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Amalia estaba aparentemente tan indiferente como siempre, escuchar, enterarse de todo y callar. Su padre decía que podría ser una buena policía de la secreta. Pero ese día, Amelia escuchaba atentamente.
—Tenemos el cadáver de un muchacho joven, estudiante de medicina, que ha aparecido en un descampado muerto de un ladrillazo en la cabeza. Y es un caso que no hay por dónde cogerlo, por lo menos por ahora. Estaba en un grupo de extrema izquierda, la LCR. Pero sería raro que, si es una venganza política, le maten con un ladrillazo. Además, es un grupo muy marginal que solo se dedica a lanzar panfletos y a tocar las narices en las manifestaciones. Son niños de papá queriendo hacerse los salvadores de la humanidad.
—Siempre os cargan el muerto de la política. Tal como están las cosas, nadie quiere meterse en esos líos. Y luego, cuando habéis hecho el trabajo sucio, vienen de Madrid a llevarse las medallas.
—Lola, nuestra policía es una policía política, no nos equivoquemos. El caudillo nos encomendó proteger a la patria de la amenaza liberal y marxista que quiere destruirla. Aunque, en esta ocasión, no parece que la política haya tenido que ver con esto, pero seguro que meten baza los de la BPS, la Brigada Político-Social. Yo no me creo nada. Habría que buscar por otro lado.
—¡Cherchez la femme!
—Por lo visto, acababa de romper con su novia, una cría muy mona y muy pija que estudia enfermería. Yo la descartaría de principio. No parece tener fuerza suficiente para abrirle la cabeza casi de parte a parte. Además, según la chica, fue ella la que le dejó. Y tiene coartada. Pero nunca se sabe.
—¿Y otro lío de faldas?
—Otro dato es que el cadáver tenía los pantalones bajados. Ramiro piensa que el chico podía ser un bujarrón muy tapado y haber tenido un mal encuentro con un puto. Pero, de ser así, le habrían quitado la cartera, el reloj y el dinero.
La madre se quedó pensativa. Pantalones bajados, altas horas, en una zona tan retirada, y próxima a una zona donde vivían muchos gitanos…
—Otra posibilidad, que no hay que descartar, son los celos. ¿Habéis pensado la posibilidad de que ligara esa noche y les sorprendiera un novio celoso en plena faena?
—Bueno, no podemos descartarlo, pero para eso se habría llevado a la chica a su casa, no a un descampado. De todas formas, era un descampado donde termina el barrio, y cerca solo había un cuartel de artillería y las últimas casas, habitadas por familias gitanas. No sé. De todas formas, buscaremos información por ahí y veremos si hay alguna pista, si alguien vio algo fuera de lo habitual.
En fin, que el caso está muy difícil en espera de la autopsia. Y mañana llamaremos a los padres para que vengan, vascos y de mucho dinero, nacionalistas, supongo. Así que nos van a dar por los cuatro costados. Como siempre, echarán la culpa a la policía, aliada con los fachas. Es posible que, en cuanto se sepa, tengamos jaleo en la universidad, asambleas, manifestaciones. Y, por supuesto, la presión mediática y de las autoridades al comisario, y este a mí, y yo a mis subordinados, como no puede ser de otra manera.
—¿Habéis pensado en sus propios compañeros de partido? Esta gente se toma cualquier discrepancia, cualquier idea alternativa, como un delito contra el pueblo, o cosa parecida. Y cabe la posibilidad de que hayan sospechado un chivatazo. Tampoco descartaría a los de Fuerza Nueva, que son capaces de cualquier barbaridad.
—Mª Dolores, con los de Fuerza Nueva, ni mirarlos. Tienen todas las simpatías del Gobernador Civil, y posiblemente no hacen nada sin consultarlo con él, y una insinuación al respecto me costaría el puesto. Además, esos están obsesionados con el PC y los sindicatos. Los grupos marginales de izquierda les vienen bien para provocarse alguna vez si se encuentran y hacerse los valientes enseñando las pistolitas de tapadillo. Pero nunca matarían a un rojo de un ladrillazo, y menos aún después de bajarle los pantalones.
En cuanto a sus compañeros de partido, no creo que sean capaces de semejante cosa. Son los maestros de la elucubración política. Son capaces de pasarse horas discutiendo sobre la estrategia y la táctica a seguir por los trotskistas en Angola, y no llegar a un acuerdo en una conversación entre ellos sobre si hay que declarar la “Huelga General Revolucionaria” mañana, o dentro de tres días. Pero coger un ladrillo y partirle la cabeza a uno, eso les llevaría cien años de discusiones para no llegar nunca a ninguna conclusión.
—Entonces, ¿Qué pensáis hacer? Porque si os quedáis quietos, a verlas venir, os van a caer palos por todos los lados. Tenéis que empezar a detener a gente, aunque no tenga nada que ver. Yo detendría primero a los de su partido, y aunque no podáis cargarles el muerto, nunca mejor dicho, siempre podéis decir que habéis desarticulado una célula comunista.
—Eso ya lo hemos pensado. De hecho, esta madrugada hemos detenido a sus compañeros de piso, que también son compinches de célula, antes de que corra la noticia, y los tendremos aislados un par de días, hasta que estén blanditos, sin decirles ni mu de lo que pasa. Con esta gente, basta muy poca presión para que confiesen hasta el asesinato de Kennedy. Así, por lo menos, vamos a tener un as en la manga mientras investigamos con algo más de tranquilidad.
—Incluso, con un poco de suerte, podríais tener ya algún culpable definitivo en caso de que haya sido un crimen ocasional que no se llegue a solucionar nunca. Y, total, esos estúpidos son carne de cañón manipulables por unos o por otros.
Amelia escuchaba todo esto con verdadero interés y una sonrisa en la boca. Su madre llevaba la voz cantante. Nunca había visto a su padre contradecirla en nada. Los esfuerzos para llegar a conclusiones lógicas de sus padres le daban un poco de pena. Resonaba en su cabeza la palabra destino, la llave maestra que podía explicarlo todo. El destino del que ella había sido la mano ejecutora, la Moira, cumpliendo los designios de la Parca.
—Hija, te has quedado pensativa, y con una sonrisa que parece como si estuvieras a la vuelta de todo lo que estamos hablando. Dime, ¿qué piensa mi investigadora favorita de todo esto?
—Papá, sabes que no serviría para investigar asesinatos, ni crímenes truculentos, ni nada parecido. Me horroriza la sangre y la violencia en general. Soy pacifista por naturaleza, y siento horror por la miseria humana. Pero, si quieres saber mi opinión, alguien ha sido la mano ejecutora de un destino que estaba escrito en el firmamento. Y ese alguien u otro seguirá haciendo girar la rueda que marca el futuro de algunos hombres privilegiados.
—¿Pero, te estás riendo de mí? A este chico le arreó un ladrillazo en todo lo alto de su cabeza alguien que no quería sino romperle la crisma de la manera más bruta, y a fe mía que lo consiguió. Y seguro que tenía alguna buena razón para hacerlo, que es lo que tendremos que averiguar. Y lo de gente privilegiada, a no ser que el ladrillazo se lo asestara el Papa, no consigo verlo claro. En fin, un ejecutor del destino, como has dicho, si que ha sido el asesino del ladrillo, pero eso no me dice nada del quién y el porqué.
Su madre le miraba con verdadera furia en los ojos. Por un momento, Amalia pensó que estaba leyendo sus pensamientos, así que bajó la mirada y se propuso no hablar más, aunque realmente le asombraba con qué tranquilidad inmisericorde su madre había considerado algo encomiable destrozar la vida de esos muchachos jóvenes cuyo futuro se discutía entre bocado y bocado sin perder el apetito.
BEETHOVEN
Amalia terminó de cenar, recogió los platos y pretextando que estaba cansada, se retiró a su cuarto. Su gran pasión, la música. Desde pequeña, llevaba más de veinte años escuchando siempre música con delirio, casi siempre Beethoven, sin cansarse nunca. Cuando ella tenía catorce años, su padre compró un tocadiscos de maleta, de los que se abren y la tapa es el altavoz, nada sofisticado, por supuesto no estéreo, y con tres velocidades: 33 rpm. para los LP, 45 rpm. para los singles y 78 rpm. para los discos de gramófono. Para estrenarlo, su padre le dejó comprar un disco, y compró la 9ª de Beethoven, después de haber estado en la tienda casi una hora probando discos. El dependiente ponía cara de odio cada vez que le sacaba uno y se lo daba para escuchar fragmentos. Pero la cara le cambió cuando eligió la novena. Desde entonces casi siempre oía a Beethoven. Cuando entraba en un bar y se oía la música muy alta, muy comercial, sentía una sensación de desagrado, como si estuviera en un sitio que le resultaba ajeno, con gente que le resultaba extraña. Como si viera todo desde una altura. La sensación de ver las cosas desde fuera, las personas, las conversaciones. Participaba, pero como si estuviera representando un papel, como si la gente que conocía, compañeros de facultad, supuestos amigos, fueran personajes de una película, y ella una mera espectadora. Todo le parecía falso, impostado. Falso, como sus padres.
Se puso los auriculares, y, sin saber por qué, puso la quinta. Nunca había sido su preferida, aunque la apreciaba, pero esa noche algo le pedía explorar la llamada del destino que Beethoven reflejaba con los cuatro aldabonazos sobre la consciencia de los hombres: ¡Po-po-po-pooo! ¡Po-po-po-pooo! Entonces apretó los dientes, y comprendió que no había sido un episodio aislado. Que era maravilloso ser la dueña del destino.
RECAPITULACIÓN
Entró en comisaría de muy mal humor. Ayer por la mañana le llamó el comisario jefe dando evidentes muestras de nerviosismo. Le había llamado el Gobernador Civil, y a este el Secretario de Interior, cada cual echando todos los demonios contra su inmediato inferior responsable. Le dio veinticuatro horas para presentar un informe de los avances conseguidos sobre el caso del muchacho muerto.
Pero no tenía nada, nada fiable. Reunió al equipo en la sala de juntas. Ramón y Alberto entraron riéndose con un refresco en la mano.
—¿Se puede saber qué es lo que os hace tanta gracia? Ayer os pasasteis cuatro pueblos en los interrogatorios de los tres estudiantes. Habéis dejado al chico tan cubierto de moratones que parece un cofrade de Semana Santa. Ahora viajan camino de Madrid, y seguro que allí nos ponen a parir. Hasta para dar ostias hay que ser cuidadosos y no llamar mucho la atención.
—Bueno, jefe, tampoco lo hemos hecho tan mal. Al único que dimos un poco de estopa es al chico, al tal José. Con las chicas no ha sido necesario. Solo cuatro bofetadas. Estaban muertas de miedo. Las dos han confesado. Una de las chicas le provocó y el chico le estampó el ladrillazo en todo lo alto. Y fue por discrepancias políticas. Además, con esto hemos desarticulado una célula comunista muy violenta en la Universidad.
—Estos suelen ser muchas veces hijos de familias influyentes y yo no voy a dar la cara por vosotros. Así que, si os preguntan, lo negaréis todo. Yo os guardaré las espaldas en lo que pueda. ¿Entendido? Los de la BPS (Brigada Político-Social) ya nos los han reclamado, y posiblemente querrán investigar mejor lo que parece ser una célula de base de la LCR. Querrán ver conexiones, responsables, coordinadores, y todo el aparato. Así que es posible que nos estén dando la tabarra una buena temporada. Y más con el ambiente agitado que hay en la universidad estos últimos meses.
Entraron Pepe y Julián. Nada más entrar, Julián preguntó:
—¿Es cierto que violasteis a una de las chicas?
—Julián, ¿Son esas maneras de entrar en los sitios? Primero se dice buenos días, y luego se espera a que el que dirige la reunión plantee el orden del día. Y no, nadie violó a nadie. Eso es un delito muy grave, y más en un subinspector de policía. Así que lo único que hicieron Ramón y Alberto fue amenazarles con una somanta de ostias, y, solo con eso y paciencia, consiguieron que los muchachos cantaran la Traviata.
—Perdón, inspector, es que no me imaginaba yo a Ramón y Alberto con tanta sutileza en un interrogatorio.
—Pues es lo que dirás a cualquier chismoso de la comisaría que te pregunte. Y tú, Pepe, cuando dejes esa sonrisa bobalicona, ¿tienes alguna pregunta interesante que hacer sobre este tema, o pasamos a otra cosa?
El inspector comenzó el análisis de la situación y los ánimos se serenaron.
—La autopsia y el examen del cadáver no revelan gran cosa. El cadáver tenía una tasa de alcohol en sangre muy alta. En el pene había algo de líquido lubricante, que se segrega cuando se ha estado un tiempo sometido a una excitación sexual. No había restos de fluidos vaginales ni trazas de semen. La región anal no estaba irritada.
La herida de la cabeza era la causa de su muerte inmediata. En la herida, había restos del ladrillo, que debería considerarse el arma del crimen. El ladrillo tenía restos de pelos y de sangre por el tremendo golpe. La herida era una herida inciso-contusa que había provocado la fractura del hueso parietal y había penetrado en la masa encefálica. Era una herida, por tanto, mortal de necesidad, que había provocado posiblemente la muerte instantánea. La víctima no tenía ninguna otra lesión, señal o marca de violencia. La muerte debió producirse hacia la una de la madrugada, media hora arriba o abajo.
Alrededor, ningún hallazgo relevante. Era una auténtica escombrera en el que convivían bolsas de basura, material de derribo, condones usados y todas las porquerías que pueda imaginar el cerebro humano. Era un descampado, al final del barrio, con casas bajas ocupadas por familias gitanas. Vamos, un sitio muy romántico. La cuestión es que nadie vio nada, o si vieron algo, no quieren saber nada. Lo más cercano al lugar es un pub cochambroso. Se preguntó al camarero si había visto algo, pero no sabía absolutamente nada. Había una pareja, no sabe si llegaron juntos o separados, no se acuerda nada de ellos, no se acuerda de sus caras, ni de sus ropas, ni si eran jóvenes o viejos, ni qué tomaron, ni si pagaron o se marcharon sin pagar. Estaba colocado, nos imaginamos que desde hacía meses. Y por lo que le costaba enterarse de nada, creo que decía la verdad.
¿Se os ocurre alguna pregunta, o pasamos al siguiente punto?
—Ninguna pregunta, señor inspector.
—Pepe, dinos qué encontrasteis en el registro del piso.
—Bueno, el piso era un verdadero basurero, lo que estamos acostumbrados a ver en muchos pisos de estudiantes. En la terraza interior, un acúmulo de bolsas de basura que apestaba de una manera increíble. En la cocina, el fregadero lleno de platos, vasos y cubiertos sin fregar desde hacía una eternidad. Y los vasos llenos de colillas. Los dos cuartos de baño, impracticables, Parecían los de la casa de Alberto cuando se separó de su mujer.
—¡A que te meto una ostia!
—Vale, vale, concentraos en el informe y dejaos de tonterías.
—Bueno, pues sigo. En el pasillo tenían una vietnamita. Casi había que tener cuidado al entrar para no llevársela por delante. En la habitación del tal Jose y su pareja, Mariana, una máquina de escribir con calcos para la vietnamita y un montón de panfletos listos para repartir, convocando una huelga de estudiantes y poniendo de paso a parir al PC. También había periódicos de la LCR e informes de la 4ª internacional comunista. Los mismos panfletos, periódicos y demás basura que había en las habitaciones de Laura y Pedro, además de libros subversivos, apuntes de sus estudios y algún libro de lectura. Fotografiamos todo, y lo metimos en unas cajas que ahora estarán de camino a Madrid junto con los detenidos.
En la habitación de Laura había una verdadera plantación de marihuana en un armario. Cinco plantas de un metro de alto, y una luz especial para el crecimiento de las plantas, con un sistema de poleas para ir subiendo las luces según iban creciendo.
En la cocina había hojas de marihuana, secadas en el horno, envueltas en papel de periódico. Cuando les preguntamos, nos dijeron que eran unas plantas de cáñamo sin los efectos de la maría. Estaría bueno que fuera así. Todo ha ido a la científica, por si se les puede imputar también un delito de cultivo, tenencia y tráfico de drogas. En cuanto a huellas dactilares, había tantas por todos los lados que no creo que sirvan de gran cosa. Por supuesto, se tomó una muestra de todas. Puede que algún pez entre gordo y flaco anduviera por ahí. Pero, en cuanto al crimen, no tenemos huellas con las que comparar, así que no podemos sacar ninguna conclusión
—Muy bien. Vamos con el interrogatorio a los tres sospechosos. Ramón.
—Lo primero que tengo que decir, es que su declaración es una basura que no hay por dónde cogerla. Eran unos pardillos asustados que firmaron todo lo que se les puso delante.
—Y ¡ojo! Sin ponerles una mano encima. Si hay denuncias, la versión oficial, y lo que yo le transmitiré al comisario, es que las lesiones se las hicieron entre ellos, para luego denunciarnos por torturas. Pero nosotros no les tocamos ni un solo pelo ¿Ha quedado claro? En este punto no admitiré preguntas.
—A sus órdenes, inspector. Bueno, por no aburrir, el interrogatorio fue muy bien, los tres estaban muy asustados, sobre todo las chicas, que firmaron todo lo del registro del piso, la propaganda comunista, lo de la marihuana, aunque dicen que es cáñamo. A partir de ahí, firmaron hasta lo del asesinato.
Con el chico, José, la cosa fue un poco peor, y hubo que ponerle las cosas en su sitio, pero al final firmó todo menos lo del asesinato. Pero tenemos la declaración firmada de las chicas, que le ayudaron y le vieron cometer el crimen.
Lo que más nos llamó la atención fue la sorpresa de los tres cuando les dijimos que había muerto Pedro. Primero no se lo creyeron. Luego les entró verdadero pánico. Pensaban que le habíamos detenido y lo habíamos matado. Por eso, es francamente improbable que lo mataran ellos, o alguien de su grupo. No tienen coartada. Afirman que pasaron juntos toda la tarde, hablando de política y tomando cerveza. Pero no les vio nadie, ni nadie se acercó al piso.
—Este caso es muy complejo. Tenemos a un estudiante de medicina, miembro con toda probabilidad de una célula comunista, que vivía en un piso de estudiantes con otros miembros de la misma célula, asesinado en las afueras de la ciudad, en una posición bastante indecorosa. A pesar de que nos conviene acusar por el momento a sus compañeros del crimen, eso no se sostendrá durante mucho tiempo. Ni tan siquiera sabían que la causa de la detención era esa.
Cuando se haga pública la muerte de Pedro, que, por cierto, era vasco, no se va a creer nadie nuestra versión de la autoría, así que nos enfrentaremos a manifestaciones, asambleas y huelgas, culpándonos a nosotros de la muerte de ese muchacho. Nosotros somos la brigada criminal, así que, mientras les tengan retenidos en la BPS de Madrid, posiblemente aplicándoles un aislamiento prolongado, vamos a tener un tiempo de calma para poder investigar más tranquilos. Pero no nos confiemos. Mañana vienen los padres de Pedro, por lo visto, acompañados de un par de abogados. Ya han solicitado por vía oficial una segunda autopsia. Les recibiré yo, y no quiero que aparezca nadie por aquí mientras hablo con ellos.
LUNES. UN DÍA MARAVILLOSO
Esa noche había dormido profundamente. Un sueño reparador que hacía que viera la mañana con optimismo. Desayunó sin poder quitarse de la boca esa sonrisa, casi un poco estúpida. Su madre confundió la sonrisa. Estuvo preguntándole —ella pensaba que de una manera sutil— por la noche en que había llegado tan tarde, no en tono de reproche, sino para averiguar cómo se llamaba el chico que había conseguido ponerle esa preciosa sonrisa en la cara. Odiaba ese carácter manipulador de su madre. Siempre queriendo obligar a los demás a comportarse según el esquema que tenía en su mente para cada una de las personas que creía próximas. La odiaba. Odiaba ese esfuerzo por parecer joven, por parecer guapa, por parecer inteligente, por parecer, por parecer, por parecer… Solo las apariencias le interesaban. Pero, en realidad, era una manipuladora.
Tenía la tarde libre, así que se decidió a dar un paseo, dejándose llevar a donde quisieran sus pies.
UN ENCUENTRO FORTUITO
Luis Rojo era, se sentía, un triunfador. Redactor del Norte de Castilla, cronista local, siempre tenía información de primera mano. Se consideraba a sí mismo, y era considerado por sus jefes, el periodista mejor informado de Valladolid, al menos en el ámbito social y universitario. Sabía escuchar, y tenía una habilidad especial para dar confianza, por lo que todos los actores, políticos o no, de la sociedad se desahogaban con él, y le mantenían bien informado. Su relación era especial con la policía. De vez en cuando les pasaba información, asambleas, convocatorias de huelgas o manifestaciones, y a cambio él se enteraba de todo a veces incluso antes de que sucediera. Pero no era un chivato. Nunca dio un nombre que no fuera sobradamente conocido.
Tenía menos de cuarenta años. Bien parecido, alto, bien vestido, siempre informal, tenia un apartamento en la calle Santiago, bien acondicionado, con muebles modernos, lo que él llamaba “su picadero”. Tuvo un desengaño amoroso con veinte años, y decidió no volver a depender del amor jamás. Solo quería relaciones ocasionales, aunque tenía una facilidad enorme para jurar amor eterno y hacerse creer.
Era casi un experto en política universitaria, ámbito en el que se movía como pez en el agua. Ligaba bastante, casi siempre con estudiantes de los primeros años, y conseguía hacerse amigo de la progresía que deambulaba por las cafeterías de las distintas universidades. Sobre todo, le interesaba el ambiente próximo al PC, caladero en el que había echado las redes alguna vez. Los comunistas tenían unas simpatizantes muy guapas, pero los que estaban más arriba eran recelosos y desconfiados, sobre todo ellas, tibiamente feministas y con ganas de progresar en la política. Veían próximo el fin del régimen, y soñaban ya con un puesto en la vanguardia. Entró en el bar de la Facultad de Derecho y pidió un whisky con soda. Le gustaba el Dyc, pero pidió uno escocés, más que nada por preservar su imagen, tan laboriosamente conseguida. Entonces vio a Amalia, tomándose un café.
Se le acercó con la copa en la mano y la invitó. La conocía de los tiempos de la facultad, aunque nunca había hablado con ella excepto en grupo. El era mayor, y había estudiado periodismo ya hacía unos cuantos años, pero tenía una cierta amistad con media facultad, lo mismo que en Medicina, Ciencias o Filosofía y Letras.
Hablaron de lo divino y de lo humano, y procuró satisfacer el ego de ella, de la manera tan poco sutil que tan bien dominaba. Porque esa tarde estaba solo, sin ningún proyecto a la vista, y pensó que Amalia, ni guapa ni fea, ni joven ni mayor, ni lista ni tonta, podría ser una opción satisfactoria. Así que se lanzó al vacío, así, como le gustaba, sin paracaídas.
—Por cierto, me gustaría seguir esta conversación en un sitio más agradable. Conozco un Pub que está muy bien, oímos un poco de música y charlamos relajadamente. ¿Te parece?
—A mí se me ocurre otra idea mejor. Podríamos ir a tu casa…¡ Pero qué tonta soy! No sé si estás casado, si vives con otra persona, no sé nada de ti. Y no quiero que pienses mal de mí, es que no me gusta la música de los bares, tan ruidosa que no se puede charlar tranquilamente.
—¡Ja, ja, ja! No, no te preocupes. Vivo solo. Y, si tuviera pareja, soy fiel por naturaleza, nunca quedaría con otra, ni tan siquiera para charlar. ¿Qué tipo de música te gusta?
—Bueno, me gusta sobre todo la música clásica, no sé qué música te gusta a ti. ¿Tienes la quinta de Beethoven?
—Por supuesto. Me alegro de que te guste la música clásica.
Todavía no daba crédito. Era difícil que una chica tomara la iniciativa, así de golpe, sin tiempo de conocerse, poco más que de vista.
Salieron a la calle. Todavía era de día, pero la luz era más tenue, como correspondía a un frío día de febrero. Los árboles despoblados del Campo Grande, y la luz del atardecer que dialogaba con el brillo, igualmente suave, de las farolas. Todo invitaba a la melancolía.
Llegaron a un portal de la calle Santiago y subieron al apartamento de Luis. No perdieron mucho el tiempo. Luis puso el disco. Se besaron y comenzaron a desnudarse. Ella, desnuda de cintura para abajo, le bajó los pantalones y le empujó al sofá. Se puso sobre él y le besó. El se dejaba hacer, sorprendido por la actividad frenética que desarrollaba Amalia. Tras el respaldo del sofá había una estantería con libros y adornos, entre los que destacaba una réplica de la estatua de la libertad sobre un pedestal de mármol. Amelia le tapó los ojos con la mano izquierda mientras le besaba en la boca, y con la otra mano cogió la estatua y le golpeó en la sien con todas sus fuerzas. No hizo falta un segundo golpe. La quinta sinfonía llamaba al destino con sus potentes golpes de timbal.