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—¿A qué viene eso? ¿Qué fe? —le pregunté.
Pero ella no quiso darme ninguna explicación. Hizo un mohín con la boca, agarró la manta por el embozo, se colocó de espaldas mirando a la pared y, lanzando un suspiro, dijo: «Pobre».
Sin duda, Madre persistía en su intento de borrar el pasado, porque el presente, para ella, no era más que el producto de una ilusión. Me convencí de que si algún día Madre salía del hospital por su propio pie, no debería agradecérselo únicamente a su asombrosa capacidad de supervivencia, sino a que su rencor era tan sólido, tan resistente a la erosión del tiempo, que le otorgaba el admirable poder de mantenerla con vida.
Madre no aceptaba las normas del hospital, ni le parecía bien que yo la ayudara, ni cumplía como debía las indicaciones del cirujano. A los pocos días de encamamiento descubrió que disfrutaba de una inigualable ocasión para mostrar su disconformidad con el mundo entero. De la mañana a la noche podía pasar sin despegar los labios si no era para comer, o beber, o repetir con insistencia la palabra pobre porque algún recóndito pensamiento la había impulsado a pronunciarla a media voz. Mientras tanto, yo me ocupaba de la casa, de mis hermanos, de la tos del pequeño; me pasaba por el taller, a pesar de que a ella le importaba un comino lo que sucediera con el negocio de Padre y menos aún con Mohamed. Cuando venía sor Cristina a lavarla me obligaba a salir de la habitación, porque no se le pasaba por la cabeza que un hijo la viera en cueros. A menudo pedía que la lavaran. Imagino que era una manera de sentir lo mismo que sentía cuando fregaba la casa con lejía o limpiaba los cristales; echaba de menos esa esencia de olores que depuraba el mundo. Después de varias semanas en el hospital había hecho de su higiene personal una cuestión imperativa. De modo que de vez en cuando la asaltaba una súbita sensación de inmundicia y, literalmente, ponía el grito en el cielo para llamar a sor Cristina.
Cierto día en que yo estaba presente, se dirigió a la monja de esa manera cuando reconoció el sonido de sus hábitos en el pasillo de su habitación. Inopinadamente, sor Cristina se negó a obedecerla y la reconvino por haber ofendido a Dios con su negativa a recibir una transfusión de sangre. «Dios te ha castigado», se atrevió a decir, sumiéndola en una crisis de fe. Le dije entonces a Madre que me permitiera lavarla, que, aunque hombre, era su hijo, mayor de edad, y que ya conocía mujer. Me miró como si no me reconociera, se cubrió hasta la nariz con la sábana y exclamó:
—Pobre.
Ciertamente, su vida estaba desarticulada como el armazón de un edificio que se venía abajo.
VIII
Cuando le dieron el alta, un taxi conducido por un moro nos llevó a Madre y a mí a casa. En el camino, a través de la ventana, sus ojos de aceite absorbían la luz difusa de las calles estrechas, de la densidad de sus sombras y la radiante luminosidad de las altas azoteas. Con una mano se agarraba a un asidero del techo, con la otra sujetaba un abanico de encaje negro. Se había arreglado con un vestido sencillo, de minúsculas palmeras negras y blancas —posiblemente el descarte de fondo de armario de alguna clienta—, unos zapatos negros sin tacón y, como detalle, un semanario de plata, ya oscurecida, que colgaba lacio de su fina muñeca. Tan menudo y frágil, su cuerpo se mecía solidario a los vaivenes del automóvil.
—Mucho tiempo encerrada, ¿verdad, Madre? —pregunté.
Miró su reflejo en el cristal, miró el abanico, lo abrió y dijo:
—Hace calor.
La pulsera tintineaba al ritmo de su muñeca: ¡chas, chas!, ¡chas, chas! Posiblemente lunes se entrechocara con martes, o martes con miércoles o jueves, que estaba más lejos, y este con domingo. Ahorraba palabras, Madre; a sus ojos el mundo era superfluo, indiferente, ilusorio.
La ayudé a salir del coche, se apoyó en los bastones y saqué del portaequipaje la cesta con los enseres del hospital. Mis hermanos la besaron cuando llegamos a casa, excepto Federico, que tuvo un acceso de tos justo en ese momento. Me dio los bastones para que se los guardara y, trabajosamente, se sentó en la butaca junto a la radio.
—Mira la cesta —dijo mientras encendía la radio y buscaba arriba y abajo en el dial. Solo cuando encontró Radio Nacional se reclinó en el respaldo y dijo en un susurro:
—Pobre.
Su cuarto tenía una ventana que daba a un patio de luces, por donde discurrían los desagües de toda la casa. Allí tenía una cuerda atada a las paredes que usaba para colgar su ropa interior. La lavaba aparte, en una tabla de ropa, de modo que no la viéramos cuando la enjuagaba, o la secaba, y mucho menos, por supuesto, cuando la llevara puesta. Sin embargo, desde la ventana del baño, si se inclinaba un poco el cuerpo hacia un lado, se alcanzaba a ver toda esa ropa de tela fina, encajes y lazos de color que compraba en una famosa lencería del barrio francés.
Madre estaba obnubilada por la pretendida distinción de los franceses. Admiraba su ropa, su música, la totalidad de su arte, las inflexiones del idioma, del que decía que «en él los insultos son realmente halagadores». De ahí ese vestido de Chanel, su objeto más preciado, tanto que su destrucción, creo suponer, representó para ella el paradigma de su caída en desgracia.
Era sorprendente que Madre me pidiera vaciar su cesta, porque lo primero que aparecieron fueron unas bragas blancas, altas, de tela recia y lisa, un par de sostenes, su bata de trabajo, un paquete de medicamentos, más bragas, pañuelos —innecesarios, dada su admirable renuencia a mostrar lágrimas— y un puñado de revistas con el dibujo de una torre, intituladas La Atalaya.
En ellas, escrita aquí y allá, se reconocía la letra grande y redonda de Madre, intercalándose como notas de sabiduría que repetían el texto, dejándolo dentro de un círculo o señalando a Jehová, al Nuevo Testamento y a todas las ideas que consideraba dignas por encima de las demás. No tendría mayor importancia el hallazgo si no recordara a Madre sentada en el banco de la iglesia con el misal en las manos y la toca de encaje negro. Sin embargo, encontraba razones para su indulgencia: ¿quién podría permanecer impasible mientras contempla cómo se desvanecen todas las referencias que constituyen una vida?
Sentado en el borde de la cama pasaba las páginas, creyendo encontrar en el pulso de esas notas un misterio de Madre. La voz atiplada del locutor se filtraba desde el salón y envuelta en ella, como un susurro, la voz de Madre decía: «Tienes ahí mi cesta, con mi ropa interior, mis vergüenzas escondidas, y tienes La Atalaya, mis pensamientos escritos a mano. Ahora ya sabes todo de mí».
A final de esa misma tarde en la que Madre volvió a casa, me senté a escuchar la radio. Entraba por la ventana un aire dulce que traía aromas del mercado: de comida, de especias, del cuero de los curtidores. Madre trajinaba en la habitación de la costura, el atelier. Se escuchaba el repicar sobre el parqué con un sonido hueco y subterráneo. Esos bastones de bambú, en apariencia inofensivos, poseían la extraña virtud de extender su presencia hasta el punto más remoto de la casa —más tarde comprobaríamos que con ellos Madre se apoderaba del espacio, del tiempo y de los pensamientos de todos los que vivíamos con ella—. Sus piernas, enflaquecidas y cubiertas de una piel apergaminada, habían quedado tan deterioradas y tan carentes de vigor que a duras penas la mantenían en pie sin la ayuda de ellos.
No tardaría en volver, puesto que allí solo había espacio para un tablero donde extendía sus patrones de costura y, tarde o temprano, la debilidad de sus piernas la obligaría a descansar. Mi hermana canturreaba, sentada a la mesa del comedor con su libreta y sus tablas de multiplicar. De vez en cuando, la tos de mi hermano prorrumpía y nos dejaba suspendidos en una espera, excepto a Madre, que se ocupaba de sus quehaceres y se comportaba como si esa tos no fuera con ella, como si no la escuchara. Esa actitud de indiferencia, más parecida a un castigo, obedecía probablemente a un vano intento por defenderse de una realidad que se le hacía insoportable. Cuando llegó al salón se sentó quejumbrosamente en la butaca, cambió la emisora con música —que yo había sintonizado— y sacó de su bolsa de labores un acerico y una camisa azul celeste en la que tenía a medio bordar una estrella roja en el borde del bolsillo, con una aguja ensartada.
Un político hablaba en la radio: …decirle a la clase obrera que debe prepararse… Tenemos que luchar, como sea, hasta que en las torres y en los edificios oficiales ondee no la bandera tricolor de una República burguesa, sino la bandera roja de la Revolución Socialista.
Madre asentía con los labios apretados y basculaba la cabeza sin perder de vista su trabajo. Parecía seguir la cadencia de esa voz con la punta de la aguja; alzaba la voz el diputado y ella clavaba. La aminoraba y ella levantaba la mano para estirar del hilo.
—¿Qué esperas de la Revolución? —le pregunté.
Como quiera que esa pregunta la cogiera desprevenida, por atrevida o por inoportuna, dejó en suspenso la aguja a mitad de camino, como si pinchara el aire, y alzando la barbilla dijo:
—La Revolución nos salvará.
—Nos salvará —repetí.
—Sí, nos salvará.
—¿De qué nos salvará?
Madre, que no era persona insensible a los dobles sentidos, captó mi escepticismo. Arrugó la frente y continuó con el relleno de una punta de la estrella. Mi hermano tosía, una tos detrás de otra, y nosotros íbamos como subidos a ella. Mientras tanto, las noticias de la radio informaban de una huelga en una fábrica de Valencia, del incendio de una iglesia, de un falangista acusado de asesinato.
—Sinvergüenzas —masculló moviendo la cabeza a los lados sin perder de vista la puntada.
—Mi hermano tiene la tosferina —dije para que no tomara los derroteros de la política—. En todo ese tiempo en que has estado en el hospital no ha dejado de toser; deberíamos llamar al médico.
Pinchó la aguja en el acerico y con las dos manos estiró del bordado para desfruncir la tela.
—Tiene cinco puntas —dijo—, como los cinco continentes, como los cinco dedos del proletario.
IX
Padre estuvo preso.
Me he preguntado muchas veces por qué no me contó tal cosa, si no hubiera sido mejor ponerme al tanto de lo sucedido en el momento justo y no cuando la casualidad le había forzado a confesarlo. Fue en 1932, justo el año en el que Madre quedó embarazada de Federico.
La casualidad ocurrió pocos meses antes de que Padre se marchara, una tarde en que lo acompañé al Café Fuentes a jugar a las cartas. Un hombre solitario, acodado sobre la barra, apuraba un vaso de vino. «Bienvenido», dijo. Padre no se sintió aludido, echó un vistazo al fondo y, como viera que sus amigos aún no habían llegado, nos sentamos a la mesa y pidió al camarero una botella de tinto y una baraja española. Padre carraspeó. «No tardarán», dijo al tiempo que el camarero le traía las cartas y las contaba. El hombre hizo sonar la rueda de un chisquero. Se encendió un cigarro, salió a la calle, miró a los transeúntes. Después de dar dos caladas exclamó: «Mierda». Tiró el cigarrillo al suelo, nos miró y vino lanzado hacia nosotros. «Hola, Matarife», dijo arrastrando una silla. Se sentó frente a mi padre, le quitó el vaso y se sirvió vino. Vestía un traje muy gastado, con agujeros en las coderas y unos zapatos con las taloneras raídas que una y otra vez sacaba por debajo de la mesa en un acceso de manía. La barba le cubría gran parte de la cara, salpicada de calveros de tiña por donde asomaba una piel sonrosada. Parecía el desgraciado uno más de tantos otros occidentales que menudeaban por el Zoco Chico, saltando como pulgas de un bar a otro con la ropa manchada de vino; nada tenía de extraordinario y, sin embargo, en la forma en que me miraba parecía que me conociera.
Desde luego, no le gustó a Padre esa presencia inoportuna. Se reclinó en el respaldo, como siempre hacía cuando necesitaba ver las cosas desde una mejor perspectiva. Su silla crujió al soportar el peso de su cuerpo.
—¿Cómo por aquí? —le preguntó.
Al sonreír, la barba se plegó sobre sus labios.
—Siempre estoy por aquí. Vivo aquí. Toma, chaval —dijo ofreciéndome su vaso—. Bebe. Tu padre y yo somos antiguos amigos. Amigos de los buenos. ¿Cierto?
—Sí, amigos —concedió Padre.
—Recuerdo a tu hijo, de la Sala. Vaya ojos puso cuando nos vio —dijo al tiempo que dejaba escapar una risa y sus ojos se quedaban bajo el ángulo de las cejas—. ¿Cómo vas, camarada?
Así me llamó: “Camarada”; y no debió de gustarle a Padre esa palabra, porque frunció los labios y arrimó la barbilla al pecho, mirando los rayajos de la mesa como si no hubiera oído.
—Nos hicimos amigos en Villa Cisneros —dijo—. No he visto lugar más infecto que ese. Un puñado de fascistas, vamos, los militares de ese cuartel, por mucho que la bandera fuera la tricolor, incluido el Chato, un loco como tú. Más honorable hubiera sido escapar por nosotros mismos que ser liberados por el Gobierno.
—Pero nos liberaron. Y nos recibieron como héroes, en Barcelona —replicó Padre—. Deberías estar orgulloso.
Torció la cara el barbudo, molesto al parecer, porque no debía de coincidir con esa apreciación. Dio un largo trago de vino y miró a la concurrencia, pendiente de nuestra mesa.
—A ti se te olvida por qué nos encarcelaron. No conoces las acusaciones, te importa una mierda. Toda tu vida dando tumbos sin saber para qué…, Matarife —dijo alargando el final de la frase para que quedase bien prendida.
Padre se distraía siguiendo con una uña llena de grasa la forma de una estrella de David grabada en la mesa. Alguien debió de entretenerse en esa maldad de horadar la madera con la punta de un cuchillo. Mis ojos seguían ese dedo mientras el hombre hablaba, sin callar un instante.
—Pero al menos fue un sueño que duró más de una noche. Recuerdas, ¿verdad? Dejamos al tren sin raíles, arrancamos los cables del telégrafo, del teléfono, tomamos las armas; pero nadie resultó herido. En esos cinco días, por una vez, vivimos el sueño de la Revolución: el trabajo voluntario, la vigilancia de las milicias, el dinero abolido... ¿Puede haber mayor significación de libertad? Dime…
El dedo recorría una y otra vez la estrella, primero un triángulo, luego el otro, luego el contorno, vértice a vértice. Disipaba Padre, a buen seguro, una rabia que no deseaba expresar.
—Tal vez —dijo al fin, sin levantar la vista.
—Tú estabas en otras. Tu padre era también minero, como ellos, decías. Pensabas más en la revancha que en la liberación de esos hombres. Querías volar el cuartel con la dinamita de los mineros, o entrar a saco con los fusiles. Solo la sangre te consuela, ¿eh, Matarife?
El dedo ya no acertaba a seguir la línea. Lo mantenía en el aire, temblando. Le llené un vaso que cogí de otra mesa. Su mirada estaba lejos de nosotros, en otro tiempo, reviviendo acaso aquellos momentos.
—“Comunismo libertario”, así llamábamos a nuestro sistema político. Qué ingenuos —dijo, y sacó un pie por el lado de la mesa, con el zapato colgando—. Un figura, el Durruti, y los hermanos Ascaso, y tú, con tu fusil allá donde ibas. Está muy bien eso de arrastrar a la gente a cumplir los ideales. Para eso están. Pero al fin y al cabo tú luego te hubieras largado, como has hecho siempre, y los mineros, y los obreros del textil, esos no pueden escapar, esos recogen tu cosecha. Porque tú vives siempre en un mundo de ideales. El pan de los hijos, un lugar digno para vivir, el apego a la tierra, todas esas cosas te las traen al pairo. Tú prefieres, ya te digo, vivir bajo la amenaza de la muerte.
En esto mi padre se echó sobre la mesa y lo agarró de la pechera. Lo sacudió como a un muñeco, furiosamente, y le lanzó el fondo del vaso a la ropa. Era fácil para él, tan ancho de hombros.
—Lárgate —le dijo. Y lo soltó a plomo sobre la mesa.
Luego miró a la concurrencia, muchos conocidos, que en poco tiempo ya atestaban el bar. Padre tenía un alto sentido de la vergüenza, nada merecía la atención de la gente si no era para celebrar un éxito. Nos levantamos a la par y el barbudo se quedó contrahecho sobre la silla. El tinto resbalaba por su mentón y le empapaba de un rojo vivo la camisa.
Cuando salimos del café, mi padre se metió las manos en los bolsillos, agachó la vista y caminó en silencio. El pelo de su barba asomaba blanco y gris. Sus mejillas temblequeaban. Se hacía mayor. En el trayecto a casa no me miró a los ojos ni me dirigió la palabra. No podía decirle que yo ya sabía de su prisión.
Fue en la primavera de ese año cuando llegó a casa una carta sin remite. Madre sufría de alergia desde mediados de marzo a fines de julio. En esa época los ojos le lloraban, estornudaba, se sonaba a menudo la nariz. No aprecié, por tanto, su nerviosismo hasta que un día, cuando preparaba la mesa para la cena, vi sus dedos romos. Desde que recibió la carta se arañaba las uñas de una mano con las de la otra mano, se asomaba con frecuencia a la ventana que daba a la calle. Alguna noche la oí gemir.
Pocos días después, supe por Efrén que mi padre había sido deportado junto a cien anarquistas de la CNT y un puñado de comunistas a la prisión militar de Villa Cisneros. Se les acusaba de crímenes contra la República. Cuando me decidí a preguntarle por el contenido de la carta, Madre evitó pronunciar las palabras prisión, militar, deportado. Dijo únicamente que estaba realizando unas “diligencias” muy importantes que le requerían mucho tiempo. Pero ella no dejó de arañarse las manos.
En los seis meses que le faltaban para dar a luz, Madre, acaso porque una parte de ella se culpaba de esa ausencia o porque quiso dedicar a su marido un último y definitivo gesto de amor, se negó rotundamente a salir de casa hasta llevar a término su embarazo. Para ello, encargó más trabajo de costura del que podía asumir, dejó sobre mis hombros la responsabilidad de atender el taller y buscó la ayuda de Fátima, una mora obesa y muy habladora, que se encargaría de llevar a buen término esa gestación solitaria a la que el destino la había abocado.
No parecieron aquellos momentos felices; los cuarenta y nueve años que Madre cumplía ese mismo mes no eran los catorce con los que tuvo su primer hijo, aunque naciera muerto. Las piernas no tardaron en hinchársele, y el puente de la nariz, y las manos, a pesar de que cada noche las masajeaba con aceite de romero y subía a la azotea porque la mora le decía que la luz de la luna preparaba el cuerpo de las mujeres para el parto. Ella, que encontraba en su vestido de Chanel la vara de medir de su propia elegancia, descubrió una mañana al salir del baño que la imagen devuelta por el espejo no era la misma que conocía: veía su piel cedida, blanquecina, marcada por las formas de su anatomía, como la muda abandonada de un animal. Por la puerta a medio abrir escapaba a ras de suelo un tenue vapor y un gemido acallado, sigiloso, con la consistencia de un rezo.
Siendo así las cosas, la espera y el alumbramiento de Federico, más que ser un motivo de alegría, debieron de tener el significado de una ausencia. Desde aquella primera carta se estableció una suerte de contacto confidencial que partía de Madre, seguía por Fátima, pasaba por Mohamed y acababa por fin en esa sala hermética con puerta de chapa, ubicada en el taller de automóviles y a la que mi madre culpaba de muchos de sus males. Era, por supuesto, una suposición, pero solo así podía entenderse que Madre nunca preguntase por él, ni me enviara al Comisionado ni a ningún otro lugar donde pudieran darme alguna información sobre mi padre.
El día en que se puso de parto me pidió que me marchase de casa. «Eres un hombre adulto», dijo, «mejor bájate a la calle y espera por si el médico». Fátima ya calentaba agua en la cocina y llenaba el suelo alrededor de la cama de trapos y toallas. Se movía rápido, con inusitada ligereza, ensombreciendo el pasillo con su cuerpo cada vez que iba o venía. «No me voy a ningún sitio», dije, aprovechando que Fátima cerraba la puerta de la habitación.
Cuando al poco tiempo salió le pregunté: ¿ya? Pero Fátima era mujer muy apegada a sus costumbres y guardaba un empecinado silencio sin detener su marcha. Solo cuando me interponía en su camino echaba entonces atrás la cabeza y decía: «Todo bien, todo bien».
Permanecí en el pasillo un buen rato. La voz de la mora se escuchaba como un canturreo suave, que se interrumpía con las quejas cada vez más insistentes de Madre. Podía imaginar en esos instantes qué pensamientos la cercaban, los pretextos de su soledad, el inoportuno embarazo, el dolor innecesario. No podía nacer ese niño con un aura de felicidad, porque ya se encargaba ella de cercenarla desde su misma raíz.
Fátima aparecía en el pasillo con las toallas empapadas de sangre y por más que le preguntaba me decía lo mismo: «Todo bien, todo bien». Pero no podía ir nada bien, porque había demasiadas toallas, y trapos de la cocina, incluso ropa de Madre que aún se reconocía embebida en la sangre.
—Madre, llamo al médico —grité.
Pero aún tuvo energías para hablarme arisca y me respondió que ni se me ocurriera, que traicionaba a mi padre y la traicionaba a ella. Me hablaba como si yo tuviera en mi cabeza la situación de mi padre. El caso es que Madre se sumió en un silencio convaleciente que duró una semana y Fátima tuvo que buscar a una madre de leche, porque, aunque consciente, apartaba al niño con una mano floja cada vez que se lo acercaba a la cama.
—Ya tiene la vida, con eso queda —decía.
X
Entre los muchos alumnos de la École de Boxe, Efrén era el único español de mi edad que estudiaba en el Lycée. Esa simple coincidencia, atendiendo a un orden lógico, debió de haber sido suficiente motivo para propiciar nuestra amistad. Sin embargo no fue así, porque sobre ese orden lógico se imponía un hecho singular que algunos creyentes calificaban como milagro y otros, los menos fervorosos, responsabilizaban al capricho de la casualidad. En cualquier caso, ese hecho, milagroso o no, consistía en que en los sorteos de emparejamiento previos a las veladas de boxeo resultaba que las más de las veces Efrén y yo nos encontrábamos frente a frente entre las cuerdas del ring.
Tras varias coincidencias se probó a cambiar el sistema de sorteo, se abandonaron los nombres escritos en papel extraídos de dos cajas por dos letras secretas que identificaban a los púgiles y que un niño hacía coincidir en la pizarra según su inocente criterio. Así y todo, maravillosamente, la letra secreta de Efrén y la mía se revelaban ante los ojos de los presentes cuando el niño leía en alto los nombres escritos en pequeños trozos de papel.
Muchos daban por hecho que entre él y yo existía una animadversión manifiesta, consecuencia posiblemente de algún escabroso suceso que nadie podía aclarar, y que esas coincidencias no eran más que burdos intentos de dirimir nuestras diferencias en un cuadrilátero. Sin embargo, pasaban por alto estas personas que, en ocasiones, los desencuentros no surgen de la realidad que contemplan, sino de los mismos ojos que miran.
Así, nunca hubo entre Efrén y yo malentendido alguno que por milagro o por pura casualidad favoreciese esa coincidencia. Subíamos al ring porque había que hacerlo, peleábamos, perdíamos, ganábamos y no podría decir que en esos habituales enfrentamientos alguno de los dos se dejara llevar por un expreso deseo de destruir al contrincante. Muy al contrario, como si el Destino nos hubiera puesto a prueba desde el mismo principio, de esa supuesta enemistad nació un vínculo que solo los prejuicios de Padre pudieron alguna vez romper.
Efrén era hijo del Director del Hospital Español, un hombre muy conocido en Tánger, no solo por dirigir un hospital que tan eficazmente había ayudado a los heridos de la guerra del Rif o de las escaramuzas con los saharauis, sino porque, al parecer, no se molestaba en ocultar sus diferencias políticas con la República, de la que solía decir, atendiendo a su militancia en círculos filantrópicos de la ciudad, que era poco más o menos una “madre desnaturalizada”.
En una ocasión en que debatíamos sobre este punto a Padre le faltó tiempo para tachar a ese hombre de fascista, de incongruente y desafecto, sin mostrar pudor alguno por sus propias acciones que, al fin y al cabo, tenían como objetivo la desaparición de la República.