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O el propio Hölderlin, todavía optimista, en Grecia:
Tanto vale el hombre y tanto vale el esplendor de la vida,
Los hombres a menudo son amos de la naturaleza,
Para ellos la tierra hermosa no está escondida,
Sino que con dulzura se desnuda mañana y tarde.
Los campos abiertos son como los días de la siega,
Alrededor se extiende espiritual la vieja Leyenda,
Una vida nueva vuelve siempre a nuestra humanidad,
Y el año se inclina aún una vez silenciosamente.
(Versión de Vicente Huidobro)
17 Todavía peor: Kant de “nihilismo” por Jacobi, que tuvo que inventar el famoso término aposta para ello.
18 O no tan para siempre. Heidegger lo que intentará será pensar tal substancia en el interior de esas mediaciones históricas, atravesando todas ellas pero sin quedar fijada o presa en ninguna, y para ello apela precisamente a Hölderlin.
De Auschwitz como reducción al absurdo
Una tradición ya con cierta raigambre histórica y oriunda de las altas esferas de la cultura judía (Theodor Adorno, por ejemplo, era judío) obliga a aquel que roza el tema de Auschwitz o, más en general, del Holocausto, a algo así como la mudez por decreto, ya que se entiende que lo que allí sucedió no tiene parangón en los Anales de la Humanidad y representa algo así como la epifanía pavorosa del Mal Absoluto. Naturalmente, esto no sólo no es así, sino que es imposible que sea así. Los seres humanos, condicionados o amparados –cada uno distinga en este punto según su humor, yo prefiero pensar lo primero19, pero seguramente sucedan las dos cosas– por los constructos abstractos de los que se ha dotado, han cometido atrocidades igual de radicales desde tiempos inmemoriales, sin ir más lejos Leopoldo de Bélgica aniquiló casi a título personal (puesto que la compañía de explotación era propiedad suya y no de su reino) a una mayor cantidad de gente que la Alemania nazi en sus peores años de exterminio calculado y no bajo unas formas menos crueles precisamente. El horror es el horror, y no viene al caso ponerse a medir un mayor o menor grado de horror en diferentes momentos de la historia o en diversos sujetos nacionales de carnicerías; cuando un pueblo determinado se ha visto en la posibilidad de ejercer una fuerza desmesurada sobre otro para lograr un objetivo material concreto y ha logrado persuadir a sus miembros de que tal cruzada era justa, pocos se han puesto límites éticos en lo que a destruir al prójimo se trata, y, lo que es aún más horrible: probablemente las víctimas hubieran hecho lo mismo de haber tenido la ocasión. El periplo del hombre sobre la tierra no ha sido ningún camino de rosas precisamente, y si hoy pensamos que hemos alcanzado cierta cota de civilidad, o eso nos parece a la zona rica del mundo, es debido a que esa cota está muy bien protegida por armas otrora inimaginables y por campañas de propaganda audiovisual cuyo alcance y penetración jamás hubieran podido concebirse en el pasado (en comparación, el pobre Augusto, primer emperador de Roma, creía el hombre que para ser querido bastaba con poner su cara en las monedas, promover juegos en el Coliseo y repartir trigo…).
La diferencia, pues, entre el complejo de Auschwitz y los crímenes masivos anteriores que ha registrado la historia no reside en el horror, ni en la cantidad, ni en la vileza del régimen nazi, ni en nociones religiosas como la del Mal Absoluto. Reside, en mi opinión, en el carácter industrial, fabril, del exterminio. Eso es, creo, lo tremendo. Los nazis cogieron a polacos, rusos, bielorrusos, romanís, homosexuales y poco más tarde judíos y los sometieron a un proceso enteramente racional de aprovechamiento humano. Quiero decir que sí, que se les asesinaba de modo horrendo, a hombres, mujeres y niños considerados no arios o anti-arios, como los judíos, pero no sin antes robarles hasta las muelas de oro, vender su ropa y pertrechos, ponerles a trabajar hasta la extenuación, experimentar con ellos como cobayas y, aunque muy minoritariamente, obtener jabón de sus cadáveres. Las SS llegaron a cobrar a los judíos por el viaje en tren hasta los campos, a administrar sedantes a los recién llegados para que no gritasen o escuchasen los gritos, y a poner en marcha potentes motores mientras funcionaban las cámaras de gas para tapar el sonido de los estertores de la muerte. Se oye muchas veces decir que todo esto, todas estas técnicas puestas al servicio de los fines megalómanos del Reich constituyen la mayor irracionalidad de la historia del mundo, y por eso ante ellas sólo cabe la reacción del silencio. Pero en realidad es un poco al contrario: desde la misma construcción de Auschwitz, pasando por la Conferencia de Wannsee donde se decidió la Solución Final (existe una excelente película alemana sobre aquello que es obligatorio ver), y hasta el mismísimo momento del abandono nazi de los campos, todo fue de una racionalidad extraordinaria, si es que lo que deseas es exprimir hasta el fondo a unos prisioneros a los que vas a acabar gaseando. Para cuando el último paso se hace ineludible –lo que los gerentes de los campos llamaban un “musulmán”: un hecho polvo o un enfermo–, la lógica de la sobreexplotación del hombre por el hombre ha llegado tan hondo que lo que lo que ejecutas ya no es nadie, ya no es nada, sólo un desecho corporal esquelético que arrojar a una fosa común y que posee menos valor que el simple jabón.
Por eso me parece que Adorno y Horkheimer, después de todo, tenían razón en ese aspecto. Auschwitz fue algo así como –lo digo con mis palabras– la reducción al absurdo más espantosa y bestial del Occidente moderno. Capitalismo tanto como estajanovismo han exigido por igual del ser humano que dé todo lo que pueda de sí mismo en beneficio de su empresa, o de su negocio, o de su Estado, o de su país. “Trabajar duro” es un orgullo del que aún se jactaba George W. Bush, el lema de cualquier marca o asociación que presuma bien sea de competitividad o bien de altruismo. Debes deslomarte por lo que sueñas, hijo mío, a mí nadie me ha regalado nada. Veo esta mañana a la hora del telediario el anuncio de un programa que por lo visto vuelve esta noche, Maestros de la costura, donde los concursantes corren de un lado para otro a toda mecha para terminar antes, hacerlo mejor, ser seleccionados y lograr colocarse en donde sea. Arbeit macht frei, “el trabajo os hará libres”: esta era la leyenda que estaba inscrita en el forjado de la entrada de Auschwitz. Menos mal que es universalmente conocida como divisa de la infamia, porque si no montones de corporaciones la querrían para sí mismas. El ejemplo, o contraejemplo, de Auschwitz siempre nos sirve para recordar el crimen descomunal que no puede volver a ocurrir (en Alemania, de hecho, conservan alambradas y torretas que se pueden ver desde la autopistas; los alemanes son un pueblo profundamente arrepentido20, y no es para menos), pero también, a mi juicio, de que el trabajo no nos hace nada, ni libres ni felices, si es otro el que te coacciona a hacerlo y si no encuentras satisfacción alguna en ello. Hace dos meses, un compañero mío se jubiló, y dejó escrita una cosa graciosa, algo así como: “¡ay, cuantos años de servicio hacen falta para llegar a ser inservible!” La lección de los campos de concentración, exterminio y –ahora lo podemos decir– trabajo y aprovechamiento del “capital humano” cuyo máximo exponente fue Auschwitz debe ser también esa, más allá de la reducción al absurdo también de la guerra, del odio racial y de la pesadilla xenófoba: que una persona inservible no es lo mismo que una persona muerta, que no vivimos para formar parte del engranaje técnico de ningún proyecto grandioso de un grupo de visionarios dementes, y que un ser humano nace al mundo y a su vida propia y peculiar, no a secundar los sueños faraónicos de los que nos preceden o coexisten –por cierto, que ahora sabemos que incluso los esclavos que levantaron las pirámides a latigazos no eran tales, como nos ha enseñado Hollywood celebrando la Semana Santa cristiana, sino trabajadores contratados.
Al final, hay que dar siempre la razón en todo a Hannah Arendt. El Holocausto fue horrible, Auschwitz el infierno sobre la tierra, una mancha indeleble en la reputación de la humanidad, pero en el fondo lo peor es que fue banal. El régimen nazi, en aquellos campos tan milimétricamente planeados, en los que no se desperdiciaba nada, lo que hacía era abastecerse de recursos para ganar la guerra y de paso sentirse superior a sus adversarios, reales o inventados. Hubo escaramuzas y episodios por parte de rusos y aliados tan horrorosos como esos campos, aunque a menor escala y mucho menos célebres, que no voy a contar aquí (léase el no muy formal pero sí entretenidísimo La Segunda Guerra Mundial contada para escépticos de Juan Eslava Galán). La diferencia, ya lo he dicho, es el carácter de fábrica, de matadero ingente de seres humanos en el que metes por un lado un hombre y sacas por el otro cenizas y rentabilidad. Esto, me temo, sigue ocurriendo, a veces delante de nuestras narices, pero más frecuentemente en tierras lejanas. Como versificaba la poetisa rusa –que fueron los que realmente vencieron a los nazis…– Anna Ajmátova en “Último brindis”...
Bebo por la casa destruida
por mi vida terrible
por la soledad entre los dos
y por ti yo bebo.
Por la mentira de los labios traicioneros
por el frío mortal de los ojos
por el mundo brutal y tosco
por lo que Dios no salvó.
19 Al decir esto me asemejó a Rousseau, y a los muchos roussonianos que han existido después de él (los anarquistas, por ejemplo), pero lo cierto es que, como siempre con Rousseau, hay mucha trampa conceptual. No se puede, en efecto, decir que amas al ser humano pero aborreces sus producciones institucionales, que sería como admirar a la araña pero no las telas de que se vale para subsistir. ¿Cómo se puede entender cabalmente la idea de que los humanos somos dos cosas, lo que empíricamente somos, que incluye el régimen nazi pero también Amnistía Internacional, y lo que deberíamos ser, que nunca ha tenido lugar exactamente pero que es a lo que debemos tender? Esta dualidad, esta disociación, o es religiosa –el hombre es un ángel caído–, o es psicoanalítica –el malestar de la cultura–, o es un bello desiderátum pero no un factum.
20 Imaginad por un momento que de España se hiciese una película, una serie o una novela cada año de un gran éxito internacional que tratase de nuestras vergüenzas en la conquista de América, haciéndonos aparecer como salvajes que ladran en vez de hablar. No sabríamos dónde meternos, y eso es justamente lo que les ocurre a los alemanes actuales. No obstante, mi madre estuvo hace poco y me contó que la guía de su visita en autobús por tales siniestros lugares no se cortaba en hacer el elogio de Hitler en lo que tuvo de gran reanimador de Germania, pese a sus conocidos errores…
El malentendido del “Realismo Especulativo” o “Nuevo Realismo”
Las cosas son las maestras del hombre.
José Ortega y Gasset, Origen y epílogo de la Filosofía
Uno de los rasgos principales por los que se reconoce a un profesor de Filosofía, sobre todo en España –ignoro si se debe a la formación tomista de los más mayores de ellos–, es por su inveterada afición a explicar las grandes doctrinas del pasado mediante ejemplos tomados de las “cosas” humildes encontradas más a mano en un aula docente. Así, las filosofías de la antigüedad se tornan perfectamente evidentes cuando son aplicadas a mesas, tizas o pizarras (¿o no será al revés, y “mesa”, “tiza”, y “pizarra” son los genuinos paradigmas ideales en los que se inspiró Platón, que también daba clases? ¿sería capaz Aristóteles de argumentar su teoría de las formas substanciales cuando paseaba con sus pupilos por los alrededores del Liceo, o éstos debían transportar consigo para auxiliar al maestro una pizarra, una tiza y, naturalmente, una mesa?) Y cuando se trata de Marx o Hegel –la Geistphilosophie–, nada mejor que referirse al atuendo de la concurrencia, o a la relación dialéctica amo/esclavo que representa la gran tarima del profesor frente a los pobres pupitres del alumnado. ¿Y qué hacer si nuestra escuela favorita es, un suponer, el pragmatismo? Entonces se convierte en protagonista el hecho mismo de que estemos todos en este aula concreta, las razones individuales y sociales que nos han movido a congregarnos y los sacrificios de posibilidad que ha hecho cada uno para tomar esta determinada decisión, etc. Ortega y Gasset, por lo menos, y para variar, exponía su (“su” es un decir: la había leído en Nietzsche, y éste en Leibniz) doctrina del perspectivismo con una célebre manzana que se tomaba la molestia de traerse al aula o al teatro desde casa –o, cuando menos, de un árbol del jardín del campus: los árboles dan también para mucho…
Pues bien, hay un puñado de señores muy serios, franceses y de otras nacionalidades, que parecen haberse tomado esa costumbre didáctica más bien facilista en su literalidad y elevarla a corriente o movimiento filosófico desde 2007. Afirman que la posmodernidad del último cuarto del siglo XX ha consistido en el triunfo del textualismo y el constructivismo, es decir, de aquellas filosofías que entendían que no hay realidad, sino tan sólo un tejido de significados puestos por el puro signo –Derrida– o por actos sociales de poder/saber –Foucault, etc. Como esto es manifiestamente una locura, estos nuevos pensadores, en vez de preguntarse a sí mismos si no estarán equivocados en la exégesis de su inmediato pasado, pasan a dar por buena esa evaluación y diagnóstico para mejor criticarlo y fundar una nueva escuela de pensamiento. Se hacen llamar, entonces, “realistas especulativos” porque interpretan que las pobres mesas, tizas y pizarras han sido transformadas en polvo de irrealidad por los sucios y perversos posmodernos y que lo que hay que hacer ahora es rescatarlas de una especie de Wáter de Nulidad y devolverles su estatus ontológico. En esa batalla, surcada de mil pequeñas polémicas, llevan desde entonces hasta ahora, y mi opinión, que es lo que quisiera dar aquí en unas pocas líneas, es que resulta fácil refutar al maniqueo tonto, pero a costa de que lo que te salga después sea tonto también. Porque... cómo diablos va a dudar realmente nadie de la presencia de la realidad más allá de la conciencia humana, subjetiva o trascendental (volveré muy poco sobre eso), quién puede ser tan necio que piense de verdad que si abandono la manzana de Ortega en la mesa del típico profesor de Filosofía ataviado de pana no me la voy a encontrar dos semanas después maravillosamente putrefacta, sin que en ello haya tenido que ver nada la presencia de mi conciencia ante el objeto? ¿O quién puede ser tan iluso, tan distorsionadamente oriental, que dude de que cuando un árbol cae –ya digo que lo de los árboles es también muy socorrido; los árboles, esos venerables abuelos de la Tierra…– y nadie esté cerca, ni una pequeña ardilla, ni una miserable lombriz, ni un ratón, para oír la caída, el sonido se produce de todos modos, manifiestamente?
Bueno, pues sí, ha habido filósofos muy ilustres que han sido tan necios, ilusos y orientaloides como para instilar memeces así en sus lectores, pero no muchos ni los mejores. George Berkeley sobre todo, pero con fines beatamente religiosos. Arthur Schopenhauer, después, llevando a Kant allí donde el prusiano jamás hubiera querido ir (Kant había escrito contra Berkeley explícitamente en CRP, y contra Fichte en su correspondencia personal). Y, tal vez, Ernst Mach entrando ya en el s. XX, y creyendo con ello recuperar el espíritu de David Hume. Fuera de estos tres, máximos exponentes de hacer de la filosofía una pieza de ocultismo de opereta21, aunque sin duda con gran genialidad conceptual, no se me ocurre nadie realmente relevante que nos diese gato por liebre y Representación por Realidad. Platón no, Platón se daba perfecta cuenta, a mi parecer, de que el mundo del devenir no sería tan ilusorio si pudiera ser reglamentado por las disciplina de las Ideas, y Aristóteles no digamos, Aristóteles dio forma a la concepción filosófica de la sustancia que estos filósofos actuales reivindican, aunque él de una manera mucho más matizada (puesto que, de nuevo a mi modo de ver, Aristóteles sabía perfectamente que ousía es una categoría del lenguaje, es decir, algo que está entre la realidad y el pensamiento y por tanto que es en cierto modo Trascendental en el sentido de Kant). Pero en la escolástica cristiana, e incluso antes, en la Alta Edad Media, esas aportaciones de Aristóteles se reificaron, de modo que ya teníamos “cosas” en el sentido que las entendemos hoy, como cuerpos físicos receptores de propiedades y enunciables mediante atributos. A eso se agarran la escuela del Realismo Especulativo, queriendo convencernos de algo tan normal como de que las tales cosas están ahí antes de que ninguna conciencia las perciba, más aún: que la propia conciencia humana es una cosa entre las cosas, asuntos todos ellos de los que nadie en su sano juicio dudaría. A Descartes se le acusa a menudo de no haber sido capaz de romper amarras con el tomismo de su juventud, pero lo cierto es que cuando dice “res cogitans” está corroborándonos que no está tan chalado como para creer en el solipsismo metódico propuesto previamente por él mismo...
De modo que creo que el problema está en otra parte, en concreto en el malentendido acerca de la interpretación del Idealismo Alemán. Me explico. Como la filosofía desde Kant hasta Heidegger se dice en alemán y además se escribe en un estilo difícil y oscuro, la mitad de la población filosofante mundial se ha quedado con la versión fácil de que “idealismo” significa que el pensamiento crea la realidad, y por tanto que Hegel es el extravagante que habría dicho que todo es Espíritu en Movimiento regido por la Lógica Absoluta, y por consiguiente que no hay cosas, sino únicamente operaciones del Yo enredado consigo mismo. Ortega, por ejemplo, lo ve así, atribuyéndoselo a Descartes. Y, claro, es tal el desatino que se puede fundar un movimiento filosófico en el s. XXI que se difunda por Internet para cargarse minuciosamente semejante locura. De hecho, Hegel había escrito claramente que la pura percepción sin categoría es la nada, así que ya está, sin intelecto no hay cosa, Hegel fue el filósofo que intentó acabar con las mesas, las tizas y las pizarras de nuestros ejemplos docentes, el muy engreído. No parece importar nada que Kant hubiese hablado mil veces del noúmeno22, que el mismo Hegel se refiriese al noúmeno kantiano como algo que debe ser fenomenizado, que Marx, en sus Manuscritos económico-filosóficos, aclarase más gráficamente lo que Hegel quiso decir, o que Heidegger dedicase medio Ser y tiempo al trato semiótico y utilitario del Dasein con las cosas, sin las cuales no es nada (Graham Harman, uno de los conjurados del Nuevo Realismo, se pasó diez años leyendo a Heidegger, hizo una tesis doctoral y todavía sigue hecho un lío). Pues no es tan complicado, si se me permite la inmodestia. Hegel jamás pensó que la realidad no existe, que la manzana no está ahí cuando no la miro, lo que dice es que la percepción desnuda de la manzana no es posible, que siempre está mediada por la proyección del sujeto. El ser humano, aunque es del todo cierto que es un animal y hasta una “cosa” más, consiste en aquella función de conocimiento que “pone” sobre las percepciones confusas juicios, valores, apreciaciones y funcionalidades sociales. No es lo mismo un jamón de bellota en la cultura musulmana que en la española, pese a los siglos de Al-Ándalus, eso lo sabe cualquiera. Lo que pasa es que luego Hegel añade a esta obviedad que el sujeto al conocer la manzana o el jamón se conoce también a sí mismo en un largo proceso en el que concurre la negatividad, pero eso ya es otra historia, nunca mejor dicho. Pero del Idealismo Absoluto de Berkeley, o del mundo reducido a representación totalizante y sin resquicio de la Voluntad de Schopenhauer, que daba clase en el aula de al lado de Hegel pero ayuno de alumnos –haberlos “representado”…– niente di niente.
O sea, que es el significado eventual de las cosas lo que la Filosofía ha indagado, no la existencia o no de las “cosas mismas”, como las llamaba Husserl, que otro que tal bailaba (también últimamente se está intentando hacer de Husserl un realista, con el partido que le sacó y aún le saca la Iglesia Católica…) Los alegres muchachos del Realismo Especulativo creo que no han captado esto, y que van convirtiendo en problema algo que jamás lo fue. Ellos hablan de la “crítica de la correlación”, que es la relación sujeto– objeto, y se preguntan si eran o no reales los dinosaurios antes de que hubiera humanos para olerlos, tocarlos, verlos o servirles de cena. A esto lo denominan, con una pedantería de la que luego acusan a sus predecesores posmodernos, el archi-fósil. El Idealismo Alemán no consiste, como dice Sartre –El ser y la nada–, que no existe el Egipto antiguo, sino la Egiptología. El Idealismo Alemán, tan incomprendido hoy como seguido en su momento, consiste en señalar que hubo Egipto de los faraones, sin duda, pero su inteligibilidad no reside en las ruinas que nos pueda haber legado, sino que esa inteligibilidad es puesta por los egiptólogos en un proceso gradual de investigación. Y eso es todo, señores: la “correlación” no es en absoluto necesaria si no aspiras a obtener el sentido, el significado verdadero de algo que claro que estaba ya ahí antes de que posases tu interés en ello. Un glaciar es un archifósil prehumano, pero si quieres saber cómo funciona un glaciar, qué es un glaciar, en qué condiciones se produce el glaciar, etc., no te va a servir de nada hacer un viaje al Perito Moreno a pasar frío. O sí te va a servir, pero si extraes muestras, realizas mediciones, preguntas a los lugareños y finalmente piensas sobre todo ello. Hegel es mucho más complejo que todo eso, pero no es ningún estúpido “acosmista”. Si no haces nada de lo dicho, si el sujeto científico no asume al glaciar como objeto (en alemán Gegenstand, lo que “está en frente de”l sujeto o conciencia) de conocimiento y se pelea por tornar ese noúmeno fenómeno, es lo mismo que los defensores de las “cosas” lo llamen archifósil o Juana la Loca, ya que no sabrán nada cierto sobre él. Por eso la mejor divisa del Idealismo Alemán la aportó el Fausto de Goethe: Al principio fue la acción…
Como se ve, no es para tanto. Y, sin embargo, los del Realismo Especulativo se han pasado años enzarzados unos con otros por dictaminar si la “cosa en sí”, Die Frage nach dem Ding, por decirlo con Heidegger, es pasiva o activa, hipercosa o agregado, opaca o abierta, muerta o animista, oscura o matematizable, etc… Todo ello para derrotar a una posmodernidad que jamás existió –eso sí que no existió–, en la que los teóricos habrían sustituido las mesas por textos de mesas, las tizas por la construcción social de las tizas o las pizarras por la Teoría de Género de las pizarras… Derrotada esa posmodernidad fantasmagórica y de lo fantasmagórico, se veían dispuestos y preparados para fundar una post-post-modernidad flamante en la que la consideración por el ser estaría antes que la antropología, y la conciencia de la contingencia antes que los discursos legaliformes. Es decir: exactamente el programa de la posmodernidad real tal como lo entendía, por ejemplo, Gianni Vattimo leyendo a Nietzsche23 y Heidegger. Tiene guasa la cosa, por seguir hablando de cosas. Todo un sutil y poliédrico delirio a partir de una burda exégesis del pasado filosófico. También Bertrand Russell tiene un famoso artículo en el que se pregunta si una mesa es un conjunto de átomos perforados por enormes abismos de vacío o es un enser doméstico de almuerzo o estudio, como indican el Lebenswelt e Ikea a su manera. Pues es las dos cosas, señor, y muchas más, porque de lo que hablamos es del significado de una mesa de acuerdo con un determinado proyecto humano. De ahí que el que más medallas se haya colocado en la pechera de todo el Nuevo Realismo sea Markus Gabriel, al hablar de la pluralidad de los “campos de sentido”. Es tan mal lector del pasado como los demás, pero bueno... En sí, una mesa es un trozo de materia moldeado en una fábrica conforme con un esquema ingenieril realizado seguramente en una computadora que si la dejas ahí mil años retornará a la cruda naturaleza y le saldrán ramas, como aseguraría Aristóteles hace 2500 años. Con las tizas y las pizarras no me meto, que nos las han cambiado por rotuladores y punteros y velledas y superficies electrónicas de esas; así ya no tiene gracia, habrá que poner mejores ejemplos…
No obstante, uno siempre se puede poner místico de lo que le apetezca. Creo haber leído algo de Walter Benjamin en donde decía que las cosas se comunicaban entre ellas, y me gusta la idea. Voy más allá, incluso, y me parece que el sonido que continuamente hacen las sustancias es para expresarse a ellas mismas en su esencia. Un sonido metálico es el metal mismo, y connota su dureza y su lisura, por ejemplo. Pero no voy a meterme en esos jardines, que no deseo ser un Neo-nuevo-realista-especulativo, o no aquí y ahora, al menos. El pluralismo ontológico es una gran opción, en efecto, y es también cierto que el planteamiento moderno de la filosofía ha sido ya hace mucho superado por las circunstancias, pero esa no es una alternativa pos-pos-moderna, lo cual es ridículo e ignorante, sino precisamente posmoderna sin más. Puesto que esta pléyade de autores aciertan en su diagnóstico de la modernidad, aunque de un modo algo simplista, sería absurdo sostener que la posmodernidad no es –nada de fue: es– nada más que la decadencia y deshilachamiento de la modernidad. El devenir de ese deshilachamiento es ya el marco mismo, la condición del pluralismo, y, como Markus Gabriel dice, de la multiculturalidad, de manera que difícilmente esta última podría ser una objeción contra la posmodernidad a favor de un nuevo paradigma. Insisten mucho, estos señores, en que configuran un nuevo “paradigma”: me temo que tampoco tienen claro el concepto. Y, desde luego, orquestan la ceremonia de la confusión también, a mi juicio, pidiendo para la actualidad una “ciencia unificada”, que para colmo es la suya cuando esa suya es intrínsecamente diversa. Pero, hombres de Dios –Quentin Mellaissoux lo es– ¡cómo diablos va a ser precisamente “unificada” si estamos hablando de pluralismo!... Está mejor pensado, en cambio, y a mi juicio, cuando pretenden constituir la koiné filosófica de nuestro tiempo, imitando lo que Vattimo decía en los ochenta de la Hermenéutica, porque la koiné es un espacio de diálogo y confrontación, una especie de nueva lengua común, y no un resultado preestablecido o devenido de tal confrontación como se entiende que es precisamente un paradigma. Por eso no tendría Markus Gabriel que hablar de multiculturalidad, sino de interculturalidad –a no ser que por pluralismo entienda multiplicidad: ese hombre tiene un gran lío en la cabeza, y sin embargo es prepotente… En fin, creo, en plan prepontente yo también, que estos filósofos han exhumado algo importante, pero con medios pobres y confundiendo bastante los términos. Que los dioses, ya que no los libros, y en su calidad de seres interobjetivos, les sean propicios...