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Padre dejó de ser minero cuando el abuelo enfermó de fibrosis. Para entonces ya había aprendido mecánica trabajando como aprendiz en un taller de automóviles de la capital. Es de suponer que si no hubiera sido por la enfermedad del abuelo habría abandonado la minería con cualquier otra excusa. Así, Padre había determinado seguir los dictados de su propia filosofía y comenzó a leer libros de política, en un intento por dar autoridad académica a los mismos principios que defendía. Leía mucho. Leía teoría política, leía a Marx, a Engels, a Proudhon, leía libros de teología y leía de vez en cuando novelas de viajes. Se trasladó a Tánger con la idea, decía, de iniciar una nueva vida plena de libertad. Fue allí donde abrió su propio taller.
Para ayudarle en el trabajo contrató a un moro de más o menos su misma edad llamado Mohamed —a todos los moros los llamaba Mohamed—, con la intención de que sus hijos no siguieran sus mismos pasos. Aquel lugar, es necesario añadir, no era solamente un taller. Dos veces al mes —el primer y el tercer viernes— Padre se reunía en un cuarto interior, cerrado con llave, que había llenado de sillones viejos, una mesa pequeña y rectangular y un gran lienzo negro donde se entrelazaban unos enigmáticos símbolos pintados en color dorado. Si se le preguntaba para qué servía ese cuarto contestaba con algo que nada tenía que ver, como que le dolía la espalda o necesitaba ir al baño. «Son asuntos delicados», accedía a decir cuando se le insistía. Si Madre estaba presente, fruncía los labios y cerraba los ojos como si hubiera mordido un limón. Sin duda, ella debía de saber quiénes eran esas personas que se reunían en la Sala, como denominaba Padre a ese cuartucho con la idea, supongo, de darle cierto aire de solemnidad.
Uno de los clientes más asiduos del taller era un médico del Hospital Español. Tenía un Mercedes viejo y humeante, del que se negaba a prescindir. Padre le hacía apaños: le cambiaba el aceite, reapretaba las tuercas, lo limpiaba, de suerte que parecía como revivificado, y el médico, satisfecho, pagaba a gusto por no tener que librarse de él. El caso es que un tercer viernes de mes el coche del médico visitó el taller y Padre me pidió que le echara una mano a Mohamed, porque él tenía que “hacer unas diligencias” que no podía eludir. Para cumplir con esas “diligencias” se vestía con el traje de los domingos y se perfumaba con no sé qué colonia que recordaba el olor de las castañas asadas. La tarde de ese viernes era día de reunión. Un corro de gente se acumulaba cerca de la entrada mientras Mohamed y yo trabajábamos en el Mercedes. Padre llegó un par de horas después, con el pelo repeinado como un colegial y un olor dulzón. «Ve acabando con eso», me dijo al verme con las manos en el motor. Y ya fuera porque conservaba un resto de euforia o porque la “diligencia” le hacía ver el mundo de otra manera, añadió: «Es hora de asumir responsabilidades». Cogió la llave de la Sala, camuflada en un tablero con las formas dibujadas de las herramientas, y abrió la puerta. «Pasen, señores», dijo a la gente que esperaba fuera, y de seguido fueron entrando en fila de a uno. El último, un hombre vestido de uniforme militar, de mentón prominente y ojos pequeños, lanzó un cigarrillo al rincón de las estopas usadas. «Cierre», escuché decir a mi padre desde dentro, pero el hombre se quedó a medio entrar, sujetando el picaporte. Miraba la colilla y me miraba a mí. La estopa comenzó a humear. «Cierre», volvió a decir. Mohamed tenía la cabeza metida en el motor. Me limpié las manos. El humo se hizo más denso, ya llegaba al techo. En poco tiempo se prendería. Sin embargo, el militar permanecía de pie en el mismo sitio. «Qué mala idea», dije, como si no fuera dirigido a él. Fui hasta el rincón y pisé la estopa, «qué mala idea», repetí, y escuché que la puerta se cerraba.
«Engranje roto», la voz de Mohamed sonó como un eco desde los entresijos del motor. «Engranje roto». Nada trascendía de la Sala; si algún murmullo traspasaba la puerta, pronto se ahogaba con el fragor de las caballerías en la grava o el canturreo del muecín en un minarete.
Unos minutos después, la voz grave de mi padre resonó en el garaje. «Vamos», dijo.
Al entrar noté un aire cálido que emergía del interior. Padre cerró la puerta detrás de mí, hizo girar la llave, y me encontré de pronto en un foco de miradas, enfrentado a unos hombres de rostro serio, tan aproximados en su fisonomía que si no vistieran de distinta forma hubiera dicho que eran la misma persona. Unos lo hacían de traje, otros de uniforme, monos de trabajo, ropa de calle. Me sentí abrumado, no solo por el peso de las miradas, sino porque esa puerta había abierto un mundo oculto que en modo alguno asociaba a Padre. Me senté en uno de los sillones. Hablaban del Gobierno, de los fascistas, de Rusia, de camaradas, de revolución. Había en todas esas voces la misma profusión de palabras que reconocía en el lenguaje de Padre. Nada hacía pensar que mi presencia los incomodara. Citaban a Lenin, a Kropotkin, a Durruti. «Algún día el yunque, cansado de ser yunque, pasará a ser martillo», recitó alguien en alto, a propósito de Bakunin; muchos aplaudieron. Escuchaba, y veía en ellos a mi padre discurseando en las jornadas de caza, en los paseos por la playa, o en las sobremesas después de la cena si ese día Madre se encerraba en el atelier, que así llamaba al cuarto de costura.
Se hacía difícil entenderles, porque era como empezar un libro abriéndolo por la mitad, pero nada me parecía nuevo y habría tomado parte en algún momento si Padre no considerase que había escuchado lo suficiente. Me abrió la puerta y me pidió que ayudara a Mohamed. «Muy bien, hijo», se apresuró a decir antes de dejarme fuera de la Sala.
Apareció al cabo del rato, seguido por esos hombres que desfilaban a su espalda y se despedían de él con un golpe de mano en un hombro. Sonreía satisfecho mientras los veía alejarse y me contemplaba en silencio frente a Mohamed, con el cuerpo doblado sobre el motor del Mercedes.
—León, no digas nada de esto a tu madre. No digas que has entrado —advirtió mientras se aseguraba de que la puerta quedaba bien cerrada y colgaba la llave en el tablero, en la silueta de una herramienta.
Me dejó descolocado, esa advertencia, porque unida a la escena que acababa de presenciar significaba que existían partes de su vida que yo desconocía. No pareció sentirse incómodo por obligarme a mentir a Madre. Se limpió las manos con una estopa, escupió en un rincón y se inclinó bajo el capó del coche donde trabajaba Mohamed. «¿Cómo va eso?», preguntó. «Engranje roto», respondió Mohamed. «Engranaje», corrigió Padre.
Durante varios días no hablamos de esa reunión. Cualquier pregunta al respecto me resultaba embarazosa, inconveniente, o no existía un momento propicio para hacerla. Así debía de ser también para él, porque le ayudaba en el taller por las tardes, íbamos juntos a comprar al zoco, me sentaba a su lado cuando jugaba a las cartas en el Fuentes, leíamos, paseábamos, y nunca me preguntó por lo que allí se había hablado, si estaba o no de acuerdo, si la experiencia me había parecido interesante. Creo que nos obligamos a representar una falsa naturalidad. Sin embargo, el silencio era de por sí una declaración sin palabras. Cuanto más callábamos más convencido estaba de que esas personas, de alguna manera, estaban relacionadas con los repentinos viajes que Padre realizaba a Madrid, a Barcelona, a Rusia, Europa; lugares de los que siempre regresaba imbuido de una oscura felicidad.
—¿Recuerdas Los fusilamientos de Goya? —me preguntó a los pocos días de la reunión en la Sala, con la intención, tal vez, de romper ese silencio.
Íbamos de camino a casa, de vuelta del Gran Zoco. Frente a nosotros se alzaba el minarete de Sidi Bou Abib, con sus ladrillos rojos y sus agudos rombos de azulejos policromados. Lo recuerdo porque Padre llevaba colgados de las manos dos conejos blancos que habíamos comprado en un puesto de carne, y esa pregunta en ese momento había sonado extraña. Era habitual en él esa forma de iniciar una conversación: añadir un misterioso prólogo con la finalidad de dar más empaque a lo que de inmediato iba a contar.
«Hace dos meses, en Oviedo, presencié el fusilamiento de dos sacerdotes. Les hicieron el paseíllo junto a un jornalero acusado de derechista. Son los peores, estos», añadió, «no puede entenderse que un trabajador sea un derechista. Fueron detenidos por un control de milicianos, les registraron las maletas y les hallaron las sotanas. ¿Te imaginas qué caras?», dijo, mientras nos acercábamos a casa y empezaba a sentirme incómodo. Contaba sus experiencias con el mismo apasionamiento con el que yo escuchaba y se adueñaba de mi atención de tal forma que me sustraía del presente hasta el punto de perder la noción del tiempo y el espacio. A Madre no le gustaba que yo le escuchara; torcía el gesto, hacía aspavientos en un espantar de moscas, mascullaba palabras ininteligibles entre las que colaba algunas que se entendían con claridad, las mismas siempre: Judas, o proselitista, o insensato y, especialmente, una que pronunciaba a medias, con los dientes apretados, como si la refrenara en la lengua; decía: masón, y yo, que no conocía esa palabra, interpretaba cabrón, acaso porque el uso de ese insulto va ligado a una contracción de los labios y un cerrar de ojos como de asco repentino. Mi incomodidad, por tanto, se debía a que me preocupaba que al llegar a casa Madre nos sorprendiera en esa conversación.
Mi hermana dio palmas desde el fondo del pasillo, porque nunca había visto conejos blancos, y les acarició las orejas, y la cabeza, y la cola, mientras Padre los dejaba en el suelo de la galería, atados de las patas traseras. «Dales de comer», decía mi hermana, y Padre afilaba el cuchillo con la piedra de amolar. «¿Sabes por qué esa ejecución me pareció, digamos… instructiva?», continuó, sin reparar en que Natalia aún estaba en la cocina, acariciando el sedoso pelo de los conejos con sus pequeños dedos, «porque nunca había visto a un hombre desnudo, y hablo en términos absolutos, me refiero a la desnudez de la carne y la desnudez del alma. Te puede parecer irrilevante, pero no, no es irrilevante. Los dejamos… se quedaron», corrigió sobre la marcha, «en cueros, sin la ropa de calle, sin las sotanas, ni las casullas, que los milicianos se habían puesto, estola incluida, y bailaban y hacían gilipolleces delante de ellos, con los fusiles en la mano». Padre se interrumpió y se agachó para coger uno de los conejos. Mi hermana daba palmas, entusiasmada. «Dale de comer», insistió, viéndolo sacudirse. Padre, que lo agarraba de las patas traseras, levantó la otra mano, cerró el puño y ¡pam!, un sonido seco en la nuca aquietó al conejo. ¡Pam! Los nudillos golpearon de nuevo. El animal oscilaba como el péndulo de un reloj. Mi hermana se había tapado la boca y sus ojos, muy abiertos, brillaron de una súbita humedad. «Padre, debiste haber esperado», dije, y él continuó como si el hilo de su conversación nunca se hubiera roto. «¿Sabes qué hicieron? Rezar. Juntaron las manos y rezaron, con la polla al aire», matizó mientras reía. «Cómo lloraban, los cabrones. Lloraban porque tenían el alma desnuda, porque apelaban a un vacío, ¿entiendes?, a un vacío. Lloraban de miedo».
Cuando comprobó que el animal había muerto, lo dejó colgado de un gancho de la pared, buscó con la punta del cuchillo en la piel de la barriga y la abrió de una estocada. Luego metió la mano para sacar las vísceras, envueltas en una grisácea membrana gris, cayeron a un barreño y un olor acre y rancio se extendió por la cocina. «El derechista era otra cosa; no sé si era creyente o no lo era, estaba en pelotas, pero al menos no lloraba. Solo decía: «Respeto, por favor», y repetía: «Respeto, por favor», y sus ojos estaban tan blancos y tan abiertos que me recordaban a los de ese hombre del cuadro de Goya, el que está en el centro de la escena con los brazos en alto. Cuando pedía respeto los alzaba de la misma manera, así», decía imitando el gesto del personaje, con las manos pringosas, «pero en la guerra, lo primero que se pierde, hijo, es el respeto. Así que se acabó pronto con ese asunto. Los fusilaron en una oquedad del terreno, a los tres. Tuvo su paradoja ese ajusticiamiento; los milicianos no se habían molestado en quitarse los hábitos, los mismos hábitos con los que los curas reclaman piedad al mundo».
Padre terminó con el segundo conejo al mismo tiempo que finalizaba su narración, y como si recordara que aún tenía algo que decirme y no se le debía olvidar, dijo:
—Por cierto, hace tiempo que estás en edad militar.
—Sí.
—¿Cuándo vamos a ir a la Oficina de Reclutamiento?
—No lo he decidido.
—Conozco a gente. Uno de ellos trabaja en el Alto Comisionado; lo viste el otro día, en el taller, estaba dentro de la sala de reuniones. Se llama Salazar. Teniente Salazar.
—Un militar.
—Sí.
—Ya hablamos, Padre —dije, como dando largas, porque una y otra vez me insistía en que debía participar en la defensa de la República, que cualquier buen ciudadano estaba obligado a hacerlo y que no había excusa que dispensara de tal obligación.
Sin embargo, yo pensaba en Mariza, y en Madre, y en esos conejos de cuyos hocicos desnudos colgaba una brillante gota de color rubí.
Y pensé también en mi hermana, en la inutilidad de sus lágrimas.
VI
Si echo atrás en el tiempo, justo a las semanas previas a su marcha, no diría que Padre pareciera triste, o distante, o apático. Más bien al contrario, una suerte de euforia lo llevaba hasta los cafés del Zoco Chico, donde jugaba a las cartas, a los dados o al dominó, y se gastaba los cuartos en una vidente que, al decir de los moros, era certera en sus vaticinios. Mi padre no escondía esas visitas, ni las justificaba ante mi madre. Sin embargo, sus mismos amigos le advertían de que esa facultad de adivinar el futuro se limitaba exclusivamente a los infortunios, de modo que si no existía un silencio, la visita a la adivina resultaba siempre una muy mala noticia.
A Madre no le gustaba que hiciera tales cosas. Cuando Padre volvía del juego y se dirigía al baño antes de acostarse, salía de la cocina siguiendo su estela y venteaba el aire del pasillo, esperando encontrar un olor de vino, o de colonia, o de algún almizcle de piedra de los que usan las moras para lavarse. Los alcoholes y las esencias aromáticas, vinieran de donde vinieran, eran para Madre la prueba irrefutable de un pecado que habría de corregir. Noche tras noche se repetía la misma escena: Padre entraba rápido y Madre iba detrás, pero por mucho que se esforzaba en pillarle en un renuncio, los vapores del queroseno, de la gasolina o de la grasa suprimían por completo la posibilidad de detectar cualquier otro olor.
No me pasaba desapercibido, y creo que a Madre tampoco, que antes de esa época de disipación Padre siempre se mudaba de ropa en el taller y entraba en casa dejando poco más que un ligero efluvio de combustible flotando tras él. Durante esos días de asombroso cambio de hábitos, si se le hubiera acercado una cerilla ardiendo, sin duda su mono de trabajo se habría prendido en una llamarada instantánea.
El hecho de que a mi padre le atrajera conocer su futuro, desde mi punto de vista, no era tanto por la mora que le ofrecía tales servicios —y en esto habría de pasar el tiempo para poderlo confirmar—, sino por la imperiosa necesidad que tenía de no equivocarse en la elección de su nueva mujer.
Lo que verdaderamente desconocía es que esa mora vidente no era otra que la misma señora que limpiaba la casa de Efrén.
Pero lo que importaba, y tal vez a ello se debiera esa extraña euforia, era que las visitas de mi padre a la vidente resultaban siempre extremadamente silenciosas, sin más intercambio de palabras que un saludo y una despedida. A consecuencia de ello, Padre se sentía pletórico, convencido como estaba de la benevolencia de su futuro.
En uno de esos días, al igual que en otras ocasiones desde hacía un tiempo, lo acompañé al campo de tiro. Íbamos en motocicleta, una FN de 350 centímetros cúbicos, de tercera mano, que había ganado a un francés en una partida de cartas. Como era habitual, fuimos sin horario fijo y sin haber hecho preparativos con la debida antelación. Padre detestaba enseñar. Lo consideraba una pérdida de tiempo y no tenía paciencia para soportar la ignorancia del aprendiz. Cuando contrató a Mohamed lo obligó a permanecer a su lado mientras trabajaba, sin hacer preguntas, a menos que le insistiera tanto que no le quedara más remedio que esforzarse en explicar. Sin embargo, disponía de toda la paciencia del mundo para enseñarme a mí. Se desvivía, y me consta que lo hacía superando un gran obstáculo. Le he visto morderse el labio inferior hasta hacerse sangre cuando necesitaba que me repitiera alguna explicación, pero siempre estaba dispuesto a responder cualquier pregunta que le hiciera.
Salimos del taller con prisa, sin que mi padre se tomara su tiempo en cambiarse de ropa ni limpiarse la grasa de los brazos. Cabo Espartel, el lugar a donde nos dirigíamos, era una zona recóndita y agreste, alejada de la medina y alejada de las concentraciones de gente. El campo de tiro asomaba a pocos metros del camino como un calvero escondido entre los árboles bajos, torcidos por el persistente viento del mar. Nada más llegar, aparcó bajo una higuera y me pidió el fusil que yo había cargado durante el viaje. Colocó el estuche sobre una piedra de gran tamaño, se crujió los dedos a la manera de los pianistas y abrió la tapa con la misma solemnidad con la que se abre el estuche de una joya: despacio, en silencio, procurando guardar el equilibrio sobre la piedra donde lo apoyaba. El movimiento ágil de sus manos denotaba que llevaba a cabo un plan cuidadosamente estudiado, cuya finalidad, entendí, era mostrarme el valor de un arma.
Para llevar a cabo su plan había escogido la hora del día en la que el sol comienza a hundirse en el horizonte y la luz proyectada se desliza paralela al suelo formando figuras de sombras. Sospecho que mi padre había buscado deliberadamente ese efecto.
—Máuser 1893 —dijo mirando al fusil—. Calibre de siete milímetros. Se le puede calar la bayoneta.
Manteniéndose de pie, apoyó la culata en la entrepierna y acarició suavemente la parte externa del cañón, despacio, como si acariciara la espalda desnuda de una mujer. Deslizó los dedos por el guardamanos, rodeó el arco guardamonte, paseó el índice por la curva del gatillo, hasta llegar al final, a la cantonera metálica. Luego lo sostuvo en el aire, perpendicular a su cuerpo. Tenía en la cara una mancha de grasa que se le cruzaba con la cicatriz y le daba un aspecto divertido. Su mirada, fijada en el arma, recorría su fisonomía de acero, las junturas de sus articulaciones, su rectilínea proyección en el espacio. No existía discontinuidad material entre mi padre y su fusil. Ni espacios. Ni aire. La relación entre ambos era tan absoluta que si no supiera que estaba en sus cabales hubiera dicho que atribuía a ese objeto inerte una cualidad cercana a lo humano.
Mientras tanto, en nuestra inmediatez no se oía más que el chasqueante piar de las tarabillas, el ruido de las tardías cigarras que esperaban el relevo de los grillos y los balidos de algún rebaño que pastaba a poca distancia de nosotros. Si un cabrero de los que frecuentaban la zona o algún pescador de los que a diario se apostaban en las rocas de la orilla hubiera decidido volver a casa a esa hora, sin duda habría dicho al ver a Padre adorando el arma que allí había un par de locos y que nuestras intenciones no podían ser más que perversas.
—Tómalo en tus manos —dijo al tiempo que me lo ofrecía y separaba sus piernas mirando hacia mí—. Sin munición pesa unos cuatro quilos. Si disparas en posición elevada retira el pie derecho veintiocho centímetros hacia atrás. Así.
Había dado tanta significación a esa arma que cuando la cogí no pude menos que esforzarme en mostrar una fingida gravedad. Apoyé la culata entre el hombro y el cuello, busqué el punto de equilibrio y apunté a una empalizada de troncos colocada en dirección al mar. Luego encajé el punto de mira en la muesca del alza, el cañón en el nacimiento de una rama seca. Contuve la respiración, para que el disparo me sorprendiera.
¡Pam!
Padre rio. A carcajadas. Como pocas veces le escuché reír.
—Déjamelo un momento.
Se agachó y sacó de la funda un cargador de cinco cartuchos. Se levantó, quitó el seguro, echó el cerrojo hacia atrás y dejó el arma cargada con un cartucho en la recámara. Me la entregó de nuevo y se alejó hacia la empalizada. Separó uno de los troncos y le apoyó dos ramas a modo de brazos, colocó una piedra en lo alto, con un penacho de agujas de pino encima, y cuando llegó a mi altura dijo:
—Ese tipo de ahí delante es un fascista.
—¿Un fascista?
—Ha violado a tu madre. Ha cogido a tu hermano pequeño de un tobillo y lo ha golpeado contra una pared, luego ha dibujado el escudo de la Falange con su sangre. Te está mirando y se ríe, porque te considera un cobarde, está convencido de que no tienes huevos para disparar.
Su expresión era seria, la articulación de su mandíbula se marcaba en el rostro. De nuevo, apoyé la culata en el hombro. Eché el pie derecho veintiocho centímetros hacia atrás —aseguraba, sin dar ninguna razón, que esa era la distancia justa—. Encajé el punto de mira en el alza. Miré a la piedra. Sus oquedades dibujaban el rostro de un hombre. Los ojos profundos, la boca ligeramente inclinada, como el esbozo de una sonrisa. Contuve la respiración. Oprimí el gatillo despacio, venciendo la resistencia del muelle.
¡Pam!
La piedra, rozada por un costado, giró sobre sí misma antes de caer. Padre se acercó a mí con una sonrisa de satisfacción.
—Excelente. Excelente —repitió. Pasó su brazo por encima de mis hombros, aproximó su rostro al mío. Me sentí incómodo—. Tenemos que volver —dijo—. Más veces. Las que hagan falta. Buscaré tiempo para hacerlo. Tú harás algo grande, chico, algo muy grande.
Estaba pletórico. Mientras hablaba, empuñaba el arma abrazándola fuertemente con las manos, le acarició un costado, le limpió la tierra adherida a la cantonera.
—Mira —dijo.
Entre las higueras, un rebaño de cabras comía de los frutos caídos. Se llevó el índice a los labios.
—¡Chist!
Cargó el arma despacio. Se colocó de rodillas. Apuntó. Una cabra negra y grande, con ubres prominentes, lo observaba desde las sombras con su ojo horizontal.
—Padre —dije en un murmullo.
—Calla. Mira.
La cabra rumiaba los higos, sacudía el pellejo de los costados para espantar a las moscas. Dos pequeños chivos aparecieron un poco más atrás.
¡Pam!
Miré a los ojos de Padre. La cicatriz que cruzaba su rostro ya no me parecía divertida.
VII
Madre fue operada en el Hospital Español el mismo día del accidente. La velé esa primera noche, sentado en una silla de madera a los pies de la cama. Su respiración inconstante arrastraba la mía y en ese silencio oscuro, que de vez en cuando rompía un quejido o una voz que llegaba de otra habitación, vi emerger los objetos con la luz del amanecer. Las baldosas de la pared se pintaron de blanco, y el techo, y la mesita de noche, la ropa de la cama, y Madre, despojada su piel del rubor de la sangre, pálida como un cadáver.
—¿Cómo estás? —pregunté al ver que sus párpados temblaban con un rayo de sol.
Jugó con la lengua dentro de la boca y con una vocecilla rota explicó que volvía de una casa del barrio francés cuando se dio cuenta de que unos moros la seguían. «Tenían la tez oscura y el aspecto enjuto y descuidado de los hombres de las montañas», dijo de ellos. Llevaba un saco de ropa para coser y el peso no le permitía ir más aprisa. Entró en el zoco para confundirse con la gente y salió por una puerta lateral. Pero esos hombres adivinaron por dónde saldría. Entonces la abordaron. Ella se resistió, pero le arrancaron la ropa de las manos y cayó al camino de tierra. La rueda de un camión que llevaba animales para el mercado pasó por encima de sus piernas. «Pude oler», precisó, «el olor de los orines del ganado derramado sobre mí».
A partir de esa explicación, una vez que ya estaba todo dicho, cerró los ojos y se volvió a dormir.
Una semana después de la operación apenas se apreciaba signo alguno de mejoría. Continuaba pálida, inmóvil, como en un permanente desmayo. Cuando pregunté al médico, me dijo en tono de confidencia que Madre se había negado a recibir una transfusión sanguínea y que había alegado una cuestión de fe.