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―No seas pesimista, hombre, ya sabes cómo es este país. Hoy están arriba y mañana acaban colgados en la Plaza de Oriente. ―Kamal bromeaba sobre ese triste episodio histórico porque sabía que todavía afectaba a su amigo.
―¡No bromees con eso! ¡Recuerdo como si fuera hoy los ahorcamientos del 68! ―A Faraj se le ponían los pelos de punta con solo mencionarlo―. Nos obligaron a asistir a todos. Fue horrible. Tuvimos que mantener el tipo mientras iban colgando a decenas de personas, algunos amigos, la mayoría desconocidos. Aún hoy en día me pregunto cómo tantos dejamos cometer esa atrocidad a tan pocos.
―¡Deber patriótico! ¡Eran traidores a la causa! ―El sarcasmo en la voz de Kamal era terrorífico.
―¡Venga ya, Kamal! ¿Qué causa?
Se oyeron pasos. Los carceleros estaban abriendo las celdas para que los presos no peligrosos pudieran salir. Tenían que ir a desayunar y después dar un paseo por el patio. Eran las siete y media y ya hacía un calor sofocante. Kamal se puso la camisa y siguió a su amigo en dirección al comedor.
* * *
Dikra llegó al amanecer, casi en el anonimato, y su casa se revolucionó. Muchas cosas habían cambiado en ella. Ya no era la niña modosa que permanecía sentada en un sofá viendo una película en la tele o leyendo un libro. Ya no… Dikra era una mujer que había aprendido a luchar por lo que quería y que no permanecería nunca más en la sombra. Y eso se traslucía de su forma de mirar, su modo de vestir y su manera de hablar.
Estaba más hermosa que antes, si es que eso era posible. Alta, esbelta, con ojos color de miel y pelo negro azabache. Lucía un discreto maquillaje y un favorecedor peinado. Su nueva imagen impactó, incluso a sus padres que la veían con cierta frecuencia. Ninguno de sus progenitores dijo nada, pero el cambio estaba allí, a la vista y, probablemente, dentro de ella. Su serenidad, su madurez les cogió desprevenidos. Su “niña” pequeña había desaparecido para siempre dando paso a la mujer que se encontraba ante ellos.
―Hija, ¿por qué no nos has avisado que venías? Hubiéramos ido a buscarte al aeropuerto.
Abu Adham no cabía en sí de gozo y orgullo. Viéndola allí sonriente y segura de sí misma se sentía muy satisfecho. No solo era guapa e inteligente, sino que, además, había aprovechado la oportunidad que se le había brindado para convertirse en una persona de bien. Todo el dinero invertido en su educación había dado sus frutos. Su hija era, de forma totalmente merecida, su ojito derecho.
―La verdad, Baba, es que quería comprobar si era capaz de volver a enfrentarme al árabe y coger un taxi.
―Te has vuelto muy aventurera, antes temías incluso coger el autobús sola.
Su madre se había pasado diez minutos abrazándola y besándola. ¡Cómo la había echado de menos! Siempre le había hecho tanta compañía que parecía más una hermana o una amiga que una hija. Um Adham se había casado con tan solo dieciséis años por lo que todavía era una mujer muy joven. Su juventud hacía que se sintiera muy próxima a sus hijos ya adultos y que les comprendiera mucho mejor que su marido, un hombre de más edad y, por lo tanto, más tradicional en muchos aspectos.
Quizás por ello, proyectó en su hija todo aquello que a ella le hubiera gustado hacer y no pudo. Sentía envidia y orgullo, al mismo tiempo.
―Ya ves, las cosas cambian… ¿Y mi hermano? ―Sus padres se miraron y sonrieron―. ¿Qué pasa? ¿Por qué me miráis con esa expresión tan divertida?
―Bueno… ha ido a una boda de un compañero de instituto… con su prometida y todavía no ha regresado ―le explicó con alegría Abu Adham.
―¿Su prometida? ¿Cómo es posible que no me hayáis dicho nada? ―les reprochó sonriente Dikra.
―Bueno, hija… es que era una sorpresa ―Su madre le acarició la cabeza con cariño―. De hecho, estábamos esperando a que regresases para organizar la fiesta de petición de mano.
Dikra miró a uno y a otra. Estaban contentos y relajados. La vida les había tratado bien o eso parecía. Y ahora, iban a casar a su primogénito. Pronto serían abuelos con lo que, socialmente, habrían cumplido con lo que se esperaba de un matrimonio. Una idea fugaz pasó por su mente, pronto se exigiría que ella hiciera lo mismo…
―¡Estupendo! Eso me permitirá ver a todos nuestros conocidos después de tanto tiempo. ―Sus padres sonrieron aliviados. Habían temido un cierto rechazo a un encuentro social masivo, ya que a ella le disgustaban o, por lo menos, solían disgustarle―. ¿Quién es la afortunada?
―No la conoces, se llama Nisrin y su familia proviene del norte del país ―le explicó con entusiasmo su madre.
―¿Kurda? ―preguntó Dikra.
―Sí ―respondió su padre sonriente.
―Vaya, vaya… Bueno, será mejor que me entere bien por mi hermano porque vosotros no me vais a dar los detalles que a mí me interesan. ―Dikra fingió alegría, cuando en realidad, sentía que una gran losa había caído sobre su corazón―. Tengo muchas cosas que contaros, pero si no os importa, ahora me gustaría acostarme, estoy muy cansada, el viaje ha sido larguísimo.
―Sí, claro, nena. Tiempo habrá de que te enteres de todo y de que nos cuentes tus novedades, ¿de acuerdo? ―Su padre le acarició el pelo con ternura.
―Sí. ―Dikra a duras penas ahogó un gemido.
¿Y si había llegado demasiado tarde? ¿Y si él también había seguido el ejemplo de Adham? No le habían dicho nada al respecto, pero… tampoco se lo habían dicho sobre su hermano…
* * *
Un hombre de vientre prominente y rostro sudoroso, se bajó del coche que acababa de aparcar con cierta dificultad pese a tener espacio de sobra para hacerlo. Llevaba una camisa gris, de manga corta, por encima de un pantalón color vainilla. Calzaba unas desgastadas sandalias de cuero que hacían ruido al caminar porque arrastraba los pies.
Su poblado y oscuro bigote contrastaba con su cabeza despejada como una bola de billar. Se movía con lentitud aunque no parecía sofocado. Aún no eran las once de la mañana, pero el calor era tan agobiante que, hasta el más mínimo esfuerzo físico, le hacía chorrear sudor.
Sacó del bolsillo derecho de su pantalón un enorme pañuelo de color indefinido, entre el beige y el gris, y se lo pasó por el rostro, la calva y el cuello para secarse el sudor. Lo empapó. Sin doblarlo lo volvió a meter en el mismo bolsillo y se echó a andar.
Traspasó la verja abierta y siguió el camino de baldosas irregulares hasta la puerta principal de la casa. No le hizo falta pulsar el timbre. Un criado ataviado con un camisón largo y una chefiah blanca en la cabeza le abrió la puerta.
―Buenos días, Said Salem.
―Buenos días, Mohamed. El señor me espera.
―Lo sé. Pase a la salita, por favor.
Aunque el orondo Salem sabía, de sobra, donde estaba la salita en cuestión, dejó que el criado le precediese para indicársela. El vestíbulo de la gran casa no tenía muebles. Era una zona amplia con seis puertas. Todas estaban pintadas de un color gris claro a excepción de la hermosa puerta de madera noble de la entrada principal que acababa de franquear.
Esa rara obra de artesanía local valía una fortuna, no solo por el esmero y belleza con que se había trabajado, sino porque los ebanistas con habilidad en marquetería, en una ciudad en medio del desierto como Baghdad, eran casi inexistentes.
Hamoudi, el dueño de la casa, se jactaba de haberla conseguido tras amenazar al artesano judío que la había estado preparando durante años para la que iba a ser su residencia en el campo. De eso hacía ya décadas.
La contempló un minuto para volver a maravillarse ante las hermosas palmeras y las delicadas flores que la decoraban. Salem envidiaba todas las cosas hermosas que el dueño de la casa poseía, pero al mismo tiempo, se lamentaba de los métodos que utilizaba para obtenerlas y la poca sensibilidad que tenía para apreciarlas.
A Salem le indignaba la incapacidad de Hamoudi para disfrutar la delicadeza de una obra de arte. Simplemente la conseguía por el placer de quitársela a alguien para quien significaba algo.
Entró en la blanca estancia, casi desprovista de muebles, donde el dueño de la casa hacía sus negocios cuando no estaba en su despacho de la calle Rashid. Dos sofás desvencijados, cubiertos con una tapicería que nunca había conocido tiempos mejores por lo raída y miserable que parecía; una mesa baja de madera, con un cenicero lleno a rebosar de colillas apagadas, un par de vasos de té sucios y un plato roto con cuatro galletas constituían los elementos decorativos de la estancia. Sobre sus cabezas, un ventilador de techo se movía con regular lentitud, ambientando con su monótono sonido la habitación. Al fondo, una puerta conducía a un cuarto pequeño y oscuro, cuya utilidad Salem nunca había podido descubrir y, a la derecha, otra daba paso a un salón gigantesco decorado con poco gusto, pero con muchos muebles caros y que solo se utilizaba en las ocasiones festivas.
El dueño de la casa estaba sentado con las piernas cruzadas en el sofá frente a la ventana enrejada. Bajo él, languidecían unas sandalias de plástico cuarteado por el uso y cubiertas de mugre. Hamoudi llevaba, al igual que su criado, un camisón blanco en el que lucía orgulloso un par de lamparones. Al entrar se encontraba en la delicada tarea de rascarse su poblada cabeza.
―Buenos días, Salem. ―Al sonreír se le vieron los dientes de oro.
―Buenos días, Hamoudi. ―El recién llegado no sonrió, no tenía motivos para ello.
―¿Qué te trae tan temprano por la mañana a mi casa? ¿No podías esperar a decírmelo esta tarde? ―Hamoudi parecía tan tranquilo y reposado que a Salem le dio envidia su temple.
―Me temo que no. ―Salem no estaba de buen humor.
―¿Tan urgente es? ―insistió Hamoudi.
―Sí ―le respondió su colaborador.
―¿Vas a contármelo o no? ―Pese al tono indiferente, Hamoudi estaba interesado y no se molestaba en ocultarlo.
―Por supuesto, pero antes me gustaría beber algo, estoy seco. ―Salem no tenía intención de esperar a que el anfitrión le invitase. Le conocía demasiado como para respetar el protocolo de las visitas de cortesía.
―Perdona, ¡qué falta de modales! ¡Mohamed!
El criado no tardó en llegar arrastrando sus chanclas de plástico. Al verle entrar, Salem se dio cuenta de que el criado tenía mucho mejor aspecto que el amo. Contradicciones de la vida, el que tiene dinero no tiene ni modales ni gusto y el que los posee carece dinero.
―Tráele un refresco a Salem. ―Hamoudi esperó a que su empleado regresase para depositar una bandeja con una jarra llena de zumo de naranja sobre la mesa para continuar hablando. La tradición de hospitalidad era la tradición y había que seguirla a rajatabla, aunque eso supusiera perder unos minutos de su valioso tiempo.
―¿Y ahora?
―Uno de los funcionarios del Juzgado me ha dado noticias frescas. ―Salem se bebió de un solo trago la mitad del vaso.
―¿Y por eso me molestas? ―Hamoudi no ocultaba su decepción por unas noticias tan baladíes.
―Son preocupantes ―afirmó Salem con el rostro serio.
―¿Por qué? ―A Hamoudi solo le preocupaban las cuestiones realmente importantes y sospechaba que la información que le traía Salem no lo era.
―Porque ese Kelb ibn kelb* de Faraj ha conseguido que se reabra el proceso judicial alegando defecto de forma. Tiene un primo que es un buen abogado y ha comenzado a remover el asunto ―Salem habló con mucha rapidez para evitar que el anfitrión le interrumpiera con algún exabrupto.
―¿Y qué? ―Hamoudi cogió un puñado de pipas de calabaza de una arrugada bolsa de papel que tenía a su lado, encima del sofá.
―Que el tío puede parecer tonto, pero cuando se dedica a pensar, sabe lo que se hace.
Salem tenía un mal presentimiento sobre el asunto y no sabía cómo transmitírselo a Hamoudi sin que le tachase de cobarde.
―No te preocupes, Salem, no tiene nada contra nosotros. ―Hamoudi abría con habilidad y rapidez las pipas.
―Cierto, pero los testigos sí que pueden cantar ―insistió pesimista Salem.
―Tendrás que encargarte de ellos. ―Hamoudi depositó un montón de cáscaras vacías en el atestado cenicero.
―Ya me gustaría Hamoudi, ya, pero no puedo. ―Salem movió la cabeza en sentido negativo.
―Y eso, ¿por qué? ―El dueño de la casa no cesaba de comer pipas de calabaza. A Salem le recordaba los ratones que, durante años, compartieron casa con él y su familia.
―Dos han desaparecido y, los otros dos están en la cárcel. ―Salem suspiró, ya estaba, ya había soltado la noticia bomba.
―¿En la cárcel? ―Hamoudi dejó de comer pipas, lo cual era un síntoma claro de que el tema comenzaba a preocuparle.
―Les han pillado cometiendo pequeños hurtos y el abogado de Faraj, no sé con qué influencias, ha conseguido convencerles de que, si testifican de nuevo, esta vez contando la verdad, conseguirán una condena más leve. ―Salem había obtenido toda la información gracias a que los funcionarios de prisiones estaban muy mal pagados.
―Pero… ¡Eso no es posible! ¿O sí? ― La mirada vidriosa de Hamoudi le taladró.
―Sí. ―A Salem le costaba tragar saliva.
―Elimínalos. ―Hamoudi no se andaba con rodeos cuando quería algo.
―¿Cómo? ―Salem seguía sin poder tragar saliva.
―Compra a los carceleros, envía a dos matones, envenena el agua de la cárcel, lo que se te ocurra… ―Hamoudi no era un hombre escrupuloso ni tampoco cuidadoso.
―Es fácil decirlo.
―Salem, si no evitas que hablen tendremos problemas, serios problemas. En los tiempos que corren, nuestras relaciones con el gobierno no son muy buenas. Ese maldito hijo de puta de Saddam solo respeta los vínculos con su gente de Tikrit y no hace caso a nadie más. No podemos comprarlo ni amenazarlo, es demasiado listo y tiene demasiados apoyos y, lo que es peor, domina por completo al presidente Baker. Así que… ¡tú verás! O eliminas a los testigos o a ese ingeniero insobornable al que hemos enchironado. Haz lo que te parezca, pero esta vez no metas la pata. ―Hamoudi hablaba muy en serio.
―Yo no he metido la pata. Has sido tú, con tu maldita idea fija de la venganza. Si lo hubieras dejado estar, nada de esto habría sucedido. ―Salem siempre había considerado que el capricho de su jefe acabaría costándoles un disgusto, y a él se encaminaban ahora.
―Ese gilipollas cagón de Faraj me jodió mucha pasta ordenando el derribo de mis edificios defectuosos. Casi me meten en chirona por su culpa, tenía que hacérselo pagar, sino ¿cómo iba a poder seguir manteniendo mi influencia y mi reputación? Si hubiera permitido que él se saliese con la suya, haciendo que se respetase la ley, me hubiera arruinado y tú también te hubieras hundido conmigo ―le recordó Hamoudi.
―Pero, podíamos haber tomado una medida más discreta.
―Yo no soy un tío discreto, ¿qué querías que hiciese? Además, lo hecho, hecho está, ahora tenemos que solucionar este contratiempo. Esta tarde van a venir algunos colegas de Saddam y tengo que estar tranquilo y concentrado, no puedo perder el control o se me irá el negocio de las manos. Son muchas hectáreas de terreno en la ribera del río por urbanizar. Eso significa mucho dinero. Si sale bien, de esta nos retiramos, ¿qué te parece? ―A Hamoudi no le gustaba reflexionar sobre los problemas, le recordaban que no era un hombre muy brillante, sino muy violento y codicioso, dos defectos que nunca había sabido ni dominar ni ocultar.
―¡Fantástico! Eso si… si antes no nos encarcelan. ―Salem ya se había levantando. Pese a haber bebido un refresco y estar bajo el ventilador seguía muy acalorado.
―¡No seas cenizo! No va a pasar nada. Esos funcionarios retrasarán tanto el asunto que, cuando llegue a juicio, ya estaremos todos muertos. Tranquilízate. ―Hamoudi no quería pensar siquiera en la posibilidad de un fracaso, esa palabra no estaba en su vocabulario.
Salem no se despidió, al fin y al cabo, volvería a ver a Hamoudi por la tarde. Salió de la casa dándole mil y una vueltas a la cabeza y por más que pensaba, no encontraba ninguna buena solución. Él, no era como Hamoudi. No le gustaba mancharse las manos con trabajos sucios y, mucho menos, relacionarse con la baja estofa de la ciudad.
En este caso, no podía utilizar a ningún intermediario, así que, tendría que mojarse y, eso, además de enojarle, le ponía muy nervioso. Su mal presentimiento se agravaba por momentos.
Se inclinó para abrir la puerta de su coche. Se metió en él con cierta dificultad debido a su prominente barriga, introdujo la llave en el contacto y lo arrancó con suavidad para introducirse en el tráfico de la ciudad. En la radio se oía una canción de Fairuz.
Cruzó el puente de Arbatash Tamuz y se encaminó al puesto de dulces de un conocido que hacía trabajitos especiales para clientes especiales. Quizás con una simple advertencia, Faraj recapacitase y no hiciera falta nada más.
* * *
Se introdujo en el patio de la escuela como si fuera su propia casa. Recorrió con tranquilidad el largo trecho enlosado en ocre y blanco, que conducía de la verja exterior al edificio principal. Se detuvo un instante para admirar la belleza de los capullos de rosa de los parterres centrales y disfrutar la tranquilidad de ese momento. Pese al tráfico intenso de la ancha avenida de Damasco que bordeaba la institución, el colegio era un oasis de paz en el que reinaba el silencio solo roto por los trinos de algunos pájaros. Todos los alumnos estaban en clase y, ni siquiera los trabajadores que se encargaban de la limpieza y mantenimiento de los exteriores, pululaban por los jardines. Hacía ya mucho calor y no era buena idea regar a esas horas debido a que la fuerte evaporación perjudicaría más que beneficiaría la vegetación. Las clases de música y danza no habían comenzado todavía, de ahí la ausencia de bullicio. Todos los alumnos estaban en el edificio principal, donde se impartían las clases lectivas normales.
Entró en el vestíbulo del edificio principal. No había nadie allí, sin embargo se podían oír las voces de los profesores impartiendo las lecciones y alguna que otra risa de los alumnos. Se encaminó hacia el ala de los docentes, situada a la derecha del vestíbulo.
El tiempo se había detenido en el lugar. Los niños iban y venían, los profesores llegaban y se retiraban, pero la vida, el amor por la música y la danza, el talento y la creatividad seguían su curso, año tras año. En ninguna otra parte había sido más feliz que en el Colegio de Música y Ballet y su estancia en esa mágica institución le había marcado de una manera tan singular que nunca volvería a ser el mismo. Pese a su indómito carácter, la música había logrado hacer de él un hombre cabal y sensible al arte. Se sabía un privilegiado y ese conocimiento le reconfortaba.
La primera oficina, la del director de la Escuela, tenía la puerta abierta. Se asomó y vio, al fondo, la cabeza de un hombre inclinada sobre una mesa. Parecía muy concentrado. Golpeó la puerta un par de veces para llamar su atención. El hombre levantó la cabeza para ver a quién le interrumpía en su tarea y al reconocerle le sonrió.
―¡Akef! ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Qué te trae por aquí?
―Buenos días, Mudir Bashir. Pasaba por aquí y como tenía tiempo me pareció buena idea hacerles una visita y recordar viejos tiempos. Espero no molestar. ―El encanto de Akef era tan natural que, incluso un hombre tan poco comunicativo como el director olvidaba su timidez para departir con él algunos instantes.
El director, un virtuoso violinista de unos cincuenta años, aspecto bonachón, barriga incipiente, tupida mata de pelo encanecida y mirada bondadosa tras unas gafas de gruesos cristales, se levantó de su asiento. Akef se acercó a él y le estrechó la mano con energía tras darle un golpecito amistoso en el brazo.
―¡Claro que no, hombre! Vaya, vaya… ¡Se agradece el detalle! Pero, pasa, pasa… siéntate un rato conmigo y tómate un té. Ya casi es la hora del descanso y pronto me asediarán los críos con sus problemas, pero mientras tanto, podemos disfrutar un rato más de tranquilidad. ―El director era un hombre de temperamento muy templado y espíritu cordial, quizás demasiado amable para ejercer un puesto de mando que requería más firmeza que talento.
―¡Encantado! ―aceptó gustoso Akef.
El joven se sentó en el cómodo sofá del despacho y, al hacerlo, levantó una pequeña nube de polvo, algo habitual en medio del desierto y, mucho más, en un local donde las ventanas y las puertas permanecían casi siempre abiertas y el servicio de limpieza no era muy eficaz. El director se asomó a la puerta para llamar a la bedel que no se apresuró demasiado en contestar a su llamada.
Una mujer vestida con una Aballa negra que había conocido tiempos mejores se acercó arrastrando sus sandalias de plástico sobre el suelo de baldosa. Su rostro y sus manos tatuadas de azul evidenciaban su origen tribal.
―¿Sí, Mudir? ―Su voz sonaba cansada y aburrida, como si la llamada de su jefe le hubiera distraído de una actividad muy importante.
―Samia, haga usted el favor de prepararnos una tetera bien cargada y tráiganos dos vasitos y algunas galletas ―le pidió con cierta acritud el director. Sabía que, con Samia, ni la amabilidad ni la educación conseguían que hiciera su trabajo así que no le quedaba otra que utilizar una voz de mando desagradable para conseguir que reaccionase como él quería.
―Sí, señor.
―Y Samia… ―La mujer ya se había dado la vuelta con toda la lentitud de la que era capaz.
―Diga, Mudir.
―Dese prisa, que no tenemos todo el día. ―Sabía que si no se mostraba firme con la mujer, en el corto trayecto de una decena de metros que separaba su despacho de la cocina, ya se habría olvidado del encargo.
El director entrecerró la puerta del despacho y se sentó en un sofá frente a Akef. El joven sonrió divertido.
―Por lo que veo, hay cosas que no cambian. ―Samia siempre había sido muy difícil de dirigir.
―No, hijo, no. Hay cosas que no cambian. ―El director sabía que se estaba refiriendo a la bedel.
―Eso puede ser hasta agradable.
―Depende para quién. Pero, dejemos de hablar de gente aburrida. Cuéntame, ¿qué es lo que haces ahora? ―Era la pregunta inevitable para la que Akef ya estaba preparado.
―Bueno… tengo una pequeña empresa de importación y exportación y no me puedo quejar. Me va bien. ―Akef sacó una cajetilla del bolsillo de su camisa y le ofreció un cigarrillo al director quien lo rechazó con un gesto de la mano.
―Así que independiente, eso está muy bien. Sin embargo, es una pena que no hayas aprovechado tu talento para la música. Seguro que ya no practicas ―el tono del director era más de pesar que de reproche.
―Se equivoca. Siempre que puedo practico una o dos horas al piano. Me relaja mucho y me trae recuerdos de los buenos tiempos.
Era cierto. Akef encontraba en la música la mejor forma para evadirse de las tensiones de su vida cotidiana.
―¡Cómo si fueras tan viejo! ―El director se echó a reír y su barriga y su papada temblaron como si fueran gelatina.
―No, pero parece que hace tanto tiempo que dejé la escuela… ―Akef miró a su alrededor con nostalgia.
―Pero, si apenas has terminado tus estudios universitarios…
―Ya hace casi ocho años ―le corrigió Akef.
―Vaya, vaya. ―El director se pasó la mano por la barbilla en un gesto reflexivo―. ¿Tanto tiempo?
―Yo pertenezco a la primera promoción de alumnos de este colegio. Mis padres fueron los pioneros… ―la voz de Akef se llenó de ternura y tristeza.
― ¡Tus padres! ¡Sí, claro!
A pesar del alboroto que se formó al salir los chavales al patio para disfrutar de su recreo, continuaron charlando de forma amistosa y distendida durante una hora. El director Bashir era un hombre afable y despistado, más dotado para la interpretación musical que para la dirección de un centro de enseñanza con la complejidad de la Escuela de Música y Ballet. Había aceptado el cargo, un poco por imposición de su hermano mayor que era el director del Departamento de Música del Ministerio de Cultura y, otro poco, por presión de su mujer que tenía grandes ambiciones personales. Su hermano, Munir, sí que era un hombre dotado para el mando y la política, no como él que era un artista al cien por cien.
Sin embargo, a pesar de la debilidad de carácter de su hermano, el brillante Munir Bashir había querido que un miembro de su familia supervisara, con criterio más artístico que docente, el proyecto cultural del que se sentía más orgulloso y, allí estaba el pobre músico haciendo de director cuando lo que, en realidad le apetecía era pasar el tiempo tocando el violín.