Por la vida con Séneca

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Se trata de la Πρόvoια de los antiguos estoicos. En el vocablo griego se recalca la mente —voῦς— divina que piensa y dispone anticipadamente lo que va a acontecer, no simplemente la pro-videntia o visión —videre— anterior de los hechos, como subraya el latín.33
Esa pro-videncia, que es también pre-sidencia de cuanto sucede —el ya citado principio del filósofo: praeesse universis providentiam—, ¿cómo actúa de cara al hombre? Se trata de observar, si permanece en el exterior, como el piloto que conduce el timón y da órdenes a los marineros y tripulantes, pero sin dirigir sus pensamientos y su voluntad desde el interior, o si por el contrario esa providencia o dios actúa por dentro y desde dentro del hombre. Séneca afirma con valentía lo segundo, dando un paso de gigante en la teología latina pagana: dios está entre nosotros, teniendo inter-és, como señala con fuerza el verbo latino inter-esse —interesse nobis deum, al que también se aludía antes al recordar el pórtico mismo del diálogo Sobre la providencia—. Está interesándose por nosotros e interviniendo en nosotros. De este modo, la embarcación de cada vida humana no va a la deriva personal, sino que es pilotada desde dentro por esa mente divina, por más que el ordenamiento exterior del cosmos pueda ir según el cauce que le marca desde fuera también la providencia.
Así, la misma voῦς que lleva el devenir exterior del universo está con nosotros. El paso ulterior lo dará efectivamente Séneca cuando hable de que ese dios no solo va a nuestro lado interesándose por nosotros, sino que habita dentro de nosotros: «Dios está cerca de ti, contigo está, dentro está» (Epístolas, lib. IV, 41, 1). Y leemos aún en la misma carta: «En cada hombre bueno habita Dios “(aunque es incierto qué Dios)”: In unoquoque virorum bonorum “(quis deus incertum est) habitat deus”» (Epístolas, lib. IV 41, 2).
Séneca, como otras veces, se remonta a Virgilio y acaba de citar casi íntegramente un hexámetro de la Eneida.34
En esa famosa carta número 41, el filósofo hispanorromano afirma que el deus interior, por usar la terminología de san Agustín de Hipona,35 es el guardián que vela por nosotros desde dentro y avizora las tormentas del mar interior: «Observador y guardián de nuestros males y de nuestros bienes» (Epístolas, lib. IV, 41, 2). Así se logra la armonía en la providentia, porque el custos del macrocosmos o gran obra del universo —tantum opus, como la llama el de Córdoba (cf. Sobre la providencia, I, 2)— es también custos de los hombres, buenos o malos, y dirige el microcosmos de cada hombre, que es también una obra excelsa: tantum opus. En efecto: ese dios nos aconseja sabiamente: «Él ofrece consejos magníficos y elevados» (Epístolas, lib. IV, 41, 2).
A ese deus interior o absconditus36 se le puede invocar fácilmente en la travesía de la vida, sin necesidad de levantar las manos al cielo, ni edificarle santuarios, ni pedir al sacristán que nos acerque a los oídos de la estatua para escuchar lo que nos dice (cf. Epístolas, lib. IV, 41, 1), como si la divinidad viviera fuera de nosotros. Y es que ese dios tiene como templo nuestra intimidad.
La acción y evolución entre la divinidad, el mundo y el hombre es patente: providentia - praesidentia - praesentia.
Séneca no profundizará ulteriormente en quién es ese deus o sacer spiritus ni en su esencia, pero lo importante es que constata que él preside y recorre la vida con nosotros, en nuestra misma morada interior.
En el paganismo, difícilmente se podía llegar más hondo ni más lejos en la parcela de la teología.
4. EL PROBLEMA DEL MAL
Pero sigue agitando la mente el problema del mal, con el que el filósofo incursionaba en el tema de la providencia. Y preocupa tanto más por cuanto Séneca ha ido aquilatando en su vida y en su filosofía la idea de la divinidad para dejarla aterrizada en el que hemos llamado deus interior.
El tratado Sobre la providencia ha dado una respuesta momentánea, casi de compromiso, para acallar cuanto antes y «por ahora» la queja ardiente de Lucilio: los buenos también sufren males, ¿es que entonces se puede decir que una providencia rige el mundo? Lucilio —interpretado por Séneca— se expresa casi en forma de conclusión silogística: si hay males para los hombres buenos y una providencia rige el mundo, esa providencia será mala, o al menos no buena.
El filósofo ha contestado que sí hay un guardián y que en el universo no sucede todo al azar. Eso mismo hay que aplicarlo, de entrada, a los buenos que sufren: esa providencia rectora dispone y ordena esos acontecimientos; al menos en la acepción de marcar el orden; no, por ahora, en la de dar la orden para que existan.
Desde luego que se le imponen al hombre, según Séneca, unos parámetros para acercarnos a la explicación de por qué dios —o su providencia— envía males a los buenos.
La primera regla se refiere a lo que el dios envía. Se trata de esclarecer el proceder de la divinidad y sus mismos dones según la cualidad moral del receptor de los mismos: es bueno lo que da a los buenos; malo, lo que envía a los malos: «Será […] evidente que es bueno si no lo aplica más que a los buenos, y que es malo si tan solo lo destina a los malos» (Sobre la providencia, V, 1). En efecto, en un planteamiento racional, si el dios da a los malos lo que es deseable a los hombres, esos supuestos bienes ansiados por todos quedan desacreditados y, simplemente, se convierten en males (cf. Sobre la providencia, V, 2). Y lo ilustra con un ejemplo que parece fuerte a nuestra sensibilidad actual: el quedarse ciego es un mal cuando pierde los ojos solo aquel malvado al que deben arrancárselos como castigo. En cambio, la vista será un bien para los demás, que no deben sufrir ese castigo de la ceguera, pues su vida es arreglada.
La segunda regla es contemplar la pedagogía del dios o de los dioses. Adoptan ellos una metodología parecida a la nuestra. El dios educa a los hombres como un padre a su hijo: lo ama y lo prueba para que se haga robusto en la vida. No como una madre, que en todo condesciende y busca lo cómodo para el hijo (cf. Sobre la providencia, II, 5). No, el dios toma el proceder del padre: «El dios adopta con los hombres una actitud paterna, los ama con fuerza y dice: “Que se vean acosados por quehaceres, penalidades y perjuicios, para que adquieran la auténtica fortaleza”» (Sobre la providencia, II, 6).
Más aún, los dioses o el dios, como buenos maestros, hacen trabajar más a aquel discípulo en quien tienen más esperanza (cf. Sobre la providencia, II, 11), que es como decir: a quien más aman. Ese «sistema educativo» divino es severo y recio: «Aquel progenitor magnífico, recaudador nada blando de virtudes, educa con gran rigor, tal como los padres severos» (Sobre la providencia I, 5).
Es verdad que no pocas veces esa pedagogía divina es dura. Y Séneca no titubea en aducir el ejemplo de la educación espartana: los lacedemonios templaban a sus hijos con azotes, no porque los odiaran, sino porque querían curtirlos para los peligros de la guerra y de la vida (cf. ib.). El dios también prueba así a los valerosos, incluso a veces con educación que podríamos llamar espartana: a base de duras y recias penalidades y trabajos. Ahora bien, esta pedagogía de «la letra con sangre entra» no responde a crueldad divina, y por lo tanto no debe extrañarnos. Es, al contrario, en beneficio nuestro. La virtud lo exige, dado que esta no es para nada fácil. La analogía del maestro o del padre —incluso espartano— está siempre de fondo: el padre no es cruel porque castiga; es bueno aun castigando. Busca el bien del hijo, sobre todo cuando le quiere enderezar con firmeza: «Quien bien te quiere, te hará llorar». El hijo no lo entiende en ese momento. Posiblemente solo alcanzará a comprenderlo el día de mañana, cuando él por su parte tenga que encaminar a su hijo tal vez con la misma pedagogía austera. El dios tantea y templa de ese mismo modo a los buenos o spiritus generosi: «¿Qué tiene de sorprendente que el dios tantee los ánimos generosos con dureza? Un modelo de valor nunca es blando. La fortuna nos azota y desgarra: suframos. No es saña; es una competición. Cuanto más a menudo la entablemos, más esforzados seremos. La parte más firme del cuerpo es aquella que más se ha movido con el ejercicio» (Sobre la providencia, IV, 12).
Se constata en este proceder una velada muestra de la mente del mismo ser divino. Séneca da un paso adelante para ayudar a su interlocutor en sus dificultades. Este parece seguir devanando en su mente dudas sobre el modo de obrar de la providencia: —«¿Por qué […] el dios fue tan injusto en la asignación del destino, que a los hombres buenos les dio la pobreza y los golpes y las muertes crueles?» (Sobre la providencia, V, 9). Y un poco más adelante: «¿Por qué razón sufren duras adversidades?» (Sobre la providencia, VI, 3).
Ofrece así la que podemos llamar tercera regla: si los boni viri sufren tanto —muerte de hijos, destierro...— es por este motivo: «Para que enseñen a otros a sufrir. Han nacido para ser ejemplo» (ib.). Están llamados a un alto grado de perfección moral, a ser dechados de virtus, y necesitan una índole más trabajada, que solo se consigue con un destino más trabajoso: «Para que se produzca un hombre del que se deba hablar con consideración hace falta una índole más fuerte» (Sobre la providencia, V, 9). Al sufrir, se templan en la virtud. Con esto son para los otros exemplar doble: tanto de virtud como del modo de sobrellevar los trabajos y sufrimientos.
Como se ve en el filósofo cordobés, la pedagogía que saca bien de los males pasa de la divinidad a los hombres buenos; y de estos —acrisolados ya por la prueba—, a los demás hombres, pues se convierten en su modelo. Los dioses son maestros para los hombres de pro; estos, para otros que deben llegar a serlo siguiendo las huellas de los varones ejemplares.
Del conjunto de todo este raciocinio brota la cuarta y fundamental regla: la divinidad o providencia siempre es buena, incluso cuando manda azotes y desgracias al individuo bueno o a los buenos, quienes se transformarán en ejemplo para los demás de cómo llevar esos infortunios. La providencia es buena, como buenos son el maestro y el padre cuando dan una reprimenda o unos azotes al discípulo o al hijo.
Séneca ha querido de este modo acercar a Lucilio una analogía escolar o familiar que le ayude a tener un poco de luz para responderse a su pregunta e inquietudes. No es que el de Córdoba haya reducido la metafísica o la teodicea a pedagogía, sino que esta le ha servido de ropaje explicativo de la cuestión. Ahora Lucilio mismo, no ya su amigo filósofo, tendrá que construir la respuesta, pero tiene a la mano en la metáfora brindada una pista aclaratoria del proceder pedagógico de la divinidad cuando aparecen los males de este mundo. Quizá por esta aproximación de la teología y de la teodicea a la pedagogía, Séneca vea y haga más rastreable el código de conducta de la divinidad con el hombre, aunque nunca se vaya a descifrar completamente para la mente humana el misterio del mal.
5. MARGEN PARA LA LIBERTAD EN EL CAMINO HACIA LA FELICIDAD
Quedaba arriba la inquietud de si ante el destino solo hay que responder con la re-acción del sustine o de si hay campo de maniobra para la acción positiva, para la pro-acción, que permita a la voluntad humana poner algo de su parte. Es la pregunta por la libertad ante la divinidad.
Recorrido el camino senequista que va del fatum aplastante e inevitable —o del «nolentem [fata] trahunt» de la carta 107 ya citada— al deus interior o providencia favorable por la pedagogía que imprime a las desgracias, es más asequible despejar el terreno de la respuesta actual. Además, si el destino es la expresión o fatum de la divinidad y su voluntad, también, y sobre todo para los hombres, parece que mantenerse en la resignación del nolentem que es llevado a rastras por la voluntad de Dios es una actitud contraproducente para el hombre; es dementia, como la llama Séneca.
La voluntad humana se ha de ejercitar principalmente en ese traslado: del trahi forzado debe llegar al sequi. Del «ir a rastras» al «seguir» de buen grado. Además, le tiene cuenta al hombre. De lo contrario, es esclavo y no desarrolla su razón y su libertad. Y, miradas las cosas con realismo, como no va a poder cambiar la voluntad de la divinidad —el fatum—, es mejor que se sume a ella sin protestas ni disgustos: «Todo el que se queja y llora y gime se ve a la fuerza obligado a hacer lo que le han mandado y, a pesar de todo, mal que le pese, se ve atraído a lo que le han ordenado. Pero ¡qué locura es preferir ser arrastrado a seguir!» (Sobre la vida feliz, XV, 6).
Séneca echa mano, como lo hace frecuentemente, de metáforas y comparaciones explicativas, que valen tanto como raciocinios silogísticos bien trabados. Ahora toma el elemento del mundo militar. Dios es más que un general, pues de él proviene todo, y no podemos seguir maldiciendo nuestra fortuna junto a él ni, menos, maldiciéndole a él: «Es una disposición excelente la de soportar lo que no puedas enmendar y acompañar sin quejas al dios, por cuya acción todo se produce. Es un mal soldado el que sigue con gemidos al general» (Epístolas, lib. XVII, 107, 9).
El hombre cabal —el sapiens37— adoptará como regla para su virtus la sentencia del estoico Cleantes: «Tendrá en su ánimo aquel antiguo precepto: sigue al dios» (Sobre la vida feliz, XVI, 5). Esa virtud personificada o encarnada —que es en realidad el vir sapiens—seguirá a su general o dios con valentía, hasta caer muerta en su seguimiento: «Como buen soldado soportará las heridas, contará las cicatrices y, cuando esté muriendo atravesado por las flechas, amará al general por el que cae» (ib.).
Ya estamos ahora, por fin, plenamente situados en el recinto del volens —«Ducunt volentem fata»—, tras el viaje desde el nolens —«nolentem trahunt»—, según el citado verso. Y ese trayecto hacia el volens va acercando al interesado hacia el sapiens. Ese ámbito de seguir voluntariamente al dios es ya dominio de la libertad. De esclavo del soportar, el hombre pasa al reino de la libertad: «Hemos nacido en un reino: obedecer al dios es libertad» (Sobre la vida feliz, XV, 5). En los escritos de mayor madurez de Séneca, estamos en el ápice a que pudo llegar el estoicismo: «Al hombre se le considera libre para mudar de actitud interior y adoptar una de sumisión y resignación más bien que de rebelión».38 He ahí el itinerario que nos hace recorrer el filósofo de Córdoba: nolens → volens → sapiens → liber.
Libertad, no libertinaje, pues es ejercicio de la propia decisión racionalmente, no caprichosamente. Este ejercicio de la libertad de acuerdo con la ratio se ajustará a las reglas o leyes de la naturaleza, que es como decir: obedecerá al dios. El principio enunciado: deo parere.
En el ejercicio de su ratio, el hombre dará respuesta verdaderamente humana al dios y a su fatum o voluntad. Y en esto estribará su felicidad. Además, con esa libertad humana ejercida con obediencia al dios, entrará, más aún, dirigirá el concierto y armonía del universo: «¿Qué es propio de un hombre bueno? Ofrecerse al destino. Es un profundo alivio ser arrebatado junto con el universo. Sea lo que sea lo que haya decretado: que vivamos de este modo o que muramos de ese otro, obliga también a los dioses con la misma necesidad» (Sobre la providencia, V, 8).
«Deo parere libertas est!» Sentencia a todas luces sublime. Según ella, la voluntad humana es libérrima siguiendo el fatum o querer divino, porque la sentirá como voluntad propia: lo que ella elegiría a la primera o de buen grado —libens—, de tener un muestrario de posibilidades a su alcance. De la voluntas que se ajusta con libertad al mandato del dios —«deo parere»—, se pasa a la voluptas, a la felicidad. No es solo un juego literario por la paronomasia. Es más bien el acabamiento y redondeo del itinerario antes esbozado, que ha llegado a su destino: la felicidad.
Interesante recorrido: del nolens, al volens; del volens, al libens. Si al inicio se sometía uno al destino por pura necessitas, doblegando a él de mala gana —invitus— la propia voluntas, ahora al obedecer al dios desemboca serenamente en la voluptas. Se ha dejado la obligatio y se ha llegado a la delectatio. De ese modo se ha entrado también en el regnum libertatis, que es la beatitudo o vita beata.
Si tuviéramos que comentar este viaje, y a la par viraje, que el filósofo de Córdoba ha ido asentando, sería muy oportuno acudir al gran poeta de Mantua, a quien en otras ocasiones Séneca cita, como hemos constatado. Y le pediríamos en préstamo la sentencia: «Trahit sua quemque voluptas»39: A cada uno le arrastra su propio gusto. Ya no son los hados o el destino los que arrastran al que los rechaza —nolentem trahunt [fata]—, ni los que guían al que los acoge y quiere —ducunt volentem fata—; en ambos casos parece tratarse de una fuerza externa; ahora es la propia voluntad la que guía a cada quien, porque recibe con gusto esa voluntas divina, la acoge y la convierte en placer propio, al sentir personalmente el querer del deus a quien obedece. La voluntas del dios se transforma en voluptas, a cuyo incontenible arrastre se abandona el súbdito de ese querer divino.
Este de Séneca es un existencialismo racionalista exquisito, porque llega a las últimas consecuencias tanto de la ratio como de la existencia. Por eso, el hispanorromano del siglo I no deja a la divinidad en la cuneta. Muy distinto del existencialismo ateo, sobre todo del siglo XX, que hacía de la libertad un ídolo y llegaba a excluir a Dios. De ese modo gritaba, con el francés J. Paul Sartre, que el hombre está condenado a ser libre. Si la frase fuera solo un oxímoron literario, pudiera pasar; ahora bien, para algunos fue más que literatura: un drama existencial, que a veces se cerró trágicamente con el suicidio.
Este que aparece arriba es, en mi opinión, el recorrido racional de Séneca ante esos enigmas o imponderables primeros que sorprendían en la navegación del mare nostrum de la vida. El destino, el problema del mal, la providencia divina o dios, la libertad quedan en aceptable armonía como resultado del esfuerzo reflexivo del λόγoς o ratio humana. Esta se ha implicado para salir del mundo ciego del fatum o de la μoῖρα, verdadero círculo vicioso o remolino engullidor tan característico del pensamiento antiguo.
En sí, ese esfuerzo racional del filósofo merece reconocimiento. Está por ver si resiste o no a los embates duros de la vida personal, como son el dolor y la muerte, que asaltan también en la travesía hacia la alegórica Siracusa. Asuntos que ocuparán el capítulo cuarto de estas páginas.
III. Combate a bordo: las virtudes contra los vicios en el vir sapiens
En la navegación no solo hay contratiempos externos, sino también internos: conflictos a bordo, discusiones y altercados debidos a las distintas situaciones y al cansancio de la duración del viaje; inestabilidad, ocasionada también por el modo de conducir el navío, sobre todo en los momentos apurados. Lo mismo sucede en la nave de la vida. Más concretamente, la pelea se da entre los vicios y las virtudes. Y el escenario o campo de batalla es el alma. Allí se despliega una verdadera Psycomachia, como la que nuestro Aurelio Prudencio describió en el poema alegórico que lleva ese título. Vicios y virtudes: contrincantes aguerridos que mutuamente defienden su propia bandera. Las escaramuzas no suelen llegar a guerra civil declarada, pero desasosiegan no poco a cada pasajero. La victoria en esos choques la va a conseguir el hombre esforzado y prudente, el sapiens o vir sapiens.
Este capítulo se detiene en esos combates de la existencia mientras va de camino hacia el puerto de la felicidad, nuestra alegórica Siracusa. Así la vida se presenta a la vez como un viaje permanente y veloz —«iter vitae assiduum et citatissimum» (Sobre la brevedad de la vida, IX, 5) y como una milicia constante: «Vivere [...] militare est» (Epístolas, lib. XVI, 96, 5).40
Curiosamente, la vida en el pensamiento de Séneca es también, desde la consideración lingüística, casi una asociación e incluso un conflicto de uves. La aliteración es patente: vitium, virtus, vir.
1. EL VICIO Y LOS VICIOS
A. CARACTERIZACIÓN
Séneca no suele inquietarse por definir con precisión los conceptos que maneja. Le agrada más presentarlos en acción, quizás a base de prosopopeyas. Con todo, en el caso del vicio, se aproxima a la definición ceñida, cuando escribe: «Es vicioso en cualquier circunstancia lo que es excesivo» (Sobre la tranquilidad del espíritu, IX, 6). Luego es vicio o vicioso lo que toca los extremos, o por exceso o por defecto. Cicerón encontraba la etimología de vitium en vitupero.41 Si bien ese origen se descarta hoy,42 es verdad que todo vicio es vituperable.
Después de esa definición, Séneca pasa a describirnos el vitium o los vitia en acción. Nos los presenta como enemigos. Son efectivamente los que llamábamos contrincantes en esa revuelta intestina abordo de la nave de nuestra existencia.
El filósofo reseña también la tipología de los vicios. Deja constancia no solo de su catadura, sino de la estrategia con que planean sus ataques: algunos son constantes; otros, intermitentes. Estos son los peores. Parecen enemigos nómadas que practican la guerrilla. Hacen muy difícil la vida: «Examinándome, se me presentaban, Séneca, algunos vicios puestos al descubierto que podría coger con la mano; otros, más velados; y en un recoveco, otros no permanentes, sino tales que se presentan a intervalos, que yo llamaría sin duda los más molestos, como enemigos caprichosos que según las circunstancias nos asaltan. Por su culpa no es posible ninguna de estas dos cosas: ni estar preparado como en la guerra, ni estar seguro como en la paz» (Sobre la tranquilidad del espíritu, I, 1).
Los vicios son, en buena medida, propios del vulgo (cf. Sobre la tranquilidad del espíritu, XV, 2), no del sapiens. Para colmo, los poetas dan pábulo a los vicios, sobre todo de la gente sencilla y crédula, echando la culpa de ellos a los dioses: «¿Qué otra cosa hacen sino inflamar nuestros vicios al asignar a los dioses como inspiradores suyos, y con el ejemplo de los dioses dar a la pasión enfermiza una licencia justificada?» (Sobre la brevedad de la vida, XVI, 5). Así que los poetas echan aceite al fuego de los vicios y dejan a la enfermedad de las pasiones amplio margen de expansión. Ningún mortal va a cercenar los vicios, muchos menos a extirparlos, cuando ve a los inmortales encenagados en ellos. En otras palabras, los dioses aumentan el morbo de los vicios, por usar la palabra de Séneca con el sentido actual.
Por otra parte, no hay que perder mucho el tiempo en analizar sus propiedades o características. Lo importante es tomar el pulso a las consecuencias de los vicios en el alma de cada uno: «En fin, son incontables las características, pero una sola la consecuencia de este vicio: sentirse a disgusto consigo mismo» (Sobre la tranquilidad del espíritu, II, 7). Así queda a la vista el resultado de esa lucha interior cuando se ha impuesto el vicio: nada de alegría para el espíritu, sino insatisfacción del alma ante la constatación de la propia vileza, pues ha preferido el mal al bien. Séneca traza este triste diagnóstico para el hombre cuando cede ante los vicios y deja la virtud: «Nihil est cuique se vilius: nada hay más vil para cada uno que él mismo» (Epístolas, lib. V, 42, 7). Frase sapiencial y lapidaria, tan del gusto literario del filósofo.