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La profusión de citas nos revela el eclecticismo literario de Sofocles, pero no nos da una medida justa de su formación intelectual. Por esto la conversación con Rodolfo Usigli, que nos ofrece un esbozo del joven Sofocles, es sumamente interesante. Usigli es tajante, prepotente, seguro de sus convicciones, mientras que Sófocles se muestra tímido, incierto, con un estribo ideológico vagamente de izquierdas. Usigli habla de la dualidad fundamental del Bien y del Mal, recalcada por Sófocles, el dramaturgo griego, pero se niega a politizar categorías éticas, a subvertirlas ideológicamente. A Usigli no le gusta el teatro de vanguardia, antinarrativo, afectivamente inerte. Casi todas las preguntas de Sofocles, en lugar de orientar la discusión, tienden a provocar la displicencia erudita de Usigli. Estamos delante de una entrevista de digresiones, en la que, oblicuamente, aflora el tema de la identidad nacional.
En la segunda parte del libro, los episodios “novelados” en tercera persona son más frecuentes, lo que denota cierto esfuerzo por parte del autor; mejoran en la medida en que Sofocles adquiere más seguridad. Sigue experimentando: hay más intentos de capítulos, con variación de nombres, fragmentos recordados y fragmentos inventados. Tiene una entrevista ad hoc con José Revueltas. Las preguntas son amplias, agresivas, pero su lógica es artificiosa, de argumentación retórica. Salta a la vista el miedo de no poder mantener un esfuerzo intelectual sostenido.
En las entrevistas que sigue haciendo notamos un ligero crecimiento por parte de Sofocles, aunque éstas no constituyen un foro compartido, sino una plataforma propiciatoria para la personalidad intelectual del entrevistado. La entrevista con Carlos Fuentes es reveladora: no es una entrevista propiamente, sino un monólogo de Fuentes, un breviario sobre el arte de escribir. La novela policiaca, dice Fuentes, le ha ayudado a descubrir la importancia de la estructura, y a distinguir entre el narrador en primera persona, quien no tiene que documentar la verdad, y el narrador en tercera persona, quien tiene que hacerlo. Fuentes valora la presencia de lo fantástico en la literatura, porque lo fantástico, al provocar la duda, excluye lo absoluto. Explica Fuentes: “la narración fantástica sólo puede tener lugar en un instante, que es idéntico al presente y que es idéntico a la duda; no puede haber ningún resquicio para esa duda instantánea” (173). Para Fuentes, la literatura moderna, a cambio de tener coherencia, puede prescindir de la verosimilitud. Sofocles admira a Fuentes, quien ha obligado a los escritores de su generación y a la generación siguiente a pensar en serio sobre la cultura. Complementaria a la idea de Fuentes sobre la esterilidad estética de los absolutos es la observación de José Revueltas: “No hay verdades últimas, hay verdades concretas que se van obteniendo y conquistando, unas más pequeñas y otras menos” (204).
La reseña de Sofocles Alejo Díaz de La ópera del orden, de Jodorowsky, se distingue por una incipiente lucidez profesional y un vocabulario especializado, por su preñada concisión, es decir, por la habilidad crítica de su autor, no por su sensibilidad estética. Sofocles se siente razonablemente seguro navegando entre las visiones estéticas y vitales de otros, cuando es espectador y no participante. Los doce posibles títulos para su novela revelan que en su propio mundo sigue reinando la confusión entre vida y literatura. Los posibles títulos para su novela indican que Sofocles todavía no tiene título, que la materia narrativa que está acumulando sigue amorfa. En efecto, el título final, Muchacho en llamas, sugiere un proceso, no su resolución. Sofocles está a la deriva. El decálogo de Horacio Quiroga (Decálogo del perfecto cuentista), que Sofocles incluye acto seguido, contrasta en su intención normativa con algunas de las indicaciones de Rosario Castellanos, puesto que postula la ejemplaridad de un maestro, de Poe a Dios. Imita a otro escritor, aconseja Quiroga, si hay que hacerlo. “No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir y evócala luego. Si eres capaz de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino” (189). Esto es precisamente lo que Sofocles no puede hacer. Escribe casi siempre bajo el imperio de las emociones, lo que hace de su escritura una reacción más bien que una metamorfosis estética. Además, tener emociones, es decir, capacidad reactiva (dolor, placer, etc.), no es lo mismo que tener sentimientos, afectividad sostenida, coherente. Sofocles, literalmente, no se conoce a sí mismo más allá de sus impulsos primarios, no sabe distinguir entre eros y ágape. No quiere a Tatiana o a Mazarika, sus compañeras de aventuras amorosas, sino el consuelo físico de sus cuerpos. Temístocles es su mejor amigo porque éste siempre lo invita a comer cuando tiene dinero.
Durante una de sus periódicas reconciliaciones, padre e hijo van a recorrer un río montañoso, en compañía de un grupo de hombres endurecidos, acostumbrados a medirse contra la naturaleza. Escalada en fila, ardua, en absoluto silencio. No hay silencio superficial, dijo con concisión aforística Cioran. Sofocles no disentiría: “sólo entonces podía abrir mi hermetismo, y se animaba mi denso universo personal, turbio y oscuro, donde tan pocas cosas penetraban, aunque la oscuridad me hacía olvidar de todo, o de casi todo.... ¿Seríamos nosotros los guardianes del umbral? ¿Eran esas formaciones un umbral entre la vigilia y el ensueño? ¿Se unían allí el mundo sagrado y el profano? Y en ese caso ¿nosotros éramos los profanos? ¿O los iniciados?” (193).
Esta experiencia elemental, metaliteraria, es algo nuevo para Sofocles: “Ni los círculos del infierno de Dante ni El viaje al centro de la Tierra, de Julio Verne, me servirían para describir ese lugar, que de pronto se convirtió en una metáfora de mi propia vida, toda oscuridad y pasos de ciego.... Y también sin Mazarika, ni Cecilia, ni Tatiana, ni mujer alguna...” (193). De esta oscuridad primordial, no entorpecida por la palabra hablada, volverá a nacer Sofocles, “un punto de conciencia en medio de un mundo a oscuras” (195). Sofocles se da cuenta de que su arte, como la conciencia de sí mismo, tiene que surgir de la oscuridad de su propio ser, de lo todavía no definido por otros, de que es un proceso orgánico. Cuando Sofocles dice que su “arte tiene tiene una tendencia hacia la apariencia y la máscara”, no está haciendo la apología de lo superficial sino de lo posible, donde la materialidad es improcedente (196). Sofocles no quiere seguir las avenidas claramente señaladas de los ismos literarios o filosóficos, sino la senda imprevisible de lo insondable (196). En una cita de Alejandra Pizarnik se recalca la posibilidad de la acción, no el sentido de los objetos que la integran. Tanto la beca que Sofocles recibe de Centro Mexicano de Escritores, como el triunfo sobre sí mismo en la montaña, representan una forma de nacimiento. Pero el nacimiento literario es su “verdadero nacimiento” (204).
Los consejos que su padre le da a Sofocles coinciden, elípticamente, con las opiniones de Carlos Fuentes: hay que leer a los narradores mexicanos del siglo XIX para saber cómo ha evolucionado la prosa literaria; hay que mantener una coherencia. El padre, como hace don Quijote con Sancho, le aconseja a Sofocles que simplifique. También le pide paciencia para “crecer y madurar”. Sofocles, cuya difidencia irónica es evidente en automatismos verbales, como “¿De veras?”, puntualiza, sin embargo, que la escritura moderna, a diferencia de la tradicional, es mucho más compleja, puesto que tiene que asimilar la diversificación de la expresión de los otros medios, tiene que rebelarse y violentarse para ponerse al día. “¿Por qué necesitaba que otro me confirmara como escritor?” (219), se pregunta Sofocles. ¿Por qué necesitaba que el padre y sus compañeros confirmaran su hombría? Porque, como dijo Kierkegaard, tenemos miedo de estar solos. El padre de Sofocles está compenetrado de su obligación: “No me voy a morir sin llevarte a verlo...” (118).
Empezar como lobo y terminar como perro es una realización penosa, una resignación tal vez inevitable. Escribe Sofocles de sí mismo en la tercera persona, como objeto del narrador: “Le arrancaron las patas al lobo y dijeron: —Ándale, a ver, camina... Me rompieron el hocico y dijeron: —Muérdenos, infeliz... Me sacaron los ojos y dijeron: —Ahora míranos si puedes... Me destrozaron las orejas y dijeron: —Ahora escúchanos, pendejo... Me enjaularon y dijeron: —Pinche lobo...” (221). Ya no es Sofocles. Es sólo Alejo Díaz. Acaba prefiriendo, como su padre, la prosa de Séneca a la literatura experimental. ¿Volverá alguna vez a ser Sofocles u otra encarnación de su imaginación? Sólo sabemos que quiere seguir escribiendo, no como antes, sino a la sombra benéfica del Iztaccíhuatl. Ruffinelli observó que Compadre Lobo, otro ejercicio autobiográfico de Sainz, es una novela sin concluir. También lo es Muchacho en llamas.
El éxito de Gustavo Sainz, entre otras cosas, se debe a la novedad, para México, de haber abandonado en gran parte la cultura libreril tradicional, consagrada, pero de actualidad problemática, y de haberse unido a una vasta literatura de consumo, irreverente e iconoclasta, pero impulsada por el desbordamiento vital, urgente, del protagonista adolescente (Gunia 152-153). Proporcionó así un eslabón que faltaba.
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Publicado en Indiana Journal of Hispanic Literatures, núm. 10-1, 1996, pp. 248- 337.
Obras citadas
Bishop, Morris, Petrarch and his Work, Bloomington, Indiana University Press, 1963.
Gunia, Inke, ¿Cuál es la onda?, Madrid, Iberoamericana, 1994.
Ruffinelli, Jorge, “Compadre Lobo, de Gustavo Sainz: un ejercicio de autobiografía”, Hispamérica núm. 10, 1981, pp. 3-13.
Sainz, Gustavo, Muchacho en llamas, México, Grijalbo, 1987.
Todorov, Tzvetan, Introduction à la littérature fantastique, París, Seuil, 1970.
Este mi séptimo ensayo narrativo es para Alessandra
Luiselli, quien tenía siete años cuando Sofocles
(y no Sófocles) terminó su primera novela;
para Claudio Sainz, quien tenía siete años mientras yo escribía
las desventuras y las felicidades de Sofocles (no Sófocles),
y para el pequeño Marcio Sainz, quien cumplió siete meses
el día que la terminé.
En el fuego del deseo los dados están cargados
y las cartas marcadas.
Françoise Dolto
Tiempo soy entre dos eternidades
Antes de mí y luego de mí, la eternidad.
El fuego: sombra sola entre dos claridades.
Carlos Pellicer
Los ruiseñores cautivos
sólo cantaban en la noche.
Para crearles eterna oscuridad,
les quemaban los ojos.
El origen del mundo es de ceniza.
Cuando no puedo cantar,
recuerdo el fuego.
Eduardo Langagne
Así pasaron los meses. Cada día una chispa de fuego,
las semanas un zarzal ardiente. Lenguas líquidas me
salpicaban, me salivaban a lo largo de las venas. Saliendo
de casa, vacilaba como un borracho: ardía, atizado por
el sol, y me creía inmortal.
Gesualdo Bufalino
Me hubiera gustado decirles que mi cuaderno
era más útil que ellos, pero entonces habrían sabido
que escribo y ya no estaría a salvo.
Alessandra Luiselli
Invencible, extraordinario y poderoso Tlacaélel, ayúdame; Aquiauhtzin de Ayapanco-Amecameca, antiguo cantor de los dioses y el erotismo, atiéndeme y dame sin tardanza tu auxilio y favor; Chimalpopoca, ruega por mí; Escuela Nacional Preparatoria Uno, en el viejo edificio de San Ildefonso, abre mis labios y anunciaré tu alabanza; bella y encerrada Sor Juana Inés intercede por mí; Benito Juárez, desde tu carroza negra y austera ruega por mí; Francisco I. Madero, ruega por mí; Popocatépetl e Ixtlaccíhuatl, protéjanme con sus cumbres deslumbradoras; Castillo de Chapultepec, ten misericordia de mí; Emiliano Zapata, ruega por mí; José Clemente Orozco, despierta; Diego Rivera, dame tu fuerza e ironía; Octavio Paz, ayúdame; Lázaro Cárdenas, dame la mano; Tongolele, mueve tus caderas y vibra con violencia para que me aleje de especulaciones que todo lo complican; granizada de verano sobre el Palacio de Bellas Artes, arrástrame lejos; río atronador bajo las bóvedas del Chontacoatlán y el San Jerónimo, llévenme más lejos aún; noche de piedra en Cacahuamilpa, cúbreme…
¿ME OYES, PAPÁ? ¿Estás despierto? Acabo de llegar, fui a dejar a Tatiana. ¿Me oyes? Hubieras ido con nosotros, fuimos a Xochimilco y compré una orquídea. ¿Me estás escuchando? Los aztecas no concebían una fiesta sin flores. Fuimos con ese muchacho que vive en la calle Temístocles, el que tiene un ojo de vidrio, en su coche, y de regreso manejé yo, porque bebimos pulque y a él se le subió. No me gusta el pulque ¿sabes? Es pegajoso, dulce y pesado, por no decir que parece esperma. ¿Crees que exagero? Tú tampoco bebes pulque ¿verdad? En fin, estábamos sentados muy tiesos arriba de una chinampa, o creo que chinampas son nada más esas balsas de caña cubiertas de tierra, algas y flores cuyo olor no logra resaltar, bueno, pero estábamos en una trajinera, creo que les dicen trajineras, o chalupas, o como les digan, Tatiana y yo tomados de la mano, y una banda de mariachis acompañándonos durante buena parte del paseo, y a Temístocles se le salió el ojo. Hubieras oído el aullido que se aventó, hasta se encimó al falsete de los músicos. Siempre he querido poder gritar así, me gustaría realmente, un día lo voy a conseguir, ya verás. Pero Temístocles traía un ojo de reserva, y le dijo algo a Tatiana que la hizo reír, y yo escribí en el fondo de una cajita de cerillos que si ella quería ser mi novia, y cuando empezamos a fumar le extendí la cajita y ella leyó la pregunta y sonrió para mí, y me miró también con complicidad, y hasta con una muequita giocondesca, lo que interpreté como un Sí displicente, enorme y prometedor. Sí. ¿Me oyes? Aparte de esto lo único que me gustó fue la abundancia de flores. Las bugambilias se enredan en los postes del teléfono y corren por los cables. El agua era espesa y negra, casi lodo, y había muchos niños semidesnudos y panzones en el mercado, un perro muerto, y zopilotes sentados en las ramas más altas de los árboles. Temístocles siempre carga dos ojos de reserva en una bolsita de terciopelo. Y se podían ver los volcanes. ¿Hace cuánto tiempo que el Popocatépetl ya no echa humo? ¿Tú estabas en el volcán? ¿Fueron al Popocatépetl o al Ixtla? ¿Cuándo me vas a llevar al cráter? Y los limosneros se acercaban cada vez que parábamos el coche, tan desvalidos como amenazadores. O más bien conminatorios, pero ajenos a nosotros. Una viejita vendía orquídeas. Hubieras visto qué colores más extraordinarios, casi extraterrestres. No pude resistirlas y compré una para Tatiana. Los tres veníamos en el asiento delantero y de vez en cuando Temístocles le acariciaba las piernas a Tatiana sin importarle nada que yo estuviera manejando y, por evitarlo, la segunda o tercera vez, de regreso, atropellamos a una serpiente, es decir, la atropellé, pero fue sin querer, y todo el camino nos siguieron los zopilotes, pesados, negros, malévolos y como apáticos. Afuera deben todavía estar esperándome, estoy seguro, si es que no hay uno posado en la cabecera de mi cama. ¿Me oyes? Es como si tuvieran serpientes como señaladores de caminos. Y Temístocles dijo que eran animales que estaban del lado de Dios. Tatiana se molestó por eso. Y yo dije que me hubiera gustado más un Dios del lado de Adán y Eva. ¿Me entiendes? Dios del lado de las serpientes. ¿Tú qué crees? Y ¿fuiste al volcán? ¿Cómo te fue en tu excursión?
¿De veras no te habías dado cuenta de que Temístocles usa un ojo de vidrio?
En el periódico se lee que Fidel Castro prometió liberar a 1 197 sobrevivientes del asalto a Bahía de Cochinos a cambio de una indemnización consistente en 500 tractores. Las fuerzas del gobierno cubano derrotaron a los invasores en una batalla que duró 72 horas. Aparece la fotografía de tres jefes de la fallida invasión que lograron escapar y regresar a Miami.
Al final del primer capítulo de mi novela en proyecto, si es que la divido en capítulos o jornadas o partes, o quizás en una nota de pie de página, debo pasar lista en el salón de clases. Predominarán los nombres de doble sentido. Seleccionar entre:
Tulio Vergara
Hugo Vélez Ovando
Kommo Tehiede
José Boquitas de la Corona
Bartolomé Topene
Tanyecto Mokito
Guillermo Costecho
Tomás de la Veiga Fuerte
Lola Meráz
Michaira Sakkudas
Martín Cholano
Agapito Melórquez
Yotago Tuy Jito
Etcétera.
Tatiana rompe mis cartas de amor en pequeños pedazos. Los atraviesa con un cordón y se los cuelga como collar antes de bajar a la fiesta. Bailo con ella, respiro sobre los pedazos de papel. Los reconozco. Ni siquiera he tenido que mirarlos con atención. Me detengo.
¿Y si yo fuera un cabrón, un reverendo hijo de la chingada?
Liberalia: fiesta de la liberación. Nada se prohíbe.
De Puebla, mi padre me trae un volante que le dieron el domingo. Es una lista de 146 catedráticos liberales de la Universidad “que por apoyar a los que retienen ese centro de cultura, se han declarado comunistas o filocomunistas”. También se exhorta al público a no comprar el diario La Opinión, y a abstenerse de publicar anuncios en él “porque es un posible mercenario comunista que ha puesto sus columnas al servicio de los rojos”.
Fui como se puede ser en la juventud; hay un momento en la juventud en que todo es posible, en que todo es poco dada la inmensidad de nuestra vida.
Adolfo Bioy Casares: Clave para un amor.
Miro a Tatiana y le digo:
—Estoy desperdiciando los mejores años de tu vida…
Cito a Tatiana en la esquina de Herodoto y Ejército Nacional, junto a la tienda de mi madre. Se retrasa. Entro en la tienda y advierto:
—Si vienen a buscarme avisen que estoy en el departamento…
Voy al departamento y están los viejitos húngaros que hospeda mi madre. Hago diversas llamadas telefónicas, pero sobre todo espero a Tatiana, que no llega.
Regreso a la tienda, recorriendo las paradas de autobuses, mirando a un lado y otro de las calles. En la tienda la vendedora me dice que la vio, que la llamó por su nombre e incluso que se preparaba a describirle el camino al departamento cuando ella dijo:
—Ya sé por dónde ir, señora, muchas gracias…
—Y también conocía el número de teléfono, joven, deveras…
Corrí de nuevo al departamento. A mi madre le extrañó mucho.
—¿No la encontraste? Acaba de estar aquí…
Los viejitos me miraban con asombro.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó la anciana, refiriéndose a mi amiga.
—Trece —mentí…
—Ah… —rechinó—, si tuviera quince ya estaría buena…
Tengo miedo y vuelvo a correr hasta la tienda, pensando que los viejitos húngaros son unos asesinos y la han capturado. Quizás Tatiana estaba encerrada en el clóset y oyó nuestro diálogo. Pero no ha vuelto a la tienda, y la vendedora y un muchacho repiten cuidadosamente todo lo que supuestamente le dijeron y lo que ella respondió. Desesperado, vuelvo otra vez al departamento y la busco en el clóset, casi histérico y bañado en sudor, pero no está. Entonces tomo un taxi y le pido que me lleve a su casa y la encuentro mirando televisión muy quitada de la pena. Se pone contenta cuando le cuento que tenía miedo de los viejitos. Ay, esa sonrisa maravillosa de Tatiana…
Recordar: la pared en el cuarto de la tía de Tatiana cubierta con imágenes de los 365 santos del año.
Me cuenta Francisco Tario que la mordedura de los Niños (especie de grillos voladores con diminutas manos casi humanas) es tan atrozmente ponzoñosa que ningún medicamento conocido puede salvar de la muerte a su víctima. Y agregó:
—Solamente con la cura de los violines se obtienen buenos resultados…
Se trata de hacer sonar un violín dulce y generosamente, tantas horas como sean necesarias en la cabecera del moribundo. Al parecer, esta música debe ser tierna, insignificante y sin prisas.
Himeneo meo, dijo el gato Miau…
Piedad para nosotros que combatimos siempre en las fronteras
de lo ilimitado y del porvenir,
piedad para nuestros errores y nuestros pecados.
Apollinaire
Durante el siglo XIX era muy popular la creencia de que las personas podían, súbitamente y sin razón, estallar en llamas y consumirse en ellas. Aunque los científicos por lo general consideran que ésta es una idea absurda, había y todavía hay interés en el tema de la combustión humana espontánea.
Varios autores han aludido o descrito el fenómeno en sus obras. En La vida en el Mississippi, Mark Twain escribió: “Jimmy Finn no se quemó en el calabozo, sino que murió de muerte natural en un recipiente para el cuero, a causa de una combinación de delirium tremens y combustión espontánea. Cuando digo muerte natural es porque ésta es una manera natural para que Jimmy Finn muriera”.
Herman Melville también eslabonó al borracho y la combustión espontánea en su novela Redburn. Melville describe a un marinero borracho que estalla en llamas. Mientras el resto de la tripulación observa “dos hilos de llamas verdes, como una lengua bifurcada que salta entre los labios, y en un instante el rostro cadavérico se cubrió de infinidad de llamas que parecían gusanos… El cuerpo descubierto se quemó ante nosotros, tal como un tiburón fosforescente en el mar de la media noche”.
El rey Salomón era un sabio y poseía 700 mujeres y 300 concubinas.
Yo sería sabio con menos.
Probable episodio para la novela:
En casa de Tatiana, Sofocles (no Sófocles) trata de componer el tocadiscos cuando llega el señor Medallas rebosante de hijos que corretean, gritan y tropiezan con los bulbos desperdigados por el suelo…
—¡Escuincles del demonio, get out! —grita Sofocles…
Pronto los llevan a la calle y el padre de Tatiana los acomoda en la amplia cajuela de la nueva camioneta. Sofocles ayuda a la tía polaca a caminar, casi la carga para subirla al interior del vehículo. Suben doña Esther, el señor Medallas, Sofocles, el padre de Tatiana y Tatiana, que con estremecimientos notables se sienta sobre las piernas de Sofocles. Nadie protesta e inician la marcha. Los niños gritan en la parte de atrás, riendo, y la tía polaca recita:
—Creo en Dios Padre, creador de todas las cosas, visibles e invisibles, y en Jesucristo, su único hijo, y en el Espíritu Santo, que del Hijo y del Padre procede, que con el Padre y el Hijo es glorificado…
Sofocles va adelante, junto a la ventanilla. Tatiana se reacomoda sobre sus piernas, pregunta si pesa y él dice que no, pero no tarda en mojársele el pantalón a la altura de la bragueta. Se lo dice a ella muy quedo y ella ríe con franqueza…
Cuando llegan al lugar de la fiesta, Sofocles se esfuma durante más de una hora para aparecer después, con ropa nueva y los cabellos revueltos. Tatiana corre hacia él, trastabillea con el lenguaje:
—¿Dónde estabas? Me dejas aquí, abandonada a mi suerte. Casi te aborrezco. Un escuincle se agarró de mi falda y me la ensució, fue odioso, mira nada más, qué sangrón. Me preocupaba horrores que no vinieras y luego hasta llegué a pensar que te había pasado algo…
—Déjame hablar ¿no?
—Sí, pero es que fíjate, chíngale y de repente no estabas…
—¿Me aborreces?
—No.
—Pero acabas de decir que me aborreces…
—Sí, pero no. Lo que te pregunto es que dónde estabas, qué te pasó…
Sofocles condescendiente se lo dice todo.
—Nada más se peinó y se vino —comenta alguien.
Sofocles pasa una mano por su cabeza alisando los cabellos hacia adelante.
El padre de Tatiana lo mira con malicia.
—Caray, ya ni la amuela, nomás se fue al salón de belleza y pegó la carrera pa'ca…
Sofocles se restriega los ojos sucios de polvo.
Explicó con cinismo que durante el viaje eyaculó porque llevaba a Tatiana sobre las piernas, que se ensució el pantalón y la trusa. No traía pañuelo y buscó el baño, pero estaba ocupado. Entonces se escabulló en busca de una cantina o una fonda, y ya en la calle (se atrevió a contar), cruzó frente a una casa grande y lujosa, recién construida, y vio a dos sirvientas y las oyó decir: