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—Hijos míos —dijo—, había depositado todas mis esperanzas en su unión. Ahora esa unión será el consuelo de su padre. Elizabeth, mi amor, ocupa mi lugar y cuida de tus primos pequeños. ¡Cuánto lo siento…! ¡Cuánto siento tener que abandonarlos! He sido tan feliz y tan amada, ¿cómo no me va a ser difícil separarme de ustedes? Pero esas ideas no deberían preocuparme ahora; tendré que intentar resignarme con una sonrisa a la muerte y abrigaré la esperanza de encontrarlos en el otro mundo.
Murió tranquila, y sus rasgos expresaban cariño incluso en la muerte. No será necesario describir los sentimientos de aquellos cuyos amados lazos quedan rotos por ese irreparable mal, el vacío que deja en las almas y la desesperación que se muestra en la mirada. Transcurre mucho tiempo antes de que la mente humana pueda convencerse de que la persona a quien se ve todos los días, y cuya simple existencia parece parte de la nuestra, se ha ido para siempre; pasa mucho tiempo antes de que podamos convencernos de que la mirada brillante de un ser amado se ha apagado para siempre y de que el sonido de una voz familiar y querida se ha acallado definitivamente, y nunca más volverá a escucharse. Estas son las reflexiones de los primeros días. Pero cuando el paso del tiempo demuestra que la desgracia es una realidad, entonces comienza la amargura y el dolor. Sin embargo, ¿a quién no ha arrebatado esa cruel mano algún ser querido? ¿Y por qué debería describir yo una pena que todos han sentido y deben sentir? Al final llega el día en el que el dolor es más bien una complacencia que una necesidad, y la sonrisa que juega en los labios, aunque parezca un maldito sacrilegio, ya no se oculta. Mi madre había muerto, pero nosotros aún teníamos obligaciones que cumplir; debíamos seguir con nuestra vida y aprender a sentirnos afortunados mientras quedara uno de nosotros a quien la muerte no hubiera arrebatado.
Mi viaje a Ingolstadt, que había sido aplazado por esos acontecimientos, se volvió a plantear nuevamente. Conseguí que mi padre me diera un plazo de algunas semanas antes de partir. Ese tiempo transcurrió tristemente. La muerte de mi madre y mi inmediata partida nos deprimían, pero Elizabeth se esforzaba en devolver el espíritu de la alegría a nuestro pequeño círculo. Desde la muerte de su tía, su carácter había adquirido nueva firmeza y vigor. Decidió cumplir con sus deberes con la máxima precisión, y sintió que había recaído sobre ella el imperioso deber de dedicarse por entero a la felicidad de su tío y sus primos. Ella me consolaba, entretenía a su tío, educaba a mis hermanos; y nunca la vi tan encantadora como en aquel tiempo, cuando estaba constantemente intentando contribuir a la felicidad de los demás, olvidándose por completo de sí misma.
El día de mi partida finalmente llegó. Yo ya me había despedido de todos mis amigos, excepto de Clerval, que pasó con nosotros aquella última tarde. Lamentó amargamente que le fuera imposible acompañarme. Pero no había modo de convencer a su padre para que se separara de su hijo, porque pretendía que se convirtiera en socio de sus negocios y aplicaba su teoría favorita, según la cual los estudios eran un asunto superfluo a la hora de desenvolverse en la vida diaria. Henry tenía un espíritu delicado, no tenía ningún deseo de permanecer ocioso y en el fondo estaba encantado de convertirse en socio de su padre, pero creía que un hombre podía ser un perfecto comerciante y, sin embargo, poseer una apreciable cultura.
Estuvimos reunidos hasta muy tarde, escuchando sus lamentos y haciendo muchos y pequeños planes para el futuro. A la mañana siguiente, muy temprano, partí. Las lágrimas anegaron la mirada de Elizabeth; se derramaban en parte por la pena ante mi despedida y en parte porque pensaba que aquel mismo viaje debía haber tenido lugar tres meses antes, con la bendición de una madre.
Me derrumbé en la diligencia que debía llevarme y me sumí en las reflexiones más melancólicas. Yo, que siempre había estado rodeado por los mejores compañeros, continuamente comprometidos en intentar hacernos felices unos a otros… ahora estaba solo. Debería buscarme mis propios amigos en la universidad a la que iba a acudir, y cuidar de mí mismo. Hasta ese momento, mi vida había transcurrido en un ambiente protegido y familiar, y esto había generado en mí una invencible desconfianza hacia los desconocidos. Amaba a mis hermanos, a Elizabeth y a Clerval: esos eran mis «viejos rostros conocidos», y me creía absolutamente incapaz de soportar la compañía de extraños. Tales eran mis pensamientos cuando comencé el viaje. Pero a medida que avanzaba, fui animándome y mis esperanzas resurgieron. Deseaba ardientemente adquirir más conocimientos. Cuando estaba en casa, a menudo pensaba que sería muy duro permanecer toda mi juventud encerrado en un solo lugar e incluso había deseado conocer mundo y buscarme un lugar en la sociedad entre otros seres humanos. Ahora mis deseos se habían visto satisfechos y, en realidad, habría sido absurdo lamentarlo.
Tuve tiempo suficiente para estas y muchas otras reflexiones durante el viaje a Ingolstadt, que resultó largo y aburrido. Las agujas de la ciudad por fin se ofrecieron a mi vista. Descendí del carruaje y me condujeron a mi solitario apartamento para que empleara la tarde en lo que quisiera.
Capítulo 4
A la mañana siguiente entregué mis cartas de presentación y me personé ante algunos de los profesores principales y, entre otros, ante el señor Krempe, profesor de Filosofía Natural. Me recibió con afabilidad y me hizo algunas preguntas referidas a mis conocimientos en las diferentes ramas científicas relacionadas con la filosofía natural. Con miedo y tembloroso, es cierto, cité a los únicos autores que había leído sobre esas materias. El profesor me miró asombrado.
—¿De verdad ha perdido el tiempo estudiando esas necedades? —me dijo. Contesté afirmativamente.
—Cada minuto, cada instante que ha desperdiciado usted en esos libros ha sido tiempo perdido, completa y absolutamente —añadió el señor Krempe con enojo—. Tiene usted el cerebro atestado de sistemas caducos y nombres inútiles. ¡Dios mío! ¿En qué desierto ha estado viviendo usted? ¿Es que no había un alma caritativa que le dijera a usted que esas tonterías que ha devorado con avidez tienen más de mil años y son tan rancias como anticuadas? No esperaba encontrarme a un discípulo de Alberto Magno y de Paracelso en el siglo de la Ilustración y la ciencia. Mi querido señor, deberá usted comenzar sus estudios absolutamente desde el principio.
Y diciéndome esto, se apartó a un lado y escribió una lista de varios libros de filosofía natural que debía procurarme, y me despidió, después de mencionar que a principios de la semana siguiente tenía intención de comenzar un curso sobre las características generales de la filosofía natural, y que el señor Waldman, un colega suyo, daría lecciones de química los días que él no dictara sus clases.
No regresé a casa muy decepcionado, porque yo también consideraba inútiles a los escritores que el profesor había reprobado de aquel modo tan enérgico, pero tampoco me sentí muy inclinado a estudiar aquellos libros que había adquirido por recomendación suya. El señor Krempe era un hombrecillo pequeño y gordo de voz ronca y rostro desagradable, así que el profesor no me predisponía a estudiar su materia. Además, yo tenía mis reparos respecto a la utilidad de la filosofía natural moderna. Era distinto cuando los maestros de la ciencia perseguían la inmortalidad y el poder: aquellas ideas, aunque eran completamente inútiles, al menos tenían grandeza. Pero ahora todo había cambiado: la ambición del investigador parecía limitarse a rebatir aquellos puntos de vista en los cuales se fundaba principalmente mi interés en la ciencia. Se me estaba pidiendo que cambiara quimeras de infinita grandeza por realidades que apenas valían nada.
Tales fueron mis pensamientos durante dos o tres días que pasé completamente solo, pero al comenzar la semana siguiente, pensé en la información que el señor Krempe me había dado respecto a los cursos. Y aunque no tenía ninguna intención de ir a escuchar cómo aquel profesorcillo vanidoso repartía sentencias desde su púlpito, recordé lo que había dicho del señor Waldman, a quien yo no conocía, porque hasta ese momento había permanecido fuera de la ciudad.
En parte por curiosidad y en parte por distraerme, fui al aula en la que el señor Waldman entró poco después. Este profesor era un hombre muy distinto a su colega. Rondaría los cincuenta años, pero con un aspecto que inspiraba una gran bondad; algunos cabellos grises cubrían sus sienes, pero en la parte posterior de la cabeza eran casi negros. No era muy alto, pero caminaba notablemente erguido y su voz era la más dulce que yo había oído en mi vida. Comenzó la lección con una recapitulación de la historia de la química y de los avances que habían llevado a cabo muchos hombres de ciencia, pronunciando con fervor los nombres de los grandes sabios. Después ofreció una perspectiva general del estado actual de la ciencia y explicó muchas de sus bondades. Después de hacer algunos experimentos sencillos, concluyó con un panegírico dedicado a la química moderna; nunca olvidaré sus palabras.
—Los antiguos maestros de la ciencia —dijo— prometían imposibles y no consiguieron nada. Los maestros modernos prometen muy poco. Saben que los metales no pueden transmutarse y que el elixir de la vida es solo una quimera. Pero estos filósofos, cuyas manos parecen hechas solo para escarbar en la suciedad y cuyos ojos parecen solo destinados a escudriñar en el microscopio o en el crisol, en realidad han conseguido milagros. Penetran en los recónditos escondrijos de la Naturaleza y muestran cómo opera en esos lugares secretos. Han ascendido a los cielos y han descubierto cómo circula la sangre y la naturaleza del aire que respiramos. Han adquirido nuevos y casi ilimitados poderes: pueden dominar los truenos del cielo, simular un terremoto, e incluso imitar el mundo invisible con sus propias sombras.
Salí de allí encantado con este profesor y su lección, y lo visité aquella misma tarde. En privado, sus modales eran incluso más amables y afectuosos que en público. Porque había una cierta dignidad en sus gestos durante sus clases que se tornaba afabilidad y amabilidad en su propia casa. Escuchó con atención mi pequeña historia referente a los estudios y sonrió cuando pronuncié los nombres de Cornelio Agrippa y Paracelso, pero sin el desprecio que el señor Krempe había mostrado. Dijo que «los modernos filósofos estaban en deuda con el infatigable esfuerzo de esos hombres que sentaron las bases del conocimiento. Ellos nos habían encomendado una tarea más sencilla: dar nuevos nombres y ordenar en clasificaciones comprensibles los hechos que, en buena parte, ellos habían sacado a la luz. El trabajo del hombre de genio, aunque esté equivocado o mal dirigido, muy pocas veces deja de convertirse en un verdadero beneficio para la humanidad». Escuché atentamente sus palabras, pronunciadas sin presunción alguna, y luego añadí que su lección había apartado de mí cualquier prejuicio contra los químicos modernos; y también le pedí que me aconsejara respecto a los libros que debía leer.
—Me alegra mucho tener un nuevo discípulo —dijo el señor Waldman—; y si se aplica usted al estudio tanto como parece sugerir su inteligencia, no tengo duda de que alcanzará el éxito. La química es esa rama de la filosofía natural en la cual se han hecho y se harán los avances más importantes. Por eso la escogí como disciplina principal en mi trabajo. Pero, al mismo tiempo, no he descuidado otras ciencias. Uno sería un triste químico si solo estudiara esa materia. Si su deseo realmente es llegar a ser un verdadero hombre de ciencia y no simplemente un experimentador frívolo, debería aconsejarle que se aplique a todas las ramas de la filosofía natural, incluidas las matemáticas.
Luego me llevó a su laboratorio y me explicó el uso de algunas de sus máquinas, aconsejándome sobre lo que debía comprar y prometiéndome que me dejaría utilizar su laboratorio cuando supiera lo suficiente para no estropear sus aparatos. También me dio la lista de libros que le había pedido, y luego nos despedimos.
Así terminó un día memorable para mí, porque entonces se decidió mi destino.
Capítulo 5
Desde aquel día, la filosofía natural y particularmente la química se convirtieron prácticamente en mis únicas materias de estudio. Leí con avidez todos aquellos libros llenos de genialidades y sabiduría que los modernos investigadores habían escrito sobre aquellas materias. Acudí a las clases y cultivé la amistad de los científicos en la universidad; y encontré, incluso en el señor Krempe, una buena dosis de sentido común y verdadera sabiduría… unida, es verdad, a una fisonomía y unos modales desagradables, pero no por ello menos valiosa. En el señor Waldman descubrí a un verdadero amigo. El dogmatismo nunca enturbiaba su bondad e impartía sus clases con un aire de franqueza y buen carácter que desvanecía cualquier idea de pedantería. Fue quizá el amistoso carácter de este hombre lo que me inclinó más al estudio de aquella rama de la filosofía natural que él profesaba, y no tanto un amor intrínseco por la propia ciencia. Pero aquel estado de ánimo sólo se produjo en los primeros pasos hacia el conocimiento; cuanto más me adentraba en la ciencia, más la buscaba sólo por ella misma. Aquella dedicación, que al principio había sido una cuestión de deber y obligación, se tornó después tan apasionada e impaciente que muy a menudo las estrellas desaparecían en la luz de la mañana mientras yo aún permanecía trabajando en mi laboratorio.
Dado que me aplicaba al estudio con tanto celo, fácilmente puede comprenderse que progresé con mucha rapidez. De hecho, mi fervor científico era el asombro de los estudiantes y mi dominio de la materia, el de mi maestro. El profesor Krempe a menudo me preguntaba, con una maliciosa sonrisa en sus labios, cómo andaba Cornelio Agrippa, mientras el señor Waldman expresaba de corazón los elogios más encendidos ante mis avances. Así transcurrieron dos años, en los cuales no regresé a Ginebra, porque estaba enfrascado en cuerpo y alma en el estudio de ciertos descubrimientos que esperaba realizar. Nadie, salvo aquellos que lo han experimentado, pueden comprender la fascinación que ejerce la ciencia. En otras disciplinas, uno llega hasta donde han llegado aquellos que lo han precedido, y no puede llegar a saber nada más; pero en la investigación científica continuamente se alimenta la pasión por los descubrimientos y las maravillas. Una inteligencia de capacidad mediana que se empeña con pasión en un estudio necesariamente alcanza un gran dominio en dicha disciplina. Y yo, que continuamente intentaba alcanzar una meta y estaba dedicado a ese único fin, progresé tan rápidamente que al final de aquellos dos años hice algunos descubrimientos para la mejora de ciertos aparatos químicos, lo cual me procuró gran estima y admiración en la universidad. Cuando llegué a ese punto y hube aprendido todo lo que los profesores de Ingolstadt podían enseñarme, y teniendo en cuenta que mi estancia allí ya no me procuraría aprovechamiento alguno, pensé en regresar con los míos a mi ciudad natal, pero entonces se produjo un suceso que alargó mi estancia allí.
Uno de aquellos fenómenos que habían llamado especialmente mi atención era la estructura del cuerpo humano y, en realidad, la de cualquier animal dotado de vida. A menudo me preguntaba: ¿dónde residirá el principio de la vida? Era una pregunta atrevida y siempre se había considerado un misterio. Sin embargo, ¿cuántas cosas podríamos descubrir si la cobardía o el desinterés no entorpecieran nuestras investigaciones? Le di muchas vueltas a estas cuestiones y decidí que desde aquel momento en adelante me aplicaría muy especialmente a aquellas ramas de la filosofía natural relacionadas con la fisiología. Si no me hubiera animado una especie de entusiasmo sobrenatural, mi dedicación a esa disciplina me habría resultado tediosa y casi insoportable. Para estudiar las fuentes de la vida, debemos recurrir en primer lugar a la muerte. Enseguida me familiaricé con la ciencia de la anatomía, pero no era suficiente. Debía también observar la descomposición natural y la corrupción del cuerpo humano. Durante mi educación, mi padre había tomado todo tipo de precauciones para evitar que mi mente se viera impresionada por terrores sobrenaturales. Así que yo no recuerdo haber temblado jamás ante cuentos supersticiosos o haber temido la aparición de un espíritu. La oscuridad no ejercía ninguna influencia en mi imaginación; y un cementerio no era para mí más que un conjunto de cuerpos privados de vida y que, en vez de ser los receptáculos de la belleza y la fuerza, se habían convertido en alimento para los gusanos. Ahora estaba decidido a estudiar la causa y el proceso de esa descomposición y me vi forzado a pasar días y noches enteros en panteones y osarios. Mi atención se centró en todos aquellos detalles que resultan insoportablemente repugnantes a la delicadeza de los sentimientos humanos. Vi cómo las hermosas formas del hombre se degradaban y se pudrían; y observé detenidamente la corrupción de la muerte triunfando sobre las rosadas mejillas llenas de vida; vi cómo los gusanos heredaban las maravillas de los ojos y el cerebro. Me detuve, examinando y analizando todos los detalles y las causas a partir de los cambios que se producían en el proceso de la vida a la muerte, y de la muerte a la vida, hasta que en medio de aquella oscuridad una repentina luz se derramó sobre mí. Era una luz tan brillante y maravillosa, y sin embargo tan sencilla, que, aunque casi me encontraba aturdido ante las inmensas perspectivas que iluminaba, me sorprendió que yo —entre los muchos hombres de ingenio que se habían dedicado a la misma disciplina—, y solo yo, descubriera aquel asombroso secreto.
Recuerde: no estoy hablando de las imaginaciones de un loco. Lo que afirmo aquí es tan cierto como el sol que brilla en el cielo. Quizá algún milagro podría haberlo conseguido. Pero las etapas de mi descubrimiento eran claras y posibles. Después de muchos días y noches de increíble trabajo y cansancio, conseguí descubrir la causa de la generación y de la vida. Es más: había conseguido ser capaz de infundir vida en la materia muerta.
La sorpresa que experimenté al principio con este descubrimiento pronto dio paso a la alegría y al entusiasmo. Después de emplear tanto tiempo en aquella penosa labor, alcanzar finalmente la cima de mis deseos era lo más gratificante que me podía suceder. Pero este descubrimiento era tan grande y abrumador que todos los pasos mediante los cuales había llegado a él se borraron de mi mente poco a poco, y me centré únicamente en el resultado. Aquello que había sido el estudio y el deseo de los hombres más sabios desde la creación del mundo se encontraba ahora en mis manos… aunque no se me había revelado todo de golpe, como si fuera un juego de magia. La información que yo había obtenido, más que mostrarme el fin ya conseguido por completo, tenía otra naturaleza y más bien dirigía mis esfuerzos hacia el objetivo que tenía en mente. Era como aquel árabe que había sido enterrado con otros muertos y encontró un pasadizo para volver al mundo, con la única ayuda de una luz trémula y aparentemente inútil.
Veo, amigo mío, por su interés y por el asombro y la expectación que reflejan sus ojos, que espera que le cuente el secreto que descubrí… pero eso no va a ocurrir. Escuche pacientemente mi historia hasta el final y entonces comprenderá fácilmente por qué me guardo esa información. No voy a conducirle a usted, ingenuo y apasionado, tal y como lo era yo, a su propia destrucción y a un dolor irreparable. Aprenda de mí, si no por mis consejos, al menos por mi ejemplo, y vea cuán peligrosa es la adquisición de conocimientos y cuánto más feliz es el hombre que acepta su lugar en el mundo en vez de aspirar a ser más de lo que la naturaleza le permitirá jamás.
Capítulo 6
Cuando me encontré con un poder tan asombroso en las manos, durante mucho tiempo dudé sobre cuál podría ser el modo de utilizarlo. Aunque yo poseía la capacidad de infundir movimiento, preparar un ser para que pudiera recibirlo con todo su laberinto inextricable de fibras, músculos y venas, aún continuaba siendo un trabajo de una dificultad y una complejidad inconcebibles. Al principio dudé si debería intentar crear a un ser como yo, u otro que tuviera un organismo más sencillo; pero mi imaginación estaba demasiado exaltada por mi gran triunfo como para permitirme dudar de mi capacidad para dotar de vida a un animal tan complejo y maravilloso como un hombre. En aquel momento, los materiales de que disponía difícilmente podían considerarse adecuados para una tarea tan complicada y ardua, pero no tuve ninguna duda de que finalmente tendría éxito en mi empeño. Me preparé para sufrir innumerables reveses; mis trabajos podían frustrarse una y otra vez y finalmente mi obra podía ser imperfecta. Sin embargo, cuando consideraba los avances que todos los días se producen en la ciencia y en la mecánica, me animaba y confiaba en que al menos mis experimentos se convertirían en la base de futuros éxitos. Ni siquiera me planteé que la magnitud y la complejidad de mi plan pudieran ser razones para no llevarlo a cabo. Y con esas ideas en mente, comencé la creación de un ser humano. Como la pequeñez de los órganos constituían un gran obstáculo para avanzar con rapidez, contrariamente a mi primera intención, decidí construir un ser de una estatura gigantesca; es decir, aproximadamente de siete u ocho pies de altura y con las medidas correspondientes proporcionadas. Después de haber tomado esta decisión y tras haber empleado varios meses en la recogida y la preparación de los materiales adecuados, comencé.
Nadie puede siquiera imaginar la cantidad de sentimientos contradictorios que me embargaron durante ese tiempo. Cuando el éxito me empujaba al entusiasmo, la vida y la muerte me parecían ataduras ideales que yo sería el primero en romper y así derramaría un torrente de luz en nuestro oscuro mundo. Una nueva especie me bendeciría como a su creador y fuente de vida; y muchos seres felices y maravillosos me deberían sus existencias. Ningún padre podría exigir la gratitud de su hijo tan absolutamente como yo merecería las alabanzas de esos seres. Avanzando en estas ideas, pensé que si podía insuflar vida en la materia muerta, quizá podría, con el correr del tiempo (aunque en aquel momento me parecía imposible), renovar la vida donde la muerte aparentemente había entregado a los cuerpos a la corrupción.
Aquellos pensamientos me animaban mientras proseguía con mi tarea con un entusiasmo infatigable. Mi rostro había palidecido con el estudio y todo mi cuerpo parecía demacrado por el constante confinamiento. Algunas veces, cuando me encontraba al borde mismo del triunfo, fracasaba, aunque siempre me aferraba a la esperanza que me aseguraba que al día siguiente, o incluso una hora después, podría conseguirlo. Y la esperanza a la que me aferraba era un secreto que solo yo poseía; y la luna observaba mis trabajos a medianoche mientras, con una ansiedad incansable e implacable, yo perseguía los secretos de la vida hasta sus más ocultos rincones. ¿Quién podrá concebir los horrores de mi trabajo secreto, cuando me veía obligado a andar entre las mohosas tumbas sin consagrar o torturando animales vivos para conseguir insuflar vida al barro inerte? Me tiemblan las manos ahora y siento deseos de llorar al recordarlo; pero en aquel entonces un impulso irrefrenable y casi frenético me obligaba a continuar adelante. Era como si hubiera perdido el alma o la sensibilidad para todo excepto para lo que perseguía. En realidad, fue como un estado de trance pasajero que, cuando aquel antinatural estímulo dejó de actuar sobre mí, solo me procuró una renovada y especial sensibilidad tan pronto como regresé a mis viejas costumbres. Recogí huesos de los osarios y profané con mis impúdicas manos los secretos del cuerpo humano. En una sala solitaria —o más bien en un desván, en la parte alta de una casa, y separado de los otros pisos por una galería y una escalera— preparé el taller para mi repugnante creación; mis ojos se salían de sus órbitas y se clavaban en los diminutos detalles de mi trabajo. Los quirófanos y el matadero me proporcionaban la mayor parte de mis materiales, y a menudo sentía que a mi naturaleza humana le repugnaba aquella ocupación, pero, aún apremiado por la ansiedad que constantemente me acuciaba, proseguí con el trabajo hasta que prácticamente le di fin.