señora. Venimos de recoger al teniente coronel en la caleta y ahora lo llevamos al hospital para un reconocimiento médico.
—¡Ya es casualidad que pasaran justo en el momento apropiado!
—Ya lo creo, señora, una hora más y este hombre se desangra.
—Y diga, joven, ¿no podríais conducir al herido también al hospital, ya que vais para allá? —preguntó un señor muy bien trajeado, entrando al salón con una copa en la mano.
—Podríamos, pero no es aconsejable mover a este hombre. Vea, señor, un transporte tan largo sería muy perjudicial para su estado, que es de mucho reposo y cuidado. Le hemos encajado la rótula de la rodilla y hemos unido el peroné que por suerte está quebrado limpiamente; en resumen, ya lo hemos estabilizado, ahora tenemos que esperar a que se sequen los antisépticos cutáneos y, a continuación, habría que entablillar —contestó el médico—, aunque no tenemos medios.
—¡Ah, entiendo! Vamos a dejar que este hombre se reponga bien, entonces. Perdone que no nos hayamos presentado, es que con este inmenso jaleo no estábamos para muchas formalidades. Soy Ester Toledo, señora de Gonzales y este es mi esposo, José. El accidentado es nuestro estupendo capataz, el jefe del viñedo, Jacinto. El dueño es mi hijo, Pedro Marcial. Y usted es una jovencita muy guapa, por cierto, ¿cómo se llama, querida?
—Gracias, señora. Yo me llamo Julia. Oiga, ¿podrían darle agüita fresca a mi papi?
—¡Ah, Pedrito! Aquí está este picaruelo, gracias a Dios que les encontró a tiempo —añadió la señora, cogiendo al chico de la mano con mucho cariño—. Ven aquí a saludar a esta señorita tan encantadora. Es mi nieto, se llama Pedro Segundo, ¿sabe?
—¡Abuelo! Papá le está dando combos en l’ocico al ladrón… Dijo que vendrá ahora, está muy ocupado con ese bandido que hemos cogido, gracias a ti —le dijo el muchacho a Julia con admiración por su valentía.
En ese momento se oyó un grito desde la habitación contigua y el enfermero corrió para ver qué le ocurría al accidentado.
—Lo que me temía, tiene muchos dolores, mi capitán. Le he arreglado un poco el entablillado, pero mucho más no se puede hacer aquí —le informó al médico al volver.
—Bueno, administra la novocaína, cincuenta miligramos, no más, pero rapidito, porque enseguida tenemos que reanudar el viaje, ya es tarde y no quiero que nos pille la noche —ordenó el médico, cogiendo su maletín.
—¿Marchar? ¡Por nada del mundo! —repuso doña Ester incorporándose con decisión—. Le salvan la vida a nuestro Jacinto querido y ¿pretenden marcharse a todo correr? ¡Ni hablar! ¡No, señor! Nada de eso. A ver, Dorotea, estos señores se quedaran, así que prepare comida abundante. Vamos, vamos, deprisa. Y no se hable más. Y avise al señorito para que venga cuanto antes.
—Oiga, señor, ¿no tendrán ustedes un poco de yeso por aquí? A este hombre hay que inmovilizarle el hueso cuanto antes.
—Hombre, ¿ve usted ese cerro de allá enfrente? Es todo de yeso… —, ¿Cuántos sacos necesitan? —le respondió José, muy divertido.
Ante la decidida actitud de doña Ester, los dos sanitarios, hambrientos y cansados, no se lo pensaron dos veces y aceptaron la sabrosa invitación. Enyesaron convenientemente al herido y disfrutaron de una merecida reposición de fuerzas.
—Ahora, mientras menos se le mueva, mejor. Dentro de una semana, con el reposo, el entablillado y con estos calmantes estará en condiciones de ser traslado para una observación del traumatólogo —informó el capitán médico.
Julia y su padre, testigos involuntarios del accidente, no pusieron objeción, aunque la impaciencia por llegar a Talcuri antes que anocheciera se les notaba. La preocupación era porque el teniente coronel Nicolás Rivas, un veterano de la guerra de fronteras, debía internarse en el hospital para unos exámenes rutinarios, y por otra parte, a Julita le habían dado solamente un corto permiso en la fábrica de conservas de la caleta, donde ella trabajaba de aprendiza.
Al fin suspiró aliviada cuando todos se levantaron de la mesa y se dispuso la partida. Cuando ya se habían despedido y salían de casa, se toparon de frente con el dueño, don Pedro, que entraba con toda la pinta de haber participado en una gresca fenomenal; los pelos alborotados, la camisa rota y sucia, las manos con restos de sangre y los pantalones mojados con vino.
—¿Ya se van? Pero… ¿y mi Jacinto? —Y entró a la casa llamándolo a voces.
A los dos minutos salió de nuevo al jardín.
—Hagan el favor de volver todos al salón, todavía no es hora de irse. Voy a asearme y a ponerme decente y enseguida estoy con ustedes. Tenemos que hablar muy seriamente, esto ha sido en realidad una tentativa de homicidio, por decir lo menos. Los rurales están en camino y querrán interrogar a todo el mundo, especialmente a los médicos y a la chica, que es nada menos que el testigo de cargo en este caso —dictaminó Pedro, señalando a Julia.
Los sanitarios protestaron por la tardanza que les iba a suponer tal inconveniente, a lo que Pedro repuso que, sin portar armas, no era aconsejable circular de noche por ese camino y aún menos con civiles indefensos, y una chicuela, como la llamó.
—Nosotros somos militares —repusieron ellos.
—Sí, ya lo he advertido, pero ustedes deberán declarar a los rurales los hechos ocurridos en mi bodega, quienes luego les podrán escoltar hasta Río Amarillo, al menos; es que por este lado del río hay mucho pillaje, los bandidos van asaltando las viñas y a los viajeros desprevenidos.
Y tras sus instrucciones, Pedro desapareció dentro de la casa, dejándolos a todos con un palmo de narices, mirándose unos a otros con bastante temor.
—Me parece entonces que no habrá más remedio que pasar la noche aquí —dijo el capitán médico con resignación —, esto va para largo. ¿A usted qué le parece, mi teniente coronel?
Nicolás, suspirando con la decisión, se quitó la chaqueta mientras Julia se quedaba mirándolo. En su corta vida jamás se había tenido que relacionar con la policía y, ¿ahora resulta que ella era la pieza clave de un acto de violencia? ¡Chitas la payasá!, se dijo cansadamente, con una mezcla de fastidio y curiosidad.
Al fin entró en el salón el dueño de casa, muy atusado y limpio como una patena.
Julia, sin pensarlo, no pudo evitar fijarse en el hombre.
Pedro Gonzales, el gran patrón de la afamada Viña Sol, tenía 36 años, alto, de andar atlético, pelo oscuro abundante, grueso y algo lacio, ojos como aceitunas y una mirada penetrante, como la de su madre; a ello se oponía su tez blanca pero muy tostada, señal de una constante vida al aire libre, pocas entradas en su frente, cejas pobladas y la inconfundible nariz aguileña sefardí. Sus ademanes eran rápidos y contundentes, muy enérgico de carácter aunque de educada actitud escuchante, pero muy difícil de convencer. En sus acciones quedaba patente el esfuerzo educativo de su madre y la fortuna del padre.
Cuando todos estuvieron en el salón, sacó dos copas y sirvió coñac a borbotones, salpicando bien la bandeja.
—Mis padres les podrán jurar que yo no soy precisamente un creyente pero, recórcholis, lo de hoy tiene una muy difícil explicación que no sea la de intervención divina —dijo pasando el otro coñac a don José y bebiéndose el suyo de dos tragos.
—Jehová está siempre con los justos —musitó doña Ester, mirando a Julia con arrobo.
Y Pedro prosiguió:
—¿Por qué diantres pasaba un coche hospitalario por delante de mi casa, en este camino tan desolado, precisamente cuando ocurrió el terrible accidente de mi amigo Jacinto? Bueno, he dicho accidente, esperen a que les cuente, porque todo esto ha sido un clarísimo intento de asesinato.
Los presentes lanzaron un ahogado ¡oh! que se quedó flotando en el ambiente mientras duró el silencio en el que él empleó en paladear un sorbo de coñac; señalando hacia las habitaciones, tronó:
—Yo era quien debía estar en esa cama ahora mismito, a lo mejor, bien tieso.
—¡Por Dios, hijo! Baja la voz, qué manía de chillar tanto, ¿pero qué barbaridad estás diciendo? —exclamaron los padres al unísono.
—Sí, sí, lo pueden creer. Es lo que me ha confesado ese infeliz gañán que hemos capturado casi in fraganti.
—¿Eso ha dicho ese hombre? No me lo puedo creer.
—Sí, mamá, y de no ser por esta bonita chiquilla de carita tan inocente, ahora estarían todos ustedes llorando. —Y precipitándose hacia ella la abrazó estrechamente.