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21 Los favoritos de Borges, y en general de todo aquel esteta empeñado en que todo es ficción, y, si no lo es, debería serlo, ese tipo de personajes que está por todas partes hoy hablándonos de la necesidad humana de narrar y escuchar narraciones, porque eso nos hace mejores, más ilusionados, más ricos, en un mundo de inhumanidad económica y tecnocientífica. Nunca les preguntes si lo que realmente están defendiendo es, como hiciera Oscar Wilde sin disimulo alguno, la forzosidad de la mentira en nuestras pobres vidas de miembros de superestados megapoblados e hiperatomizados. (Markus Gabriel, en cambio, asume a Borges como suyo propio, mostrando que no se entera, o es que el que no se entera soy yo…).
22 Con toda seguridad Kant había leído esta frase con la que Leibniz atacaba a Locke: “nada hay en el intelecto que no haya estado en la experiencia, salvo el intelecto mismo….” Todo un arranque espectacular para la filosofía crítica, aquella que entiende por existencia “posición absoluta del objeto”, y de ahí la refutación kantiana de San Anselmo y de Descartes.
23 De nuevo en mi modesta opinión, Nietzsche no tenía que haber escrito eso de “no hay hechos, sino interpretaciones”, lo que tenía que haber escrito es “no hay hechos puros, sino hechos interpretados y hechos de interpretación”…
Paul Valéry y T.S. Eliot: el paso del Tiempo a juicio…
Testa cabal, diadema irreprochable, yo soy en tu interior secreto cambio.
Paul Valéry, El cementerio marino
En mi opinión, cuando alguien dice que un científico, un arquitecto o un filósofo resultan “muy poéticos”, entonces hay que echarse a temblar o echarse a reír. A temblar si se trata de los dos primeros casos, y a reír si por el contrario de trata del último. Que un filósofo sea rapsódico, confuso, cursi o altisonante (pongamos Lucrecio, Nietzsche, Unamuno, Zambrano y un largo etcétera), antes podía ser peligroso, pero hoy ya no, ahora ese tipo de pensamiento, si es que es pensamiento, esta desconectado de toda praxis y por eso tiene más lectores que nunca. En cambio, que un científico o un arquitecto se pongan a cortejar a las Musas con sus respectivas profesiones puede ocasionar que reviente una central nuclear, o que se te caiga el techo de pladur encima. Por supuesto, científicos o arquitectos tienen perfecto derecho a sus veleidades artísticas, pero en su tiempo libre o por escrito (véanse los casos de Richard Feynmann dibujando chicas desnudas en las servilletas de locales de strip-tease entre ecuación y ecuación, o Le Corbusier, casi nazi, en Cuando las catedrales eran blancas…) Los filósofos, sin embargo, no. Bastante desprestigio tiene ya la filosofía a causa de las deliciosas aberraciones francesas como para además travestirse de lirismo, que va a parecer que estamos ahí para embelesar a Ana Rosa Quintana. No obstante, lo que sí me parece grandioso y ejemplar es que sea al revés, es decir, que los poetas sean filósofos (y no, horror, científicos o arquitectos...) Así enfocado, no se producen trastornos inapropiados e indecorosos, pues no se trata entonces de que el filósofo apele a la imprecisión de la intuición, sino de que el poeta recurra a la demarcación del concepto, pero teniendo como ventaja además no renunciar a la belleza expresiva. Casos se han dado, como los de Donne o Rilke, pero yo quería ahora referirme al s. XX.
En el siglo pasado, en efecto, se ha producido excelsa poesía, no menor en absoluto a la de centurias anteriores, si nos olvidamos de Virgilio, Dante o Milton. En dos de esos hitos más fundamentales encuentro yo como una especie de querella, de litigio entre pares. La cuestión a disputar es la naturaleza del tiempo, que comparece como acusado, donde el fiscal es T.S. Eliot y el abogado defensor Paul Valéry. Aunque en realidad el poema de Valéry, El cementerio marino, vino antes, en 1920, y todos deberíamos leerlo, porque es una maravilla, y está en Internet en una traducción que yo no manejo. Los Cuatro cuartetos de Eliot, por su parte, son de 1945, y se les nota eso, se les nota que a la poesía le han caído miles de bombas de la Segunda Guerra Mundial encima. También debería leerse universalmente, sin esperar un segundo, y también está entero en Internet en una versión que no conozco (yo he leído ambos en Alianza y Cátedra, respectivamente). Pues bien, Eliot, el poeta y crítico británico más admirado y seguido del modernismo, el amo de las letras anglosajonas de mitad del s. XX, arranca de esta manera su primer cuarteto:
Tiempo presente y tiempo pasado
Están ambos quizá presentes en el tiempo futuro,
Y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado.
Si todo tiempo es eternamente presente
Todo tiempo es irredimible.
Lo que podía haber sido es una abstracción
Y permanece como posibilidad perpetua
Sólo en un mundo de especulación.
Lo que podía haber sido y lo que ha sido
Apuntan a un fin, que es siempre presente.
Las pisadas resuenan en la memoria
Bajando el pasillo que no tomamos
Hacia la puerta que nunca abrimos A la rosaleda.
Mis palabras resuenan Así, en tu mente.
Pero con qué propósito
Removiendo el polvo en un cuenco de pétalos de rosa.
No lo sé.
Que no nos engañe el “no lo sé” en el que he interrumpido la transcripción. Antes de llegar a ese vahído lírico el poeta ha realizado afirmaciones metafísicas muy serias. Ha dicho, en pocas líneas, que todo lo que situamos en el pasado y en el futuro está en el presente, es presente, y que ese presente es eterno como tal presencia detenida. Dicho con otras palabras: no hay tiempo, el tiempo es una ilusión, que es lo propio de la metafísica cristiana. Los críticos del Crítico, o sea, los críticos de Eliot, han visto en ello un rasgo biográfico, puesto que Eliot era anglicano, y por tanto creía en la versión británica de Dios. Desde el punto de vista de Dios, es cierto, el tiempo no pasa, y Él habita un eterno presente bajo el cual todos los sucesos de la Creación son contemplados simultáneamente. De ahí que Eliot niegue los contrafácticos, lo que es decir las posibilidades que creemos que pudieran haberse dado, pero que no lo hicieron, como la victoria de Hitler en la novela El hombre en el castillo del chalado de Philip K. Dick. Piensa Eliot que lo que ha ocurrido es lo que tenía que ocurrir impepinablemente, y que es fantasía especular acerca de si Hitler hubiera vencido en Rusia o él mismo hubiera bajado aquel pasillo (menuda traducción: pongamos “pasadizo” o “escaleras” en vez de “pasillo”). Así mismo, y yendo más lejos que la Mecánica Cuántica y las Leyes de la Termodinámica, el futuro está cerrado, y todo lo que va a suceder es como si hubiera sucedido ya.
Bueno, pues frente a esta criogenización, a esta caquexia o anquilosamiento del tiempo ejecutada por Eliot, tenemos los bellísimos y paganos versos de Valéry –y ya es infrecuente que el que esto suscribe no anteponga un isleño a un galo–, de los cuales hago constar no los mejores, sino los más claros:
¡Zenón, cruel Zenón, Zenón de Elea!
¿Me has traspasado con la flecha alada
Que, cuando vibra volando, no vuela?
¡Me crea el son y la flecha me mata!
¡Oh sol, oh sol!… ¡Qué sombra de tortuga
Para el alma: si en marcha Aquiles, quieto!
¡No, no! ¡De pie! ¡La era sucesiva!
¡Rompa el cuerpo esta forma pensativa!
¡Beba mi seno este nacer del viento! Una frescura, del mar exhalada,
Me trae mi alma… ¡Salada potencia!
¡A revivir en la onda corramos!
Magnífico. Se percibe perfectamente la mano del traductor, que es Jorge Guillén. No y no al eleatismo por venir de Eliot. Las paradojas de Zenón (apostilla: este hombre pasa por ser todo cerebro, pero creo recordar que murió bajo tortura y para no soltar prenda se cortó la lengua con los dientes…) son sobradamente conocidas por todos, sea porque se han visto en Bachillerato o sea porque se ha leído a Borges. El único filósofo clásico que se ha enfrentado directamente a ellas fue Henri Bergson, y bastante bien por cierto. Lo que apuntó Bergson fue que Aquiles sí podría alcanzar a la tortuga, porque el impulso de salida del héroe es una realidad dinámica que sólo puede ser geometrizada después, es decir, que únicamente cuando Aquiles ya ha avanzado podemos aplicar una escala estática sobre sus pasos y dividirlos, si nos da la gana, infinitamente (que es, por cierto, de lo que trata el Cálculo Diferencial). El Movimiento es, pues, lógicamente anterior a la Geometría que lo mide, entre otras cosas porque, si no, nada habría por medir. Vuelta, pues, al sentido común. Heidegger, en la conferencia Tiempo y ser, de 1962, hace una observación yo suelo mencionar a veces, porque en el fondo es graciosa –Heidegger no es habitualmente nada gracioso–, a saber: Porque el tiempo mismo pasa. Y, sin embargo, mientras pasa constantemente, permanece como tiempo. Decimos que el tiempo mismo es el que pasa, pero es un hecho que siempre está aquí, o ahí, o doquiera; el tiempo es precisamente la única cosa, por decirlo así, que no pasa con el tiempo. Ni siquiera a los muertos se les “acaba el tiempo”, puesto que hace 250 años que murió Beethoven, por ejemplo. Eliot hace trampa, como aquel bolero, Reloj no marques las horas. Si el reloj se detuviera, entonces el amante tampoco gozaría de su amada, porque estaría paralizado como en las inmediaciones de un agujero negro. También lo canta así la banda MClan, de modo absurdo –son licencias poéticas–, cuando en Quédate a dormir Carlos Tarque dice “que pasen treinta años antes de mañana”. Eso, además de la noche de pasión más larga del cosmos, que para sí la quisiera el mismísimo Zeus, es una petición de matrimonio en toda regla…
De modo que entiendo que el juicio lo gana el abogado defensor, Paul Valéry, y el tipo jurídico bajo el que recae la sentencia lo sentó antes Nietzsche, al denominarlo “la inocencia del devenir”. Todos, a diario, y en todas partes del mundo, y más cuanto más mayores nos hacemos, nos lamentamos de lo rápido que pasa el tiempo, y de que “parece que fue ayer”… Es totalmente cierto, pero no es por ello el tiempo un devorador de vida, de una manera casi medieval, sino un donador de vida y de realidad. Como señalaba Heidegger, el tiempo siempre está ahí, dando más de sí, volviendo sobre sí mismo como una rueda para que nuevas cosas nazcan, nuevos sucesos tengan lugar. Nos quejamos mucho del tempus fugit, pero luego nos parece fatal, por ejemplo, que la Iglesia Católica o el Islam no se actualicen a la altura del s. XXI. Ergo no nos gustaría nada que las cosas siguieran siempre idénticas, pero tampoco que su transformación fuera tan radical que no hubiera Dios que las reconociera. Eliot negaba la contingencia, o eso que hoy Quentin Meillassoux denomina paradójicamente “la necesidad de la contingencia”, es decir, que-no-pueda-ser-que-no-sea-todo-contingente. ¿Podría Eliot haber tomado ese pasadizo, haber abierto aquella puerta y haberse acercado a la rosaleda? Pues no podemos saberlo, la contingencia no es un dato empírico, pero quien no haya sentido el vértigo de una decisión, el dolor de la libertad, quién al cruzar la calle piense que es lo mismo mirar hacia los lados o no porque el hecho de ser atropellado dos segundos después ya está escrito, es que es tonto de remate o es que no ha vivido jamás. El tiempo pasa y no pasa a la vez, para dejar sitio al acontecer, que es una visión muy heideggeriana también. Se da retirándose, y al hacerlo enriquece la realidad. Y no digo “enriquece” en sentido figurado o poético, sino literalmente. Es más exuberante un mundo en el que estoy yo, y luego mi hijo, a uno en el que sólo estoy yo, eterna y cansinamente. Lo digo mal, ni siquiera es un mundo más rico: es un mundo más mundo. Ayer escuché un anuncio de un tonto videojuego que se promocionaba con este grito: “¡podrías estar jugando eternamente!”. Pues entonces no os lo compréis, eso no es un mero juego, es heroína infográfica. Sólo hay un juego que se puede jugar una y otra vez, porque en él está la esencia misma del cosmos, el Fuego de Heráclito, y hasta tal juego aguanta mal el paso de la edad. Es –aquí sí que me pongo erudito a la violeta– el juego abrasador del corazón, muy propio de poetas más que de filósofos, y que Eliot debía conocer y con toda seguridad conocía. Arquíloco de Paros lo versificaba así, nada menos que en el siglo VIII a. C. (Fragmento 57 D):
Corazón, de tantas cuitas maltratado, corazón,
¡ea, arriba! al enemigo tenlo a raya, y frente a él
pon el pecho; de los odios y emboscadas plántate
cerca y firme; y más, si vences, no te ufanes por doquier.
Y si te vencen, no te metas en tu casa a sollozar;
no, sino goza en lo gozoso, y en los males no sin fin
penes; mira cómo al hombre olas llevan y olas traen…
Observaciones llanas sobre el primer Heidegger
Que hay hechos, cosas, es el principio del pensamiento. Aristóteles escribió que la filosofía arranca en el asombro de que hay mundo, o sea, de que suceden cosas. Pero, ¿se les puede llamar “cosas”, o eso es ya una interpretación? Si las “cosas” son de un carácter muy simple, como, por ejemplo, un meteorito de dos metros que cayó hace unos años en Sri Lanka, no hay problema en llamarlo “cosa”, aunque en realidad se trata de un fenómeno, que diría Kant, o de un suceso, que diría Einstein. Porque el ciervo al que le caiga cerca no va a pensar “¡diantres, un meteorito!”, de manera que no es suficiente con la percepción del impacto para determinar la naturaleza del objeto. Incluso aunque el ciervo se acerque al cráter y vea la piedra humeante, sigue sin percibir “un meteorito”. Los hombres percibimos el impacto filtrado por una precomprensión determinada, en este caso altamente universalizada hoy y de índole científica. Siglos de Astrofísica han sido necesarios para fijar el lenguaje que permite entender el comportamiento de un meteorito, que no es nada evidente por sí mismo, que no es inmediato como el escozor para un bebe. Que es una construcción cultural o social, por tanto, como muchos dicen ahora, pero no remitida a una nada sumamente maleable, como en el caso del género, sino a bólidos reales y muy sólidos que cruzan el espacio a gran velocidad. En base a esa construcción cultural de la que carece el ciervo, o el hotentote del s. XVIII, lanzamos una expectativa, y, en efecto, ciertos científicos estuvieron esperando el aterrizaje del meteorito para investigarlo. Por tanto, nadie niega que haya hechos, fenómenos o sucesos, eso es de majaderos que han interpretado estúpidamente a Nietzsche (ya se sabe: “no hay hechos sino interpretaciones”24), lo que se niega es que, un vez que tienen lugar, hablen por sí mismos en ausencia de cualquier lenguaje. Que es lo que le pasa al ciervo, o al hotentote, de tal manera que no entiende nada y sale corriendo por si acaso. Como los hombres enunciamos lo que pasa en el mundo, dejamos los hechos como tales muy atrás y definimos no cosas, sino nuestros fines con las cosas. ¿Qué es, entonces, un “meteorito”? Pues lo que el astro-geólogo de turno predice que va a caer y sobre lo que planea hallar o no hallar en él rastros de la formación del Universo, por ejemplo, y eso puede ser dicho de antemano y enseñado en las universidades en el lenguaje de la ciencia astro-geológica. Porque incluso para decir algo tan elemental como que un meteorito es, como poco, una “cosa” bien tangible, dura y física, hace falta también una filosofía, la de Aristóteles en concreto. ¿Cuál es la sustancialidad del objeto-meteorito, dónde está su unidad intrínseca, en qué consiste su materialidad compuesta? Aristóteles confeccionó su lista de categorías, aún a sabiendas de que “cosas” propiamente dichas no hay, lo que hay son sucesos, fenómenos, lo-que-se-aparece-o-tiene-lugar. Pero para hacer ciencia en serio debemos entendernos de algún modo claro y preciso, de modo que habrá que empezar examinando la relación entre la sustancia y sus accidentes, el suceso meteorito y el suceso “está ardiendo por haber atravesado la atmósfera”... Todos estamos a favor de la ciencia, así que todos aceptamos que caen frecuentemente meteoritos sobre la Tierra y que habrá que estudiarlos aunque cueste dinero de esta u otra institución o laboratorio porque es bueno para el progreso del conocimiento, como dicta la precomprensión y los fines de mi cultura específica, y porque llamarlo de otro modo, aunque es perfectamente posible, sería en realidad barbarie o atraso...
Pero ahora alejémonos un poco de algo tan simplón como una caída de meteorito y pensemos en la acción humana, que, encima, entraña intenciones. Alguien mete una zancadilla a alguien, como la reportera húngara aquélla que quiso impedir el paso de los refugiados sirios en 2015... ¿Fueron sus intenciones un hecho manifiesto o hay que descifrarlas necesariamente? ¿Qué pasó exactamente aquel día de la avalancha de refugiados en términos históricos y políticos? ¿Mereció aquella chica el despido o la reprobación pública que obtuvo o no? ¿Debe hacerse un juicio de algún tipo sobre su conducta o sobre la actitud de Occidente en general acerca de esos diez horribles años de guerra civil? El mundo sucede, acontece, dicen los heideggerianos que pululan por ahí, pero resulta que determinarlo conforme a un lenguaje preciso e inequívoco que nos incline hacia un curso de acción u otro es asombrósamente más difícil de lo que nos hace creer el cientificismo (el cientificismo, como tal, consiste en hacernos pasar las teorías por hechos, como si la hipótesis de la naturaleza del meteorito fuese tan cósica, tan fenoménica, como la caída del meteorito mismo, pero luego no tienen ningún empacho en cambiar de opinión, formular una hipótesis nueva e imponernos creer entonces que también es un hecho: toca ahora olvidarse del anterior…).
A no ser que seamos honestos y digamos: voy a juzgar cierto tipo de sucesos de acuerdo con una plantilla previa, es cierto, pero es que esa plantilla previa responde no a lo que las “cosas” son, que sólo un tirano podría decirlo en función de sus propios intereses, sino a lo que queremos hacer, a lo queremos –y esto es lo realmente importante– ser con ellas... ¿O es que nunca nadie ha discutido con sus hijos o con su cónyuge, o con el guardia urbano, o con sus compañeros de trabajo? Al final, el que dogmatiza acerca de lo que realmente está pasando, sin sombra alguna de duda, estropea la relación humana o doblega a los demás, mientras que si de lo que se está hablando es de quiénes queremos ser respecto a esto incierto que ha pasado, el asunto cambia mucho y creo yo que para bien. El pensamiento del primer Heidegger consiste en señalar eso, que el trato del hombre con los meteoritos, o con las zancadillas, no es tan sencillo como pensábamos, y que los asuntos acerca de los que cabe una definición epistémica pura son poquísimos o prácticamente ninguno –de ahí la famosa última proposición del Tractatus de Wittgenstein–.
Metafísicamente, todo arranca de la convicción moderna, sobre todo kantiana, de que todo lo que es característicamente humano sucede en una sobrenaturaleza inteligible, que Kant denomina el Reino de los Fines. La naturaleza, de por sí, es pasiva, y produce procesos pasivos, mecánicos en la res extensa y tribales en la res cogitans. Esto segundo es lo que estudian los antropólogos y los psicoanalistas desde el siglo XIX, y supone un obstáculo a la plenificación de la Ilustración tal como la entiende Kant, que es como la han entendido todos después de él. Porque el milagro –y es un auténtico milagro en los términos más estrictos– es que ha acontecido la libertad a los hombres, y esa libertad es una actividad que se sobrepone a la naturaleza y funda un mundo nuevo, enteramente nuestro. Kant, Hegel, Marx… dan por hecho que ese mundo nuevo es racional, que depende del uso abstracto y anónimo del logos, que por una suerte de desgarro o exteriorización que quiebra la necesidad natural podemos hablar, y el hablar mismo funda instituciones racionales de las que los ciervos no tiene ni intuición. Pero lo cierto es que no tendría por qué pensarse así, ya que bien pudiera ser que el desgarro donde surge la libertad al romper el ser humano con la naturaleza virgen fuera ilógico, artístico, como lo piensa contra todos ellos Friedrich Nietzsche.
Enfocar la división naturaleza/cultura como lo que es siempre igual a sí mismo y por tanto bueno frente a lo que es obra nuestra y cambia y por tanto malo es un poco vetusto y beato, pero lo encontramos todavía hoy por todas partes, desde el ecologismo hasta la publicidad. Lo cultural, lo artificial, como pecado humano, fruto del deseo; lo natural, lo otorgado por Dios, como bien siempre olvidado y traicionado. Siempre traicionado porque los humanos no paramos de inventarnos nuevas cosas o nuevas reglas (generalmente van unidas) que convierten aquello idealizado como “natural” en asunto de un pasado añorado que quizá nunca existió. Si lo natural fuese tan evidente y generoso como se nos predica, no se entiende para qué íbamos una y otra vez a construir por encima de ello. El quid de la cuestión está en que no hace falta pensar en esa construcción como un suceso cuasi-milagroso, cuasi-sobrehumano, como lo vio el Idealismo Alemán. Si se trata de hablar, del lenguaje, resulta que el lenguaje es una práctica completamente natural en un entorno antropológico cualesquiera. No todos los niños escriben, pero sí todos los niños hablan, a no ser que sufran alguna malformación. Noam Chomsky, por ejemplo, reconoce que hablamos de modo natural, pero con eso no se conforma: quiere además que el parloteo tenga lugar conforme a la Gramática Generativa, y de ahí directamente al kantiano Reino de los Fines que también suscribió Marx. Pero si no eres sublime como ellos, basta con señalar que hablamos y que al hablar nos comunicamos acerca de este mundo, pongamos por caso.: “esa madera es mala para edificar porque no soporta la humedad, vamos a buscar otra”; cosas de este estilo son las que hablamos los seres humanos...
A lo que quería llegar es a que lo que llamamos “cultura” es el modo en que la naturaleza se modula en nosotros, sin dejar de ser naturaleza. Cierta madera de por sí no es ni buena ni mala, lo es sólo respecto a edificar en zonas húmedas. Usar el cedro en vez del nogal para levantar casas no es traicionar a la naturaleza ni, por el contrario, es un milagro laico, ni desatinos semejantes, es únicamente vida práctica, la que hacemos los hombres en sociedad con fines enteramente inmanentes (e.d., en este caso no calarnos…) Si a Arnold Schönberg le dio por proponer una alternativa armónica a la clásica la pregunta es para qué nos puede servir, qué estilos expresivos nuevos puede inaugurar en nuestras vidas, no si es natural o artificial, Providencia o pecado. Igual el nogal es bueno por su fragancia en la estación seca, y entonces también nos sirve. Hay mucho místico suelto por ahí, en mi opinión, por el simple motivo de que el mero sentido común no da para sentirse muy filósofo, impresionar a las masas o vender libros. Los lenguajes sirven a las necesidades, pero a la vez, sin pretenderlo, las modulan, las reinventan, y todo ese proceso por el que medios se hacen fines y fines medios se da y permanece enteramente dentro de la realidad, sin distinción alguna entre realidad natural o realidad cultural –es realidad, ser, y con eso se ha dicho mucho, si no todo.
Heidegger se adelanta a Wittgenstein aportándole además un trasfondo mayor. El existente (cada existente, o la existencia en un sentido trascendental) humano no es un aparato de registro de la realidad, sino que siempre consiste en un interés determinado en ella, aunque sea el más básico de sobrevivir. Pero incluso éste es ridículo aplicado al Dasein. Nunca el Dasein ha tenido que limitarse a sobrevivir, esto es paleontología barata nacida de la tonta visión del evolucionismo economicista. Desde el principio, originariamente, somos religión, sociedad, cultura: Musiké, que, no en vano, es como los griegos llamaban al conjunto de la cultura en tanto juego. Porque, a diferencia de los animales, vivimos en un universo determinado de sentido, seguramente a causa de que la conciencia de la temporalidad nos proporciona conciencia a su vez de las posibilidades, o sea, de que nada “es” definitivamente, sino que todo “puede ser” de otra manera. Conciencia, pues, de la contingencia. No existe distinción entre naturaleza y cultura porque todo lo que los hombres hacemos se da dentro de ese universo de sentido que Heidegger denomina en Ser y tiempo “comprensión”. Tan pre-comprendido es, cuando me enfrento con él, un tigre como un PC. Lo que pre-comprendo de ambos antes incluso de haberlos experimentado directamente yace en el lenguaje: Don´t ask for the meaning, ask for the use, como reza el lema de los herederos de Wittgenstein. Si necesitara experimentar minuciosamente cada cosa o cosilla, concreta o abstracta, que tuviera que aprender habría de vivir tres mil años sólo antes de estar medianamente preparado para a la vida adulta. El lenguaje en que nacemos ya nos lo da aprendido, y el Dasein aprende a manejarlo sin necesidad alguna de tener contacto inmediato con la realidad mencionada por las palabras. La comprensión, además, no es algo lanzado caprichosamente al mundo, sino algo que ya ha pasado su prueba con la realidad, que ya funciona como vida práctica de una comunidad dada y por tanto en lo que se anuda de un modo singular el ahí y el ser-ahí, o la circunstancia y el hombre que diría Ortega (pero Ortega ponía el peso en el hombre, no en el ahí…).