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Las conductas del hombre no tendrían que ser atribuidas a Dios, como por derivación de uno sobre el otro. Cuando esto no se toma en cuenta, la reflexión está condenada al fracaso. De tal modo, «el entendimiento en acto, sea finito o infinito, así como la voluntad, el deseo o el amor deben ser referidos a la naturaleza naturada, y no a la naturante».60 Si todas las características identificables en las personas no debieran ser atribuidas a Dios, cabe preguntar de qué manera podría entenderse o concebirse lo que es Dios. Con esa intención, Spinoza aporta lo que él consideró las propiedades de Dios: a) existe necesariamente; b) es único; c) obra por la sola necesidad de su naturaleza; d) es causa libre de todas las cosas; e) todas las cosas son en Dios y dependen de Él, de modo que sin Él no pueden ser ni concebirse, y f) todas las cosas han sido predeterminadas por Dios, no por la libertad de su voluntad o por su capricho absoluto, sino en virtud de la naturaleza de Dios, o sea, su infinita potencia, tomada absolutamente.61 Como podrá observarse, Spinoza está lejos de desconectar la presencia de Dios en el mundo, de hecho, la concibe fundamental para que todo exista tal como es. Si el mundo y los seres vivos existen, de esto se deriva, para él, que Dios existe; de la presencia humana en la Tierra se deriva como antecedente y condición esencial la presencia de Dios. En Spinoza, Dios no es solamente el hacedor del Universo presente, sino que el futuro, en su tiempo infinito, ya existe como será.
Spinoza decidió elaborar una ética que estuviese conformada por una lógica matemática, de modo que, así como la naturaleza se encuentra determinada por leyes que la gobiernan, la ética podría también beber del establecimiento perfectamente delineado por el orden geométrico de la realidad. El también conocido como Baruch, Benito o Benedicto aseguró en su Tratado teológico político que «una vez probado que el amor de Dios es la suprema felicidad y la beatitud del hombre, el fin y la meta última de todas las acciones humanas, se sigue que solo cumple la ley divina quien procura amar a Dios, no por temor al castigo ni por amor a otra cosa, como los placeres o la fama, sino simplemente porque ha conocido a Dios o, en otros términos, porque sabe que el conocimiento y el amor de Dios son el bien supremo».62
La anterior apreciación es coincidente con una de las principales conclusiones de Kaplan: «Aprendemos más sobre Dios cuando decimos que el amor es divino en vez de decir [que] Dios es amor. La verdadera transformación se produce en nuestro pensamiento religioso cuando el sentido objetivo o funcional de Divinidad reemplaza al sustantivo. La Divinidad vuelve relevante la experiencia auténtica y por ello toma una concreción que es acompañada por un conocimiento auténtico».63 No obstante, ambos autores difieren en otros aspectos; para Kaufman, por ejemplo, «hay una diferencia radical entre el Dios de Spinoza y el de Kaplan. El de Spinoza se identifica con la Naturaleza como un todo. Kaplan, al contrario, limita la idea de naturaleza a un caos infinito y fija la idea de Dios al aspecto creativo del proceso del mundo que [él] identifica con la bondad infinita de Dios».64 A pesar de las diferencias teológicas, la coincidencia es mayor cuando señalan la disposición que debe mostrar cada persona en torno al conocimiento de Dios y al encuentro de todo lo que de Él se deriva.
A su vez, existen claros indicios de coincidencia entre el pensamiento de Spinoza y el de otros filósofos, de modo que uno no se explica por completo el unánime rechazo que recibió de la comunidad judía de su tiempo, a no ser por su marcado desprecio de la tradición y las costumbres. Por ejemplo, luego de precisar en su prefacio del Tratado teológico político la situación de controversia respecto a la revelación de la Biblia, Spinoza concluye: «Decidí examinar de nuevo, con toda sinceridad y libertad, la Escritura y no atribuirle ni admitir como doctrina suya nada que ella no me enseñara con la máxima claridad».65 Justo esta postura de libre discernimiento es una primera pauta de su peligrosidad para la tradición. Su apuesta por el conocimiento o el reconocimiento del involucramiento de Dios en el mundo no tuvieron suficiente peso para disminuir la desaprobación derivada de considerar abiertamente que «la voz de Cristo, al igual que aquella que oyera Moisés, puede llamarse la voz de Dios».66 Lo anterior, si bien significaba una clara apertura al valor de la religión cristiana, no fue bienvenida en los ámbitos judíos por equiparar a Cristo con Moisés.
El hombre que reconoció que Dios es Uno también intentó unificar la bondad de las religiones al enunciar que «no hay que admitir diferencia alguna entre los judíos y los gentiles, ni tampoco, por tanto, hay que atribuirles una particular elección [de parte de Dios]».67 Si bien tales observaciones no desataron la ira de Dios, sí fortalecieron la ira de las autoridades judías de su tiempo. El pathos divino se instauró en un pathos rabínico que lo señaló y juzgó con severidad. No obstante, Spinoza no escatimó en su indiferencia ante la tan proclamada misión particular del pueblo judío; con cierta osadía comentó que «por lo que toca al entendimiento y a la verdadera virtud, ninguna nación se distingue de otra, y en este sentido, por tanto, ninguna es elegida por Dios con preferencia a otra».68 Además, su repulsión a la autoridad le llevó a escribir que «las lucubraciones humanas son tenidas por enseñanzas divinas, y la credulidad por fe»;69 de modo que abrió la puerta a la controversia y al cuestionamiento.
Sin ser su principal crítico, Heschel señala varios de los errores de Spinoza, de acuerdo con su propia interpretación. En primer lugar, lo llama «el padre de la tendencia subestimadora de la relevancia intelectual de la Biblia»,70 además de encontrarlo «responsable de numerosos juicios distorsionados acerca de la Sagrada Escritura que aparecen en la filosofía y las exégesis posteriores».71 Por otra parte, como enamorado de la Biblia y de la tradición judía, Heschel lamentó que «la insistencia de Spinoza en la irrelevancia intelectual y la inferioridad espiritual de la Biblia tuvo enorme importancia y modeló la actitud mental de las generaciones posteriores respecto de la Biblia».72 En la misma línea se encuentra Yoskowitz, quien se refiere a Spinoza de la manera siguiente: «Aunque sus intenciones eran nobles, fue corto de vista en la visión de los efectos colaterales de sus escritos. Muchas de sus críticas a la Biblia judía sirvieron de pasto a los antisemitas para vomitar su odio no justamente contra la Biblia misma y el viejo pueblo judío, sino contra el pueblo judío contemporáneo».73
Se constata, por tanto, que la opción de Spinoza no fue la de proclamar el pathos de Dios ni la autoridad directa de los textos bíblicos. A pesar de no desestimar la importancia de lo transpersonal y su influencia en el mundo terrenal, quedó marcado que «Spinoza había sentado el principio de que la Escritura debe interpretarse como cualquier otro libro»,74 lo cual resultó difícil de perdonar. Por otro lado, Heschel también advirtió una falaz visión del tiempo en el filósofo de origen sefardita; según sus palabras, «el tiempo para Spinoza es simplemente un accidente del movimiento, una manera de pensar, y su intención de desarrollar una filosofía more geométrico, a la manera de la geometría, que es la ciencia del espacio, denota las características de su mentalidad espacial».75 Por el contrario, Heschel solía proclamar la importancia del tiempo por encima del espacio, postura que aclara el valor que los judíos depositan en la celebración del shabat, como recordatorio del tiempo eterno.
Con clara diferencia de los elogios dirigidos a Maimónides, Heschel se refiere con otro semblante al autor de la Ética:
Él debe muchos elementos de su sistema a la filosofía medieval sefardita; y aunque rechazaba sus aspiraciones predominantes, su pensamiento llevó al extremo ciertas tendencias inherentes a aquella tradición. Su intelectualismo aristocrático lo determinó, por ejemplo, a establecer una división precisa entre la piedad y moralidad del pueblo y el conocimiento especulativo de los menos. Dios está concebido como un principio de necesidad matemática, una especie de cáscara lógica dentro de la cual existen todas las cosas; solo el pensamiento lógico puede poner a los hombres en relación con Dios. Queda excluida toda clase de personalismo. Es de notar lo limitada que fue la influencia de Spinoza hasta sobre los pensadores judíos que partieron de la tradición religiosa.76
La principal diferencia entre Spinoza y Heschel consiste en que el primero no considera precisa la concepción del pathos divino, de modo que la aportación de los profetas, a los que Heschel adjudica la virtud de conectar con la emoción de Dios, es reducida en el parámetro espinosista a una cuestión de poca importancia, casi sin distinción de muchas otras que aluden con falsedad a Dios. Heschel es consciente de que su postura es distinta a la de Spinoza, a quien atribuye el argumento de que «si nosotros amamos a Dios, no podemos desear que Él también nos ame, pues entonces perdería Su perfección al verse afectado pasivamente por nuestras alegrías y pesares».77
Además, el rabino polaco identificó y señaló indirectamente una de las fricciones centrales entre el pensamiento de Maimónides y el de Spinoza, aludiendo que este último «enseñó que el espacio o la extensión es un atributo de Dios, o, en otras palabras, que Dios no es inmaterial. Él sabía que de ese modo rompería con las ideas de sus predecesores y con las fuentes judaicas autorizadas».78 A pesar de la materialidad que Spinoza otorga a Dios, Heschel no consideró su concreción en un cuerpo físico, de modo que coincide en mayor medida con la idea de una deidad incorpórea referida por Maimónides. Sin embargo, desde la óptica de Spinoza, el que Dios se encuentre en el mundo material no lo supone igual a los humanos ni a las cosas del mundo, tal como quedó expuesto en su distinción de la Naturaleza naturante y la naturaleza naturada.
De acuerdo con Spinoza, algunos individuos cometen el error de no reconocer su limitación humana y, por consecuencia, desean convertirse en intérpretes emocionales de Dios. El filósofo observó con claridad la actitud bochornosa de quienes desestiman el poder de la razón y el conocimiento, sin percatarse de que al proclamarse como jueces de la moral de los actos ajenos se afirman como supuestos poseedores del conocimiento al que dicen desestimar. Distantes de tales reflexiones, algunos pensadores de las últimas décadas no encuentran beneficios en los aportes espinosista. La animadversión hacia Spinoza en el judaísmo ha sido variada y nutrida; en concreto, Yoskowitz señala que «el hecho de que la obra [de Spinoza] fue destinada a ser leída por cristianos y no por judíos lo condujo a insertar algunos de los prejuicios de su época contra la Biblia judía para asegurar su aceptación».79 No obstante, el filósofo de Ámsterdam fue igualmente severo con algunas incongruencias de las manifestaciones cristianas, en varios de sus señalamientos no se observa la menor intención de ganar la aceptación que acusa Yoskowitz; un ejemplo de ello es notable cuando asegura «Me ha sorprendido muchas veces que hombres que se glorían de profesar la religión cristiana, es decir, el amor, la alegría, la paz, la continencia y la fidelidad a todos, se atacaran unos a otros con tal malevolencia y se odiaran a diario con tal crueldad, que se conoce mejor su fe por estos últimos sentimientos que por los primeros».80 En ese sentido, es muy parcial ubicar a Spinoza como un crítico exclusivo del judaísmo, cuando en realidad se mantuvo combatiente de la imposición religiosa de cualquier tipo, sobre todo cuando esta suponía desestimar la capacidad racional.
A pesar de que Spinoza «llegó a pasar tres meses seguidos sin salir de casa»,81 no fue un tipo cerrado a la comunicación; prueba de ello es la correspondencia que mantuvo con Albert Burgh, a quien en una de sus cartas (la 76) expreso: «No pretendo haber encontrado la mejor de las filosofías, pero sé que comprendo la única verdadera».82 Estos desplantes, en apariencia propios de una actitud sobrada y altanera, produjeron una mayor beligerancia hacia Spinoza, a pesar de ser desprendidos de sus conversaciones privadas. En vistas de su aislamiento y su confrontación con la tradición, lo cual incluye su rechazo hacia la noción de la emocionalidad de Dios que más de tres siglos después defendería Heschel, se decidió proclamar la excomunión de Spinoza el 27 de agosto de 1650, cuando apenas tenía 24 años.
En el archivo comunal de las autoridades judías de Ámsterdam quedó registrada la condena que los dignatarios del Concejo realizaron sobre Spinoza; en ellas son señaladas las «abominables herejías practicadas por él y enseñadas [a otros]», así como los «actos monstruosos cometidos por él». Con el consentimiento de los rabinos de esa comunidad se decidió que Spinoza fuese «excomulgado y proscripto del pueblo de Israel».83 Al parecer, el error central de Spinoza no fue atentar contra Dios, sino contra la autoridad que prescribía lo que debía pensarse de Él. Por ende, resuena con sentido lo que el filósofo advirtió en su Tratado teológico político: «La luz natural no solo es despreciada, sino que muchos la condenan como fuente de impiedad».84
La excomunión de Spinoza representa, aún hoy, una clara manifestación de emocionalidad, hasta el punto de que se señaló por escrito en su acto de excomunión el deseo de que el filósofo «sea maldito en el día y en la noche».85 Por su parte, en su Ética, Spinoza estableció que «los hombres se imaginan ser libres, puesto que son conscientes de sus voliciones y de su apetito, y ni soñando piensan en las causas que los disponen a apetecer y querer, porque las ignoran».86 En otras palabras, la posición de juzgar a otros por su pensamiento, no solo por sus actos, es un atrevimiento del hombre que, investido en una imaginaria autoridad, delinea las consecuencias que deberán ser sufridas por aquellos que osan expresar ideas distintas a las oficiales. Mientras la autoridad terrenal deseaba para Spinoza que «Dios no lo perdone y [que] Su cólera y celo lo destruya totalmente»,87 en algún estante permanecía escondida la página en la que se lee el señalamiento espinosista hacia quienes no comprendían lo que él escribía: «El hombre carnal no es capaz de entender esto y le parece algo fútil, por estar demasiado en ayuno del conocimiento de Dios y porque, además, no encuentra nada en este sumo bien que él pueda palpar y comer o que afecte a la carne, que es en lo que él más se deleita».88
Por si fuera poco, el pathos humano se manifestó con profunda rabia cuando se estableció como sentencia que «nadie debe comunicarse con él [Spinoza], de palabra o por escrito, ni demostrarle cualquier caridad, ni estar con él bajo un techo, ni entrar en su compañía, ni leer ninguna composición hecha o escrita por él».89 En ese sentido, Spinoza había escrito muchos años antes que «quien investiga las verdaderas causas de los milagros y procura, tocante a las cosas naturales, entenderlas como sabio, y no admirarlas como necio, es considerado hereje e impío, y proclamado tal por aquellos a quienes el vulgo adora como intérpretes de la naturaleza y de los dioses».90 A pesar de semejantes sentencias, Spinoza mantuvo su gallardía y presteza, sin mostrar nunca «el más leve prejuicio o amargura personal por su nacionalidad, a pesar de su excomunión y de los recuerdos heredados de centurias de persecución y fanatismo».91
Las opiniones en torno a Spinoza suelen ser muy dispares, pero siempre existe un tono de juicio riguroso respecto a su obra. Kaplan mostró cierta sintonía con la propuesta espinosista de exaltar el conocimiento y amor de Dios como motivo central al cual debe encaminarse el esfuerzo humano; no obstante, se separó conceptualmente de Spinoza al señalar que «cuando identificó a Dios con sustancia y trató la sustancia como sinónimo de toda la realidad, sobrepasó todos los límites».92 Además, reprochó al filósofo sefardita que «tuvo que negar la realidad del mal y hacer de la salvación un sinónimo de resignación estoica y de pasividad intelectual, conceptos que no están calculados para el progreso social del mundo».93 En ese sentido, de manera consecuente, la negación de un mal sustancial equivale al olvido de la opción de Dios como Salvador del mundo. Si no existe una contraparte esencial del bien, entonces el bien personalizado carece de valor en función de que no constituye una defensa, o no sirve para equilibrar a lo que es contrario de sí. De esto se desprende que se acuse al pensamiento de Spinoza por pretender una «lógica cruel en la que cada cosa simple en el universo cae dentro de un sistema causal que es Dios».94 Esta desvinculación de Dios con el hombre, así como la sepultura de la opción de una alianza con un Dios que solo habla en la naturaleza espacial, fueron aspectos claves del divorcio de Spinoza con el judaísmo más ortodoxo.
Una opinión diversa es la que aporta Deleuze, para quien Spinoza es un intelectual que «dispone de un aparato conceptual extraordinario, extremadamente trabajado, sistemático y científico».95 Para Spinoza no había algo inapropiado en su concepción natural de la divinidad; incluso, denunció que «aquellos que desprecian completamente la razón y rechazan el entendimiento, como si estuviera corrompido por naturaleza, son precisamente quienes cometen la iniquidad de creerse en posesión de la luz divina».96 El Dios de Spinoza tendría que entenderse como un concepto concreto, el cual tampoco debe ser tomado al pie de la letra como si se tratase de la cognición más elaborada en torno a la deidad. De hecho, eso es justo lo que cada persona tiene que juzgar en relación con cualquier concepción sobre lo divino; es fundamental cuidar que nuestra cosmovisión egocentrista no distorsione la forma en que se pretende comprender a Dios, obstruyendo así la intuición o la abierta disposición al diálogo y al debate.
V
La elección por el pathos divino tendría que focalizar el riesgo de convertir a Dios en una imagen del hombre. En ese sentido, son diversas las condenas hacia la antropomorfización de Dios en ámbitos distintos al judaico. Según anuncia Nishitani, «para una investigación fundamental de la existencia humana, el punto de vista antropocéntrico, es decir, la concepción en la que el hombre se coloca a sí mismo en el centro, ha quedado superado».97 El filósofo de la escuela de Kioto, promotor de una filosofía centrada en la vacuidad, tampoco admite una visión lineal de la historia ni la supremacía de un pueblo sobre otro en razón de sus creencias. En sus palabras, «de acuerdo con la visión de la historia del pensamiento judaico occidental, el tiempo histórico es lineal y todo el proceso está gobernado por un ser personal. La historia está caracterizada básicamente como algo que puede ser determinado y que puede cobrar significado gracias al intelecto y la voluntad».98 En su obra La religión y la nada, Nishitani ofrece interesantes argumentos para distinguir entre las ideas de Dios y la esencia de la deidad.
Por otra parte, desde su enfoque holístico, Wilber señala que «cualquier grupo que pretenda salvar al mundo es potencialmente problemático y, aunque muestre una apariencia altruista o idealista, está basado en un narcisismo arcaico egocéntrico, primitivo y dispuesto a lograr fines primitivos utilizando medios igualmente primitivos».99 Esto suena y es dispar a la consideración de que «el judaísmo es la fe de un pueblo y, como religión, se caracteriza, entre otras cosas, por tener fe en un pueblo, en la importancia del papel que los judíos han desempeñado y desempeñarán en la historia de la humanidad».100 Ahora bien, si la intención fuese que más personas se salven, o que se promueva de manera multitudinaria la noción de que Dios es Uno y que nos ama a todos, ¿sería procedente promover la conversión de los creyentes para que pertenecieran al judaísmo y formaran un ejército de voluntarios dispuestos a semejante y noble función? Desde luego que no, la actitud cotidiana del judío ha sido hermética respecto a su práctica, si bien lo cual puede entenderse como una elección prudente ante la constante persecución sufrida. Aun en tal consideración, ser minoría resulta conveniente en este orden de ideas, pues así se preserva la identidad de los judíos como un pueblo distinto, más aún si así lo exige la emocionalidad de Dios.
Uno de los argumentos centrales de la defensa del judaísmo es que el supuesto egocentrismo del que se lo acusa no tiene sostén si se considera que la elección judía por el cumplimiento del plan divino representa una superación del afán personal, no solo una superación del ego, sino un reconocimiento de la trascendencia de la misión colectiva por encima de la individual. En contraposición, Nishitani señala lo siguiente:
En la religión del pueblo de Israel, el egocentrismo del hombre como quien se antepone a Dios es rechazado como pecado. Pero el hombre que ha desechado su egocentrismo ante Dios, obedeciéndole incondicionalmente y siguiendo su voluntad sumisamente, acto seguido recobra la conciencia de ser el pueblo elegido en relación con los demás hombres. En suma, el egocentrismo aparece una vez más en este momento y en un plano más elevado como la voluntad del yo respaldada por la voluntad de Dios.101
Visto en ese orden de ideas, la noción del pathos divino puede ocultar una clara intención de manifestar la importancia sublime de una colectividad por encima de otra, sobre todo si, desde esa óptica, la voluntad de Dios lo dispone de ese modo. Por ello, la postura que se elija luego del asombro ante lo absoluto tendría que ser sometida al análisis, si bien ningún escrutinio puede desmenuzar la experiencia de sentirse elegido de manera particular. Si la convicción de la elección sustenta todo un patrimonio cultural, será mayor la dificultad de alejarse de la consabida fe. El juicio de Nishitani es particularmente duro en este tópico: «Bajo el concepto de una elección divina se oculta la proyección directa sobre Dios del deseo del pueblo de Israel de que Dios sea severo en sus juicios con los demás pueblos. La petición inconsciente del yo de condenar a los otros pueblos se proyecta en Dios. Dicho crudamente, aquí hay un resentimiento que llega en la forma de un egocentrismo que pasa por Dios para así llegar a ser religioso».102 Puestos en esta disyuntiva, se tiene la opción de tomar lo que el judaísmo refiere como una verdad o, en su caso, según denuncia Nietzsche, reconocer su «arte de mentir santamente».103
Varias críticas similares fueron escuchadas por Heschel en su tiempo, pero él se mantuvo en la idea de que la elección de Dios hacia Israel es verdadera; además, aseguró que «un hecho no deja de ser un hecho porque trascienda los límites del pensamiento y la expresión».104 Si bien el místico polaco sabía de las incongruencias que en el interior de su pueblo se habían vivido, mantuvo su convicción de que «a pesar de todas las faltas, las culpas y los pecados, seguimos siendo parte del Pacto».105 Por su parte, medio milenio antes, la protagonista del Elogio de la locura, obra escrita por Erasmo de Rotterdam, sentenció con frialdad que «los judíos siguen esperando todavía con suma complacencia a su Mesías, fanáticamente aferrados a su Moisés hasta hoy».106 A pesar de este tipo de críticas, Heschel consideraba que la verdad de la experiencia de los profetas hebreos no tendría que ponerse en duda, en función de que esta «no surge de un sentimiento repentino, espontáneo, despertado por una imagen indeterminada, silenciosa y numinosa, sino de una experiencia de inspiración cuya fuente se halla en la revelación de un pathos divino».107 De tal modo, manifestó que el sustento del pueblo judío está lejos de ser un egocentrismo barato y simplista, sino que se fortalece en una misión colectiva.
La respuesta de Heschel ante sus adversarios, quienes rechazaban su antropomorfización de Dios, fue que «la inspiración profética como acto puro puede definirse [más bien] como antropotropismo, como un volverse de Dios hacia el hombre, un volverse en la dirección del hombre».108 En ese tenor, su lógica establece que no es el hombre el que busca a Dios o lo antropomorfiza, sino que es Dios quien necesita del hombre y gira hacia la naturaleza de este (se antropotropiza) para que aquel pueda sintonizar con su pathos, de modo que sea captable su particular manifestación de afectación emocional. Además, distinguiendo el judaísmo del budismo, Heschel aseguró que esta vuelta de Dios al hombre acontece de manera exclusiva con los profetas de Israel; tan es así que «este tipo de llamado no es característico de Buda, quien logra obtener percepciones mediante esfuerzos personales».109