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Los policías agradecen ese pequeño discurso. Como parece que ninguno va a lanzarse a seguir con las presentaciones, Leire mira a su subinspectora esperando que los anime. Martina capta enseguida el mensaje:
—Vamos, Abuelo —dice dirigiéndose al que ha hablado antes—, empieza tú, que eres el mayor… ¡Cómo en el colegio! —añade con guasa y arrancando así una sonrisa a los otros dos.
El aludido se adelanta un poco sobre sus otros dos compañeros y se presenta:
—Yo soy el agente Lamata. Y puede llamarme así, Sandalio o Abuelo, como prefiera. Lo de Abuelo es por la edad; soy mayor que mis compañeros y se cachondean por eso. Dicen que a mis treinta años ya debería haber ascendido de grado, pero sepa usted que yo estoy bien así, me gusta mi trabajo.
Leire le sonríe y evita comentar nada. Es verdad que ver a un agente de esa edad no es normal pero, si trabaja bien, a ella le da igual, como si le gusta regular el tráfico de la hora punta en el centro de Madrid. Se dirige entonces al otro agente varón: un policía que no retira la mirada, evidentemente más joven que su compañero, guapo y con un cuerpo espectacular.
—Buenos días, inspectora —interviene este—. Yo soy el agente Ruiz. Llevo poco tiempo en el cuerpo y no le engaño si le digo que mi objetivo es aprender rápido para promocionar y poder incorporarme a los cuerpos especiales de asalto. Esa es mi ilusión desde niño, pero no significa que, durante mi formación como policía, no vaya a darlo todo en cualquier sitio donde se me destine, como es este caso. Estoy encantado de trabajar para usted.
—¡No seas pelota, Cid! —se ríe la subinspectora.
Leire la mira sorprendida.
—¿Cid? —pregunta.
—Sí, inspectora —añade Martina—, es que no lo ha dicho todo. Detrás de esos músculos tenemos a un descendiente de nuestro más antiguo héroe castellano. Aquí el compañero se llama Jonathan Ruiz Vivar. Con este nombre y este cuerpo solo podemos llamarle Cid —acompaña la explicación con una sonora palmada en la espalda del otro, quien ni se inmuta ante el golpe y no puede esconder un gesto de orgullo por el mote que tiene.
Leire asiente y se dirige ya a la última que falta por hablar. Se la ve pequeña al lado de sus compañeros.
—Pues solo faltas tú —la anima.
—Yo soy la agente Flores, inspectora, pero si no le importa, me puede llamar Eli, de Elisenda. Quiero que sepa que he pedido voluntariamente este destino. Martina… —se interrumpe dándose cuenta de su defecto de forma—, quiero decir la subinspectora Rojas, me ha ayudado mucho desde que estoy aquí, y voy con ella adonde haga falta.
La inspectora mira a sus nuevos compañeros, satisfecha del primer contacto. Se lleva una buena impresión del equipo que le han asignado. Todos respetan las formas y al menos dos de ellos, los más jóvenes, han manifestado evidentes ganas de aprender el oficio. Le recuerdan a ella misma cuando empezó, sobre todo Elisenda, con ese cuerpecito tan pequeño pero claramente en forma y una apariencia externa que le hace parecer más joven de lo que es en realidad —algo que seguramente le ha obligado a defender su edad en más de una ocasión—. Respecto al más veterano, el agente Lamata, a pesar de estar un poco fuera de sintonía con sus compañeros, percibe en él que efectivamente parece cómodo con su puesto en el escalafón, lo cual es muy importante para que trabaje bien; es más, demuestra que lleva con calma y aceptación el apodo de Abuelo, que transmite claramente lo que piensan de él sus compañeros.
Leire reflexiona antes de seguir. Los demás esperan sus órdenes para empezar a trabajar. Y entonces se da cuenta de que realmente no sabe ni por dónde empezar, de que ni siquiera se ha fijado en la dirección a la que tienen que ir. Mira con disimulo el papel que le ha dado el comisario y recuerda la ciudad donde se ha cometido el crimen: Coslada. Se lo han marcado como si ya supiera qué hacer con eso, pero ella no conoce esa localidad. Vuelve a mirar el papel que, inconscientemente, mantiene en su mano derecha y, esperando que a alguno de los policías le indique algo, lee en alto el lugar a donde se tienen que dirigir:
—Tenemos que ir a la Biblioteca Municipal de Coslada. Por lo visto, allí es donde ha aparecido nuestro muerto esta mañana.
—Eso está al este de Madrid, inspectora —interviene Cid—, al lado del estadio nuevo de mi Atleti.
Leire no sabe casi nada de fútbol, e ignora el gesto de evidente desprecio que hace el agente Lamata ante la mención al club deportivo, pero el comentario vale para que asigne al agente rojiblanco su primera tarea.
—Pues tú nos dirigirás hasta allí, Cid.
Según van asentándose las piezas en su cabeza, la inspectora va tomando consciencia de las necesidades que tiene que cubrir para empezar a trabajar, de las que ni se ha podido preocupar hasta ahora.
—Por cierto —añade, dirigiéndose a Martina—, ¿tenemos asignado equipo de la científica? Habrá que coordinarse con ellos.
—Lo tenemos, jefa —responde la subinspectora—, pero no están aquí. Vamos a trabajar con el inspector Vich, o el Sabueso, como prefiera llamarlo.
—¿Sabueso? —Leire se sorprende de tanto mote asignado en la comisaría.
—Sí. El apodo le viene de su mentor. Carlos Vich empezó a trabajar de policía como agente de calle, pero dada su formación académica y su pasión por los pequeños detalles, acabó a las órdenes del ya retirado inspector Angulo, a quien todo el mundo conocía como el Sabueso… por sus dotes para encontrar pistas donde nadie era capaz de hacerlo —aclara Martina—. Al jubilarse el inspector Angulo, nadie dudó de que el puesto que abandonaba iba a ser para su pupilo más aventajado e ilusionado. Y así fue. Desde entonces, y a base de mucho trabajo, se ha granjeado una fama extraordinaria y, actualmente, cualquier policía se pone contento cuando sabe que va a trabajar con el inspector Vich.
—¿Y qué formación académica es esa que dices que tiene, si se puede saber? —se extraña Leire.
—Veterinario.
La respuesta provoca un evidente gesto de sorpresa en la inspectora.
—Todo un licenciado en Veterinaria —continúa Martina—. Y además, por lo que cuentan, durante su periodo como sanaperros se especializó en dermatología, de ahí su pasión por la investigación. Dicen que no se cansa de repetir que en esa especialidad hay que ser como un detective y que, para llegar a un diagnóstico, hay que buscar pistas donde nadie las imagina. También comentan que basta con le pongan delante un microscopio para hacerle feliz, ya sea para perseguir asesinos o para diagnosticar enfermedades de la piel de los perros, porque creo que compagina sus dos pasiones y que todavía colabora con muchos de sus colegas veterinarios.
—¡Bueno! —exclama todavía algo sorprendida la inspectora—. ¿Y dónde tenemos al inspector Vich?
—Está viniendo desde Barcelona —aclara Martina—. Es de allí, y cuando puede se escapa a su tierra. Está avisado desde esta mañana a primera hora, y su tren debe estar a punto de llegar a Atocha.
—Perfecto. Pues entonces, Lamata —no se atreve todavía a usar el mote de Abuelo para dirigirse al agente— y Eli, id a buscarle y le lleváis a Coslada.
Los aludidos asienten.
—Y nosotras nos vamos directas a la biblioteca donde nos deben estar esperando. Cid, ¿nos guías?
Leire se gira y, siendo la que está más cerca de la puerta, sale la primera del despacho. El equipo la sigue al instante, contentos de iniciar una nueva investigación. Una vez más, la inspectora se percata de que le falta algo: no ha previsto si se ha solicitado un vehículo para ellos. Se vuelve a mirar a su segunda, temiendo tener que admitir esa falta ante sus nuevos compañeros, pero Martina capta su duda y, antes de que ella diga nada, le enseña una llave que tiene en su mano.
—Si le parece, inspectora, conduzco yo. Me encanta el coche que nos han asignado.
Cada uno va entonces hacia su destino y, en pocos minutos, los tres policías que van directos a localidad vecina de Madrid están sentados en un moderno BMW serie 1 de color azul metalizado —seguramente, de la flota requisada a algún capo de la droga— y salen del garaje de la comisaría. La conductora, que no ha dado opción alguna a su compañero, en cuanto accede a la Gran Vía coloca la sirena en el salpicadero del vehículo, la enciende y pone el coche a una velocidad bastante más rápida de la aconsejada para el tráfico de esas horas. Por si no bastaba con el ruido que emite el distintivo policial, conecta la radio, sube el volumen para poder escucharla por encima del aullar de la sirena y se pone a cantar junto a Pablo Alborán —este lo hace bastante mejor que ella— su famoso tema «Te he echado de menos». Leire va de copiloto intentando concentrarse en los pasos a seguir cuando lleguen a su destino. Cid va en el asiento trasero mirando distraído su teléfono móvil, como si tanto escándalo no fuera con él.
Capítulo 3
El trayecto hasta Coslada, que según el navegador se debería hacer en veinte minutos, lo culminan en poco más de diez. Por la M40 Leire pasa algo de miedo debido a la velocidad que impone la subinspectora y, cuando se incorporan a la desviación que indica la salida al famoso estadio del Atlético o hacia Coslada y bajan la pronunciada cuesta que accede a la localidad, agradece que su compañera decida reducir la marcha.
El acceso no es precisamente bonito. Pasan por debajo de unas vías de tren que alojan varios vagones de transporte de mercancías y desembocan en otra rotonda; la cual, gracias a unas letras de granito, les indica que han entrado en Coslada.
Sin saber nada de su destino, les llaman la atención dichas letras, la gran bandera de España que preside el nombre de la localidad y lo cuidada que está la vegetación de esa rotonda, muy decorada en comparación con lo descuidado del acceso que acaban de atravesar.
Enseguida y sin que se lo tengan que pedir, Cid localiza en el navegador de su móvil la ubicación exacta de la Biblioteca Municipal y activa el manos libres para que Martina pueda seguir las indicaciones hasta su destino. Leire baja la radio y silencia la sirena. Martina se la pasa para que la guarde en la guantera delantera del coche.
La voz mecanizada que emite el teléfono de Cid les dirige hacia la inevitable avenida de la Constitución, presente en todas las poblaciones satélite de cualquier ciudad; la recorren en su totalidad y dejan atrás el Ayuntamiento y multitud de comercios que a esas horas ya bullen en actividad. Al final de la travesía llegan, cómo no, a otra rotonda, donde una gran escultura que representa el busto de una mujer desnuda de cintura para arriba parece vigilar su paso.
—Es «La mujer de Coslada» —lee Cid la indicación del mapa de su móvil.
Pero, quizá por defecto profesional, más que en la escultura se fijan en las instalaciones de la comisaría de la Policía Municipal que se encuentran a la espalda de dicha mujer.
—¡Vaya tela! —exclama Martina—. Si pilláramos nosotros ese edificio para nuestra comisaría. ¡Qué envidia!
Sus compañeros asienten en silencio, dándole la razón, y se lamentan de las diferencias de presupuesto que por desgracia ostentan los diferentes Cuerpos de Seguridad del Estado; de todos modos, como es algo que tienen asumido hace tiempo, no malgastan ni un minuto en tratar ese tema.
La subinspectora saca el coche de la rotonda hacia donde le ordena la sugerente voz del navegador y, nada más hacerlo, la presencia de varios coches de la policía local con las luces de sus sirenas encendidas y bloqueando el acceso a la calle por donde parece que tienen que ir les confirma que han llegado a su destino.
El equipo de policías se acerca con el BMW hasta la cinta policial que les impide el paso. Allí les detiene el gesto enfadado de un agente local, que visiblemente molesto se acerca a la ventanilla de Martina y, eso sí muy educadamente, se dirige a ellos:
—Buenos días, señoras —está claro que no se ha fijado en Cid, sentado detrás—, por aquí no se puede seguir.
Sin esperar respuesta, el policía local levanta la mirada hacia un compañero que controla la salida de la rotonda por donde acaban de acceder —y que les ha permitido pasar sin decir nada— y le chilla:
—¡Coño, Paco! ¡Corta ahí, joder, que ahora tienen que dar la vuelta por prohibido!
Leire se baja del coche y, antes de que se pueda dirigir al agente municipal, recibe una nueva reprimenda de este:
—¡Señora! ¡Espere a que le indique, no se me baje del coche aquí!
La inspectora saca su placa y se la planta delante al funcionario municipal; el cual, enfrascado en su tarea, tarda unos segundos en entender que está delante de una policía nacional. Leire le ayuda presentándose:
—Soy la inspectora Sáez de Olamendi. Vengo con mi equipo para hacernos cargo de la investigación.
El municipal vuelve a mirar el vehículo, extrañado de que no tenga ningún distintivo oficial, y solo parece confirmar la identidad de su interlocutora cuando ve a Cid, vestido con el uniforme corporativo. Se vuelve entonces hacia Leire y cambia radicalmente su actitud:
—Perdone, inspectora, es que al no ver nada en el coche… —enseguida echa mano de la radio y avisa a su superior—. Jefe, los de la Nacional están aquí, se los mando.
El agente levanta la cinta policial que les había detenido y espera paciente a que Leire vuelva a subirse al vehículo para avanzar hacia la zona acotada que les señala con la antena de la radio. Mediante esas señas les indica adónde tienen que dirigirse, vuelve a bajar la cinta policial y se da la vuelta para volver a increpar al tal Paco que, según su opinión, no está haciendo bien su trabajo.
Martina acerca el BMW hasta donde les ha dirigido y lo estaciona a los pies de un señor menudo, trajeado, visiblemente estresado, y a quien, por su manera de dirigirse a los demás, identifican como el jefe aludido por quien les ha permitido pasar. Los tres policías nacionales se bajan del coche y se quedan delante de su nuevo interlocutor. Este, sin tener claro a quién de las dos no uniformadas tiene que dirigirse, les habla en plural.
—Soy el subinspector Díaz, de la Policía Municipal de Coslada. Me van a perdonar, pero el inspector no se encuentra hoy aquí y soy yo el encargado de recibirles.
Leire se adelanta a sus compañeros:
—Hola, subinspector. Soy la inspectora Sáez de Olamendi, encargada del caso. —Y, sin ganas de dilatar más las presentaciones, va directa a su objetivo—: ¿Nos diriges?
El subinspector Díaz la mira de arriba a abajo con poco disimulo, mostrando extrañeza, quizá porque se había hecho otra idea del responsable que se iba a encargar del muerto aparecido en su territorio. Hace un gesto de evidente resignación y, consciente de que eso no le incumbe, decide seguir con la misión que le han encomendado sus superiores directos:
—Por supuesto. Acompáñenme por aquí, por favor.
Gira sobre sí mismo y, mientras habla por la radio que sostiene en su mano derecha, echa a andar en dirección al edificio de enfrente.
Leire le sigue en primer lugar y, ya a la entrada a la biblioteca, hace una señal a Martina para que la acompañe dentro, le pide a Cid que espere allí la llegada de sus compañeros junto al inspector de la científica, para que les pueda franquear el acceso hasta la escena del crimen.
La inspectora, pendiente de todo, se hace una rápida composición del lugar antes de entrar. El edifico está bien señalizado con unas grandes letras corpóreas colocadas en la parte superior que indican que es la Biblioteca Municipal de Coslada. Es una construcción moderna, de dos alturas además de la planta baja, acristalada casi en su totalidad y perimetrada por una valla de hormigón que, desde donde se encuentran, solo permite el acceso al interior por la entrada principal. Es un bloque aislado de los colindantes, con zonas verdes a su alrededor, excepto por uno de sus flancos en el destaca otra edificación decorada con una curiosa pintura, muy colorida, y que se le antoja como una pobre imitación de un cuadro de Miró.
Una vez en el interior de la biblioteca —porque el subinspector Díaz no les da tiempo a que fuera observen nada más— se encuentran con una decoración austera y unos espacios excesivamente amplios y muy bien iluminados gracias a la claridad que dejan pasar los enormes ventanales. La inspectora no se había imaginado un espacio tan atrayente para alojar un templo de la lectura.
Entre la nube de policías que protege el lugar, Leire se fija en una mujer sentada detrás del mostrador de recepción: claramente abatida y agitada, intenta serenarse con los cuidados de dos sanitarios del SUMMA1. No puede pararse a ver más si no quiere perder la pista del subinspector Díaz, quien, cual camarero guiando a sus clientes hacia la mesa reservada, parece que lleva prisa y no se detiene ante nada, ni siquiera para comprobar si sus invitadas le siguen.
Por una ancha escalera ascienden a la planta superior, donde comprueban que el acceso a las salas de lectura está perfectamente controlado, ya que no hay nadie al otro lado de la cinta policial puesta justo al final de los peldaños. Por fin, el subinspector Díaz detiene su andadura para, algo jadeante, dirigirse a las policías nacionales:
—Aquí es.
Y, tras recuperar un poco el aire que le falta por las prisas, sigue explicando:
—Tras comprobar que estaba muerto, hemos aislado la planta. De todos modos, a estas horas de la mañana no creo que haya pasado nadie antes que nosotros; salvo la bibliotecaria, claro, que es quien nos ha avisado.
Leire y Martina observan la sala mientras el municipal sigue relatando:
—El cadáver está en el cuarto de baño —señala una puerta cerrada—. No hemos encontrado nada más, ni objetos personales ni nada que no debiera estar aquí.
La estancia, efectivamente, está como debería estar: sillas, mesas y libros perfectamente ubicados en su sitio; incluso los carros, destinados a almacenar los ejemplares pendientes de distribuir en sus estanterías, vacíos y perfectamente aparcados junto a una pared, donde no molestan el paso de nadie. La puerta del aseo que les indica el subinspector Díaz permanece cerrada, presumiblemente guardando la intimidad del difunto que está tras ella y a la espera de que las dos policías nacionales descubran lo que hay.
Leire está deseando pasar a la escena del crimen, pero no podrá hacerlo hasta que no llegue el inspector de la científica; sabe que ya han pasado por allí la bibliotecaria y los policías que hayan acudido ante la denuncia de esta, por lo que la contaminación de la escena y la destrucción de pistas ya habrá sido suficiente como para que ellas la incrementen aún más. Mientras se ven obligadas a esperar, Leire pide al subinspector que le explique los acontecimientos acaecidos allí esa mañana.
—Nosotros hemos recibido la llamada de la bibliotecaria a primera hora, serían pasadas las ocho y media. Por lo visto, ella ha llegado pronto, como dice que suele hacer últimamente, porque los recortes de personal la obligan a hacer tareas que antes no ejecutaba. Nos ha dicho que siempre es la primera en llegar y que se encarga de comprobar si sus compañeros del turno anterior lo han dejado todo en perfecto estado para los usuarios de la biblioteca. Los lunes como hoy, al estar cerrado desde el sábado a mediodía, hace una ronda más exhaustiva. En esa ronda es cuando se ha topado con el cadáver. Ha debido de pasarlo fatal hasta que ha conseguido llamarnos. Aunque hemos tardado menos de diez minutos en llegar, nos la hemos encontrado aquí en esta planta, sentada en el suelo delante de la puerta cuarto de baño y con una crisis de ansiedad de la que, como habéis visto abajo, todavía no se ha recuperado.
—¿Os ha contado qué es lo que ha visto? —interviene Leire.
—Nos lo ha contado, y lo hemos comprobado —responde el subinspector extrañado por la pregunta—. Lógicamente, los agentes que han respondido a la llamada, cuando han conseguido entender lo que les decía la bibliotecaria, han pasado a la escena del crimen. Ahí dentro —lo dice señalando con la cabeza una vez más a la puerta cerrada del baño— hay un hombre retorcido.
—¿Perdón? —la inspectora se extraña de la expresión usada por el municipal.
—Es como si hubiera muerto con espasmos —continúa este—. Su postura resulta artificial: tiene la espalda arqueada hacia atrás, con una postura tensa… no sé cómo explicarlo, mejor que lo vean ustedes mismos.
—Lo veremos, pero debemos esperar a los de la científica, que estarán a punto de llegar. ¿Podemos mientras…?
Ella no puede terminar la frase porque una voz que derrocha gran energía le hace girarse y centra toda su atención.
—¡Hola, hola, hola!
El pequeño grupo se vuelve y ven llegar a Cid, Lamata y Eli, acompañados de otro hombre: más bajo que ellos pero mucho más vivo en movimientos, pelo escaso, moreno y peinado hacia atrás; sus oscuros ojos no pueden evitar fijarse en todo lo que les rodea; va vestido elegantemente con pantalón de pinzas y una pulcra camisa blanca, completa su atuendo un voluminoso maletín metálico cogido con su mano izquierda, con el que les ha saludado de esa peculiar manera. Leire se imagina que es Carlos Vich, el inspector de la científica, pero no le da tiempo a confirmarlo, ya que él mismo se presenta a la vez que le estrecha firmemente la mano que tiene libre.
—Tú debes ser la inspectora Sáez de Olamendi, ¿no? He oído hablar mucho de ti. ¡Eres la Agatha Christie del asesinato en el tren! ¡Qué pasada! Enhorabuena por aquel caso, compañera.
—Y tú debes ser el inspector Vich, de la científica —confirma Leire respondiendo al saludo y manteniendo la presión del apretón de manos—. Puedes llamarme Leire si quieres —le facilita el trato como policías del mismo rango que son.
—Claro que sí. Leire, mucho mejor —responde jovial el inspector Vich—. A mí llámame Carlos, o Sabueso, que estos se piensan que no conozco mi mote —añade soltando la mano de la inspectora y dando con ella una palmada cariñosa a la gran espalda de Cid.
—Carlos, mejor —decide Leire—. ¿Te han puesto al día mis compañeros?
—¡Y estoy deseando pasar ahí dentro! Tienes un equipo excelente, compañera, y para colmo lo vas a completar con los mejores de la científica, a quienes lidero y que están a punto de llegar. Pero mientras viene mi caballería, si te parece, vamos a ir echando un vistazo ahí dentro.
Al tiempo que dice esto, el inspector Vich deja su maletín en el suelo, lo abre y saca de su interior dos bolsas de plástico que contienen sendos equipos completos de aislamiento para poder acceder al escenario del crimen sin contaminarlo. Entrega uno a Leire, y ejecutan los dos el ritual de colocarse el mono de plástico, calzas, guantes y hasta un gorro que a él le cubre con facilidad el escaso cabello —a la inspectora le cuesta más colocárselo—. Una vez preparados, el Sabueso completa su atuendo con una pequeña cámara de fotos y, visiblemente contento, se dirige a Leire:
—Los pequeños detalles siempre son importantes —explica señalando la cámara de fotos—. ¿Vamos?
1 El SUMMA 112 tiene asignada la misión de la atención sanitaria a las Urgencias, Emergencias, Catástrofes y Situaciones Especiales, en la Comunidad de Madrid.
Capítulo 4
Los dos inspectores levantan la cinta que impide el paso a la zona de la biblioteca que mantienen acotada. Vich delante, Leire detrás siguiendo sus pasos, no quiere alterar el estado del escenario del crimen y llevarse la reprimenda del Sabueso. Sabe por experiencias anteriores que los policías de la científica, por muy sociables que parezcan —como es el caso de su recién conocido compañero—, se transforman en cuanto se ponen en acción y pasan a ser tremendamente exigentes con los protocolos… lo mejor es dejarlos trabajar respetando sus normas. El resto de los policías nacionales y municipales permanecen al otro lado de la cinta, observan el avanzar de sus jefes dispuestos a esperar sus órdenes.
La sala de lectura donde pasan Leire y Carlos Vich se aprecia totalmente normal, no hay nada que a simple vista les llame la atención: mesas limpias, sillas colocadas en sus sitios, estanterías de libros ordenadas… Aun así, el Sabueso va despacio, toma unas cuantas fotografías de la estancia y, al pasar al lado de una columna de libros, se detiene un momento a admirarlos.




