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Akef salió del despacho del director con la agradable sensación de haber visitado a un tío lejano al que no veía desde hacía mucho tiempo. Se encaminó a la sala de profesores para saludar a aquellos que le habían dado clase en su momento. La visita fue breve, quería hablar con una persona en concreto y ver a otra, así que tenía poco tiempo para encuentros superficiales.
La puerta del despacho de la “Etihad”, la Unión de Estudiantes, estaba abierta y no había nadie allí. Akef consultó su reloj, faltaban cinco minutos para que se diese por terminada la jornada escolar, así que la persona a la que buscaba no tardaría en llegar.
Permaneció de pie hasta que se oyeron las primeras risas y carreras. La hora de la salida era la más alegre e intensa de todo el día, con niños corriendo de una clase a otra, amigos peleándose y niñas haciéndose confidencias. Todo seguía igual, al menos, en apariencia.
―¡Akef! ¿Cómo tú por aquí?
―¡Hola, Alí! ¿Cómo te va colega? ―se saludaron con un abrazo amistoso.
―Bien, bien, con un poco de agobio. Ya sabes. ―Alí suspiró con resignación―. Los profes se ponen muy pesados cuando se acercan los exámenes. A veces, tengo la sensación de que son ellos los que se examinan y no nosotros.
Alí era un joven con un humor excelente y la rara habilidad para hacer divertida cualquier situación por muy difícil o trágica que fuera en realidad.
―En el fondo es así.
―¿Por qué lo dices? ―le preguntó Alí sin comprender.
―Porque el nivel de fracaso o éxito de sus alumnos es una forma de valorar sus aptitudes como profesores ―le explicó Akef.
―¡Chorradas! Pero, venga, tío, siéntate conmigo y cuéntame. ¿Te apetecen una cola y una chocolatina? ―La proverbial hospitalidad árabe se manifestaba en todos los órdenes aunque fuese con un agasajo tan simple como el que le ofrecía Alí.
―Acabo de tomar un té con el director, pero… ¿por qué no? No creo que mi figura se resienta ―bromeó Akef.
―Los chicos no tenemos esos problemas ―Alí respondió muy serio a un comentario que pretendía ser muy banal.
―¿Ni siquiera los bailarines tan esqueléticos como tú? ―le preguntó Akef.
―Ni siquiera. Espera un minuto que voy al comedor y te traigo las bebidas.
―¡De eso nada! ¡Invito yo que para eso trabajo! ¡Ahórrate la pasta para invitar a alguna niña! ―Akef siempre le tomaba el pelo a Alí en cuestiones de chicas.
―¡Muy listo, tío! ¡Cómo si eso fuera tan fácil aquí! Recuerda que estamos en Baghdad y no en Londres. ―Alí soñaba con poder llegar a bailar en alguna compañía de ballet europea en donde pudiera ser una primera figura, rodeado de bailarinas hermosas.
―Vale, vale, pero voy yo.
Sin que Alí pudiera impedírselo, Akef salió por la parte trasera del edificio y se introdujo en el comedor, también por la parte posterior. Cruzó la cocina que, en ese momento estaba vacía, y sorprendió a la dependienta por la espalda. Esta le gritó un par de veces, molesta de que alguien incumpliera las normas que tanto se esforzaba en mantener. Sin embargo, cuando reconoció al infractor, su actitud cambió por completo. La arisca vendedora se transformó en una melosa dependienta. No en vano, el atractivo infractor era un partido al que hincar el diente para cualquier joven soltera y en edad de merecer: era un “guaperas” que nadaba en pasta. O sea, un auténtico bombón. Lástima que Akef, no opinara lo mismo de la joven de voz chillona, cara cubierta de acné y maquillaje barato.
Una vez compradas las chucherías como en sus mejores tiempos de colegial, en lugar de enfilar hacia la salida convencional, intentó salir por donde había entrado, pero se encontró con otro obstáculo al que hacer frente: la furiosa cocinera que ya había regresado a su puesto frente a las ollas en ebullición. La mujer seguía, como la recordaba Akef, negándose a que alguien entrase en sus dominios sin autorizarlo ella. La vieja matrona gruñona y resabiada, a pesar de que ya habían pasado muchas promociones de alumnos por su comedor, seguía teniendo un pronto fuerte y agresivo. Como siempre, rechazó el cumplido del joven empresario y blandió una sartén con gesto amenazador. Akef tuvo que correr para salvar su vida.
De regreso a la sede de la Unión de Estudiantes, Alí le interrogó de forma directa.
―Gracias por el aperitivo, pero ahora, ¿vas a decirme por qué has venido?
Alí no era tonto. Sabía que Akef no se había presentado en el colegio porque sí, respondiendo a un impulso espontáneo. Si estaba allí era porque tenía un objetivo muy concreto. Era un empresario demasiado importante y ocupado como para permitirse una mañana de indulgente nostalgia.
―Por una chica. ―Alí se atragantó con la Coca Cola. Lo primero que se le pasó por la cabeza era que Akef le estaba tomando el pelo, pero la seriedad en el rostro de su amigo le hizo descartar esa posibilidad.
―¿Bromeas?
―No ―Akef hablaba muy en serio.
―Yo creía que te gustaban un poco más mayores.
―Depende para qué ―le respondió de manera críptica Akef.
―Estás empezando a preocuparme.
―Tranquilo. Ya sabes que soy un tío legal. ―Y Akef realmente lo sentía.
―¿Desde cuándo te gustan las colegialas? Pero, si las universitarias están mucho más buenas… ―Alí estaba en la fase en la que todo lo que no estaba a su alcance le parecía mucho mejor.
―Alí, tú eres un salido ―le reprochó sonriendo Akef.
No hacía mucho que Akef se había sentido así, con las hormonas desbocadas. ¡Qué recuerdos! Esos maravillosos años en los que el organismo es el enemigo a vencer: por un lado, el acné que tinta de rosa el rostro en el que la barba apenas si asoma; por otro, la voz que cambia y que, ora es grave ora aguda y, lo que resultaba más bochornoso: la verga que parecía tener vida propia y se ponía en funcionamiento en el momento menos oportuno.
A Akef no le quedaba tan lejos esa época dorada de la adolescencia en la que, el cuerpo funciona a su libre albedrío reaccionando al mínimo estímulo sin que la cabeza pueda dominarlo. El ímpetu y las ganas se imponían a todo lo que tuviera que ver con la sensatez o la moderación. Parecía que había sido ayer cuando Akef se entusiasmaba solo con la posibilidad de asistir a la fiesta de cumpleaños de un amigo en donde hubiera chicas. Solo con verlas se sentía en las nubes. Si conseguía bailar con alguna, aunque fuera algo suelto, era la gloria. Y eso que el colegio era mixto y compartía con las chicas muchas horas al día.
―Estoy en la edad ―se justificó sin rubor Alí.
―Ia Ualed, hay cosas que no entenderías… ―Akef quería contárselo, pero sabía que no era oportuno hablar demasiado ante una persona con la imaginación desbocada.
―Pero, ¿quién te crees que soy? ―A Alí le ofendía la falta de consideración de su amigo por muy adulto que fuera.
―Un salido… ―le repitió bromeando Akef.
―¡Gracias! ―Alí no sabía si sentirse halagado u ofendido.
―En serio. Me gusta una chica del colegio, pero no puedo hablar con ella, así, sin más y, tampoco tengo posibilidad de relacionarme con su familia para poder verla con frecuencia, pero si vengo a visitar a algunos compañeros y me encuentro con ella… ―Akef sabía que no resultaría sospechoso que, de vez en cuando, fuera a saludar a algunos amigos.
―Comprendo… ―A Alí se le encendió una bombilla en el cerebro―. ¡Todo por un amigo! Espero que algún día me devuelvas el favor. ¿En qué departamento está?
―En danza ―le respondió sin rubor Akef.
―¿Por qué no te ofreces como pianista acompañante de su clase? ―sugirió Alí.
―Demasiado evidente ―Akef quería estar cerca de ella, pero no caer en el ridículo.
―Pues sí que tienes un problema. Quieres verla sin que sepa que has venido a verla. ¡Cómo no te conviertas en un fantasma!
―Quizás, si tú me ayudases… ―Akef había ido al colegio confiando en obtener su ayuda.
―¡Uy! ¡Qué miedo me das!
* * *
El coche giró a la derecha apartándose de la carretera principal que conducía a Baquba levantando una gran polvareda a su paso por el camino sin asfaltar. Los baches eran numerosos aunque poco profundos. La suspensión del coche se resintió un poco, pero no más de lo que lo hacía por las bandas de reducción de velocidad de las principales calles de la capital.
El Toyota era un coche duro y aún siendo nuevo, no era, ni mucho menos, su mejor vehículo, así que, ¿por qué preocuparse por la reparación? Además, no le gustaba demasiado. Le aburría porque era igual que miles de otros coches que circulaban por la ciudad. Grande, cómodo y con un potente aire acondicionado era la “marca de la casa” de un gobierno que los regalaba a sus más fieles adeptos en agradecimiento por los servicios prestados.
En el equipo de música se oía una pegadiza melodía occidental: YMCA de un grupo llamado Village People. Era una primicia ya que había conseguido la cinta tan solo dos días antes. Se la había traído un colega, piloto civil, que acababa de regresar de Estados Unidos. Como todavía no se sabía bien la letra se limitaba a tararear la melodía a pleno pulmón, aprovechando que no le oía nadie. Había descubierto su vocación de cantante demasiado tarde pero, aun así, no se resignaba a esos pequeños momentos de feliz esparcimiento cuando no molestaba a nadie con sus gorgoritos desafinados.
Se había aficionado a lo occidental en la universidad. Se lo debía a la influencia de los compañeros que venían de otros ambientes sociales. De eso hacía ya más de diez años. Hasta entonces, había sido un acérrimo defensor de lo árabe. Una forma de reafirmarse y de manifestar su admiración, como la mayoría de su generación, por el nacionalista árabe por excelencia: “Gamal Abdul Nasser”. Pero, eso no tardó en cambiar.
El choque cultural y la apreciación de las comodidades y buen vivir de la “pecaminosa y decadente” sociedad occidental le sedujeron y se dejó llevar. Solo fingía ser un devoto de lo nacional cuando lo requería la ocasión, pero el resto del tiempo ¿para qué? Era y se sentía demasiado importante como para preocuparse por lo que opinaban los demás.
Se miró un poco en el espejo retrovisor del coche. El comandante Ghadir era un hombre feliz y satisfecho. Estaba sano y era fuerte. Se consideraba un tío guapo. Alto, musculoso, moreno, de ojos castaños y con el pelo negro como el carbón, era lo que se llamaba un “partidazo”. Aunque llevaba uniforme de campaña, sus gafas oscuras de diseño y su nuevo corte de pelo, siguiendo la última moda, le daban un aire de conquistador irresistible. De hecho, las mujeres, tanto las decentes como las que no lo eran, caían rendidas ante sus encantos, ¿qué más se podía pedir?
Frenó el coche delante de la verja metálica que impedía continuar la marcha por esa carretera. Un soldado con la metralleta preparada para disparar a la mínima provocación salió de su garita. Tenía el aspecto de hombre dispuesto a fulminar con la mirada. Se acercó con parsimonia. Las normas recomendaban identificar visualmente a cualquier visitante antes de pedirle la documentación o dispararle si resultaba sospechoso o amenazante. Al reconocerle le saludó de forma marcial y después se inclinó ante la ventanilla abierta para charlar un ratito.
―Buenos días, mi comandante.
―Buenos días, Ahmed. ¿Cómo va eso?
―Bien gracias, señor. ¡Cuánto tiempo sin verle! Ya hace una semana que no viene por aquí. ―El guardián echaba de menos al más joven, disoluto y alegre de los oficiales que frecuentaban el campamento. Cuando él estaba en las instalaciones parecía que el trabajo se hacía más llevadero, algo difícil teniendo en cuenta lo que hacían…
―Cierto, he estado trabajando en la Central. Ya sabes lo que es: reuniones y más reuniones…
―Me imagino, señor. Una vida dura: comiendo, bebiendo y fumando sin parar. ¡Una pena! ―El soldado sonreía burlón.
―Soldado, ¡no sea usted impertinente!
―Perdone, señor. ―El soldado se cuadró y le saludó marcialmente. Detrás venía el coche del General y su escolta. No era ni el momento ni el lugar para seguir bromeando.
El comandante Ghadir había visto los dos coches por el espejo retrovisor y se apresuró a meter la primera y arrancar. Traspasó con rapidez el límite de la instalación militar para no entorpecer la entrada de su superior. No es que el General fuera un hombre prepotente, pero sí exigente, por lo que Ghadir procuraba no molestarle demasiado.
El General Farouk era un militar de carrera, que había sido entrenado, a la antigua usanza, en una academia militar inglesa. Un caballero de esmerada educación y estricto comportamiento castrense. No veía con buenos ojos el ascenso de jóvenes sin una sólida formación militar, cuyo único mérito era el de ser miembros del Partido Baaz, como era el caso del comandante Ghadir.
Despreciaba al Baaz. Un partido cuyo creciente y demoledor peso en todos los aspectos de la sociedad y, especialmente, en el militar, hacía que los hombres críticos con el régimen tuvieran que morderse la lengua con más frecuencia de lo habitual si no querían perderla con el resto de la cabeza.
El General Farouk gozaba de gran influencia entre los mandos militares de carrera, que seguían siendo la mayoría de los integrantes del ejército, además de contarse entre los, cada vez menos numerosos, amigos personales del presidente de la República, lo que le obligaba a mantener un interesante equilibrio entre su amor por la profesión militar y su odio por el Partido Baaz y a todos los que lo representaban. Hombre prudente donde los hubiera, era discreto y no había sido objeto de ningún escándalo, lo que le garantizaba cierta seguridad, al menos, por el momento.
* * *
Hasta ese momento se había considerado afortunado. Su cargo en el partido y su posición en el Ministerio, le habían librado de ser enviado directamente a la fortaleza de Abu Ghreb y, por lo tanto, sufrir la misma suerte de los que hubieran preferido morir antes que ir allí.
Le habían retenido en el Cuartel General de la Policía Secreta a la espera de ser interrogado por un alto cargo. No se le había informado de nada. Lo único que sabía con certeza era que dos hombres de paisano, con gafas de sol oscuras, se habían presentado, sin ser anunciados, sobre las once de la mañana en su despacho. Tan siniestros personajes tenían la misión de conminarle “de forma amistosa” a que abandonase su oficina para acompañarles. No tenían que decir nada más. Era evidente que pertenecían a la terrible Mojabarat y que, por lo tanto, era mejor colaborar y guardar silencio.
Consiguió ganar cinco minutos de privacidad con la excusa de ir al baño. Salió al pasillo y al dirigirse al aseo, antes de girar en el recodo que formaba el hueco de las escaleras, miró hacia la derecha. La falta de luz en el despacho de su secretaria le indicó que estaba vacío. Casi seguro que se había ido a otro departamento para tomarse el té de la mañana con algunas compañeras. Se introdujo en la oficina, descolgó el teléfono y marcó el número de su casa confiando en que su mujer no hubiera salido a hacer algún recado. Tuvo suerte. Cogió el teléfono enseguida. Dos palabras en clave y colgó. El tiempo justo para transmitir el mensaje y volver al pasillo sin que le vieran ni le oyeran.
Continuó su marcha con paso lento hacia el aseo. Todos los urinarios estaban libres así que se dirigió al del fondo donde vació su vejiga con lentitud. Como había sospechado, los miembros de la Mojabarat no tardaron en aparecer por la puerta para asegurarse de que no se había escapado. Remató la faena y se lavó las manos. Como no había toallitas salió del maloliente lugar sacudiéndoselas de regreso a su oficina. Abrió el cajón inferior de la mesa metálica donde trabajaba y extrajo su viejo y gastado maletín de piel y se lo puso bajo el brazo izquierdo.
―Cuando gusten, señores.
Su mujer sabía qué hacer. Ya habían hablado muchas veces de esta posibilidad y, aunque siempre habían confiado en que no tuviera lugar jamás, habían sido lo suficientemente realistas como para preparar un plan de emergencia. No eran ellos los únicos implicados, también estaban sus hijos y el resto de la familia, por no hablar de los colaboradores que podían verse muy perjudicados en caso de descubrirse la trama. Era necesario pensar en todos. Si uno moría, la organización tendría que seguir funcionando con total seguridad.
Eisar se sabía inteligente y prudente, pero también era muy consciente de que sus actividades, tarde o temprano, acabarían llamando la atención en el suspicaz entorno en el que se desenvolvía. Como ingeniero podía desplazarse por todo el país sin llamar la atención, pero sus reuniones de la tarde y sus encuentros con la gente más diversa, pese al cuidado con el que los organizaba, no pasaban desapercibidos a los vecinos curiosos.
La mayoría de sus vecinos eran buena gente que vivía su vida sin interferir en la de los demás. Pero siempre había algún mediocre envidioso buscando una vía para mejorar su nivel de vida y la delación, aunque fuese infundada, era un método rápido y provechoso para conseguirlo. Mucho más cuando se trataba de un personaje respetado y conocido.
Se viera como se viera, había tenido mucha suerte. Había podido trabajar durante dos años sin que nadie hubiera sospechado de él. Y ya casi había acabado su trabajo. Era bastante más tiempo que el que había tenido la mayoría de la gente de la Organización, por eso se había convertido en uno de los elementos más valiosos que debía ser vigilado día y noche.
Su captura, resultaba mucho más peligrosa para los subversivos de lo que nadie se podía imaginar y, por ello, harían todo lo posible para ayudarle a escapar. Tenía demasiada información y podía delatar a demasiada gente. Suerte que tenía la píldora en la muela. Siempre le quedaba el recurso de utilizarla caso de que la tortura resultase insoportable.
―Buenos días, Eustad. ―Un militar de incipiente barriga entró en la oficina en la que estaba el detenido. Tenía aspecto de feliz funcionario iraquí, dedicado a matar el tiempo revolviendo expedientes y pasando hojas de un departamento a otro sin resolver nunca ningún asunto.
―Buenos días ―le respondió Eisar con educación.
―Confío no haberle hecho esperar demasiado. Soy consciente de que su tiempo es muy valioso.
A Eisar no le hacía ni la más mínima gracia que fuera tan amable. Los del Servicio Secreto que eran amables, resultaban muy peligrosos porque conseguían bajar la guardia de la gente para que hablasen más de la cuenta.
―Lo cierto es que llevo más de una hora esperando, pero ya sabe que estoy al servicio del Partido para lo que sea necesario. Si es preciso que trabaje algunas horas por la tarde para recuperar el tiempo perdido, lo haré.
Estaba tan acostumbrado a soltar el típico y sentido discurso de adhesión sin condiciones a la causa del Partido Baaz, en sus múltiples variantes, que ya era algo casi natural en él. Ya se había mentalizado a sufrir un largo y tedioso interrogatorio. Era una cuestión de resistencia. Si conseguía aguantar, quizás pudiera salir con bien de este primer encuentro con la Mojabarat. Ahora sí, ya nada volvería a ser igual. Tendría que salir del país lo antes posible porque tarde o temprano acabarían pillándole.
―Eso está muy bien, señor ingeniero, muy bien. ¡Ojalá hubiera muchos como usted! Este país progresaría a mayor velocidad ―le respondió con satisfacción el militar.
―Hago lo que puedo. ―Eisar fingió modestia y seguridad, pero no sentía ninguna de las dos.
―Se preguntará por qué le hemos convocado a esta reunión de urgencia. ―El militar aparentaba ser un hombre comprensivo.
―Lo cierto es que sí ―confesó Eisar.
―Claro. Y, además, supongo que le habrá inquietado el hecho de estar en el Cuartel General de los Servicios de Seguridad del Estado. ―El militar dejó caer un pequeño anzuelo para ver si picaba el ingeniero.
―No mucho, no tengo nada que ocultar, así que supongo que me han convocado para pedirme algo ―Eisar no iba a darle la satisfacción de confesar que sentía miedo o inquietud a ningún militar de pacotilla, como el que tenía delante, que había ascendido a base de torturar y matar a inocentes.
―Eso está muy bien, muy bien. ―El funcionario se sentó detrás de una mesa metálica y desplegó una serie de papeles sobre ella.
―Usted dirá ―le incitó Eisar.
―Verá, el Partido le considera uno de sus miembros más cualificados y preparados, por ello quiere encomendarle una misión especial.
¡Malo! Cuando un militar de la Mojabarat intentaba halagar a alguien para conseguir un favor, siempre corría la sangre de inocentes.
―Me siento honrado ―mintió Eisar aguantando las arcadas de asco que sentía.
―Debe de estarlo, sin duda. Pero, para eso, tenemos que verificar algunos puntos de su vida para asegurarnos de su lealtad absoluta.
“¡Ya estamos!” Se está tomando demasiadas molestias para interrogarme.
* * *
Salió del colegio con la misma sensación de frustración de todos los días. Mientras caminaba en silencio hacia el autobús, bajo el implacable sol del mediodía, recordó todo lo acontecido en esa dura jornada escolar. Otro terrible día que podía tachar con una cruz en su calendario. Una refinada tortura que se veía obligada a sufrir diariamente con estoicismo.
May odiaba a sus compañeras de clase. No hacían más que burlarse de su acento y de su forma de vestir, cuando, en realidad, lo que sentían era mucha envidia. Ella siempre intentaba pasar desapercibida, pero le resultaba imposible. Siempre ocurría algo que estropeaba su calculada estrategia de camuflaje.
A pesar de sentarse al final de la clase, en una esquina, en la misma fila de las que se consideraban más inútiles, sin proponérselo, siempre dejaba en ridículo al resto de sus compañeras, o lo que era más grave, a sus profesoras.
Parecía que una maldición la perseguía con insidiosa dedicación, pero lo de esta mañana, había sido la gota que había colmado el vaso:
La clase de inglés había comenzado con la anodina rutina de todos los días, sin más pretensiones que hacer repetir a un grupo de cuarenta alumnas, sin talento ni ambición, las típicas frases que jamás lograrían pronunciar de forma medianamente decente. May se había abstenido, temerosa de que su acento la delatase entre el desafinado coro. Su profesora, creyendo que no prestaba atención, la había obligado a ponerse en pie y repetir de memoria la lección.
May se había levantado con poco entusiasmo y había repetido con aburrimiento el texto completo de la lección, sin ninguna falta y con una pronunciación excelente. Justo lo que hacía falta para irritar más a su maestra. La hizo salir a la pizarra para escribir los ejercicios, sin poder tampoco, pillarle en ningún error. Remató la clase con el ambiente cargado de tensión, como el de una sala de combate donde se acumula el humo de los cigarrillos antes de que los contrincantes salgan al ring. Pero May poco podía hacer para evitar que su profesora y sus compañeras se sintieran mal con ella, la una ofendida por entender su actitud como de soberbia seguridad, las otras por interpretar que solo tenía afán de protagonismo. La animadversión era algo a lo que no podía acostumbrarse, aunque intentaba sobrellevarla de la mejor forma posible. Misión casi imposible tal y como no tardaría en comprobarse.
En medio de la siguiente clase de historia, la “bruja” que decía ocupar las tareas de bedel irrumpió en el aula sin miramientos. La directora del colegio lamentaba interrumpir la clase, pero una causa de fuerza mayor requería la presencia de May en su despacho.
Sus compañeras murmuraron sin piedad al verla salir del aula. La bonachona y regordeta profesora de historia tuvo dificultades para mantener el orden entre las tropas. May sonrió, ¡bestias indomables! ¡Así sabrían qué clase de bichos estaban educando en esta institución penitenciaria!
Acompañó a la “bruja” hasta el piso inferior sin dirigirle ni media palabra. La bruja mantenía con su silencio su rango superior sobre una alumna, a pesar de ser una analfabeta. Por su parte, May callaba su desprecio por una mujer que ni siquiera sabía cómo coger un lápiz, pero que, por ser miembro del Partido, tenía un cómodo puesto de trabajo vitalicio con un sueldo más que respetable. La bruja no hacía sino pasearse por el colegio y coger una escoba de vez en cuando.