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España se adelantó con un tanto de Regueiro, en el minuto treinta y uno, pero al filo del descanso los italianos lograron empatar con una jugarreta digna del peor patio de recreo: Ferrari remató al fondo de las mallas un centro, no muy peligroso, mientras Schiavio agarraba a Zamora para que no pudiese blocar el esférico. El colegiado Louis Baert, de origen belga, no quiso ver la clara violación de las reglas de juego.
La segunda parte comenzó con una masacre en las filas españolas, provocada por la violencia inusitada de la escuadra italiana: Zamora, Ciriaco, Lafuente, Iraragorri, Gorostiza y Lángara acabaron el encuentro, tras la pertinente prórroga, con diferentes lesiones que les impidieron jugar el partido de desempate del día siguiente. La peor parte se la llevó la estrella española, Ricardo Zamora, que se marchó de la ciudad italiana con dos costillas rotas, tras un encontronazo con un jugador italiano que ni siquiera fue señalado como falta por el árbitro belga.
Durante el partido de desempate los italianos siguieron la misma estrategia: la violencia como forma de contrarrestar el juego español. Esta vez fueron Bosch, Chacho, Regueiro y Quincoces los lesionados ante la pasividad arbitral. La injusticia llegó a su punto álgido cuando el árbitro, esta vez el suizo René Mercet, anuló dos goles legales a Regueiro y Quincoces por inexistentes fueras de juego, mientras daba por válido el definitivo tanto del mítico Giuseppe Meazza, a pesar de que el italiano Demaría obstaculizaba a Nogués, portero que sustituía al lesionado Zamora.
La actuación arbitral fue tan comentada que Mercet, cuando regresó a su país, fue expulsado de por vida del arbitraje, tanto por la FIFA como por la Federación de su país. La prensa internacional, no solo la española, denunció la injusticia del resultado. Para el diario francés L´Auto, el árbitro fue el jugador número doce de Italia y Monti un auténtico carnicero.
A la vuelta a España, el presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, condecoró a los llamados Héroes de Florencia con insignias de la Orden Civil de la República. Se organizó un partido homenaje a Zamora frente a Hungría en el que se entregaron dichas condecoraciones.
En semifinales, el arbitraje volvió a ser igual de discutido. Los italianos se alzaron con la victoria frente al Wunderteam austriaco. El equipo maravilla, como se conocía a la excelente selección liderada por Matthias Sindelar, nada pudo hacer frente al gol en claro fuera de juego que el árbitro dio por válido. El equipo austriaco, que había extasiado a media Europa con su juego, se volvía a su país sin saber que Hitler se iba a cruzar en breve por su camino, rompiendo la trayectoria deportiva de aquel legendario equipo.
El 10 de junio de 1934 se celebró en Roma la gran final del campeonato, en la que se enfrentaron las selecciones de Italia y Checoslovaquia, otro equipo que, en teoría, tenía cierta superioridad respecto a los transalpinos. Para la final se designó al mismo árbitro que se hizo cargo de las semifinales frente a Austria, el sueco Ivan Eklind.
La selección checoslovaca se presentaba al campeonato con una escuadra llena de talento, con futbolistas de gran talla entre sus filas como Nejedly, Planicka —el Zamora del Este— o Svoboda. La Italia de Vittorio Pozzo, precursor del catenaccio, dispuso un sistema de juego con posición piramidal, un 5-3-2 que los italianos denominaron «el método».
Los checos pronto mostraron la voluntad de no ser unos simples convidados de piedra a la fiesta latina, lo que hizo que se instalara el nerviosismo en el palco cuando, al llegar el descanso, el marcador mostraba un empate a cero. Dice la leyenda que, mientras Pozzo arengaba a sus pupilos en el vestuario, se presentó un enviado del Duce con el siguiente mensaje: «Señor Pozzo, usted es el único responsable del éxito, pero que Dios lo ayude si llega a fracasar». Como contestación, el vecchio maestro se dirigió a los jugadores con estas palabras: «No me importa cómo, pero hoy deben ganar o destruir al adversario. Si perdemos, todos lo pasaremos muy mal».
En el minuto setenta los checos se pusieron delante gracias a un gran tanto de Vladimir Puc. Tres minutos después, Svoboda estrelló un balón en el travesaño que podía haber cambiado el curso de la historia, pero Pozzo hizo algunos cambios tácticos que modificaron la dinámica del encuentro. A nueve minutos del final, Orsi, de fuerte chute, consiguió el empate. Durante la prórroga, Schiavio, a pase de Guaita, batió al portero checoslovaco, Planicka, dándole el triunfo a Italia.
La gran victoria fascista se había consumado. Mussolini organizó, el día después, una ceremonia para conmemorar la gesta, a la que los jugadores acudieron con el uniforme del partido. El Duce ya tenía la victoria que aguardaba con ansia desde 1930, la victoria que le permitía exaltar, aún más, ante el mundo y, sobre todo, ante los propios italianos, el carácter heroico y guerrero de la raza latina.
Tras la hazaña, las mieles que el fascismo había prometido a los jugadores se convirtieron, en algunos casos, en hiel. Luis Monti relató muchos años después cómo todo cambió tras el Mundial. Especialmente relevante fue el caso de Guaita, uno de los extranjeros fichados y nacionalizados por el gobierno de Mussolini que, tras los mimos y el éxito, tuvo que acabar exiliado. Enrique Guaita jugaba en la Roma, pero el equipo favorito del fascismo era otro. La ciudad de Roma se dividía —entonces y hoy— entre los seguidores de la Roma y los de la Lazio, equipo elegido por los fascistas para encarnar sus valores.
Parece que alguna mente privilegiada del fascismo tuvo una gran idea para desactivar a la Roma y que la Lazio tuviera de esta manera más fácil el camino hacia el campeonato. El plan era simple: mandar a buena parte del equipo romano al frente, concretamente a Abisinia, una loca aventura imperialista con la que el Duce pretendía reverdecer los laureles del imperio romano pero que, al contrario de lo que él suponía, no estaba resultando un camino de rosas. Guaita reaccionó huyendo a Francia junto a otros compañeros. Posteriormente continuó su carrera futbolística en su país de origen, Argentina.
Pero a Mussolini aún le quedaba un nuevo reto con el que demostrar al mundo la superioridad de sus valores. Los ingleses, inventores del fútbol, no participaron en Mundiales ni en grandes campeonatos hasta 1950. Su superioridad cultural-futbolística les hacía no tener que demostrar su dominio sobre el deporte rey en una competición internacional. Sin embargo, Mussolini, tras la victoria mundialista, se empeñó en vencer a la selección inglesa. Para ello acabó por organizarse un amistoso en Highbury, ante unos sesenta mil espectadores, que presenciaron bajo la lluvia un encuentro retransmitido en directo para la radio italiana por el locutor favorito del Duce, el retórico Carosio.
Pero en solo diez minutos de partido Inglaterra ya había metido tres goles. A Italia, con uno menos por la lesión de Monti, le salió el orgullo de campeón, lo que provocó una batalla campal en la que Hapgood acabó con la nariz rota, Bowden con la clavícula fracturada, Barker con una mano lesionada… En la segunda mitad, Meazza marcó dos goles que acercaron a Italia al empate, aunque no lo lograron. Ante la brutalidad italiana, la Federación de Inglaterra renunció a participar en encuentros internacionales, salvo con las selecciones británicas de Escocia, Gales e Irlanda; mantuvo esa decisión durante un año.
El único partido de Hitler
Una de las imágenes más icónicas del siglo xx es la del atleta norteamericano Jesse Owens victorioso en los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936. Dicen que el Führer, avergonzado de que un negro superase a los blancos de manera tan clara, se las arregló para no estrechar la mano del vencedor, aunque diversas investigaciones recientes afirman que Hitler solo saludó a los atletas los primeros días de competición. Albert Speer afirmó que el líder alemán despreciaba a los negros ya que, según él, su fuerza física provenía de sus orígenes selváticos.
La Alemania nazi había puesto todo de su parte para presentarse al mundo como un régimen idílico, moderno y ejemplar, en el que todo funcionaba a la perfección. Las ansias expansionistas alemanas no fueron un obstáculo para la concurrencia de diferentes países, con la excepción de la Unión Soviética, que boicoteó el evento. El gobierno de la República Española, controlado por el Frente Popular, también decidió no asistir y convocó en Barcelona una olimpiada popular que estaba prevista para el 19 de julio de 1936. Un día antes los militares se alzaron en armas contra el gobierno republicano y dio comienzo la Guerra Civil impidiendo, por tanto, que se celebrara el campeonato.
Joseph Goebbels no dejó ningún detalle al azar; prueba de ello fueron los altavoces instalados por toda la ciudad para retransmitir las distintas competiciones, o el estreno de la gran superproducción cinematográfica Olympia, de Leni Rienfenstahl, que revolucionó el cine con innovadoras técnicas y un nuevo estilo narrativo, y que fue un encargo directo de Hitler con el fin de realzar la heroica figura de los atletas, comparándolos directamente con los dioses griegos. El escritor norteamericano Thomas Wolfe describió la ceremonia inaugural como un rito casi religioso en el que los alemanes aclamaban a su mesías.
Hitler estaba encantado con la imagen proyectada al mundo. Hasta la delegación francesa realizó el saludo fascista por respeto al espíritu olímpico; por eso, los jerarcas nazis pensaron que sería buena idea que su amado líder acudiese a un partido de fútbol en el que, con total seguridad, vencería Alemania.
El encuentro elegido fue el de cuartos de final, con Noruega, una selección que llegaba a los juegos con la etiqueta de perdedora habitual, frente a una Alemania, tercera en el Mundial de 1934, que venía de meterle nueve goles a Luxemburgo y que iba a dar descanso a sus mejores jugadores, como explica el historiador alemán Oliver Hilmes en Berlín 1936.
Hitler renunció a la competición que realmente quería ver, la de remo, y apareció dispuesto a un baño de multitudes en el Poststadion, en el que ya había dado algún discurso para las juventudes hitlerianas. Cincuenta y cinco mil espectadores esperaban la victoria alemana, que se retransmitió de forma experimental por televisión. Buena parte del gobierno acompañó a Hitler: el ministro de Propaganda Joseph Goebbels, el jefe del Partido, Rudolf Hess, el comandante en jefe de la Luftwaffe, Hermann Göring, o los ministros de Educación e Interior… Ninguno esperaba la humillación a la que se iban a ver sometidos.
Como escribe Roger Xuriach en Panenka, las crónicas de la época señalan los nervios alemanes, frente a una alegre Noruega, sin complejos, que acabó por endosarle dos goles a los germanos, que se quedaban fuera de la lucha por las medallas: «El Führer está muy nervioso, yo apenas puedo controlarme. El público está realmente furioso», dejó escrito Goebbels en su diario sobre aquel partido, que fue el primero y el último al que acudió Hitler.
Dice la leyenda en torno al encuentro que el malestar nazi se debió a que una de las estrellas noruegas, Magnar Isaken, autor de los dos goles de la victoria nórdica y que posteriormente se alzó con la medalla de bronce en el campeonato con su equipo, era de origen judío, dato que diversas investigaciones recientes han desmentido. Los goles hicieron que los jerarcas nazis, Hitler incluido, abandonasen el palco antes de que el árbitro pitara el final del encuentro.
Cuatro años después, en 1940, Alemania invadió Noruega, cortando en seco las carreras deportivas de los jugadores nórdicos. Uno de los participantes en aquel encuentro, Reidar Kvammen, oficial de policía, fue arrestado y deportado a varios campos de concentración por negarse a seguir las órdenes de los ocupantes. Pero la peor parte se la llevaron los entrenadores presentes en aquel partido. El noruego Asborn Halvorsen amenazó con cancelar el partido de la final de la Copa noruega si se izaba la bandera con la esvástica que los delegados del Tercer Reich en la zona ocupada habían ordenado alzar. A pesar de haber tenido una exitosa carrera en el Hamburgo, la Gestapo lo detuvo y acabó prisionero en varios campos de concentración hasta el año 1944. El seleccionador alemán, Otto Nerz, fue destituido tras la derrota contra Noruega. Fue miembro del Partido Nacionalsocialista hasta que, tras la entrada de las tropas soviéticas en Berlín, lo recluyeron (en calidad de prisionero de guerra) en un campo de concentración construido por los propios alemanes, donde falleció.
El hombre de papel que desafió al Führer
Jugaba al fútbol como ninguno ponía gracia y fantasía jugaba desenfadado, fácil y alegre siempre jugaba y nunca luchaba.
FRIEDRICH TORBERG
Auf den Tod eines Fußballers (poema dedicado a Matthias Sindelar)
En 1938, el Mundial se celebró en Francia, gracias al empuje del mismísimo Jules Rimet. La situación política evidenciaba el camino inevitable hacia una nueva conflagración mundial, que en buena parte estaba teniendo en España su más inmediato precedente. Por este motivo la selección española no pudo participar en el campeonato, que se vio salpicado por las rivalidades políticas.
Otro país que disponía, al igual que España, de una gran selección y que no pudo participar en el Mundial por cuestiones políticas fue Austria, que había renunciado a participar aun estando clasificada. La historia del Wunderteam, el equipo maravilla, dirigido por Hugo Meisl, discurrió trágicamente paralela a la de su nación.
El 12 de marzo de 1938, la Alemania de Hitler se anexionaba Austria, convirtiéndola por la fuerza en una provincia alemana más. Aquella muestra imperialista, que pasó a la historia con el nombre del Anschluss, significaba también la desaparición del equipo austriaco, al igual que ya había pasado con todos los símbolos de la independencia de ese país.
Tras la anexión, los nazis impusieron una política similar a la que habían llevado a cabo en Alemania desde su ascenso al poder, especialmente en lo relativo a la persecución de los judíos: humillaciones públicas, destrucción de sinagogas y la deportación de más de seis mil judíos a campos de concentración se sucedieron en cuestión de días.
El fútbol austriaco, vivido con pasión en los cafés y en todos los rincones del país, también sufrió las consecuencias del nazismo. Los equipos con dirigentes de origen judío, como el FC Viena o el FK Austria, vieron cómo los apartaban de sus cargos, mientras el panorama futbolístico pasaba a estar dominado por organizaciones cercanas a diferentes instrumentos del partido nazi, como las Juventudes Hitlerianas, las SS o el Frente Alemán del Trabajo.
La anexión supuso también el principio del fin de la mayor estrella en la historia del fútbol austriaco, Matthias Sindelar, conocido como el hombre de papel por la delicadeza de sus movimientos en el terreno de juego, y también como El Mozart del fútbol. Sindelar gozaba de una gran fama dentro y fuera de su país, era el líder de su selección y del Austria de Viena. Pero los nazis se cruzaron en su camino.
Quedaban apenas unos pocos meses para la celebración del Mundial de 1938. El gobierno alemán pensó que, ya que Austria formaba parte de Alemania, los mejores jugadores de ese país podrían reforzar la escuadra germánica. Del mismo modo que Mussolini había hecho todo lo necesario para asegurarse la victoria unos años antes, Joseph Goebbels pensó que podría usar el fútbol para fortalecer el vínculo que unía a los alemanes: «Ganar un partido era más importante para la gente que invadir una ciudad del este de Europa», dejó escrito en sus diarios.
El Wunderteam constituía una herramienta impresionante para alcanzar este objetivo. Con un gran papel en el Mundial de 1934 y en las Olimpiadas de 1936, solo había perdido cuatro de los últimos cincuenta partidos. Hasta ocho jugadores del equipo pasaron a defender la camiseta alemana. Sin embargo, antes de que eso sucediera se celebró un partido de despedida, con fines propagandísticos y para celebrar la supremacía de la raza aria y la anexión austriaca.
«El partido de reconciliación» se jugó tres semanas después de la anexión de Austria y fue el último de su selección hasta que Austria volvió a independizarse de Alemania. El 3 de abril de 1938, el Praterstadion de Viena estaba adornado con toda la parafernalia nazi y los dirigentes alemanes ocupaban el palco en el que se rumoreaba que el partido sería una fiesta pangermánica que podría acabar en un diplomático empate.
Sin embargo, los de Sindelar, que en un principio jugaron atenazados por el miedo, decidieron no perder lo único que les quedaba: el orgullo. Salieron a jugar, parece ser que por petición de la propia estrella austriaca, con los colores nacionales. El hombre de papel comenzó a hacer de las suyas. Los austriacos acabaron ridiculizando con su juego a los alemanes y el partido concluyó con un dos a cero para el Wunderteam en un épico canto de cisne.
Los tantos se anotaron en la segunda mitad y fueron obra de Sindelar y de Karl Sesta, del Austria de Viena. El momento cumbre del encuentro llegó tras el gol de Sindelar, que lo celebró frente al palco de autoridades, repleto de mandamases del partido, realizando un bailecito que fue tomado como una falta de respeto y un desafío al poder nazi. El delantero quedó sentenciado de por vida.
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