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El cristianismo, que originariamente es una religión y no una escuela de sabiduría, tampoco ha hecho tanto daño, en mi opinión. Es cierto que ha creado la Inquisición, que el clero es constitucionalmente repugnante, y que en España se ha cebado con la educación y varias áreas más, pero en su matriz abrigaba el perdón, la compasión12, la abolición de las clases sociales, el amor hacia la Creación entera desde el de Asís y la renuncia al dinero y a las vanidades del mundo en los monasterios o las ordenes mendicantes. ¿Quién es sabio para la religión cristiana? Pues cualquiera que, sin necesitar siquiera saber leer o escribir, ponga su vida al servicio del entorno externo a sí mismo. La adoración a Dios es lo primero, por supuesto, pero el siguiente escalón es el interés por la prosperidad y mejoramiento de Sus Obras y Designios en este mundo –así lo dice Leibniz y me parece que no es por quedar bien. Como no hay ironía socrática en nada de esto, y el alcance de su propósito es absoluto, es natural que el cristianismo produzca historias de entusiastas “buenos” –santos– tanto como de entusiastas malos –fanáticos–, grandes redenciones y grandes masacres, pero no otra cosa sucede con el marxismo. Frente a esto, la erudición y el arte renacentistas, o la forzosidad de romper con el pasado de los modernos son sin duda ideales de sabiduría más urbanizados, más sosegados, pero también más tibios y mundanos. Se ha querido siempre ver en Descartes el pionero del pensamiento moderno, y lo es tanto porque simboliza el giro subjetivista del saber como porque su gesto principal es negativo: se trata de deshacerse de las tradiciones. Aquí ya divisamos nuestro mundo, dijo Hegel. Si la Filosofía continúa siendo hoy, aun de modo ya muy crepuscular, el lugar clásico y prestigioso de la sabiduría, es en cuanto que pone en crítica implacable el peso del pasado e invita al discípulo a pensar por sí mismo. Eso es, al menos, lo que te dirá cualquier profesor del ramo, cualquiera de sus alumnos e incluso un diputado de un Parlamento. El sabio como aquel que se queda voluntariamente desnudo sin perspectiva alguna de llegar a vestir el traje de una nueva fe jamás, y mucho menos el traje nuevo del emperador... Atrévete a saber, dice con vehemencia el gran Kant: no se aprende Filosofía sino que se aprende a filosofar...
Pero no es cierto del todo, y esta es, sin duda, la máscara del sabio más equívoca, más ambigua, que además tiene la enorme documentación de las cuatro últimas centurias en su contra. El hombre barroco, y luego ilustrado, que presume de ir desnudo de prejuicios, en realidad lo que esconde es algo sencillo de enunciar, pero difícil de desentrañar: ya no cargo prejuicios relativos a una interpretación de la naturaleza o de la divinidad porque ahora yo defino mis propios conocimientos y mis propias normas morales, y ello con el mismo carácter de necesidad y universalidad que emanaba de la Naturaleza o de Dios. Por eso Kant formulaba ese sapere aude con tanto vigor. Atrévete que encontrarás, y lo que encontrarás está más cerca de ti de lo que crees, más aún: eres tú, adecuadamente purificado –la sabiduría siempre resulta de una purificación, desde Empédocles y Pitágoras en adelante. El propio Kant se sometió a sí mismo en cierto momento a un conjunto de máximas vitales estrictas que hicieran posible “un nuevo Kant”, y a este proceso lo denominó palingénesis, volver a nacer. El sabio moderno, ilustrado, no duda de todo, no se queda en pelota viva como nos quiere hacer creer, sino que vuelve a nacer –una conversio no por casualidad semejante a la cristiana–, y con ello se inviste de un orden epistémico tan rígido o más como el del estoicismo o la teología. Sólo que ahora, quién traicione o subvierta las Categorías del Entendimiento o el Imperativo Categórico, traiciona a la Humanidad entera en el interior de sí mismo (en cierto sentido es mucho peor que la Iglesia, porque si mi vecino ofende a Dios, no tiene por qué ser asunto mío, allá él, sobre todo si soy protestante, pues que haga penitencia, pero si nos ofende a todos se hace con ello inhumano, inaceptable en la comunidad de los vivos... Fin de la Inquisición; Incipit Monsieur Guillotin...) No obstante, me parece que esa cristalización del sabio como hombre sumamente recto y que conoce los límites inviolables pero positivos del ser humano que nos brinda Kant es de lo mejor que tenemos hoy. ¿Qué, si no? ¿El señor que dice “ir hacia una estrella, sólo eso”, y que “sólo un dios puede salvarnos”, mientras él espera la caída de los higos chumbos, inspirándose en Hölderlin o Rilke? ¿El propio Wittgenstein, un hombre religioso atormentado y terriblemente perfeccionista? ¿Steve Jobs, que encarna la sabiduría estilo Disney de alcanzar tus sueños a toda costa aunque te descalabres o pises cuellos ajenos por el camino? ¿La sabiduría rústica y ruin de un Benjamín Franklin, que enseña al hombre hecho a sí mismo a ahorrar, ser frugal, mirar por el futuro y construir un imperio “tacita o tacita”? ¿O, por el contrario, el epicúreo contemporáneo, desatado, que se gasta una fortuna en sus caprichos sin parar mientes en el destrozo que deja a su paso –aunque lo sabe y sufre algo por ello, sobre todo en lo que toca a su propio destrozo: “Epicuro de Esparta”, cantaba Joaquín Sabina–, al tiempo que deja caer sentencias a sus allegados acerca de lo efímero de la vida y lo necesario de exprimirla a tope? Richard Rorty fue el último, hasta donde yo sé, que formuló un ideal de sabiduría individual y colectivo, al que denominó “ironista liberal”. Un ironista liberal está infinitamente más cómodo con la vida que le ha tocado que Kant, tanto que se puede permitir ponerla en cuestión en la teoría, siempre que no se la toquen en la práctica. El ironista liberal sabe que lo que sabe no es más que una concreción histórica de la sabiduría como hay tantas, de manera que hasta se siente un poco artista, ya que es capaz de moverse a otros lugares mentales en los que ser otra cosa, pensar y sentir de otro modo. Eso sí, las instituciones que protegen esa libertad, aunque meramente pragmáticas, se justifican por sí solas, de modo que Rorty llamará a la policía si pones un pie en su propiedad en nombre del ironismo relativista. Rorty propone, en fin, algo así como el Sócrates insatisfecho y el cerdo satisfecho de Stuart Mill fundidos en un solo molde de sabio mantenido con en un equilibrio precario.
Nada de lo dicho, pues, nos sirve para la emergencia que habitamos hoy y habitaremos tal vez para siempre. Estamos encerrados en esta bola sin duda maravillosa pero que se va a pique, y lo único que está claro es que la supervivencia digna será asunto de colaboración colectiva, de actantes en red como dice Latour. El viejo ideal del sabio se ha tornado en orteguiano, de modo que el sabio será el sabio y sus circunstancias, y si no las salva a ellas no se salvará a sí mismo. El estoicismo profundo de nuestro esqueleto occidental nos ha impuesto desde siempre la manía desarraigable de que el hombre de verdad es, primero varón, y luego autosuficiente. La autarquía, el valerse uno únicamente de uno mismo, moral y cognoscitivamente, es el secreto de la moral en Occidente, y lo que sabemos de Oriente no parece que sea muy distinto –por eso, por cierto, los sabios han de aparecer viejos, incluso el propio Dios: resulta más fácil al hombre marchito y cada vez más ensimismado en sus recuerdos sujetar sus pasiones... Pues bien, esto es lo que ya no puede ser, no porque se haya quedado obsoleto sin más, o porque, como apunta el feminismo, sea agresivo y triste, sino porque es una manera de ser (una forma de subjetivación, una tecnología del yo, que diría Foucault) que nos introduce más a fondo en la tormenta perfecta, en vez de sacarnos o por lo menos bandearnos en ella. Yo no sé lo que hay que hacer, o si no el sabio sería yo, y no tengo ni la edad, ni la preparación ni la posición social ni los redaños necesarios. Pero me gusta mucho este famoso pasaje de un discurso de Václav Havel, ex presidente de la República Checa fallecido en 2011, que pese a ser un genuino animal político consiguió, como Nelson Mandela, no dejar del todo de ser un ser humano –y hasta un escritor, un dramaturgo y un filósofo...¿tal vez un sabio…?:
La esperanza no es un pronóstico (...) Siento que sus raíces más profundas están (...) en las raíces de la responsabilidad humana (...) La esperanza, en su sentido profundo y poderoso, no es lo mismo que la alegría de que las cosas vayan bien o la voluntad de invertir en iniciativas que, obviamente, se dirigen a un éxito temprano, sino más bien la capacidad de trabajar por algo porque es bueno, no sólo porque tiene una oportunidad de éxito. Cuanto más poco prometedora es la situación en la que demostramos esperanza, más profunda es esta. La esperanza no es lo mismo que el optimismo. No es la convicción de que algo va a salir bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, independientemente de cómo resulte (...) Es también esta esperanza, sobre todo, la que nos da la fuerza para vivir y probar continuamente cosas nuevas, incluso en condiciones que parecen tan desesperadas como las nuestras, aquí y ahora.
La expresión clave es, para mí, la “convicción de que algo tiene sentido”. Desde luego, no puede tener sentido dejarnos llevar por el desastre mientras que tocamos como la orquesta del Titanic. La sabiduría, hoy, debe tener que ver con alentar esperanzas, pero esperanzas bien informadas, con sentido. Sencillamente porque la esperanza no es un estado del alma, sino una actividad de la persona entera. Aquel que no espera lo mejor –y no “una estrella”, en abstracto, como Heidegger–, aun a sabiendas de que su anhelo no está garantizado por nada ni nadie, tampoco hace nada para conseguirlo, y por tanto se enreda en un círculo vicioso, en una profecía autocumplida. Así resulta fácil ser sabio, incluso profeta.
Como me duele una muela, y no pienso ir al dentista, adivino que lo voy a pasar mal. Es tonto, pero además tiene poco mérito. Lo que tiene mérito es decir “sólo sé que no sé nada, como Sócrates, pero si me duele una muela lo que parece tener sentido es dejar de comer bombones y abrirme una cuenta en una clínica odontológica; no tengo seguridad de que eso vaya a eliminar el dolor, y mucho menos a hacerme feliz, pero al menos no es estúpido, y siempre es mejor haber amado y haber perdido que no haber amado jamás, como dijera Lord Tennyson” (buscadlo en el ignorante del Google si no os lo creéis...), es decir, haber intentado hacer algo, obtener alguna victoria, que quedarse cruzado de brazos. Ya se ha dicho, en fin, alguna vez, en una afortunadísima expresión: contra el estoicismo, “el futuro no es lo que va a pasar, sino lo que vamos a hacer”...
10 Aunque en realidad lleno de trampas, como he intentado hacer ver arriba. La teoría del actante-red da nuevos motivos para ello, puesto que me parece que implica dos cosas: la disolución del Sujeto y una Ontología Pluralista. El que el Sujeto moderno se diluye en un plexo inestable de referencias cruzadas –empleando un ejemplo de Latour, un avión no es un avión, ni siquiera es la compañía aérea que fleta el avión: es la tecnología que lo hace posible, la economía que permite construirlo y tasa el precio del pasaje, la extracción social de la tripulación, la calidad del catering, una crisis mundial, como vemos ahora, y un largo etc.–, lo muestra bien a las claras el hecho de que los sujetos tradicionales se han vuelto no débiles, como quería Vattimo, sino completamente estúpidos e incompetentes. El poder político de un Trump, que sembraba más caos que orden, el poder económico de un Musk, que amenaza con la facultad de dar un golpe de estado donde le apetezca, al tiempo que denuncia la cuarentena por “fascista”, la actuación antiespañola de ciertos partidos españoles, la inoperatividad completa de organismos internacionales como la OMS, la descoordinación entre estados incluso dentro de la UE, etc., todo ello hace pensar, al menos a mí, que el Sujeto hegeliano de una presunta Acción Racional no es que haya muerto, como proclamaba Foucault, es que ha caído en brazos de la estolidez total. Esta mañana he visto en YouTube un spot que, en su concisión, podría representar la estética de un mundo verdaderamente mejor y centrado en aquellas prácticas que mantienen la vida y la tornan habitable en vez de destruirla y arrasarla; pues bien, era un anuncio de una marca de cerveza. ¿Es, pues, el marketing de una cerveza el nuevo Sujeto epocal? Si hay algo más que sabiduría individual sobre la Tierra, y esto ya es de por sí muy discutible, sería algo así como el acervo, el patrimonio, el archivo, el repositorio de todo el saber de la humanidad, el nous poietikós aristotélico, en fin, y eso, en mi opinión, está muy lejos todavía de serlo ese latifundio en disputa y lleno de rastrojos y malas hierbas que es hoy en día Internet. Sin embargo, sólo eso, el Entendimiento Agente, merecería el puesto del Sujeto pospandemia, de instancia de la Razón Práctica no absoluta y en permanente reemsamblaje, pero a ver qué o quién lo encarna, visto lo visto… (Pido perdón por esta larguísima nota, pero aún me queda algo por decir. Tal vez el único pronóstico en el que Nietzsche acertó plenamente fue en el de la caracterización de “el último hombre”, aquella modalidad de humanidad crepuscular que es la más inteligente y feliz que jamás haya existido en la historia, pero a la vez la más profundamente imbécil y balbuciente…).
11 Si Voltaire fue, en el s. XVIII, el filósofo no sistemático ni metafísico al que alguien calificó de “un caos de ideas claras”, Foucault fue el Voltaire del s. XX, ese hombre ilustrado pero pesimista cuyo enemigo no fue la Iglesia, la Monarquía o la simple necedad humana, sino la forma de Estado que salió reconstituida de Mayo del 68, y un filósofo ni sistemático ni metafísico tampoco al que yo calificaría como “el orden riguroso y metódico de las ideas confusas”…
12 No confundir con la compasión colectiva representada por las cabezas visibles que vemos en los informativos estos días, o con la compasión de las ayudas al Tercer Mundo, menos aún con la de las donaciones de los milmillonarios a la americana. Mientras que la primera es pura liturgia de reafirmación del poder tras el revuelo, las segundas no son más que realizaciones varias de la máxima que dice que “cuando el mercado no tiene compasión, la compasión tiene mercado”... (Curiosamente, por cierto, el liberalismo siempre pensó que el ser humano es malo y rapaz hasta la médula, pero creó un espacio de economía política propicio a dar salida a ese egoísmo e insolidaridad –con la excepción de la filantropía eventual de los ricos–, mientras que el marxismo siempre confió en la bondad última del hombre, muy al modo anarquista, y sin embargo dio lugar a sistemas sociales donde esa generosidad y espíritu comunal eran draconianamente vigilados y controlados, por si acaso… Es por eso, en general, que ser sabio en Geología o en Astrofísica es incomparablemente más fácil que serlo en cosas humanas, ya que el hombre como tal es el tema de estudio más retorcido del universo).
¿Y si el mundo (no) fuera una simulación?
No existe sino esta vida que nos mata.
Proverbio uruguayo
Hasta en los dibujos animados para niños he visto formulada la que parece ser la pregunta metafísica por excelencia del s. XXI: ¿y si el mundo fuera todo él una enorme simulación, como en Matrix? Está tematizada en clips científicos simulados de YouTube, se la hacen filósofos simulados en el aula delante de sus alumnos o en un congreso repleto de espectadores simulados, y lo cierto es que cualquier persona simulada, sola en su cuarto y reflexionando sobre las rugosidades del techo –eso le ha ocurrido hasta al gran Joan Manuel Serrat…–, da en hacérsela a sí mismo a ver si así se libra de los problemas reales que le aguardan en cuanto cruce la puerta. Es tal el poder taumatúrgico que ha adquirido la tecnología desde que tenemos dispositivos móviles (cuando hubiese sido mucho mejor desarrollar la energía de fusión), que ya todos creemos que los chismes lo pueden todo, que no hay límite a lo que los ingenieros y los programadores podrían construir para nosotros o incluso contra nosotros. Si eso lo ensamblamos además con cierto narcisismo fracasado del individuo cableado del Primer Mundo (intentamos querernos más que nada en el mundo, como nos vende la publicidad, de verdad que lo hacemos, pero no lo conseguimos, maldita sea, y entonces nos pasamos al consumo de los placebos de la felicidad), la duda cartesiana está servida: ¿no será toda esta porquería de vida mía una gigantesca simulación por ordenador y yo el único sujeto realmente existente? ¿O estaremos todos enchufados a un Gran Bluff, como los cerebros en la cubeta de Hilary Putnam, víctimas cortazarianas de la imposibilidad estética y lírica de asomarnos al Otro Lado? Yo, que nunca me he hecho esa pregunta, siendo sincero, tal vez porque desde muy temprano tuve un hermano pequeño e incordión que tome en el acto por real, o porque tengo pocas luces, creo sin embargo que no, que es una hipótesis más que falsa, inútil, escapista y absurda, e intentaré explicar sucintamente el porqué.
Primero, porque si todo fuese una Simulación Cósmica, automática como en Matrix, u orquestada en tiempo real como en El show de Truman, habría que señalar antes que nada simulación de qué. En la película de Peter Weir está claro: se simula una correcta vida americana en una edge city, pero esto no es una simulación en el sentido de la interrogación metafísica del friki, es sencillamente una impostura, una tomadura de pelo y seguramente un delito muy grave en la persona inocente y cándida de Jim Carrey. En Matrix, lo que se simula es el Nueva York de finales del s. XX, y lo que se busca con ello es convertir nuestros cuerpos en baterías vivientes bulbosas, de un modo muy poco creíble, porque si eso pudiera hacerse ya se habría esclavizado a todos los animales y de paso a todos los desgraciados habitantes del Tercer Mundo, que soñarían vivir unos en La Arcadia y los otros en Park Avenue. Los barrios de casas sin tiendas ni plaza central de los suburbios de las ciudades norteamericanas existen, y Nueva York también, o existió, y tenía kitschies Trump Towers diseminadas por ahí (por cierto… ¿y si fue él quien planeó el 11-S para acabar con sus competidores?), así que esa no es cuestión metafísica alguna, ni está a la altura siquiera de La vida es sueño de nuestro Calderón de la Barca. La verdadera incertidumbre es, por tanto, si esta vida mía y la de mis parientes y amigos que parece tan fácil, tan rodada (en Siria nadie se ha preguntado los últimos diez años si los bombarderos son reales ontológicamente o sólo epifenoménicamente: son reales y punto…), pero a la vez tan falta de expectativas y tan poco ilusionante ya13, no será, ¡la diosa lo quiera!, una extraña simulación, simulación de nada, que tenga un oportuno interruptor de apagado, un botón de “escape”, una caída de telón o lo que fuera que nos saque de aquí14. Y eso es lo que no tiene sentido, porque una simulación que no simula nada equivale a decir una realidad, puesto que la realidad o no de algo se mide no por lo que esconde detrás, como los operadores de un teatro de guiñol, sino por lo que es capaz de hacer, por su comportamiento posible. Si la CIA, un suponer, tuviera un aparato como el de la obertura de Dune, una caja del dolor en la que metes la mano y te la abrasa, pero sólo mentalmente, eso no dejaría de ser considerado tortura por Amnistía Internacional. O si en un interrogatorio al sospechoso se le hace creer que han cogido a su hijo y le ha clavado un cigarrillo en la piel en la habitación contigua, su declaración ulterior no valdría legalmente un pimiento.
Es real lo que obra, decía Unamuno, no lo que es. Lo que es o no es no lo sabremos nunca a ciencia cierta, ni incierta, a decir verdad15. Como se ha señalado mil veces con otros ejemplos, de la misma manera que una hormiga es constitucionalmente ciega a lo que pueda significar coger un taxi, yo puedo no hacerme cargo en absoluto de realidades que superan por completo mi entendimiento y modo de existencia. Pero sí sé una cosa, y es que cuando yo necesito coger un taxi para llegar urgentemente al aeropuerto, o la hormiga transportar un grano de arroz al hormiguero para beneficio de la comunidad, mi creencia en que aquello que tengo entre manos existe es totalmente real, y la inercia de la hormiga en sacrificarse por el bien de sus congéneres también. No quiero decir que el curso de mi creencia sea real, pero lo creído tal vez no, a la manera de Descartes, sino justamente al revés. Que exista fehacientemente el negocio que me lleva a Texas por avión es lo que origina mi acción de coger el taxi, y que exista el procomún del hormiguero es lo que justifica el esfuerzo que se está tomando Antz. Los efectos no pueden ser más reales que sus causas, y si un científico listillo quiere convencernos de que los negocios son una convención y el bien público del hormiguero un instinto, fuera de los cuales tan sólo existen cuerpos, o procesos físicos, o el mecanismo evolutivo, o el Gen Egoísta, el que vive en la irrealidad es él, y además no ha oído hablar del emergentismo de sistemas, que es fascinante. No son los organismos, o la evolución, los que se sirven de simulacros como los negocios o el altruismo para continuar su estúpida tarea de prolongarse indefinidamente, es la lógica interna de los negocios de los hombres, o del altruismo de las hormigas, la que se vale de esa especie de leyes básicas de funcionamiento del devenir para alcanzar sus fines, a menudo torciéndolas astutamente –Newton formuló la Ley de Gravedad, pero la física de un avión se apoya en ella para despegar. De modo análogo, que el Universo sea una simulación o no importa poco, ya que sea como fuere ese trasfondo ontológico es aquello que por un motivo u otro, o por ninguno (y los humanos, en mi opinión, jamás resolveremos ese misterio, ni falta que nos hace, porque nuestro élan es crecer…), resulta imprescindible para que el asesinato de Kennedy o una novela de Faulkner puedan tener lugar.
Tal vez existan los dioses, y palpen el tejido de lo real. Pero si tú eres un simple mortal, y al pedirle salir a alguien te responde que no podría decidirlo, porque lo mismo estamos viviendo una simulación global, no es que sea un espíritu soñador o perplejo, es que te está dando unas calabazas como unos panes de grandes. La hormiga no puede pensar, entendiendo por pensar la forzosidad de tener que gestionar futuros alternativos, que es el fastidio eterno, y a la vez el privilegio magnífico, del Dasein. No obstante, todos esos futuros que se nos abren a cada paso son tan simulados como reales, reales en tanto simulados, simulados en tanto reales. “-¡Mamá, quiero ser artista!”; “-Hijo, tú lo flipas…”: tanto él hijo como la madre tienen razón a la vez. El hijo se ha inventado ese futuro mirándose al espejo disfrazado de Lizza Minnelli, o sea que es cierto que lo flipa, pero ese flipe es mejor que fliparse de que vas a ser Pablo Escobar, de manera que sí, puestos en la tesitura prefiere ser artista. La gran pregunta metafísica del s. XXI, con los problemas verdaderamente apocalípticos que tenemos encima, debería ser entonces “¿y si el mundo no fuera de ningún modo una simulación?” Porque en tal caso habría que salir de habitación, olvidarse de la metafísica de salón, sacar la basura previamente separada, no pensar que el tío durmiendo en un portal es un perdedor, encaminarse a una ONG o lo que sea a ver en qué se puede ayudar, despedirse del saltamontes del parque no vaya a ser que se extinga mañana, dejar de tomarse en serio las superproducciones americanas y desengañarse un poco de las ideologías circulantes leyendo por ejemplo a René Girard, cuando escribe, en Mentira romántica y verdad novelesca (de 1961)…
El novelista, por su parte, desconfía de las deducciones lógicas. Mira a su alrededor y se mira a sí mismo. No descubre nada que anuncie la famosa reconciliación. La vanidad stendhaliana, el esnobismo proustiano y el subterráneo dostoyevskiano son la nueva forma que adopta la lucha de las conciencias en un universo de no-violencia física y, si es necesario, de no-violencia económica. La fuerza no es más que el arma más grosera para unas conciencias enfrentadas entre sí y corroídas por su propia nada. Privadas de esta arma, nos dice Stendhal, fabricarán otras nuevas que los siglos pasados no han sabido prever. Elegirán nuevos terrenos de combate, al igual que esos jugadores empedernidos a los que una legislación paternalista es incapaz de proteger de ellos mismos pues, a cada prohibición, inventan nuevas maneras de perder su dinero. Sea cual fuere el sistema político y social que se consiga imponerles, los hombres no alcanzarán la felicidad y la paz con la que sueñan los revolucionarios, ni la armonía balante que horroriza a los reaccionarios. Siempre se entenderán lo suficiente como para no entenderse nunca. Se adaptarán a las circunstancias que parecen menos propicias a la discordia e inventarán incansablemente nuevas formas de conflicto.