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Yashmina Shawki
BAGHDAD
A UN PASO DEL INFIERNO

1ª edición en formato electrónico: junio 2020
© Yashmina Shawki
Diseño de la cubierta: ImatChus
Terra Ignota Ediciones
c/ Bac de Roda, 63, Local 2
08005 - Barcelona
931.73.22.29 - 638.07.85.00
www.terraignotaediciones.com
ISBN: 978-84-122245-0-4
IBIC: FA 2ADS 1FBQ
La historia, ideas y opiniones vertidas en este libro son propiedad y responsabilidad exclusiva de su autor.
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Yashmina Shawki
BAGHDAD
A UN PASO DEL INFIERNO
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO PRIMERO
CAPÍTULO SEGUNDO
CAPÍTULO TERCERO
CAPÍTULO CUARTO
CAPÍTULO QUINTO
CAPÍTULO SEXTO
CAPÍTULO SÉPTIMO.
CAPÍTULO OCTAVO
CAPÍTULO NOVENO
EPÍLOGO
VOCABULARIO
A mi madre, quien no ha podido ver este libro publicado. Su amor y su fe incondicional siempre me acompañarán.
A mi padre, en cuyas vivencias he basado algunas historias de este libro.
A mi amiga desaparecida, Nadia George Nasrat.
A mis compañeros y profesores del Colegio de Música y Ballet de Baghdad, cuya amistad me permitió sobrellevar los complicados años de mi adolescencia en la capital de Iraq.
INTRODUCCIÓN
Silencio sobre silencio. Un silencio frío, sepulcral, solo roto por el lejano eco de una gota cayendo sobre el suelo de cemento.
Era reparador, un gran alivio tras haber pasado horas interminables oyendo gritos de amenaza y gemidos de dolor, la recompensa al aguante, el descanso tras el sufrimiento.
También era inquietante. Presagiaba otra interminable jornada de horror.
Apenas si era capaz de abrir los ojos. Tenía los párpados tan hinchados que solo podía ver a través de una pequeña rendija entre ellos. El resplandor de la miserable bombilla que colgaba del altísimo techo le deslumbró. Se movió un poco. El dolor le sacudió como una descarga eléctrica de gran voltaje. Casi seguro que había permanecido muchas horas en posición fetal porque se sentía entumecido.
Primero movió los dedos del pie izquierdo, después los del derecho. A continuación estiró un poco el pie izquierdo, después el otro. Pese a estar fríos como el hielo no parecía que tuviera nada roto. Al cabo de un par de minutos se atrevió a mover una rodilla, después la otra y así, miembro a miembro, hueso a hueso, músculo a músculo, consiguió estirarse. Ahora ya sabía que estaba acostado en el suelo.
El siguiente paso sería incorporarse, algo difícil y doloroso pues sus manos, tras haberle sido arrancadas las uñas, no le permitían apoyarse en nada y sus piernas debilitadas parecían incapaces de sostenerlo erguido. Tras un gran esfuerzo consiguió sentarse.
Se pasó la lengua por los labios resecos. El salado sabor de la sangre, su sangre, despertó sus atrofiadas papilas gustativas. El latigazo de escozor al humedecer las heridas en los labios le devolvió parte de la sensibilidad. Los tenía hinchados. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Intentó tocarse la cara con las manos destrozadas. Parecía que no le habían roto ningún diente aunque si notaba mucho dolor al tocarse los ojos.
Nada de lo que había aprendido, ningún entrenamiento recibido, le había preparado para lo que acababa de vivir y, probablemente, lo que pudiera sufrir en las horas, días y semanas que estaban por llegar.
Sin embargo, ahí estaba, más preocupado por las cicatrices y marcas que pudieran quedarle tras las largas horas de tortura que por el dolor que sentía. En el fondo lo agradecía. Gracias al dolor sabía que estaba todavía vivo y ese hecho, en sí, era una victoria.
Ahora tenía que pensar. Estaba allí para algo muy importante, mucho más que sobrevivir al interrogatorio de la Mojabarat algo, de por sí, trascendental. Su supervivencia supondría la de mucha gente inocente. Eso amortiguó el dolor. Le invadió la rabia, una rabia incontenible, inspiradora de una energía sobrehumana. Ahora estaba seguro, saldría de allí. Se sentía invencible.
* * *
―¿Estás seguro de lo que haces? ―Queis había escuchado la conversación telefónica con el rostro impávido pero, al terminar esta, lanzó sus palabras como dardos.
―No ―le respondió escuetamente Nasser quien miró el auricular con pesar antes de colocarlo sobre su soporte.
―Pues, ¡qué bien! Acabas de despedirte de una persona a la que envías al matadero y no estás seguro de lo que haces ―le espetó Queis.
―¿Qué quieres que te diga, Queis? No es una cuestión de estar seguro o no, es simplemente, algo inevitable por necesario.
―Desde luego no sé cómo eres capaz de dormir por las noches, Nasser.
―Yo no duermo, Queis. Desde el 68, no duermo.
CAPÍTULO PRIMERO
El sol fue apareciendo en el horizonte a golpe de gritos y gemidos. Los primeros rayos atravesaron el sucio cristal de la habitación para iluminar su rostro. Estaba agotada. Llevaba horas con contracciones y sin ningún tipo de calmante que aliviara su dolor pero, lo que le preocupaba era el aspecto sucio y desganado de la comadrona y las enfermeras que la estaban atendiendo.
Al amanecer, el dolor se hizo insoportable y las ganas de empujar tan intensas que no podía pensar ni sentir nada más. Un último esfuerzo y, la criatura, salió de sus entrañas con una facilidad inusitada. Oyó como le daban unas palmadas y comenzaba a llorar. La envolvieron en una pequeña sábana verde y se la mostraron todavía ensangrentada. No pudo reprimir más las lágrimas.
Se llevaron al bebé antes de que pudiera preguntar si estaba sano y si era niño o niña. Estaba exhausta. Al cabo de un minuto llegó una doctora que la examinó, limpió y cosió.
―Bien, señora, está usted perfectamente. Ahora toca descansar, comer bien y amamantar a su bebé para que crezca sano y fuerte. Se ha portado usted muy bien.
Solo se le veían los ojos entre el gorro y la mascarilla, pero eran bondadosos y eso la tranquilizó.
―¿Y mi bebé? ―Apenas si podía hablar.
―Está bien. Ahora la llevaran a la habitación.
Entre varias mujeres la cambiaron a una camilla para trasladarla a la sala. Tras lo que le pareció una eternidad entró una amable matrona con su bebé en brazos.
―Aquí tiene a su niña, es preciosa y está muy sanita. Ha pesado un poco más de tres kilos y medio.
Suheir la cogió y la miró embelesada. Era difícil de determinar, pero le dio la impresión de que no se parecía al padre y sí al hombre que ella amaba.
―Es una niña. ¡Por si fuera poco tener que alimentar a la madre, resulta que es una niña!
A Suheir no le importó el comentario despectivo de su suegra. De hecho, ya no le importaba nada de lo que le había dicho y hecho en los últimos dos años. Si alguna vez había dudado, las largas horas de parto habían hecho desvanecer para siempre sus miedos. Por primera vez, en mucho tiempo, se sintió segura de verdad.
La pequeña comenzó a gemir. La matrona iba a hablar pero, ella le interrumpió con un gesto. Sabía que tenía hambre y que tenía que amamantarla. Pese al cansancio y la súbita responsabilidad que suponía tener que criar a una hija siendo viuda y tan joven, el instinto de madre la guiaba con una certeza que hasta a ella le sorprendía. Sonrió cuando sintió que la pequeña Amal chupaba con energía. Todo iría bien, todo, por fin…
* * *
Le despertó, como todos los días, el canto del muecín llamando a los fieles a la primera oración. Eran las seis de la mañana y el resplandeciente astro rey ya iluminaba la celda. Los primeros rayos del sol atravesaron con fuerza el hueco protegido con barrotes, su única conexión con el mundo exterior hasta la hora del paseo o de las visitas.
Kamal roncaba con energía en el otro catre. Le observó con los ojos semiabiertos y sonrió. Ambos solían negar, una y otra vez, que roncaban, pero lo cierto era que los dos lo hacían. Hoy volvería a provocarle criticando el volumen de su respiración nocturna. Las intrascendentes y pequeñas discusiones matinales les despejaban y animaban antes de acudir al comedor para dar cuenta del magro desayuno.
Tardó un rato en desperezarse. Siempre disfrutaba de esos cinco minutos de tranquilidad en los que dejaba atrás el dulce olvido de los sueños para regresar al oscuro mundo de la realidad. Ahora que estaba en la cárcel, le gustaban todavía más.
Se sentó en el borde del catre con movimientos lentos para no despertar a su compañero con el crujido de los muelles. Se puso las zapatillas de plástico gris y se irguió. Ya de pie, se estiró un poco. Como de costumbre, lo primero que hizo fue dirigirse a la mesa que había en la esquina de su “suite de lujo”. Encima de ella había un pequeño hornillo eléctrico. Llenó un cazo con agua del grifo del lavabo y lo puso a calentar.
Utilizó el orinal que tenía debajo de su cama. Después, se lavó las manos a conciencia. Una vez convencido de haberlas desinfectado volvió a enjabonarlas para pasarse la espuma por la cara. Como tenía los ojos cerrados tanteó un poco en el aire antes de localizar el grifo. Se enjuagó la cara hasta eliminar cualquier resto de jabón.
El agua estaba fresca, todo lo fresca que podía estar en verano. Se secó la cara y las manos con mucha lentitud como negándose a afrontar la realidad que aparecería ante sus ojos cuando apartase la toalla.
Mientras esperaba a que hirviese el agua en el cazo, recapacitó por enésima vez sobre su mísera vida. Llevaba diez meses en la cárcel y ya había aceptado que tendría que pasar unos cuantos más. De la etapa inicial de depresión que le había impedido relacionarse con la gente, pasó a la de vergüenza sin límites para, después, alcanzar el actual estado de resignación conformista. Una resignación que, poco a poco, iba transformándose en ansia, ya no de supervivencia sino de “vivencia” de la forma más confortable posible. Tenía que intentar sacar el máximo partido a “esas vacaciones forzadas” y la mejor manera para lograrlo era rodearse de todo aquello que le hiciese pasar con más rapidez el tiempo. Su amigo y compañero de alojamiento, Kamal, le estaba ayudando a conseguirlo.
Compartir celda con Kamal, el intrépido y audaz hombre de negocios, le había permitido disfrutar de muchas comodidades de las que carecían la mayoría de los presos de esa sección. Y eso que, como no estaban encarcelados por motivos políticos ni tenían a sus espaldas delitos de sangre, disfrutaban de un régimen de vida, relativamente privilegiado. Pero la cárcel era la cárcel, por muy cómodo que se estuviera, sobre todo, cuando se trataba de una cárcel iraquí y más aún si era la maldita Abu Ghreb.
La aparición de Kamal había sido de lo más afortunada: justo cuando estaba a punto de sumirse sin remedio en la peor de las depresiones. Se convirtió en su tabla de salvación y a ella se aferró a sabiendas de que había tocado fondo y su vida había llegado al final.
El empresario entró en su vida para ser su amigo y salvador, como si Alá hubiera escuchado esas plegarias que nunca había rezado.
Kamal tenía una gran personalidad y siempre estaba alegre y animado. No era un hombre que se resignase a que un contratiempo le estropeara los planes. Las adversidades solo le incentivaban más. No permitía que, nada ni nadie, le impidiese manejar su vida o la de sus allegados. Aún estando en la cárcel, seguía informado sobre sus negocios y su familia. No dejaba de hacer números y trabajar para mantener a flote el negocio que era el sustento de los suyos.
Para colmo de bendiciones, era kurdo como él, lo que hacía que pudieran comunicarse en su lengua materna y mantener cierto grado de complicidad e intimidad en un lugar donde brillaban por su ausencia.
El agua comenzó a hervir a borbotones devolviéndole a la realidad. Separó el cazo del hornillo. Primero vertió en la tetera un poco de agua caliente para templarla al estilo inglés, tal y como había aprendido durante los largos años de estancia en las Islas Británicas. Cuando la tetera alcanzó la tibieza adecuada, la vació en el lavabo. A continuación, echó en ella una generosa cucharada de té negro sobre la cual vertió agua hirviendo. Una vez llena, colocó la tetera sobre el hornillo eléctrico ya desenchufado, pero todavía caliente. El té se concentraba así, más y mejor.
Sonrió. Sus amigos británicos se hubieran escandalizado ante semejante perversión en el método de preparación. Pero a los dos compañeros de celda les gustaba el té fuerte, sobre todo, por la mañana, por lo que pidiendo mil perdones mentales a los “puristas”, agitó un poco la tetera con el fin de homogeneizar el brebaje.
Terminada la primera fase de la rutina matutina aprovechó el agua caliente que había quedado en el cazo para llenar un pequeño recipiente de plástico donde ablandaba y mezclaba con jabón la brocha de afeitar.
El afeitado era un ritual que requería tiempo, dedicación y precisión. Se pasó la brocha empapada en jabón sobre el rostro, procurando no tocar el bigote. Repitió la operación varias veces hasta ablandar la barba lo suficiente. Por genética, su vello facial era muy duro y requería un esfuerzo añadido. Después se pasó con cuidado y precisión la maquinilla de afeitar por el rostro y tras ella, se quitó los restos de jabón con una toalla húmeda. Comprobó el resultado en un espejo pequeño. Perfecto. Ya estaba bien rasurado.
Para rematar con las exigencias de higiene personal básica, se lavó la parte superior del cuerpo en el lavabo. Podía estar en la cárcel y carecer de muchas comodidades, pero él seguía siendo Faraj y haría todo lo posible para no perder su identidad y sus costumbres, incluyendo las abluciones matinales.
En ese momento, Kamal se despertó y comenzó a moverse. Aún amodorrado pudo notar algo diferente en su compañero de celda. El olor a limpio le dio la clave.
―Vaya, vaya, así que hoy tienes visita. ―Kamal sonrió con picardía.
―¿Por qué lo dices? ―Faraj le miró sin poder evitar que una sonrisa de satisfacción le delatase.
―¿No es evidente? Te afeitas cada dos o tres días o cuando tienes visita. Hoy no te tocaba así que… solo cabe la otra posibilidad. ―Kamal se incorporó con lentitud hasta quedar sentado en el catre. Se pasó las manos por la cara y la cabeza para despejarse un poco.
―Vale, sí. Pero no hasta mañana. Me he afeitado porque me sentía con ganas de hacerlo, solamente por eso.
Faraj sabía que era inútil ocultar algo o discutir con él cuando era evidente que tenía razón.
―¿Y quién va a venir?
A Faraj, a veces, le irritaba la curiosidad de Kamal. No tenía el tacto que se esperaba en un hombre educado, pero se había acostumbrado y, ahora, ya le resultaba hasta agradable poder compartir un poco de su vida con él. A pesar de ello, seguía manteniendo bajo llave una parte de su “yo íntimo”. La necesitaba para sentirse una persona y no un número más en una larga lista de nombres.
―Una de mis hermanas. Como tenía que hacer gestiones en algunos organismos oficiales de la capital, vendrá mañana a verme. ―Faraj había leído y releído la carta de su hermana en la que le anunciaba su visita. Esperaba que, desde su envío, no le hubiera surgido ningún contratiempo porque tenía muchas ganas de saber de la familia.
―¡Estupendo! Así que disfrutaremos de comida casera durante unos días. ―Kamal no era un sentimental como Faraj, a él solo le interesaba la parte útil y aprovechable de las situaciones.
―¡Sí! ―Faraj era feliz con la perspectiva.
―Nos estamos organizando bastante bien. Tu familia y la mía nos mantienen bien alimentados. Si tuviéramos que comer la bazofia que dan en el comedor acabaríamos con disentería o tísicos. ―Kamal nunca llegaría a esos extremos. Antes conseguiría convertir las piedras en comida que pasar hambre.
―¡Ni lo menciones! ―le replicó Faraj, para quien la comida era una cuestión sagrada.
―¡Qué bien huele ese té! ―Kamal, ya puesto en pie, comenzó a desperezarse.
―¿Te quedan galletas? ―Faraj estaba de buen humor lo cual le había abierto el apetito.
―Sí, y algo de queso.
Kamal rebuscó en el cajón donde guardaba los alimentos no perecederos. El “cajón de las maravillas” estaba colocado en una estantería alta que había conseguido instalar gracias a un pequeño “soborno” a los guardias. Como las cucarachas y algún que otro ratón despistado compartían la celda con ellos, tenían que ingeniárselas para evitar que se comieran sus provisiones. Uno de los métodos más eficaces era colocar los alimentos a una altura prudencial; el otro, esparcir insecticida en polvo por todo el zócalo inferior.
Aunque habían logrado mantener la plaga bajo control y a nivel de suelo, la guerra estaba perdida de antemano. En un país con temperaturas que, en verano, podían alcanzar con facilidad los cincuenta grados a la sombra, sin un sistema de alcantarillado decente y dado el hacinamiento de los presos, la cárcel era un campo abonado para todo tipo de insectos.
―Bien, pues será mejor que desayunemos antes de que esos hijos de perra vengan a molestarnos. Llevan unos días muy alterados. ―Faraj temía a los guardianes por su capacidad para incordiar. Nunca habían sido agresivos y maleducados, pero su baja formación hacía que se tomasen unas “confianzas” que le irritaban cada vez más.
―Parece ser que se ha aprobado una nueva ley que castiga a quien acepte sobornos. ―Kamal sonrió. Él no iba a respetar esa ley si le privaba de las comodidades necesarias.
―Entonces, medio Iraq tendrá que ir a la cárcel por aceptarlos y la otra mitad deberá esperar para entrar por ofrecerlos. ―Faraj sonrió con amargura. Si él estaba allí era porque le habían acusado, falsamente, de haber aceptado un soborno.
Como hablaban en kurdo y sabían que los guardianes no les entendían, se sentían libres para criticar aquello que les placía. Eran conscientes de que “las paredes oían”, en según qué celdas, pero sabían que no en la suya. Ninguno de los dos había hecho méritos suficientes para una atención tan exclusiva. No obstante, procuraban bajar al máximo el tono de voz.
―Ese Saddam, ya sabes, el vicepresidente, está revolucionando la cúpula del Partido Baaz. El muy cabrón está liquidando a todos los que están contra él o que suponen un estorbo en su carrera hacia el poder. Es tan listo que, al mismo tiempo y, para asegurarse el apoyo de las masas, está aplicando medidas populares muy demandadas. Construye hospitales y colegios, abre carreteras y facilita viviendas a coste irrisorio para los pobres. Los préstamos bancarios tienen un interés bajísimo, casi nulo, y quien más y quien menos, se pone a construir su casa o a montar un negocio. Algo impensable antes del 68.
Faraj no podía quitarse de la cabeza el terrible espectáculo que le habían obligado a presenciar durante la Revolución de julio de ese año. La imagen de los cuerpos sin vida colgados en la Plaza de Bab al Sharq rondaba sus pesadillas como recordatorio de lo peligroso que era vivir en su país cuando se osaba hablar en público.
Kamal mascaba feliz un buen trozo de queso acompañado de galleta mientras escuchaba a su amigo.
―El muy perro se está cargando a los nuestros en el frente. ―Faraj nunca había sentido muchas simpatías por el gobierno de Baghdad pero, ahora que los kurdos sufrían un recrudecimiento en la persecución, su antipatía se había convertido en odio.
―No tiene ni idea de lo que está haciendo en el norte y así le va. La gente está comenzando a mosquearse con tanto joven muerto en combate. Pero nuestros Peshmergas están haciendo un trabajo excelente.
Aunque las noticias sobre la guerra en el Kurdistán estaban vetadas en el resto del país, los familiares y conocidos les mantenían informados de la situación. Kamal se aseguraba de ello.
―Pchs… No hables tan alto que pueden oírte. ―Pese a la tranquilidad que les rodeaba, Faraj nunca las tenía todas consigo. Al fin y al cabo estaban en la cárcel.
―¿Y qué? No me entienden. Esos animales no entienden ni siquiera su maldito idioma que no tiene ni pies ni cabeza. Oye, este queso está estupendo, tendré que decirle a mi mujer que me traiga más la próxima vez.
La indiferencia y ligereza con la que el empresario cambiaba de un tema a otro era solo una pantalla. Faraj llevaba el tiempo suficiente con él para saber que su cerebro estaba procesando mucha más información de la que estaba dispuesto a compartir.
―Kamal, deberías de tener más cuidado. Estos perros tienen ganas de echarnos el guante. Date cuenta que, nosotros, aquí, en la cárcel, vivimos muchísimo mejor que ellos fuera, en sus casas. ―Hecho que satisfacía a Faraj, siempre consciente y puntilloso con las diferencias de clase.
―Son unos perros sarnosos. ―Kamal no sentía ni el más mínimo afecto por aquellos que habían hecho del engaño, el hurto y la traición su modo de vida―. No tienen derecho a nada. Están haciendo un trabajo infame por un sueldo mísero, pero, ¿qué otra cosa pueden hacer? No saben ni leer ni escribir. Apenas si han salido de su aldea para venirse a vivir a la capital en busca de un modo de vida mejor.
Kamal, en parte entendía su situación, al fin y al cabo también había miles de kurdos analfabetos que trabajaban la tierra de sol a sol por un mísero jornal sin ninguna posibilidad de mejora. Ellos mismos, pese a tener la fortuna de haber nacido en la ciudad, habían ido progresando de forma sustancial desde la instauración de la monarquía, época en la que siendo niños se divertían subiéndose a los parachoques traseros de los escasísimos coches británicos que, de vez en cuando, llegaban al Kurdistán.
Habían tenido que estudiar a la luz de las velas y solo habían podido bañarse en agua caliente en los baños públicos. Pero se habían esforzado y, poco a poco, habían ido avanzando.
Por ello, no podían evitar despreciar a quien con las nuevas posibilidades que, para bien o para mal, estaba ofreciendo el régimen, no tenía ni el más mínimo interés en aprovecharlas. Muchos de sus guardianes trabajaban porque alguien “listo” de su familia les había “empujado” a ello. Si no fuera por eso, aún estarían ensimismados en las aguas pantanosas de las marismas: criando búfalos y construyendo casas de cañas.
―Sí, son de una clase inferior, pero son muchos más que nosotros y están invadiéndonos.
Faraj había sido educado en la firme creencia de que pertenecía a la clase más privilegiada de la sociedad, lo que le hacía mirar con cierta superioridad a todo aquel que no estaba a su altura. Sin los prejuicios que tenía su amigo, Kamal estaba de acuerdo en la idea básica.
Los campesinos árabes, sobre todo, los emigrantes de las marismas del sur, no tenían ningún tipo de educación, ni sabían lo que era la higiene. En los lugares en los que se asentaban, proliferaban las enfermedades contagiosas a pesar de que el gobierno estaba haciendo un esfuerzo ímprobo para controlar las epidemias y ofrecerles una asistencia sanitaria, cosa que, paradójicamente, a ellos, con un modo de vida muy peculiar, no les gustaba nada. Ni siquiera los más pobres habitantes de la capital los respetaban. Pero eran personas y tenían derecho a un trabajo y a una vivienda así que, todos tenían que aguantarse y tirar para delante.