- -
- 100%
- +
Todos los ojos estaban clavados en ella. Julia, con los brazos pegados al cuerpo, sintió que el rubor que se le subió a la cara le quemaba hasta las pestañas.
—¿Yo? —exclamó con un hilo de voz. Pedro asintió con excitación y, sin soltar a la chica, les relató en detalle el feroz interrogatorio al que había sometido al malhechor del pañuelo negro.
—Era un sicario, un asesino de encargo —explicó tranquilamente Pedro mirando a Julita, mientras se apuraba otro coñac, y esta temblaba de emoción.
—¿Ese pobre diablo quizá necesita atención médica? —inquirió nuevamente el médico, haciendo ademán de levantarse para ir a socorrerle.
—Tranquilícese, doctor, mis hombres están ocupándose de él, está muy bien cuidado. Pero sí que necesito que vea a dos de los míos, que ese gañán ha herido con su arma —les pidió Pedro— Como les iba diciendo, ese desgraciado recibió el encargo de asesinarme, todavía no nos quiere contar quién es el verdadero contratante, porque siempre hay hombres de paja de por medio, pero ya lo sabremos y muy prontito. Desgraciadamente para él y para mi pobre capataz, ¡me confundió con el pobre Jacinto! Y cuando se dio cuenta de que se había equivocado, se escondió detrás de la tapia a esperarme y cogotearme; entonces fue cuando esta chica maravillosa lo sorprendió. —Y nuevamente le besó la mejilla, mientras Julia seguía a su lado, tiesa como una estaca.
Dorotea entró al salón con unas empanadillas de manzana, pastelitos y té caliente para todos. Luego estuvieron hablando un buen rato hasta que regresó el médico y dijo:
—Bueno, ya hemos curado a esos dos obreros suyos, pero uno tiene una herida grave en el cogote, me lo llevaré al hospital con nosotros. Ahora, si nos disculpan, se está haciendo tarde y mañana queremos estar en movimiento antes que claree. Si viniesen los rurales, me despiertan a mí. De todos modos dejaré una declaración escrita y firmada.
—Un último brindis por la heroína del día, sí, señor, por la chica tan lista que me permitió pillar esta conjura a tiempo —
exclamó el patrón—. ¡Salud por ella! Y por mí, que soy el sobreviviente…
Tras instalar a Nicolás y a Julia en una pieza grande y cómoda, cambiar a don Pedro a la habitación vecina a la del herido y acomodar a los militares en la pieza de enfrente, la casita de veraneo empezó a tomar el aspecto de posta de primeros auxilios, con artículos, bolsas e instrumental sanitario desparramado por todas partes. Los sanitarios se retiraron para dormir llevándose consigo al padre de Julia. Ella salió un momento al porche para respirar aire fresco a todo pulmón, pues se sentía asorochada con tanta conversa y tanto halago. Se sentó en una mecedora de rejilla con una manta sobre las piernas. En ese momento apareció Pedro, fumando un grueso habano.
—¡Gracias por tu buen ojo!
—Tampoco es para tanto, oiga…
—¿Dónde vive tu familia, niña?
—En Las Cañas.
—¡Ah! Alguna vez hemos ido a pescar por allá, pero la verdad es que a mí el mar me aburre mucho, y le temo bastante. Yo soy de rulo. Aquí en esta tierra firme está toda mi vida, pasada, presente y futura. El día que pase un barco por delante de esta casa, me haré marinero —dijo riéndose estrepitosamente—. Estoy hablando mucho, ¿verdad? Es que me embalo con facilidad cuando hablo de la tierra, que es sin duda lo más importante… Bueno, ya estoy otra vez. Oye, Julia, cuéntame algo sobre ti, qué estudias, qué haces, eres una chica que me parece muy inteligente… y bonita —balbuceó el hombre.
—No, nada importante, como todo lo que pasa por aquí… Yo no tengo mucho que contarle, porque siempre hemos vivido en la caleta con mi padre. Estudio en el Liceo del puerto militar y cada verano vamos los amigos a pegar etiquetas donde las conservas de pescado… y a dar muchos paseos en lancha con los grupos.
—Nosotros somos de Talcuri, como te dije, pero cada verano nos venimos aquí, a Los Peñones, a esta nuestra casita de veraneo y también para vendimiar.
—¿Se llama así, Los Peñones? Esta casa me gusta mucho, es como muy hogareña, me gusta cómo quedan en piedra, son como muy… no sé cómo decirlo…
—Ahora no es muy hogareña. Mi mujer murió hace muchos años y me dejó solo con Pedro Segundo para criarle. Pero bueno, ¿y por qué llevan a tu padre al hospital?
Julia contestó diciéndole que él no estaba bien desde que había regresado de la guerra del norte y que, por eso, iba al hospital de Talcuri para una revisión general y completa.
Pedro parecía muy interesado en las explicaciones, pero solamente eran educadas preguntas para darle conversación. En realidad, estaba muy pendiente de la llegada de la guardia rural.
Pasaron los minutos y el fresco vientecillo nocturno se empezó a levantar, mientras las estrellas brillaban cada vez con más intensidad y los grillos y ranas empezaban sus conciertos.
Casi enseguida salió al porche don José, el padre de Pedro, y se unió a ellos. Arrimó una silla, se sentó al lado de la joven y empezó a ejercer su afición favorita, contar cosas.
—Yo soy español, ¿sabe usted? Asturiano concretamente, pero su madre es de Madrid. Yo empecé este viñedo, Viña Sol. Fui el pionero que trajo a estas tierras las primeras cepas de Merlot desde el Médoc, a orillas del Gironde, de Francia estoy hablando. Allí me fui y trabajé durante muchos años para especializarme en sus cepas, y al cabo de varios años de exitoso aprendizaje, una oportunidad de trabajo me trajo a esta nueva patria. Escapé en un carro con los esquejes justito antes que llegara la filoxera. Llegué con un sustancioso trabajo como director técnico de un viñedo famoso. Poco después compré esta tierra, que entonces apenas producía un vinacho de poca monta y fundé Viña Oro.— Allí fuera dice Viña Sol —
interrumpió Julia.
«Bueno, ya, es que este tozudo hijo mío me hizo cambiarle el nombre cuando se la cedí. El nombre antiguo lo dejamos, como un homenaje. El caso es que la llené con una gran cantidad de esquejes y parras de Merlot, una parra de una variedad desconocida, e intenté conseguir un tinto joven, afrutado y aromático. Tras varios años de duro y sacrificado quehacer y con la generosa ayuda del soleado clima mediterráneo de este valle, logré adaptar perfectamente las vides francesas a este pedregoso y bien drenado suelo vuestro, hasta llegar a producir unas cantidades muy regulares de sabrosos vinos varietales. Lo siguiente que hice fue ampliar el terreno para plantar una nueva variedad; hace pocos años que hemos comenzado a obtener un tinto espléndido, un Gran Reserva de la variedad Merlot entre cuyas notas de cata destacaron de inmediato sus tonos rubíes, toques de madera y la carnosidad en la boca, gracias a lo cual se consiguió la medalla de oro nacional, siendo todavía hoy un noble producto, muy apreciado en la región. Siempre guardo botellas para ocasiones, y esta casualidad merece que degustemos este gran caldo.
Se incorporó con dificultad y de un bargueño sacó una botella, con la reverencia de quien saca el copón del tabernáculo. La descorchó bajo la atenta mirada de Pedro y vertió el líquido fruto en los vasos de cada uno, excepto en el de Julia que lo rechazó con evidente disgusto. Pero Pedro se la llenó de todas maneras.
—Este maravilloso vino se llama Viña Oro… a ver si te enteras papá. Vamos a levantar esta copa por esos esforzados médicos a quienes Dios ha enviado justo a tiempo para salvar la vida de mi gran amigo Jacinto—, y sin esperar respuesta, se bebió todo el vaso de golpe—. ¡Salud! Y este otro —dijo mientras volvía a rellenarse la copa— será por usted, la bella detective. Y le acercó otra copa a su mano.
—Gracias —le dijo Julia y se mojó los labios para no ofender tanto cariño.
—Mi hijo es un gran viñateur, todo lo que sabe se lo enseñé yo, vaya que sí. Él sigue mi sangre y mi tradición. —Y se llenaron sus acuosos ojos de más líquido—. Y rezo todos los días para que un nieto mío continúe la saga…
La botella casi se había vaciado cuando apareció doña Ester con una chaleca de lana para Julia, quien ya bostezaba y tiritaba sin poder evitarlo. Se incorporó con decisión y dio las buenas noches.
—Bueno, con permiso, me voy a dormir. Encantada de haberles conocido a todos y muchas gracias por el alojamiento —les dijo la chica disponiéndose a entrar en la casa.
Antes que ella pudiera reaccionar, Pedro le cortó el paso con rapidez y le propinó un sonoro y largo beso en la mejilla, que la puso aún más roja que antes.
—Tu padre debería estar muy orgulloso de una hija tan buena como tú. ¡Buenas noches, ángel de salvación! —le gritó desde la puerta, levantando la copa.
En el corredor, mientras fumaba, Pedro vio sonriendo como sus hombres bajaban hacia el río portando un saco que parecía contener un cuerpo humano.
—Hora de tirar la basura… Te salió mal la jugá, conchetumadre envidioso —exclamó Pedro levantando el puño cerrado en dirección a la tapia del viñedo del fondo.
Tras lo cual dio las buenas noches y se retiró a dormir sintiéndose tranquilo, porque a falta de policía, ya se había hecho justicia, rápida y eficazmente. Y sonrió satisfecho.
Eran casi las tres de la madrugada cuando un cercano disparo de fusil atronó la noche. Julia se sentó en la cama tapándose la boca, pero enseguida se repuso y se asomó cuidadosamente a la ventana. No vio a nadie fuera. Al poco rato, otro disparo, esta vez bastante más lejos de la casa. Y luego todo quedó en silencio hasta que despuntó la primera claridad.
El vehículo de traslado sanitario ya estaba entrando al villorrio de Río Amarillo cuando salió el sol; orillando el estanque de Los Patos y enfilando luego la carretera principal, dejaron a la izquierda el camino que subía al cementerio.
—¿Qué tal la noche, cabo?
—Me la pasé matando chinches con el bototo, mi capitán.
—Una buena rociada de criolina en la cama hubiera sido más que suficiente… y te hubiera curado la alopecia, de paso.
Por fin entraron en la ciudad de Talcuri y se dirigieron de inmediato al hospital General, donde les recibió el doctor Samuel Rivas, el tío de Julia, cuya consulta estaba en ese establecimiento hospitalario de la ciudad. Entonces desembarcaron al fatigado Nicolás y, tras ingresar y dejar a su hermano en una estupenda habitación, Samuel y su sobrina se fueron andando a la casa del médico.
—¿Qué edad tienes, sobrina? Me cuesta calculártela.
—En enero cumplo los diecinueve y seré mayor.
—Tenías doce la última vez que te vi, y para ser mayor en este país hay que cumplir los veintiuno, así que aprovecha la juventud, que es un divino tesoro.
La casa del doctor Rivas era un bonito y sólido chalet de dos plantas, en cuya planta baja Samuel pensaba instalar un día una gran consulta particular. El jardín delantero era una poesía floral, gracias a la total dedicación de Sabina, su mujer, con muchas plantas y flores como las de casa de Julia. Fue esto precisamente, una buena señal para ella, que la relajó del nerviosismo acumulado durante tan ajetreado viaje.
La esposa estaba allí en el jardín, podando, y lo dejó de inmediato para correr a abrazar a su sobrina, a quien veía por segunda vez en la vida. Al verla, Julia se echó cansadamente en sus brazos, agradecida de tener una familia tan estupenda. En sus adentros agradeció el fin de la peripecia vivida en la viña de Pedro Gonzales.
Desde su llegada, la esposa del doctor la hizo sentir que esta también era una casa como la suya, llena de alegría y cariño. Cuando la condujo a la habitación que le había dispuesto en una esquina de la segunda planta, con vistas al jardín y a la montaña, Julia, nada más entrar, percibió que era un hogar auténtico, con ese calor tan necesario para sentirse a gusto en un sitio desconocido. Cada detalle de la ropa de cama y de las cortinas y alfombras había sido pensado para agradar, y eso fue lo que consiguió, que Julia se sentara en la cama, respirara hondamente y se sintiera inundada de bienestar.
Después de almorzar, Julia acompañó a su tío Samuel al hospital para comprobar que Nicolás estaba siendo atendido de acuerdo con las expresas instrucciones médicas. El enfermo estaba en una habitación del pabellón de residentes, donde Julia le encontró bebiendo una humeante sopa de verduras.
—Lástima que aquí no sirvan chicha —dijo alegremente Nicolás—, pero por lo demás, todo es perfecto.
Se levantó de la mesita pegada a la ventana y abrazó a su hija y a su hermano, de forma que ambos tuvieron que volver a sentarse para no provocarle un episodio de alteración emocional aguda.
—¡Casi no recuerdo nada del viaje! —exclamó extrañado el paciente.
—Es que te dieron unas gotitas misteriosas que evitan los caminos largos y fatigosos —le respondió Samuel, pasando la mano por la frente de su hermano menor.
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.
Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.