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DE LUNES
No se había encontrado con nadie conocido, y a las diez y media estaba en casa.
—¿Dónde has estado?
—Por ahí
—¿Con quién?
—Con gente
Y así sucesivamente. Su madre tenía sentido del humor, y se lo tomaba bien, sabía que no se debía preguntar esas cosas a una hija de casi treinta años, y menos aún si, como sospechaba, tenía algún proyecto de novio a la vista.
En ese momento llegaba su padre, con cara de pocos amigos.
—¿Qué tal, Pacheco? ¿Por qué traes esa cara, cariño? ¿No has tenido buen día?
—¿Buen día? Cualquier día de estos, pido un traslado a una oficina y me dedico a pegarme la gran vida rellenando papeles y haciendo DNIs y pasaportes. ¡Qué asco, tener que aguantar a esa gentuza prepotente!
—¿Te refieres a los padres del muchacho asesinado?
—A los mismos. Esperaba a los padres de Pedro a las diez de la mañana, como habían quedado por teléfono, pero no llegaron hasta las doce. El padre es un industrial muy conocido y muy bien relacionado, aunque, por lo que me he informado, está próximo al nacionalismo separatista. Venían acompañados de dos abogados y no me dieron ni los buenos días.
Me dijeron, así con esas palabras, que no habían venido a hacer amigos. Y los abogados sometiéndome a un interrogatorio como no hacemos ni nosotros. Que si murió en el curso de una investigación, que si eran él y sus compañeros de piso sospechosos de algo, que, si no, por qué habíamos detenido a sus compañeros. Pusieron todo en duda, insinuaron que las pruebas recogidas en el piso eran falsas, que su hijo no era de ningún partido, y menos de izquierdas, y así sucesivamente. Exigieron, ¡exigieron, como lo oyes!, el informe forense.
El comisario me había avisado que el comisario jefe le había avisado que el gobernador civil le había avisado que los tratáramos bien. Así que tenemos en perspectiva un informe forense alternativo, me imagino que claramente tendencioso. Y una movilización en las vascongadas y otra aquí, en la universidad. Esta última ya ha comenzado, ya sabes, policía asesina y libertad, amnistía y estatuto de autonomía. ¡Joder! ¡Qué ganas de tirar por la calle de en medio y hacerles callar de una vez por todas a golpe de fusil, como en el 36!
Amalia estaba muerta de risa en su interior.
LOS PADRES
Mikel Lasa, en realidad Fernández Lasa, era un hombre hecho a sí mismo. Nació de una familia de la parte vieja de San Sebastián.
Su padre, Ángel, nació en Zamora. Con catorce años, siendo aprendiz de herrero, se dio cuenta de que allí no tenía futuro. Se enteró de que necesitaban aprendices de forja en una empresa de Guipúzcoa y decidió probar fortuna. Viajó a San Sebastián con un billete de tercera y un precontrato de la empresa. Cuando llegó, antes de ir a tomar posesión de su puesto de trabajo, fue al Paseo Nuevo y se dedicó a ver el mar durante dos días enteros. No había visto el mar ni en fotografías.
Su madre había nacido en Ormaíztegui, en una casa cercana a la casa natal de Zumalacárregui, el general carlista venerado aún por los nacionalistas vascos. Cuando se conocieron, se enamoraron enseguida. En aquella época no había posibilidad de noviazgos largos en las clases populares. Vivieron con penurias, pero consiguieron sacar adelante a sus tres hijos. Su padre era una persona inquieta. Vivió la contienda sin grandes problemas. No era sospechoso de pertenecer a ningún sindicato. Trabajaba de sol a sol , amaba su trabajo. Compartían la casa con la madre y una hermana de ella, que se había quedado soltera. En la parte vieja de San Sebastián, donde vivían, no se consideraba ni le consideraban un tipo raro. Simplemente, era castellano, “belarrimotxa”, que quiere decir “orejas pequeñas”, pero tenía los mismos problemas y las mismas preocupaciones. La gente compartía sus miserias de una manera espontánea. Los miércoles por la mañana llamaba un pobre a su puerta. Era su pobre, siempre el mismo, y su presencia era algo habitual, cotidiano. Un día, la vecina de arriba le dijo al pobre que no le podía dar nada, que no sabía qué podría dar de comer a su familia. Entonces, el pobre, sin decir nada, abrió un capazo en el que llevaba sus magros enseres y sacó una patata: —“tome, señora, algo harán con esto. Y yo hoy por hoy me las puedo apañar”— Así se funcionaba en aquella sociedad dejada de la mano de Dios.
Mikel vivió la guerra entre los doce y los catorce años. Estudió en la escuela primaria y luego estudió comercio. Comenzó con diversas representaciones de empresas, fundamentalmente de Madrid, pero pronto descubrió los beneficios del estraperlo. Compraba y vendía todos los productos de primera necesidad que podía conseguir en el mercado negro, con cierta complicidad de las autoridades, que se llevaban una buena parte. Con esto pudo hacerse con un modesto capital, que invirtió en comprar una nave destartalada en Morlans, un barrio de San Sebastián, en la que levantó una empresa. Fabricaban manillas de metal y todo tipo de aditamentos para coches, puertas, ventanas, etcétera. Aunque no eran los mejores tiempos, Mikel no quería seguir con el estraperlo, no le veía futuro, según iba avanzando una economía menos rígida. La empresa iba bien, la plantilla fue aumentando, llegando a los seis operarios y un administrativo. Esto dio a su familia una estabilidad económica que le permitió comprar un piso de protección oficial en el barrio de Amara Nuevo y mandar a su único hijo, Pedro, a estudiar medicina a Valladolid.
En cuanto a su madre, Maite Lecuona, venía de una familia de Vera de Bidasoa, descendientes de contrabandistas del rio, que vivían a caballo entre España y Francia, trapicheando con todo lo que se podía. Nacionalistas de nacimiento, consideraban a España como a La Guardia Civil, los que robaban el pan de los hijos de Euskadi. De familia pudiente, contribuyó junto con el capital acumulado por su marido a dar a su único hijo una educación como dios manda. El padre de ella se había librado de la guerra pasando a San Juan de Luz cuando los nacionalistas decidieron abandonar la lucha y dejar a los socialistas y anarquistas vendidos a las tropas de Franco. Por lo menos, eso era lo que siempre decía a quien quisiera oírle. Al cabo de un tiempo, volvió, sin ninguna cuenta pendiente, con su mujer y sus hijas. Su único acto de rebeldía era pasar todos los días a Francia a comprar la prensa libre, como él llamaba a la prensa francesa.
Pedro vivió en un mundo distinto al de los padres. Los jóvenes de su edad recibían la influencia de la Europa mas avanzada, lo que hacía más insoportable la opresión del régimen, de la iglesia y de una moral opresiva que procuraba que todo lo maravilloso de la vida fuera delito o pecado. Al mismo tiempo, la infravaloración de lo vasco por parte del régimen hacía que se produjera una mitificación. Ambas cosas se unían para que lo más inquieto de la juventud vasca interiorizara algo tan contradictorio como el nacionalismo y el socialismo.
Pedro era un amante del montañismo, y, junto a sus amigos, no pasaba ni un solo fin de semana en que no fueran al monte, al Adarra, al Txindoki, a pasar el día o, con una pequeña tienda de campaña que habían comprado, pasar una o dos noches. Muchas veces llevaban una ikurriña, que anudaban entre dos árboles y se alejaban corriendo.
Ingresó en LCR en Valladolid, el primer año de carrera, animado por su amigo Ander, compañero de excursiones y de más cosas. Juntos habían conocido el sexo, y también el miedo. El rencor, la esperanza de un mundo mejor, más libre.
Mikel no entendía nada. Era su hijo, su único hijo. La ilusión de su vida. Le contaban una historia de opereta barata. Que si era comunista, que si había sido hallado en posición indecorosa, muerto de un golpe en un basurero.
Su mujer, imbuida de un nacionalismo elemental, rupestre, solo sabía echar la culpa a la situación política, a la policía, al ansia por matar de los poderes del estado, que se habían concentrado en su hijo. Ella, ni tan siquiera creía que su hijo estuviera en un grupo comunista. Su mundo era el mundo romántico de “Amaya o los vascos en el siglo VIII”. Mikel se veía obligado a reclamar justicia en un mundo que no era justo por su propia naturaleza.
MARTES
Tenía unas ganas infinitas de hablar de ello, y, aunque tenía muy claro que no podía hacerlo directamente bajo ningún concepto, llamó a Carmen, a quien no veía desde hacía meses. Quedó con ella unos días después, el sábado, y se propuso no comentarle nada, pero no sabía si resistiría la tentación.
Carmen siempre la había admirado, necesitaba admirar a alguien cercano, y le había hecho su confidente. Sus consejos siempre le parecían perfectos, aunque Amalia no era pródiga en ellos. Prefería escuchar y hacer comentarios puntuales. Carmen le contaba todo, su relación con los chicos, cómo le iba en la facultad de filosofía y letras, sus inquietudes intelectuales, la literatura, la filosofía, incluso la política, aunque solo de manera especulativa, sin atreverse nunca a ninguna actividad relacionada. Tenía un pobre concepto de sí misma, y un verdadero pánico a exponerse al juicio de los demás. Solamente Amalia le escuchaba y le comprendía. Amalia sabía escuchar. Con ella, se sentía importante, comprendida y aceptada. Adoraba a Amalia. En alguna ocasión llegó a pensar si no sería lesbiana, pero no le atraía físicamente, aunque a veces había tenido que reprimir el deseo de besarle. Era más que nada una dependencia psicológica.
CENA DEL MARTES
Si el lunes su padre había llegado a casa hecho una furia, el martes llegó arrastrando los pies, preocupado, casi deprimido. Era más tarde de lo habitual. Su madre había estado despotricando por la ausencia de horarios y los sacrificios que hacía su marido sin que nadie se lo agradeciera. Pero cuando Pacheco llegó, al ver cómo venía, fue todo dulzura. Se acomodaron en la mesa de la cocina, llamó a Amalia y sirvió la cena. Cuando veía a Pacheco así, no le preguntaba nada. Sabía esperar pacientemente a que fuera él el que empezara a hablar.
—Si lo sé, hoy no me levanto. Me hubiera quedado en la cama, y tan ricamente.
—¿Otra vez los padres del difunto?
—Qué va. Esos han decidido que prefieren dar la lata al Gobernador civil para que este nos la dé a nosotros. Y ahora están empeñados, junto con sus abogados, con el tema de la autopsia. Están convencidos de que nosotros detuvimos al muchacho y le dimos una paliza de muerte. Y creo que el gobernador civil piensa lo mismo, porque ha denegado la segunda autopsia a pesar de las presiones. Por mí, autorizaba la autopsia y santas pascuas. No tenemos nada que ocultar.
—¿Entonces?
—Entonces, ahora se ha liado la marimorena. Esta mañana han encontrado a un periodista del Norte de Castilla muerto en su apartamento con un golpe en la cabeza con un objeto contundente. Estaba tumbado en el sofá, con los pantalones bajados hasta las rodillas.
—¿No habrá sido también con un ladrillo?
—No, con una escultura que representa la estatua de la libertad de Nueva York. Pero el modus operandi parece similar.
—¿También pertenecía a algún partido de izquierdas?
—¡Para nada! Era una buena persona. Se encargaba de las noticias políticas y sociales de Castilla, y sobre todo de Valladolid. Tenía muchas amistades en el régimen y muchos contactos por todos los lados. Estaba muy bien informado, y cuando se enteraba de algo que podía interesar a la policía, nos lo decía. A cambio, nosotros le filtrábamos también cosillas que le venían bien. Gracias a eso, muchas veces llegaba a los sitios antes que nadie.
Le encontraron los compañeros de redacción, que fueron a su casa extrañados de que no acudiera al trabajo ni contestara al teléfono.
Total, que, entre pitos y flautas, no me han dejado respirar ni un segundo. Con la prensa hemos topado. El asesinato de un periodista es siempre una noticia bomba, y tiene la dudosa virtud de poner en pie de guerra a toda la prensa. Ya tenemos una nube de periodistas en la puerta de la comisaría y, lo que es más preocupante, relacionando los dos asesinatos. Ya comienzan a preguntar si tenemos un asesino en serie, como en las películas.
—¿Y tú qué piensas?
—Tampoco es seguro que las dos muertes estén relacionadas. Puede ser una casualidad. Luis Rojo, como se llamaba, era muy ligón y se llevaba a estudiantes a su casa con bastante frecuencia. Tenía contactos con muchas chicas de izquierda que al final terminaban escamadas. Ya sabes, prometer, prometer… Así que pudo ser alguna novia despechada. En este caso, le golpearon con el borde del pedestal de la escultura, que era muy afilado, así que no hacía falta una fuerza sobrehumana.
No sé bien qué pensar. Todavía es pronto, pero parece que estuviéramos obligados a resolver los crímenes antes de que sucedan. El comisario me ha llamado a su despacho. Ya he recibido llamadas de todos los medios de comunicación. Me han llamado del Norte de Castilla al teléfono de mi despacho enfadadísimos, como si le hubiera matado yo. Esto se está pasando de castaño oscuro. En fin, vamos a pasar unas semanas muy agitadas, y todas las broncas me las voy a llevar yo, como no podía ser de otra manera. Los políticos se quitan el muerto de encima. Hasta el comisario jefe es, de alguna manera, un político, y yo estoy ahí abajo para quien quiera pisarme. ¡Qué asco!
Así siguió toda la cena, dando vueltas al asunto. Se sentía agobiado, maltratado, sin ver una salida.
Su mujer callaba. No le gustaba ver a su marido así, derrotado. Esperaría a verle calmado para estimular su ego y que volviera a ser el marido que ella quería, el policía enérgico, a veces violento, lleno de autoridad. Ella pensaba que cuando demostraba esa falta de coraje, se iba apartando de puestos más elevados, comisario, comisario jefe, para los que estaba más que preparado. Todavía era joven, apenas tenía algo más de cincuenta años, y una carrera por delante. Pero le faltaba ambición. La ambición la ponía ella. Por ella estudió para el ingreso en el cuerpo nacional de policía con solo veinte años. Por ella había seguido luchando para ascender en el escalafón, subinspector, inspector de tercera, de segunda, de primera, habían pedido ir destinados al país vasco en lo peor de los atentados de ETA. En esa época tuvieron a Lucía, al poco de casarse, porque se había quedado embarazada en un descuido. Al año siguiente tuvieron a Amalia. Qué distinta de su hermana. Era una niña triste, acomplejada. No destacaba por su belleza, eso era cierto. En realidad, no destacaba por nada. No era coqueta, vestía casi de uniforme, pantalones vaqueros o faldas hasta los tobillos, las menos veces. No se maquillaba apenas, llevaba el pelo a media altura, y se lo lavaba cada siglo.
UNA PAUSA
El resto de la semana fue tranquilo externamente y agitado en el interior de Amalia. Sus padres seguían dando vueltas a los misteriosos asesinatos, así les llamaban, como no podía ser de otra manera, haciendo de las cenas momentos mitad divertidos, mitad patéticos. Amalia odiaba ver a su madre como lo que era, manipuladora y sin ninguna inquietud cuando se trataba de que su marido tomara algún tipo de ventaja.
Ella no era así. No había nada personal en las dos muertes. No sacaba ninguna ventaja, no obtenía más placer que saberse dueña del destino de otros. Era simplemente como si hubiera sido elegida, como el arroyo que se desliza montaña abajo inevitablemente. Y veía una especie de venganza contra ese mundo que no consentía ninguna alegría a las que, como ella, no destacaban, ni deseaban destacar, en ninguna faceta de la vida. Las mediocres, las tranquilas, que nunca serían, ni querrían ser, mises, ni premios nobel, ni podridamente ricas. Pertenecía al grupo de los que sabían que tenían en sus manos dirigir el destino de los demás. Por primera vez, se sentía poderosa, se sentía importante. Siempre había tenido la capacidad de elegir el destino de los que le rodeaban, pero lo había ignorado hasta entonces. Ahora controlaba esa capacidad, no solo le venía dada.
¿Por qué buscaba razones? No necesitaba excusar sus acciones. Tampoco buscaba lo que para el común de los mortales supone justicia. No, no se sentía culpable de nada, y por tanto no eran excusas. Lo que buscaba eran explicaciones. Pero lo que encontraba siempre, al fin y a la postre, era una inmensa relajación anímica.
Sabía que esto no había terminado, que no había hecho más que empezar. Pero quería contrastar sus sentimientos, aunque fuera de una manera abstracta, con Carmen.
SÁBADO SABADETE
La calle estaba llena de gente, a rebosar. Había salido un día luminoso, de los pocos que brillan tanto en invierno en Valladolid. Y los sábados la gente de los barrios, barrios poco preparados para el ocio, convergía en el centro, convertido en un maremágnum de adultos, chiquillos, ancianos y adolescentes, sin saber a dónde ir, y ansiosos de hacer de su día de asueto algo especial, casi siempre sin conseguirlo. De todas formas, daba la impresión de que la gente necesitaba ese apoyo de la multitud alrededor, ese navegar sin rumbo, empujados por la corriente humana. Las cafeterías estaban llenas, en los soportales de la Plaza Mayor no cabía un alma, y Carmen y Amalia no encontraban un sitio donde hablar tranquilamente. Llegaron al Campo Grande, un parque muy extenso, y estaba lleno de padres con sus niños. Por fin encontraron una cafetería, en una bocacalle del Paseo de Zorrilla, que tenía una especie de reservado en un altillo con tres mesas, con unos sofás muy mullidos, ninguna ocupada. Parecía preparado para parejas, pero ese día con poco éxito, por lo que se podía ver.
Carmen quería un té, pero Amalia pidió dos copas, un día es un día. Y Carmen aceptó riéndose.
—Bueno, Carmen, hace mucho que no nos veíamos. La verdad es que yo no tenía muchas ganas de salir ni de ver a nadie. Bastante gente veo en la gestoría todos los días. Pero estas últimas semanas estoy mucho más optimista. ¿Y tú? Cuéntame algo de cómo ha sido tu vida últimamente. Te veo distinta, más animada.
—Amalia, mi vida sigue igual, bastante monótona si no fuera por mi trabajo en la cátedra. Pero con el catedrático solo me relaciono para hacerle reverencias, si, si, no te rías, asegurando mi puesto de trabajo, y los adjuntos, en las raras ocasiones en que me miran, lo hacen como extrañándose de que siga ahí todavía. La dura vida de los PNNs (Profesores No Numerarios).
En cuanto a amores, te voy a dar la noticia: estoy liada con un chico que está casado. Su mujer no le quiere, y el no la quiere a ella, y ya lleva tres meses diciéndome que tiene muchas ganas de dejarla. Pero en su trabajo, según dice, valoran muy negativamente la inestabilidad sentimental. ¡Como si yo fuera tonta! Pero hago como que le creo, y así tengo con quien estar algunos días, y mi piso y mi cama no están tan solitarios, solos mi gato y yo.
—¿A qué se dedica?
—Bueno, te vas a quedar de piedra. Es subinspector de policía de tercera, está adscrito a la comisaría de Valladolid, y sobre todo trabaja con la brigada criminal.
—¡Ostras! Entonces casi seguro que le conozco. No será mi padre, ¿verdad?
—¡Ja, ja, ja! ¡No, por dios! Es muy jovencito, subinspector de tercera, y el último mono de la comisaría. El dice que se dedica principalmente a poner cafés a todos sus compañeros, incluidos los jefes, y a escuchar y aprender. No creo que le conozcas, ni que tu padre te haya hablado de él.
—¿Qué ves en él? ¿Te atrae porque es el último mono? ¿O es que es muy guapo?
—Bueno, Amalia, veo que vas lanzada. Sí, es posible que tenga afinidad por el último mono, aunque guapo es guapísimo, o eso me parece. Pero lo que más me gusta de él es su inteligencia y su sentido del humor. Le gusta mucho la psicología, y en sus ratos libres estudia para aplicar la psicología a la investigación criminal. De hecho, me ha pedido libros de la carrera de psicología que le voy consiguiendo gracias al marido de una compañera, que es psicólogo.
—Siendo tan inteligente, ¿cómo es que no ha hecho una carrera, como todo el mundo?
—Es de un pueblo de Segovia, Aguilafuente, y sus padres son agricultores. Así que no tenían medios para sostenerlo mientras hacía una carrera. Era el más listo en la escuela, y, antes de ir a la mili, el maestro le convenció para que se presentara a policía. Así que, como él mismo dice, se convirtió en un desertor del arado. Y ya para entonces estaba emparejado con la que es su mujer. Así que, en cuanto salió de la escuela y se hizo policía, se casó. Pero dice que no tiene nada en común con su mujer, no tienen hijos y no tienen nada de que hablar cuando llega a casa. Y dice que yo soy todo lo contrario. Maldice el día en que se casó.
Además, Amalia, te voy a decir algo que me dicta mi experiencia. Los más tontos que yo conozco pueden estar entre los burros o entre los catedráticos. A veces suben los que menos pesan, como en el agua. Yo he visto de adjuntos a gente muy cortita intelectualmente hablando, pero con un gran instinto para progresar arrimándose al sol que más calienta.
—Bueno, bueno, frena un poco, o me terminaré enamorando yo misma de él.
—¡Ja, ja, ja! Pues no te lo pienso presentar. Lo malo es como un día te lo presente tu padre. Yo no te voy a decir ni el nombre, por si acaso.
—Bueno, ¡con preguntar por el que sirve los cafés! ¡Ja, ja, ja!
Así siguieron un buen rato, y cuando parecía que se habían agotado las confidencias y los temas de conversación, Amalia se puso repentinamente muy seria y se quedó pensativa mirando al infinito.
—Amalia, de repente te has ido, quién sabe a qué mundos de dios. ¿Qué te preocupa tanto para que mi mejor amiga se vaya a algún sitio tan remoto?
—Perdona, Carmen, no me preocupa nada importante. Ya sabes que no me gusta mucho hablar de mí. Pero hay algo que me obsesiona a raíz de esas dos muertes que ahora investiga mi padre. No sé si debería hablarte de lo que hablan mis padres en la intimidad.
—Bueno, ya estás como Rodrigo, manteniendo en secreto lo que me intriga, aunque sepas que yo jamás diría una palabra.
—¿Rodrigo? ¿Es así como se llama?
—Vale, se me ha escapado. Prométeme que no dirás nada de lo nuestro en casa. Podría perjudicarle en su trabajo. Bueno, cuéntame que es lo que te obsesiona.
—Tú que sabes tanto de mitología, me gustaría que me dijeras si algunas personas pueden ser conscientemente dueñas del destino de otras.
—Buen intento. Ya veo que usas el método de aproximación indirecta que al final quedará en humo sin llama.
A Amalia le sorprendió la perspicacia de su amiga. No, no podía contarle nada, y menos después de saber lo de Rodrigo.
—Bueno, he visto a mis padres, tratando el tema de las dos muertes, decidir la culpabilidad de personas inocentes para cubrirse las espaldas. Ya sabes que el primer muerto pertenecía a un partido de izquierda, y aprovechando eso, ¡pues ya tenían culpables!
—¿Y cómo sabes tú que no fueron ellos?
—Porque no se lo han creído ni los de la brigada político-social de Madrid, y porque, cuando estaban detenidos, ha habido otro asesinato de las mismas características.
Amalia siguió hablando de las consecuencias que había provocado y la complejidad de los acontecimientos, sin insinuar lo más mínimo su propia participación.
—¿Por eso me has preguntado por los dueños del destino de otros?
—Más o menos. Yo me refería a ejecutar acciones que inciden directamente sobre el destino de otros, y más concretamente sobre su vida y su muerte. Y no me digas que todos, de una manera u otra, influimos en el destino de los demás, que el batir de las alas de la mariposa puede cambiar el devenir del mundo entero, y cosas así. Yo me refiero a la decisión puramente caprichosa de que alguien debe morir. Como estoy segura de que hizo la persona que mató a esos dos. Como un dios, o diosa. La Moira Átropos.
—Amiga mía, si el asesino obró como dices, lo cual veo muy dudoso, y más si lo hizo con esa intención específica, se equivocó de punta a punta. Aceptando esa hipótesis, que mató voluntariamente por sentirse dueño del destino, desencadenó una serie de acciones y reacciones que no puede controlar. Tú misma me has contado la reacción interesada de tus padres, las consecuencias sobre otras personas inocentes, hasta la derivación política de este asunto. Por ejemplo, llevamos una semana de huelgas en la universidad, y la gente acusa a la policía de la muerte del estudiante. Inclusive se comenta que el periodista murió porque iba a descubrir todo el pastel.