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—Libros de viajes —comenta—. Curioso… ¿Serían del interés de nuestro muerto?
A la inspectora le sorprende tal observación. Ella tiene tanto interés en entrar al cuarto de baño, donde les espera el cadáver, que no se ha parado a pensar en los posibles motivos de por qué ha aparecido el muerto en esa planta o incluso esa zona de la biblioteca. «Tengo que ir más despacio», piensa, «no puedo dejarme llevar por las prisas, o se me pasarán por alto cosas importantes».
Por fin, el Sabueso se planta delante de la puerta que franquea el acceso al aseo. Leire observa cómo se prepara antes de entrar: mueve el cuello hacia los lados, suelta aire y estira los brazos, cual atleta que calienta antes de iniciar una carrera. Sin darse la vuelta para ver si su compañera está preparada, Carlos Vich abre con cuidado la puerta y accede al interior; eso sí, sujetándola un poco para que Leire pueda entrar tras él. Una vez dentro los dos, dejan que se cierre la puerta y se quedan con la espalda pegada a ella, observando en silencio el cuerpo del hombre que, tirado en el suelo, y efectivamente retorcido de manera incómoda los ha llevado hasta allí.
En la estancia no hay nada que demuestre violencia, o que justifique la muerte de esa persona. Es un cuarto de baño colectivo normal, hasta demasiado limpio para ser de uso público; por no tener, no tiene ni el suelo sucio, parece recién fregado. Solo una de las puertas que dan paso a un váter está medio abierta, y es porque parte del cuerpo inerte del hombre impide que se cierre. Leire aprovecha que Vich no se mueve todavía para observar al muerto con precisión. Intenta grabarse todo lo que ve en la memoria; aunque luego tenga acceso a las imágenes que tomarán los de la científica, considera muy importante esa primera impresión.
El cadáver está tirado en el centro del aseo; a la vista, el cuerpo entero menos la pierna que tiene dentro de la pequeña estancia del inodoro. Se aprecia perfectamente que es un hombre de mediana edad, quizá un poco pasado de peso, con el pelo moreno, moteado por alguna cana y ligeramente rizado; va vestido de manera cómoda: vaqueros y una camisa de cuadros algo pasada de moda que debía de llevar por dentro de los mismos, pero que la caída ha exteriorizado por uno de los laterales. Lleva gafas de montura metálica y clásica que se mantienen sorprendentemente fijas en su posición a pesar de que la postura del varón refleja, como ya les habían advertido, una muerte convulsa: tiene la espalda arqueada incómodamente hacia atrás y la cabeza, siguiendo la forzada línea de la columna vertebral, intenta girar noventa grados hacia una posición antinatural del cuello, como si quisiera tocarse la zona de los hombros con la coronilla. La inspectora, respondiendo a una indicación del Sabueso, se fija en la zona genital del muerto, manchada seguramente de orina, aunque la tela vaquera ha absorbido todo el fluido porque al suelo no ha llegado ni una gota.
Carlos Vich, tras escanear la escena en silencio y con los ojos semicerrados, de repente reanuda la actividad y parece volver de otro mundo; se activa y empieza a tomar fotos del cadáver desde todos los ángulos posibles. Con cuidado se acerca al cuerpo y, sin tocarlo, lo observa despacio, mirándole directamente a la cara, como preguntándole en silencio la causa de la muerte que tiene que averiguar. Leire le deja actuar, indecisa sobre qué se supone que debe hacer ella mientras su compañero está trabajando; es la primera vez que colaboran juntos y, en ese punto inicial de la investigación, la labor del de la científica es vital para el futuro desarrollo del caso. La inspectora permanece absorta, siguiendo los movimientos del Sabueso, cuando le sorprende el golpe que le da en la espalda la puerta de acceso al aseo en la que estaba apoyada. Se gira algo enfadada, dispuesta a reprender a quien haya osado invadir la estancia sin su permiso, pero se ve superada por tres figuras, vestidas con el mismo mono de plástico que ellos, que acceden joviales al interior del cuarto de baño.
—¡Jefe, lo quería todo para usted! —exclama uno de los intrusos—. ¡Ni nos ha esperado para entrar!
El inspector de la científica se yergue y sonríe abiertamente.
—¡Si sois así de lentos, mal vamos! Que yo vengo de Barcelona y ya llevo aquí un rato.
Los dos primeros, cargados con sendos maletines muy parecidos a los de su superior, acceden al interior; y es la tercera figura, claramente femenina a pesar del mono que la recubre, quien se fija en la inspectora:
—¿Y esta?
Leire va a responder, pero el inspector Vich se le adelanta:
—Os presento a la inspectora Sáez de Olamendi. —A la aludida le sorprende que se acuerde de sus apellidos, algo poco frecuente—. Es la responsable del caso —sigue el Sabueso—, así que poneos a sus órdenes.
Los tres recién llegados se vuelven hacia ella y la miran con curiosidad.
—Inspectora, te presento a los agentes Sanchidrián, Vigo y Zorita —dice orgulloso el Sabueso—, mi caballería. Lo mejor de la policía científica en este país.
Leire les saluda en silencio, con un movimiento de cabeza dirigido a cada uno de ellos, y de vuelta recibe el mismo gesto de saludo. Basta con esa introducción para que el equipo allí reunido se olvide de los formalismos y, dando la espalda a Leire, se pongan a trabajar junto a su líder, como si ella ya no estuviera allí.
—¿Así que este es el difunto?
—Este no se ha muerto en paz, jefe, ¡está retorcido!
—A ver si es que no le daba tiempo a mear… —añade el último de los agentes señalando la mancha de los vaqueros.
Leire observa cómo los cuatro de la científica se vuelcan sobre los maletines —que han depositado, y abierto, en el suelo— y empiezan, sin dejar de hacer comentarios, a realizar lo que es su rutina de trabajo. La inspectora se sabe entonces fuera de lugar. Sale del aseo y los deja solos para continuar con su propio equipo y su parte de la investigación: identificar al muerto, buscar e interrogar a los posibles testigos y empezar a colocar las piezas del puzle que le han ordenado resolver.
Se quita el molesto mono de plástico y demás accesorios, vuelve con sus compañeros y los reúne en un círculo íntimo, un poco apartados del resto de policías municipales, que siguen por allí —excepto el subinspector Díaz, quien seguramente ha desaparecido para dedicarse a otros menesteres—.
—¿Tenemos algo ya?
—Poca cosa, inspectora —responde Martina como interlocutora del grupo—, solo lo que nos han contado los municipales que les ha dicho la bibliotecaria que se ha encontrado el pastel esta mañana. Por lo visto, el muerto venía regularmente por aquí, pero ella dice que no lo conoce personalmente, que era alguien que acudía siempre solo y que no se relacionaba con otros visitantes.
—¿No está identificado todavía?
—Nada, no se han atrevido a tocarlo hasta que no diéramos permiso o hasta que diera orden el juez que, por cierto, creo que ya está en camino.
—Pues entonces tenemos mucho trabajo por delante —suspira Leire—. Martina, tú vente conmigo a hablar con la archivera. Lamata, tú esperarás al juez para ponerte a su disposición, y ya sabes: nos tenemos que llevar bien con él. —El aludido asiente—. Y vosotros —dirigiéndose a Eli y a Cid—, os quedáis esperando a los de la científica y en cuanto salgan les sacáis toda la información posible y pasáis al escenario del crimen para ver lo que observáis. Nos vemos todos luego en la comisaría.
El equipo agradece unas órdenes tan claras y se disgrega. Leire busca a su segunda con la mirada, se sorprende un poco de lo feliz que parece de ir con ella, pero no le da más importancia, y bajan las dos al mostrador de la entrada, donde sigue siendo atendida la bibliotecaria.
Se encuentran a la mujer un poco más tranquila. Parece que el equipo del SUMMA ya no le hacen demasiado caso. Están charlando en un corrillo a su lado, quizá esperando a que alguien se haga cargo de ella para irse tranquilos. La bibliotecaria permanece sentada en uno de los sillones de detrás del mostrador —allí pasa muchas horas a lo largo de su jornada laboral— con la cabeza recostada en el respaldo y los ojos cerrados. Es una mujer relativamente joven que rompe el estereotipo de una bibliotecaria: su pelo, de color rosa, corto y peinado hacia delante, es lo primero que llama la atención, lo lleva dejando despejado un rostro agradable aunque quizá con más maquillaje del necesario; va vestida con pantalones anchos de lino, camisa blanca y un fular enrollado en el cuello. A pesar de estar sentada, es evidente su escasa altura, característica que intenta compensar con unos zapatos negros de gran plataforma para realzar su figura.
Las dos policías se colocan a su lado, y es la subinspectora la que se dirige a ella:
—Buenos días, nos gustaría hablar un momento con usted, si fuera posible.
La bibliotecaria abre los ojos, asustada por la voz que la saca del descanso. Por su gesto, Leire piensa que se había quedado dormida, es muy probable que los sanitarios la hayan sedado o tranquilizado con algún fármaco. La mujer mira a las dos policías, intentando entender quiénes son, o quizá qué hace ella allí, y no en su casa, saliendo de los brazos de Morfeo. Martina se da cuenta de su desconcierto y hace las presentaciones:
—Soy la subinspectora Rojas, y esta es la inspectora Sáez de Olamendi. Nos vamos a hacer cargo de la investigación.
—Hola… —dice algo perdida.
—¿Usted es? —sigue Martina.
—Eva… Eva Rosiñol. Soy la encargada de la biblioteca.
Leire se adelanta a su segunda y toma las riendas de la conversación:
—Hola, Eva. ¿Puedo tutearte?
La aludida asiente a la pregunta de la inspectora, aunque su mirada permanece en Martina.
—Perfecto, Eva —sigue Leire, atrayendo, ahora sí, la atención de la mujer—. Tenemos entendido que eres tú la que has encontrado el cadáver esta mañana. ¿Es así?
La bibliotecaria asiente en silencio, intentando evitar que vuelva a brotar el llanto que ya ha exhibido en demasiadas ocasiones a lo largo de la mañana.
—¿Te importaría repetirnos cómo ha sido, Eva? Entiendo que ya habrás hablado con los municipales, pero sabemos que la versión directa de un testigo siempre es mejor que la transcrita por un tercero. ¿Puedes hacer ese esfuerzo, por favor?
—Claro —responde ella con dificultad—. Esta mañana he llegado la primera, como siempre. Soy la encargada principal de esta biblioteca, y los lunes tengo que abrir y asegurarme de que esté todo recogido y a punto para los usuarios. Desde los recortes provocados por la crisis del coronavirus el fin de semana no viene personal de limpieza, por lo que mis compañeros y yo intentamos dejarlo todo preparado los sábados antes de cerrar; a pesar de eso, a mí me gusta dar una vuelta por todo antes de abrir. Esta mañana, cuando he llegado a la planta de arriba…
Tiene que hacer una pausa para ahogar un sollozo. Se nota que le cuesta rememorar otra vez la escena, y la mano de Martina sobre su hombro le hace saber que agradecen su esfuerzo.
—Estaba todo como siempre —consigue continuar—, nada fuera de lo normal hasta que he entrado al aseo… ¡Ha sido horrible! Ese hombre estaba allí tirado, retorcido… Con esos ojos desencajados…
La bibliotecaria, incapaz de aguantar más la entereza, hunde la cara entre sus manos; aun así, Leire decide obligarla a continuar. Sabe que es el momento en el que va a describirlo todo con más realismo; cuando más tarde vaya a prestar la declaración oficial, más mezclará escenas reales con otras magnificadas por el impacto emocional, y eso les aportará una interpretación sesgada de la realidad.
—¿Nada te llamó la atención antes de entrar al aseo, Eva?
La aludida niega con la cabeza.
—¿Estaba todo tal y como lo dejasteis el sábado? —insiste.
—Todo normal, inspectora, tal cual lo dejamos y como debería estar.
—Entiendo… ¿Conocías a ese hombre? ¿Venía habitualmente por aquí?
—Sí, venía de vez en cuando, y últimamente cada vez más. Se sentaba siempre apartado de la gente y, curiosamente, no cogía libros, solo se ponía a trabajar con su ordenador. Era un hombre muy discreto pero también muy correcto: siempre saludaba y siempre se despedía, pero poco más. Una de esas personas que parece que quieren pasar desapercibidas.
—Entonces imagino que sabrás quién es —pregunta Leire—, tendrá carné de la biblioteca.
—Pues supongo que no… —Eva Rosiñol intenta pensar—. Creo que nunca pidió ningún libro en préstamo. Solo venía, se sentaba con su ordenador y se iba. Nada más. De todas maneras, cuando tengan su nombre lo podemos comprobar.
—¿Aquí puede entrar cualquiera sin carné? —pregunta algo sorprendida Martina.
—Así es. A una biblioteca puede acceder quien quiera a hojear libros, leer la prensa, estudiar… Lo que quieran hacer siempre que respeten las normas. El carné solo hace falta para llevarse libros en préstamo.
—¿Y esta mañana no estaban sus cosas por ningún lado? —cambia de tema la inspectora—. ¿El ordenador ese con el que dices que trabajaba?
—Nada… ¡Solo él! —exclama, hundiéndose de nuevo, la bibliotecaria.
Las dos policías interrumpen sus preguntas para no presionarla más. Está claro que la funcionaria no puede aportar más información. Justo cuando van a despedirse de ella, de la planta superior bajan con sus maletines los agentes de la científica liderados por su jefe, que es el único que se para y se dirige a la inspectora:
—Ya hemos terminado, Leire. Ahí he dejado a tus chicos hurgando en nuestros restos, y a la espera del juez. Por cierto, por si quieres apuntarlo, aunque te mandaré el primer informe esta misma mañana, el difunto se llamaba Gabriel Coscullela Ros; para que vayáis tirando ya de algún hilo.
El inspector Vich dice esto y, sin dejar que Leire pregunte nada más, abandona la biblioteca detrás de su equipo con ese aire dinámico y jovial que ha sorprendido tan agradablemente a Leire.
Capítulo 5
Un par de horas después, todo el equipo está nuevamente en la sala de reuniones, que parece va a ser su lugar de trabajo habitual dentro de la comisaría. Por orden de Leire, la subinspectora se ha encargado de que haya bocadillos de calamares y bebidas para los cinco; es la única manera —respetando el presupuesto— de compensar los extensos horarios de trabajo a los que se va a ver obligada a someter a sus compañeros.
Mientras se reparten la comida, Leire se fija en la dependencia donde se encuentran. Es una estancia austera. La única decoración que tiene, a parte de un viejo retrato del rey emérito, es una pizarra magnética todavía vacía de contenido, a la espera de la llegada de las fotos y los apuntes que ayuden resolver el caso.
Por fin están todos sentados, empezando a dar buena cuenta de sus viandas, excepto la inspectora, que aguanta el ayuno y la postura. Se sienta sobre el tablero de la mesa y empieza a hablar:
—Bien. Pues al menos ya tenemos algún dato y trabajo por delante. Ya sabéis que el muerto se llamaba Gabriel… —tiene que mirar la aplicación de notas de su teléfono móvil para decir el nombre completo— Coscullela Ros. Quiero saber quién era este tipo, a qué se dedicaba, dónde vivía, qué hacía en la biblioteca… Además, si tiene familia, habrá que avisarles de que ha fallecido, porque hasta ahora nadie lo ha debido de echar en falta.
Leire se queda mirando a sus compañeros para ver si se presenta algún voluntario para esa tarea, pues todavía desconoce en qué es fuerte cada uno de ellos. No tiene que esperar mucho porque todos dirigen su mirada hacia Jonatan, que se da por aludido.
—Yo me encargo, inspectora, se me da bien el rastreo de identidades.
—Perfecto, Cid, para lo que necesites nos pides ayuda.
El agente asiente, pero no se mueve de su sitio y se espera para conocer el trabajo de sus compañeros. Leire sigue adelante:
—Por otro lado, algo más que sabemos es que este señor solía ir con un ordenador a la biblioteca, aparentemente a escribir, y no ha aparecido ningún objeto personal suyo, ni por supuesto dicho ordenador. O bien el sábado fue a contemplar el ambiente literario o alguien se ha llevado esas pertenencias, y tiene todas las papeletas de haberlo hecho quien se lo haya cargado.
—Porque damos por hecho que no ha sido una muerte natural —le interrumpe el Abuelo.
—¿Perdón? —Leire se sorprende de la afirmación del agente.
—Que estamos dando por hecho que lo han matado, sin tener todavía los resultados de la autopsia —continúa el agente Lamata—, y digo yo que a lo mejor se ha muerto él solo, porque le ha llegado la hora.
—A ver, Abuelo… —interviene la subinspectora, en defensa del trabajo de su jefa—. ¿De verdad piensas que se ha muerto solito?, ¿así, sin más?, ¿le dio por ir el sábado a la biblioteca, no habló ni se relacionó con nadie, sufrió un parreque en el baño justo a última hora y tuvo la mala suerte de quedarse allí tirado, de esa manera tan forzada que hemos visto, sin que nadie se diera cuenta?
—Solo era una idea, jefa.
—Pues, como es tan buena idea, si a la inspectora le parece bien, te vas a encargar tú de comprobarla preguntando a los sabuesos por su trabajo, ya sabes que les encanta tenernos encima metiéndoles prisa.
Martina mira a Leire buscando su aprobación, quien se la otorga con un asentimiento de cabeza y le permite seguir.
—Te vas a ir a las dependencias de la científica, o al Anatómico Forense si están allí todavía, te tragas la autopsia si es el caso y te traes de vuelta el primer informe, oral y escrito, a ver si te dan la razón o te convencen de que alguien se lo ha cargado.
—Vale, vale —se resigna el Abuelo, algo molesto por la reprimenda—, yo me encargo.
De los tres agentes, solo Elisenda está todavía sin misión, por lo que se revuelve en su asiento. Leire aprecia su discreción, siempre le ha gustado la gente prudente, así que se esfuerza en asignarle rápido una tarea.
—Eli, si no te importa, tú vuelves a Coslada. Me interesa una prospección de lo zona… Ya sabes: cámaras de seguridad de locales cercanas, trabajadores de la zona que estuvieron por allí ese día, cualquier cosa que pueda ser de utilidad. Además, como la noticia ya habrá corrido de boca en boca, seguro que algún vecino quiere aportar su versión de los hechos. Nos vendrá muy bien todo lo que saques en claro para que, cuando sepamos más sobre el difunto, volvamos de nuevo por allí.
—¡Así da gusto! —exclama Martina—. Ya tenemos todos ocupación, por lo que estamos tardando en terminarnos el bocata y empezar a currar. ¡Vamos, equipo!
Los tres agentes, en vez de dar los últimos bocados en la sala, salen con sus bocadillos en la mano, rumbo a sus destinos. Una vez a solas, Martina se vuelve hacia su jefa, quien está mirando, distraída, la pizarra en blanco, como si ya tuvieran allí la solución al caso.
—Bueno, jefa, no he querido decirlo delante de todos, pero… ¿y nosotras?, porque algo tendremos que hacer, ¡que hay que dar ejemplo! —dice con cachondeo.
Leire sonríe ante la actitud de su segunda.
—Nosotras vamos a que nos diga Cid dónde vivía el hombre y nos acercaremos al domicilio.
Encuentran al agente ya absorto en la pantalla de su ordenador. Le piden la primera información que encuentre sobre Gabriel Coscullela Ros, y Cid se pone enseguida a ello. Al minuto comparte los primeros datos, bastante escasos, que aparecen en internet sobre el difunto.
—Normalmente —les explica Cid—, es teclear cualquier nombre en un buscador de internet y aparecen, además de sus posibles logros o cargos profesionales, todas las redes sociales donde esa persona airea habitualmente su vida.
Eso es algo que Leire nunca ha entendido, como sabe cuánto te desnuda ante cualquier amenaza el publicar constantemente tu actividad en las redes sociales, no usa ninguna de ellas a nivel personal. Es verdad que, al ser policía, lo hace por seguridad, pero también porque nunca ha tenido la necesidad de publicar en ningún sitio si está de vacaciones por ahí, o tomando café con su madre, o que a su gato Carmelo le ha gustado la última latita de gambas que le ha comprado. Ella considera que su vida privada es eso, privada, y la comparte de palabra y solo con quien ella quiere o le pueda interesar. Pero, por otro lado, el hecho de que la gente se empeñe en hacer lo que ella evita le viene muy bien para su trabajo como investigadora, es el primer sitio donde cualquier policía busca información para empezar a recabar datos de una persona.
En el caso del muerto, Cid solo encuentra a su nombre una página —muy poco actualizada por cierto— de Facebook. Saben que es del Gabriel a quien investigan por la foto de perfil —que también es la única que hay publicada en la red social—. La imprimen para empezar a rellenar la pizarra blanca. No figura ninguna red social más a nombre de Gabriel Coscullela Ros. A parte de eso, también encuentran, en una página de información empresarial, el nombramiento hace años de Gabriel Coscullela Ros como directivo de una multinacional dedicada a la consultoría y que ellos no conocen.
El resto del trabajo de rastreo informático de una persona ya es un proceso mucho más largo y tedioso, que requiere mucho ir y venir por diferentes páginas de internet. Por eso, las dos policías, para no quedarse allí mirando a su compañero y sin hacer nada, deciden dejar a Cid haciendo su trabajo, no sin antes pedirle que busque, en la base de datos policial del documento nacional de identidad, el último domicilio conocido del difunto.
Se sorprenden al comprobar que Gabriel figura con residencia en Madrid, y no en Coslada, como se podría suponer al haber aparecido muerto en su Biblioteca Municipal. Al no tener todavía ningún dato más relevante, siguen con su intención de desplazarse —con pocas expectativas de que la visita vaya a ser muy fructífera— hasta la dirección del domicilio habitual.
De nuevo se montan en el BMW Serie 1, al que ya se están acostumbrando, y salen del garaje de la comisaría. Martina conduce cantando. Esta vez, junto a Jarabe de Palo la canción de «La Flaca», lo que permite a Leire ir sumida en sus pensamientos y disfrutando de la belleza de la zona centro de Madrid, ya que la dirección que les ha facilitado Cid es en la calle Abtao, cerca del parque del Retiro, y para llegar allí desde la comisaría tienen que atravesar las calles más emblemáticas de la ciudad: la Gran Vía casi en su totalidad, la Plaza de Cibeles, el Paseo del Prado, la Plaza de Neptuno y la estación de Atocha con su monumento a las víctimas del terrible atentado del 11-M. Martina parece entender que su jefa está disfrutando del viaje y respeta su momento. Leire agradece su actitud y sonríe disimuladamente porque se ha percatado de que, cada cierto tiempo, la subinspectora la mira de reojo.
Por fin llegan a su destino: una estrecha calle de edificios medianos, típica de un barrio de clase media y en la que se les hace una difícil proeza aparcar. Martina, harta de dar vueltas decide dejar el coche en un vado permanente, delante del garaje de la finca donde figura el domicilio de Gabriel. Sin dar tiempo a Leire para que comente dicha decisión, saca una vez más la sirena de la guantera y la coloca en el salpicadero del vehículo, apagada pero bien visible, para que a cualquiera que le moleste el coche allí estacionado se lo piense dos veces antes de protestar; o por si pasa por allí algún agente de la Policía Municipal con ganas de apuntarse una multa a su cuenta personal, que sepa que el tanto no se le va a sumar a su balance de resultados.
Las dos policías bajan del BMW e, ignorando las miradas de los transeúntes que se han dado cuenta de su profesión y las observan sin discreción —incluso alguno prepara su teléfono móvil para documentar una posible actuación policial—, entran directamente en el portal del edificio.
Les cuesta un poco acostumbrar la vista a la penumbra interior, y cuando lo hacen se ven delante de un hombre mayor, algo encorvado y vestido con un mono de trabajo azul oscuro que las mira tranquilamente, sin levantarse de la vieja silla de oficina donde está sentado y que tiene estratégicamente colocada para, desde allí, poder controlar a todo el que entra o sale de sus dominios. Ante el silencio del que evidentemente es el conserje de la comunidad, Leire muestra su placa e inicia la conversación:




