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La convicción de la que Heschel hace gala, la cual se mantiene sólida ante cualquier afrenta, impulsa el sentimiento de certidumbre que caracteriza al hombre de fe, a diferencia del individuo creyente, el cual vacila y cambia como veleta en altamar. Sin embargo, posturas tan delineadas ocasionan cierta repulsión desde la perspectiva de otros pensadores; tal es el caso de Cioran,110 quien manifestó en primera persona con su característica crudeza: «Detesto a los profetas y también a los fanáticos que nunca han dudado de su misión ni de su fe». En cierta sintonía con ese orden de ideas, Hume señala en su Ensayo sobre el entendimiento humano que en los ámbitos religiosos «nuestra equivocación […] consiste en que nos consideramos en la posición del Ser Supremo, para concluir que, en todas las ocasiones, observará la misma conducta por la que nosotros, en su situación, nos habríamos decantado [por encontrarla] razonable y digna de ser seguida».111
Tras el asombro ante lo absoluto, cuando esto realmente acontece, la consideración del pathos divino es una opción singular, exigente y no apta para todos. Quien siente el pathos de Dios desestimará casi cualquier racionalización que lo cuestione; de tal posición radical se desprende una virtud y un peligro. La virtud conduce a la construcción de un mundo mejor, el peligro consiste en la imposición de los criterios que se tengan sobre lo que significa un mundo mejor y lo que debe hacerse para lograrlo. Una contrapartida, inadmisible para algunos, podría ser la aceptación de que no se conoce a Dios.
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