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No conforme con un trabajo y unos ingresos que ni se merecía ni se ganaba, se permitía el lujo de acusar a niñas en edad escolar de ser traidoras a la causa del Partido, haciendo que, de forma inexplicable, desapareciesen sin volver jamás a saberse de ellas. Solo verla le ponía los pelos de punta a May, así que mantuvo una distancia prudencial por sí acaso…
Cruzaron el patio hasta el edificio donde estaban los despachos de los profesores y los laboratorios. La puerta del despacho de la directora estaba cerrada, pero a través de ella, se oía la voz airada de la profesora de inglés. La “bruja”, curiosa como un gato, se detuvo a escuchar la conversación antes de llamar a la puerta.
―Su actitud es insultante. ¿Cómo voy a conseguir el respeto de las demás alumnas si ella muestra un desprecio tan evidente? ―exclamaba furiosa la profesora de inglés.
―Sit Huda, no hagamos juicios de valor sin antes haber oído a la niña. Estoy segura de que su intención no era ofenderla. ―La bedel intuyó que no oiría nada más interesante así que golpeó la puerta y la directora le contestó:
―¡Adelante! ―Cuando vio a la niña continuó―: Pasa, May, pasa.
La jovencita avanzó hasta colocarse a la altura de la profesora que se encontraba frente a la directora. Esta conocía de sobra a May. Casi no había día en el que no visitase su despacho por algún motivo. La niña era conflictiva, pero no por ser rebelde, vaga o maleducada, solo era demasiado diferente como para adaptarse a la cochambre de colegio que dirigía.
Su impecable y bien planchado uniforme azul marino, su impoluta camisa de encaje, sus calcetines de perlé y sus lustrosos zapatos azules, hacían que, aún si proponérselo, destacase entre la masa borreguil que estudiaba en el centro.
La directora, una mujer de unos cincuenta años, que había dedicado más de veinticinco a la educación de niñas, añoraba la disciplina y limpieza de los colegios privados anteriores a la Revolución del 68. Adoraba a alumnas como May y comprendía a la perfección que se sintiesen incómodas y desplazadas en medio de otras niñas que eran peores que la Gestapo. ¿Cómo se puede estudiar y crecer en un entorno en el que predomina el miedo a la delación? ¡Y tenía que darse por satisfecha! ¡Su colegio era el más prestigioso del país en educación femenina!
Su misión, más que organizar el colegio era la de proteger a las escogidas, tarea ardua y complicada en los tiempos que corrían. Ser inteligente, guapa o de buena familia era como un estigma grabado a fuego en la piel de algunas alumnas.
Miró de forma alternativa a la profesora y a la alumna: víctima y verdugo. Con las manos recogidas a la espalda y el rostro altivo, May le miraba de forma valiente a los ojos, como una mártir dispuesta a escuchar la injusta sentencia condenatoria.
―May, Sit Huda dice que te has comportado de forma grosera con ella en clase. ¿Qué tienes que decir a eso? ―le inquirió la directora.
―Sit Nada, poco puedo decir. Solo la verdad. No me he comportado de forma grosera con ella. ―May se defendió casi con indiferencia. Sabía que cualquier esfuerzo que realizase para hacer comprender a la profesora que su comportamiento era fruto del aburrimiento y no de la insolencia sería inútil así que se ahorró el trabajo.
―¡Serás insolente! ¿Cómo te atreves a mentir? ―Sit Huda, la profesora de inglés estaba fuera de sí.
May sacó fuerzas de flaqueza y, pese a temblar de pies a cabeza por la indignación, se encaró a la profesora, alentada por la benéfica mirada de la directora.
―Sit Huda, perdone, pero ¿le he insultado, le he faltado al respeto o no he hecho lo que usted me ha pedido? ―La profesora no contestó, su silencio era bastante revelador.
―Sit Huda, ¿sería tan amable de contestar a la pregunta? ―interpeló la directora.
―No. ―La profesora se estaba poniendo roja de indignación―, pero… no soy yo quien tiene que responder aquí, sino ella.
―Si no le importa, Sit Huda, aquí nadie tiene que responder si yo no lo determino así. Usted ha venido acusando a una alumna por un asunto muy grave y debo comprobar que no ha sido un error de percepción por su parte.
La directora sabía que Sit Huda era una mujer excepcionalmente sensible. La profesora de inglés era una solterona, fea, acomplejada y amargada que vivía con su madre anciana. Para colmo de males, dada su pertenencia a una clase social inferior, no tenía ninguna posibilidad de huir del círculo vicioso que la mantenía encerrada o bien en su casa o bien en su trabajo y optar a ascender por méritos propios o por matrimonio. Pasaba, en los últimos tiempos, por una crisis personal muy aguda, la típica de cualquier mujer menopáusica que se da cuenta de que está envejeciendo de forma irremediable, por lo que interpretaba cualquier gesto como una burla o una ofensa.
Encontrarse con una alumna aventajada que hablaba inglés mejor que ella y que, además “pasaba” de ella era una situación que podía sacar lo peor que había en una mujer. Mantener el equilibrio entre su profesionalidad y su sensibilidad no era una tarea fácil. Interpretaba el castigo y la vejación pública como una forma para reafirmar su autoridad cuando no era así.
Sit Huda era una gran profesora de inglés y, por lo tanto, muy valiosa para el colegio. La directora no quería perderla como docente, pero tampoco podía permitir que cuestionara su autoridad o crease incidentes donde no tenía que haberlos.
―Sit Nada, usted es la directora y tiene el deber de imponer orden y respecto… ―le reclamó con voz más dulce la profesora de inglés.
―Usted lo ha dicho, Sit Huda. Soy yo quien tiene que imponer orden y eso es lo que pretendo. Ahora, permítame. No veo cómo ha podido May comportarse de forma grosera con usted si no le ha faltado al respeto y además ha hecho lo que usted ha pedido. ―La directora utilizó un tono conciliador y comprensivo. A veces, era suficiente con actuar como una madre amorosa para aplacar los ánimos encendidos de cualquiera.
―Su actitud altanera y prepotente es insultante y además no presta atención en clase… ―se quejó Sit Huda, cambiando un poco el tono de su acusación.
―¿Es eso cierto, May? ―la directora se dirigió a la jovencita.
―Sit Nada, me aburro en todas las clases, usted lo sabe ―May no tenía nada que perder―. Yo no debería de estar en este grupo, pero aún así, intento adaptarme. El inglés no es una asignatura que presente ninguna dificultad para mí…
―De todos modos, el Partido se ha esforzado por facilitar la educación gratuita a todos los niños y niñas de este país. Tú eres una iraquí privilegiada y, deberías de sentirte orgullosa y agradecida, así que pon un poco más de interés, aunque te aburras porque, siempre aprenderás algo. Todas sabemos que tu nivel es muy superior al de la media, pero por desgracia, hasta que el Ministerio se pronuncie tendrás que seguir compartiendo aula con tus compañeras de clase. ¿Está claro? ―La directora le estaba pidiendo que aguantase y tratase de comportarse lo mejor posible. La alusión del partido era solo debida a la presencia de la profesora de inglés. En los tiempos que corrían una no se podía ni debía fiar de nadie.
―Sí, Sit Nada ―aceptó May.
―Y, usted, Sit Huda, comprendo que no es una situación fácil tener una alumna que domine el inglés a la perfección, pero debería de ser más creativa y aprovechar eso en beneficio de las demás niñas. ¿Por qué no organiza prácticas orales con conversación? Estoy segura de que eso amenizaría las clases y aportaría mucho a todas ―sugirió la directora.
―Lo intentaré, Sit Nada, pero el programa… ―La profesora no estaba tan dotada en el aspecto intelectual como para variar su estilo, por lo que guardó el consejo en el baúl de su memoria. Se seguía sintiendo muy ofendida, pero quería ver en la charla de la directora una amonestación rigurosa a la niña y solo un leve pequeño reproche hacia ella. Nadie le haría cambiar de idea y así lo difundiría entre el resto de las colegas.
―Bien, será mejor que se reincorporen a sus clases lo antes posible. ―Cuando la profesora y la adolescente se dieron la vuelta para marcharse, la directora recordó algo―. Ah, May, espera un momento, por favor.
La directora aguardó a que se cerrase la puerta tras la marcha de la furibunda profesora para hablar con la niña. Su expresión se dulcificó y el tono de su voz se hizo más cariñoso.
―May sé que es muy difícil soportar una situación así, pero no te queda más remedio que aguantar lo mejor que puedas. Estamos intentando solucionar tu problema. Yo sé que tú eres muy inteligente y que, por lo tanto, no te costará entender que, en los tiempos que corren, es muy complicado salirse de la norma. La burocracia exige unas grandes dosis de paciencia y perseverancia. Solo te pido que confíes en tus mayores.
Los ojos de la niña comenzaron a llenarse de lágrimas, pero contuvo el llanto. Era admirable su autodominio y amor propio. Nadie conseguiría que llorase en público.
―Si quieres puedo cambiarte para otro grupo que sea menos conflictivo ―le ofreció la directora.
―¿Y de qué serviría eso? ―preguntó desalentada May.
―De mucho. Por lo menos estarías entre niñas con un nivel mucho más elevado y, quizás, mejor preparadas. Eso haría más llevaderas las horas lectivas. ―La directora sabía que no era del todo cierto lo que le estaba ofreciendo, pero era lo mejor que podía hacer en las circunstancias actuales.
―Seguro que me mirarán como si fuera una desertora, sería peor el remedio que la enfermedad.
―Como quieras, pero piénsatelo ―le recomendó la directora―. De momento es lo único que puedo hacer.
―Se lo agradezco. ―May era sincera.
―Está bien, puedes irte.
La directora la vio marcharse y cruzar el patio con la cabeza baja y casi arrastrando los pies a través de la enrejada ventana de la izquierda. Era una crueldad lo que se estaba haciendo con la niña. Tendría que hablar con sus padres. No le gustaba inmiscuirse en la vida de los progenitores, pero esta era una emergencia que requería una actuación drástica.
* * *
El comandante Ghadir había escuchado todo el interrogatorio y sacado sus propias conclusiones. Le habían llamado para que volviera a toda velocidad del campamento y asistir al mismo. Y ahora, tras oír la conversación, entendía a la perfección el porqué de la orden recibida para regresar de inmediato a la capital. El ingeniero Eisar era culpable como el demonio aunque, de momento, no tuvieran pruebas suficientes para demostrarlo.
Su superior quería dejarle libre para ver si conseguía llegar a alguien más de la Organización subversiva, aunque Ghadir sospechaba que Eisar era muy listo y no pondría en peligro a sus colegas. Pero ¡nunca se sabía! Si sus superiores querían esperar, no sería él quien cuestionase su decisión.
Ghadir, en el fondo de su corazón, admiraba la valentía de los miembros de la Organización subversiva al enfrentarse a un sistema tan complejo como el de la Seguridad del Estado. Ghadir no podía reprochar a esos hombres con dignidad que decidiesen rebelarse contra la Dictadura sangrienta del Partido.
Él mismo había sentido la tentación de pasarse al bando de los contrarios al Partido, pero nunca había tenido el valor suficiente para hacerlo. Vivía demasiado bien, rodeado de todo tipo de comodidades y lujos, tenía un prestigio social importante y su familia había obtenido una calidad de vida que, nunca antes, se hubiera podido imaginar que pudiera disfrutar. ¿Compensaba todo eso el tener las manos manchadas de sangre? De momento, lo soportaba y eso era lo importante.
Se sentía afortunado. Había vivido más y mejor que la mayoría de los jóvenes de su barrio. Había bebido tanto alcohol que hubiera podido llenar con él una piscina, había disfrutado de las mujeres más bellas y complacientes que el dinero podía comprar, conducía coches deportivos y su palabra era ley, ¿qué más se podía pedir?
Quizás le hubiera gustado salir al extranjero para comprobar, por sí mismo, si las ciudades, la gente y el modo de vida que se reflejaban en las películas americanas eran ciertos, pero tampoco ese deseo le quitaba el sueño. ¿A dónde podría ir él que no sabía hablar más que el árabe?
El comandante se sustentaba sobre una frágil base de lealtades y traiciones dentro del mando de segundo rango del partido. Ghadir era consciente de que no era más que un retoño de palmera que crece en la base del tronco madre y que solo puede sobrevivir bajo su cobijo durante los largos años de maduración hasta poder independizarse. Si alguien decidía separarlo del generoso tronco materno antes de tiempo no sobreviviría; por eso, se aferraba con uñas y dientes a lo que tenía. Y ello sabiendo que su tabla de salvación era de acero candente y quemaba su conciencia porque para seguir vivo tenía que matar.
No es que Ghadir se encargase de los trabajos más sucios, pero sí tenía que eliminar, de vez en cuando, a algún elemento no deseable y eso no le hacía muy feliz. ¿Quién le garantizaba a él que no sería el próximo en sucumbir?
Había logrado dominar la sensación de ser un hijo de puta, pero no podía con el sentimiento de culpabilidad. Cada vez que participaba en una matanza necesitaba emborracharse hasta caerse al suelo para olvidar, en las brumas del alcohol, su profesión de sanguinario matarife de personas inocentes.
A veces, se preguntaba si era posible que el régimen cayese dando paso a otro que pidiese cuentas por todas las atrocidades que habían cometido. Ghadir tenía claro que no estaba dispuesto a sufrir tortura, se pegaría un tiro y acabaría con todo. Lo cierto era que había visto tantas veces la muerte de cerca que ya le había perdido el miedo. Lo único que todavía era capaz de respetar, más allá de cualquier cosa, era el dolor físico y mental.
* * *
No había ningún coche aparcado en el exterior de la vivienda. En la entrada secundaria, frente a la cocina, estaba el coche de su madre. Las verjas, como era habitual, estaban cerradas. Demasiada normalidad, demasiada tranquilidad. Prestó atención, no se oía ni la radio ni la televisión, ni siquiera el insufrible ruido del aire acondicionado. Nada. Presintió que algo iba mal. Y esa sensación de inquietud se convirtió en miedo irracional. Tuvo ganas de salir corriendo, pero ¿hacia dónde? ¿A casa de Nadia, quizás? No, no debía complicarle la vida a su mejor amiga, más de lo necesario. Pero, ¿qué hacer? No tenía a dónde ir. Esa era su casa, su hogar, donde estaba su familia.
«Vamos, May, ¡qué no se diga!», respiró hondo y abrió con mucho cuidado la verja de la puerta principal. Solía entrar por la cocina, pero como sabía que esta estaba bien engrasada y no chirriaba, decidió cambiar de rutina. Se camufló entre los frondosos árboles de la entrada y bordeó la casa intentando atisbar algún movimiento en el interior. Entró por la puerta trasera que conducía al vestíbulo. Dejó su mochila en el suelo, en una esquina, justo detrás de las escaleras.
Se quitó los zapatos y los puso al lado de la mochila. Sintió la frialdad del suelo a través de sus calcetines. «¡Qué alivio tras la canícula exterior!»
May tenía dos opciones: o girar hacia la derecha y entrar en la cocina o ir hacia la izquierda y entrar en el gran salón, por una puerta secundaria. Decidió que la cocina era más segura.
La puerta estaba abierta. En uno de los fogones de la cocina de gas había una cacerola de la que salía un leve hilo de humo de la ebullición. El olor era delicioso.
Echó un vistazo a su alrededor para comprobar las encimeras. No había platos sucios sin fregar y todo estaba limpio y recogido. En la gran mesa de madera había tres servicios preparados. Todo listo para recibir a los comensales del mediodía. ¿Qué habría pasado? Su madre no dejaría una olla al fuego sin estar cerca de ella para vigilarla.
Cada vez, más preocupada, salió de la cocina y se dirigió a la entrada. Ahora se oían unas voces que no pudo distinguir.
Entró en el gran salón por la puerta de la izquierda y apoyó una oreja en la puerta plegable que separaba la sala de estar de diario del gran salón para las visitas. Seguía sin distinguir quien estaba hablando. Tenía dos opciones: permanecer a la escucha sintiendo como los nervios y la curiosidad se apoderaban de ella o abrir la puerta y entrar en la estancia. Optó por la segunda posibilidad, que si bien era más arriesgada, era la que la sacaría de dudas de forma inmediata.
―¡Hola, mamá! ¡Ya estoy en casa! ¿Cuándo comemos?
Su madre estaba de pie hablando con un hombre de unos treinta años. De hecho, era un hombre muy atractivo, vestido de forma impecable al estilo occidental. No tenía bigote y sus ojos verdes eran los más bonitos que jamás había visto. ¿Qué haría ese hombre en casa a una hora tan intempestiva? Si fuera una visita habitual acudiría por la tarde cuando estuviera su padre, tal y como dictaban las normas de la buena moral.
―¡Hola, pequeña! ¡Llegas temprano, pero la comida ya está lista! Tu hermano debe de estar a punto de llegar también… ―Su madre intentaba fingir que todo iba bien, pero no pudo engañar a May.
―¡Ah! Tengo un hambre que me muero, ¿puedo picar algo? ―preguntó May siguiéndole el juego a su madre.
―No deberías pero, si no aguantas, hay ensalada en la nevera ―le explicó su madre.
―Bien ―May se moría de curiosidad, pero bajo ningún concepto preguntaría quién era el extraño. Si su madre no se lo presentaba por algo sería, ¿no?
―¿Qué pasa, cariño? Tienes mala cara. ¿Algún problema en el colegio?
May se encogió de hombros y bajó la cabeza. ¿Cómo era posible que su madre adivinase siempre lo que le sucedía? Las lágrimas pugnaban por salir de sus ojos. Había estado conteniéndolas todo el día y ahora, por fin, en el seguro refugio de su hogar, resultaba difícil seguir reprimiéndose.
―Como siempre. Mal. Pero ya te contaré cuando termines de hablar con ese señor. ―La voz de May era quejumbrosa.
―Bien. Este señor es uno de los funcionarios del departamento de tu padre, se llama… ¿cómo se llama usted? ―Su madre parecía haberse percatado de la presencia del hombre en ese preciso instante, pero su fingida sorpresa no engañó a May.
―¡Mohamed!
«¡Qué oportuno! ¿Sería tan cretino como para pensar que May se lo iba a creer?»
―Bien, Mohamed me ha dado un mensaje para tu padre ―intentó justificarse su madre.
«¿Y para eso le dejas entrar en nuestra sala? ¿No podía habértelo dicho desde la verja del jardín?». No, por mucho que se empeñasen en fingir normalidad, a May no le colaba el engaño, pero se abstuvo de decir nada al respecto.
―¡Vale! ¿Cuándo viene papá?
―Ha llamado diciendo que tenía una comida con el Subsecretario y que llegaría tarde.
A su madre le temblaba la voz y no dejaba de mirar al hombre como buscando refugio y ayuda. ¡Uy qué mal! ¡Qué mala pinta tiene todo esto!
―Bueno, me voy a poner cómoda y ya bajo para comer. Si Karim no viene, problema de él, no pienso esperarle como siempre. ―May no quería seguir poniendo en un apuro a su madre.
―Nena…
May hizo bastante ruido para que la oyesen subir al primer piso donde estaba su dormitorio. Entró en el baño y abrió un grifo. Dejó la puerta entreabierta y salió. Se apostó en un recodo de la escalera y se puso a escuchar la despedida entre su madre y “Mohamed”.
―No sé cuanto tiempo podré aguantar sin decirle la verdad. Es una niña muy inteligente y se dará cuenta muy pronto, de hecho no estoy segura de que no sospeche algo, ahora mismo. ―Su madre parecía estar realmente preocupada.
―Es duro, pero no queda más remedio por su propia seguridad. Cuanto menos sepan sus hijos, mejor para ellos. Tenemos que evitar los problemas en la medida de lo posible. ¿De acuerdo?
―Sí. ―La voz de su madre era poco más que un susurro.
―Volveré esta noche con más información. Mientras tanto, mantenga la calma, como si nada hubiera pasado. ―Mohamed tenía un tono de voz conciliador.
―Lo intentaré.
May no entendía nada, pero intuía que algo “gordo” se estaba cociendo en casa y no era precisamente la comida. Algo que no era bueno y en lo que no intervenía su padre y eso le preocupaba. ¿Qué podía haber sucedido?
Se asomó un poco a las escaleras y vio como el desconocido que decía llamarse “Mohamed” salía por la misma puerta trasera que ella había utilizado.
El hombre se fijó en la mochila y los zapatos que estaban en la entrada y, después, miró hacia arriba. May escondió rápidamente la cabeza, esperando que el extraño no la hubiera visto curioseando.
CAPÍTULO SEGUNDO
Había perdido la noción del tiempo. Todo a su alrededor estaba sumergido en la oscuridad y no podía apreciar ningún detalle del contorno o del mobiliario. ¿Mobiliario? ¿De qué le serviría conocer el mobiliario que había en la celda si le obligaban a permanecer de pie con los brazos levantados? No podía disfrutar siquiera de la blanda comodidad de una simple silla de madera.
Tenía las muñecas sujetas por argollas que pendían de una cadena colgada del techo. Su posición le recordaba a las imágenes religiosas de los cristianos que adoran a un hombre crucificado. ¡Qué absurdo! ¿Cómo se puede adorar a un ser débil que sufre? Nunca había logrado entenderlo. ¿Qué consuelo se puede obtener de otro ser humano, por muy profeta que sea, si se encuentra en una situación de total indefensión?
Alá era la única respuesta al dolor humano. Se sentía afortunado por haber sido receptor de la única religión verdadera. El único consuelo que podía encontrar era pensar que, tras abandonar esta vida de sufrimiento, podría llegar al paraíso donde todo el horror dejaría de existir. El paraíso en donde se le acogería como héroe.
Estaba allí, sin poder moverse, colgado del techo como si fuera un trozo de carne preparado para el despiece. Había permanecido tanto tiempo de pie que se le habían hinchado y entumecido las piernas. Tampoco sentía sus miembros superiores. Probablemente la sangre ya había dejado de circular y, en poco tiempo, sería necesario amputárselos. ¿Qué más daba? No creía que pudiera resistir muchas más sesiones de tortura. Cuanto antes acabase todo, mejor.
Solo con recordar el dolor se echaba a temblar. Ahora que tenía todo el tiempo del mundo para reflexionar, aprovechó para rememorar lo acontecido. Así, podría evadirse de la cruda realidad en la que se encontraba.
Un pequeño comando de soldados armados hasta los dientes entró en la fábrica donde estaba trabajando y desalojó a todos los operarios. La gente se reunió en el patio exterior donde los soldados fueron escogiendo, una a una, a sus víctimas. Él iba a ser uno de los “elegidos”. Lo supo mucho antes de que llegaran a su altura.
Era “Don Mala Suerte” así que no iba a librarse de esto. Le obligaron a salir del recinto y entrar en una pequeña furgoneta sin ventanas donde compartió transporte con una docena de hombres que estaban tan asustados como él.
Apenas si había oxígeno suficiente para tanta gente en un lugar tan reducido y el calor del interior era tan elevado que, hasta el sudor se evaporaba antes de llegar a empapar la piel. Algunos hombres, los de mayor edad, se desmayaron. Hubo uno que no pudo controlar sus esfínteres con lo que colaboró a enturbiar más el ambiente. Permanecieron casi una hora en ese baño turco ambulante hasta que la furgoneta se detuvo.
Les hicieron salir del vehículo y les introdujeron en un edificio donde las ventanas estaban completamente cubiertas con dos hileras de gruesos barrotes. Yasim nunca había estado en una cárcel, pero supo, inmediatamente, que este lugar lo era.
Dos soldados lo empujaron con brusquedad para que descendiera por unas escaleras y avanzara hasta lo que parecía un calabozo. Sus secuestradores le obligaron a desnudarse delante de ellos.
Ninguno pareció interesado en su cuerpo. Despojarle de ropa solo era una fase más del procedimiento así que, pronto, perdió la vergüenza. No pudo librarse, sin embargo, de la sensación de indefensión que le producía estar desnudo. Su rabia mal contenida pugnaba por salir al exterior. Temblaba de miedo y de ira.
Antes de que pudiera reaccionar, le rociaron con agua utilizando una manguera de riego de jardín. Yasim agradeció el baño aunque, después de haber pasado tanto calor en el interior de la furgoneta temió coger un resfriado por el brusco cambio de temperatura.