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Mi padre quería que viviéramos teniéndole miedo porque lo consideraba una señal de respeto. Pero, como yo no le tenía miedo, solía meterme en líos. En parte, la culpa era de mi risa. Tengo una risa que parece más un chillido estridente seguido de un resoplido estentóreo que una risa normal. Si las personas pudieran elegir el sonido de sus risas, probablemente yo escogería algo que no sonara como si viviera debajo de un puente y les diera un susto a los personajes de un cuento de hadas mientras van de camino a casa de su abuelita. Mi padre detestaba mi risa y estaba convencido de que podía cambiarla, de que no me esforzaba lo suficiente. Me amenazaba con pegarme los labios con pegamento para no tener que oírla. Alguna vez también me había amenazado con sellarme la boca y el culo para que, al reír o tirarme un pedo, explotara. ¡Y lo decía en serio! Sé que suena horrible, pero es lo más divertido que ha dicho nunca. (Era más divertido cuando no lo pretendía). Yo fingía tenerle miedo, pero, en cuanto me quedaba sola, me partía el culo pegado con pegamento de risa.
Cuando tenía unos seis años, mi padre y yo tuvimos una discusión monumental. Empezó cuando mencionó su plan de vivir conmigo cuando fuera anciano. Dijo que yo tendría que cuidarlo, cocinar para él y limpiarlo como una buena mujer musulmana, etcétera, etcétera.
¡Ah, sí! Yo era musulmana de nacimiento. Pero un año antes de aquella conversación, cuando tenía cinco años, tomé la decisión consciente de dejar de serlo. Seré sincera: quería comer beicon como mi madre y ya me habían advertido sobre todo eso de limpiar y cocinar para él, así que la elección fue fácil.
Había llegado el momento de decirle a mi padre que bajo ningún concepto iba a permitir que viviera conmigo y mi futuro marido e hijos. Ni siquiera me gustaba vivir con él entonces. Para resumir mi aportación a aquella discusión, dije algo parecido a: «¡Ni lo sueñes!».

Papá y Ahmed. Esta es una de mis fotografías preferidas de Ahmed de bebé. Yo no había nacido aún, así que todavía era bastante feliz. Soy lo peor que podía pasarle a ese niño. Mi padre parece esforzarse en no sonreír, el muy tonto…
Cortesía de Gabourey Sidibe
—Cuando eras pequeña —me respondió—, te dormías aquí, apoyada en mi pecho. ¡En este pecho! ¡Y te encantaba!
Estaba intentando abrirse camino en mi hogar del futuro haciéndome sentir culpable.
—¡De eso hace años! —le espeté yo—. Mi marido y yo estaremos demasiado ocupados para tenerte viviendo con nosotros. ¡No puedo permitírmelo!
Al final, mi padre decidió tener más hijos que lo quisieran más que yo y se sintieran agradecidos de que conviviera con ellos. Le deseé buena suerte entonces y sigo deseándosela ahora. Han transcurrido más de veinticinco años y sigo sin querer vivir con él.
Lo que vengo a decir es que mi madre y mi padre eran como la noche y el día. Mientras mi padre estaba en el trabajo, en nuestra casa resonaban risas, y, cuando mi madre se iba, la casa se sumía en la oscuridad y o bien hacía demasiado frío o demasiado calor. En cualquier caso, era incómoda. Siempre me venía a la mente aquella canción de Bill Withers, «Ain’t No Sunshine When She’s Gone», porque era justo lo que me parecía, que cuando mi madre se iba no lucía el sol. ¿Cómo podían dos personas tan diferentes haberse amado lo suficiente para casarse y tener hijos?
¡El sueño americano!
Mi padre, Ibnou Sidibe, es senegalés. Su padre era un político que ejerció de alcalde de la tercera ciudad más importante de Senegal, Thiès (pronunciado chess). Mi padre era su segundo hijo de su segundo matrimonio. Su primogénito había fallecido a los dos años, lo cual había convertido a mi padre en su hijo mayor, una posición muy destacada en una familia senegalesa. A mi padre lo enviaron a estudiar arquitectura a Francia. En algún momento después de licenciarse, pensó en trasladarse a Estados Unidos. Nunca le he preguntado por qué; siempre he dado por supuesto que era para hacer fortuna, como en un cuento de hadas en el que vendía su preciada vaca a cambio de habichuelas mágicas para sembrar una planta con la que poder hacer un barco para navegar hasta América. No hay pruebas de que mi padre llegara aquí en un barco hecho de un tallo de habichuelas mágicas que consiguió a cambio de vender su excepcional vaca, pero siempre me ha gustado más esa idea. Mi padre siempre ha sido tan aburrido que he rellenado los huecos de su historia vital con extravagancias para que me caiga un poco mejor.
Lo más probable es que llegara en avión. Se alojó con familiares, amigos y donde buenamente pudo, e incluso durmió en vestíbulos de hoteles y edificios de apartamentos, pero no creo que lo hiciera durante mucho tiempo. Aprendió inglés bastante rápido, hizo amigos, encontró una habitación y consiguió algunos empleos. Pero para poder quedarse en este país necesitaba encontrar una esposa. Les comunicó su plan a sus amigos y, a través de ellos, Ibnou conoció a Alice. Le ofreció unos 4.000 dólares por casarse con él para poder conseguir el permiso de residencia permanente.
Y ella aceptó. Mi madre dice que le caía bien y que por eso se casó con él. Dice que el dinero no importaba.
Mi padre la cortejó durante todo un año después de casarse antes de que al final ella se enamorara lo suficiente como para acostarse con él. ¡Sí, has leído bien! Mi madre es tan sofisticada que tienes que casarte con ella y esperar un año antes de que te dé juego. Él se la llevó a África, a visitar su ciudad natal, y ella cuenta que fue allí donde se enamoró de él y decidió que era su marido de verdad y que construirían una vida juntos.
Antes de aquel viaje, mi madre creía que África estaba poblada por salvajes con lanzas que perseguían leones. Mi madre, una niña de piel oscura, creció en la zona más racista de Estados Unidos: el Sur profundo. Sobrevivió a las fuentes de agua potable «Solo para blancos» y a que el KKK llamara a su puerta buscando a un tío suyo. Hollywood, el mismo Hollywood en el que gente blanca con un bronceado luminoso interpretaba a reinas y faraones egipcios, nunca le explicó a mi madre que Cleopatra se parecía a ella, que Cleopatra tenía la piel oscura y un cuerpo redondeado. Pero cuando mi madre aterrizó en Senegal, vio un mar de gente negra parecida a ella. Un mar de personas que se parecían a su madre y a su padre, y a toda su familia. Y eran hermosos. Eran médicos y abogados y artistas, madres, hermanas, hermanos y padres. Y no eran salvajes. Ninguno de ellos eran gente indefensa robada y esclavizada para construir una nación que los mataría y los condenaría. África fue un espejo para mi madre. Era su hogar. Es fácil enamorarse de África. Es fácil enamorarse en África. Creo que mi madre se enamoró de África, no de Ibnou (o, al menos, esa es mi teoría). ¿Por qué, si no, iba a pasar por alto mi madre las dos señales luminosas de la maldición inminente que acompañaba su «matrimonio por el permiso de residencia permanente, pero también porque me importas como persona»?
Primera señal: mi madre y la madre de mi padre parecían gemelas. Lo digo de verdad. Todo el mundo en la familia de mi padre se parece a todo el mundo en la familia de mi madre. Incluso mi padre es idéntico al hermano de mi madre, y no por esa vaguedad del «todos se parecen». Y es que resulta que los ancestros de mi madre, que fueron robados de África y vendidos en el mercado negrero, procedían de Senegal. Un análisis sanguíneo confirmó que los antepasados de Alice son los antepasados de Ibnou. ¡Mi madre y mi padre descienden del mismo linaje! ¿No es muy fuerte? Además, los dos eran portadores del mismo trastorno genético de la sangre, la enfermedad de la hemoglobina C, que provoca una ruptura anormal de los glóbulos rojos. Les aconsejaron que no tuvieran hijos. Y eso fue antes de que se enamoraran. ¡Antes de África! Después de África, al parecer a mi madre se le olvidaron los inconvenientes de casarse con alguien cuya madre era clavada a ella.
Segunda señal: la exnovia de mi padre. ¡Has leído bien! Mientras estaban en su ciudad natal, mi padre le presentó a mi madre a su prima hermana, Tola. Mi padre había salido con Tola antes de partir de Senegal para ir a estudiar a Francia. Al conocer a Alice, Tola preguntó si podía ser la otra esposa de mi padre. Ocurre que, en Senegal, a los hombres se les permite casarse simultáneamente con varias mujeres. Poligamia, se llama. Mi abuelo tenía más de una esposa y numerosos hijos. Cada esposa vivía en su propia casa con su descendencia, y mi abuelo iba de casa en casa, de familia en familia. Es su cultura. A mi padre lo criaron para llevar esa vida, y también es la vida para la cual criaron a mi abuela y a las mujeres senegalesas, y la aceptan.
Pero Alice no. Alice le dejó claro a Ibnou que, si quería casarse con Tola, primero tendría que divorciarse de ella. Ibnou le aseguró a Alice que Tola y él habían acabado y que estaba consagrado a ella y a su nuevo matrimonio. Y ella le creyó. Al regresar de África, Alice llevó a Ibnou a Georgia a conocer a su familia antes de volver a Nueva York. Un año más tarde tuvieron a Ahmed, que nació con la enfermedad de la hemoglobina C. Apenas tres meses después de dar a luz a mi hermano, mi madre se quedó embarazada de mí. Había tres de cuatro posibilidades de que yo también naciera con ese trastorno sanguíneo, pero, como ya es habitual en mi vida, rompí la estadística. Menos de tres años después de casarse por el permiso de residencia permanente, pero porque me importas como persona, Alice e Ibnou tenían la familia nuclear perfecta y vivían en un pisito de tres dormitorios con terraza en uno de los barrios más duros de Brooklyn: Bed-Stuy (donde hemos nacido Notorious B.I.G., Jay Z ¡y yo!). Y vivieron felices y comieron perdices.
Bueno, no… En realidad no.
No recuerdo ninguna época en la que no supiera que el de mis padres era un matrimonio infeliz. No es que anduvieran siempre discutiendo, que lo hacían… Era algo más que eso. Nosotros tres —mi madre, Ahmed y yo— parecíamos vivir una vida completamente distinta a la de mi padre. Mi padre o bien estaba en el trabajo o bien leyendo el periódico en silencio. Era impenetrable. Recuerdo llamarlo por su nombre durante minutos, a un paso de distancia de él, y que me ignorara sin más. No quedábamos al alcance de su radar, a menos que fuera para gritarnos o reírse de nosotros. A mí me llamaba «Gordinflona» y a Ahmed «Frida», un nombre de niña con el que Ibnou se refería a él cuando consideraba que se estaba comportando como un mariquita. Si discutía con Ibnou, me pegaba y yo lloraba y entonces se sentía culpable y me llamaba «su princesa». A veces me daba dinero. Desde muy niña me di cuenta de que era amable conmigo cuando lo hacía sentir mal, así que aprendí a echarme a llorar en el momento justo (una habilidad que me vino muy bien cuando me hice actriz). A menudo, mi padre nos pegaba para dejar claro que le pertenecíamos, que éramos de su propiedad y que podía hacer con nosotros lo que quisiera. A Alice no le parecía bien y le reprendía y discutía con él para protegernos. Así que mi padre empezó a pegarnos solo cuando mi madre no estaba en casa.
Yo decidí hablar con voz de bebé en un intento fallido por parecer más mona y ahorrarme problemas. (Era una arrastrada entonces y sigo siéndolo ahora). Mi padre le decía cosas a mi madre como: «Tenemos que tener otro hijo. Si tuviéramos otro hijo, la niña crecería y dejaría de hablar así de una vez». Mi madre siempre le respondía: «¡NI MUERTA tengo otro hijo contigo! Maltratas a los niños que tienes. No voy a tener más para que también los maltrates». ¿Me entiendes? Sé que eran un matrimonio infeliz. Esperaba que mi madre dejara a Ibnou con el tiempo. ¡Me moría de ganas de que lo hiciera!
Que quede claro que no creo que mi padre fuera un maltratador adrede. Su intención era hacernos niños mejores y, por ende, mejores personas. O para ser más exactos, intentaba convertirnos en la clase de niño que él era capaz de reconocer: niños callados que lo escuchasen sin cuestionarlo. Quería niños que fueran como él, así que nos crio como su padre lo había criado a él. Ahmed y yo éramos demasiado extraños, teníamos demasiada personalidad.
Mi padre regresaba a su Senegal natal con frecuencia. Solía llevarnos consigo a Ahmed y a mí, pero, en una ocasión, cuando yo tenía unos cuatro años y Ahmed cinco, se fueron ellos dos solos. Pasaron allí más de un mes. Cuando regresaron, Ahmed nos explicó a mi madre y a mí que lo habían llevado a una fiesta en una gran casa llena de gente que no paraba de regalarle dinero a mi padre. Me mosqueó haberme perdido una fiesta tan chula con dinero gratis, pero ahora sé lo que pasó: estábamos escuchando a mi hermano narrar la boda de mi padre. Sí. Ibnou había ido a Senegal a casarse con Tola como siempre le había prometido que haría (y en contra de lo que siempre le había prometido a mi madre). Estoy segura de que, si Ibnou me hubiera llevado a mí en lugar de a Ahmed, yo habría regresado a casa y habría berreado: «¡Mamá, papá se ha casado con aquella señora!». Ahmed era mucho más inocente; él creía en la bondad, en la esperanza y en todas esas patrañas. Yo nací siendo cínica, recelando, nací siendo una divorciada de cuarenta y cinco años. Habría informado de hasta el último detalle que hubiera visto en aquella boda y se habría destapado el pastel en cuanto hubiera regresado a Estados Unidos.

Gabou de pequeñita. Mis padres nos enviaban a Ahmed y a mí a casa de mis abuelos maternos en Georgia durante el verano. Ojalá me acordara de aquella época, pero era demasiado pequeña. Mira qué naricilla tenía. ¡Qué monería, por Dios! ¿No te parece?
Cortesía de Gabourey Sidibe
Pero el hecho es que fue Ahmed quien estuvo, no yo, así que, por el momento, no hubo demasiados cambios… hasta dos años después, cuando mi madre se encontraba de viaje fuera de la ciudad y mi padre llegó a nuestro apartamento con un bebé.
—Es vuestro hermano, Malick —nos dijo.
El bebé tenía más o menos un año. Papá me lo puso en los brazos.
—Ya no eres una cría pequeña —me dijo con todas las letras—. Tienes que dejar de hablar con esa lengua de trapo. Esto es un bebé. Tú ya eres una niña grande. Se acabó, ¿entendido?
—Sí, papá —respondí yo con una voz más de bebé que nunca. (Sería yo quien decidiera cuándo ponía fin a aquel juego, no él).
Aquel bebé me parecía una ricura, pero no me creía que fuera mi hermano. Los africanos suelen llamar hermanos, hermanas, madres, padres, tías y tíos a cualquiera. Eso no implica que seas su pariente.
—¿De dónde ha venido este bebé? —pregunté.
—Del aeropuerto —respondió Ibnou.
—¿Y dónde estaba antes del aeropuerto? ¿Quién ha hecho este bebé?
—Yo —contestó él.
—¿De verdad? ¿Tú has hecho a este bebé? ¿Con quién? ¿Nos lo vamos a quedar para siempre? ¿Dónde va a dormir? ¿Quién le va a enseñar a hablar inglés? ¿Conoce mamá a este bebé? ¿Podemos permitirnos tenerlo?
Ibnou se retractó.
—Es vuestro primo. Es el hijo de mi hermano. ¡Solo está de visita! ¡Vuelve a casa esta noche! No es mi bebé. ¡Eres igual que mami!
Siempre me decía que era igual que mi madre. La llamaba «mami». ¿No es adorable?
Dejé de hacer preguntas y volví a concentrarme en conseguir que aquel bebé me quisiera. Aquella noche, Ibnou llevó al bebé al aeropuerto para que regresara a casa con Tola. Yo no la conocí… todavía.
Cuando Alice regresó de su viaje, la recibí gritando:
—¡Mami! ¡Papá ha traído un bebé! ¡Dice que es mi hermano! ¡Papá tiene un bebé!
Pero ella dio por sentado lo mismo que yo había asumido: que los africanos siempre dicen que todo el mundo es de su familia cuando en realidad no lo es.
Dos años después, Tola se vino a vivir con nosotros. Todos sabíamos que era la prima de papá y la madre del bebé Malick que había venido a Estados Unidos por un día. Pero, en aquella ocasión, Tola vino sola y Malick se quedó en África. ¿Cómo es posible que Tola acabara viviendo con nosotros? Bueno, pues resulta que Ibnou había convencido a Alice de que le escribiera una carta de invitación. Para entonces, Ibnou ya tenía la ciudadanía estadounidense, pero, como Tola no era ciudadana norteamericana, un estadounidense de nacimiento (Alice) tenía que extenderle una invitación. Ibnou había convencido a Alice para ayudar a una hermana suya a entrar en Estados Unidos de la misma manera, así que a mi madre aquello no le vino de nuevas ni le pareció sospechoso. A ti puede parecértelo porque estás leyendo la historia del tirón, pero, en realidad, el engaño de Ibnou tardó años en fraguarse.
Y así fue como Tola acabó en Estados Unidos y, como había pasado cuando la hermana de Ibnou había llegado, alojada con nosotros (esa historia la dejo para otro momento). Y así fue también como yo tuve que compartir mi habitación y mi cama. Para mí fue horrible, porque era, y sigo siendo, una criatura solitaria. Odio a los desconocidos, como ya he dicho antes, y odio tener invitados en casa. Ibnou me dijo en una ocasión que cada vez que alguien venía a nuestra casa, yo no dejaba de preguntar cuándo iba a marcharse. Y le creo. Incluso ahora, cuando viene algún amigo a mi apartamento, cuento los minutos hasta que se va para poderme quitar por fin los pantalones. (Ser adulto va de esperar a poderte quitar los pantalones).
En cualquier caso, Tola se quedó con nosotros durante tres o cuatro meses. Alice fue superacogedora e incluso la llevó a comprarse su primer abrigo de invierno. Tola cocinaba y limpiaba, pero, en mi opinión, no era demasiado interesante. No era más que otra africana aburrida que vivía en nuestra casa y de la que no podía deshacerme. Era otro Ibnou.
Ibnou acabó encontrándole a su prima/esposa secreta un apartamento a unos diez minutos a pie del nuestro. Y entonces fue cuando mi padre dejó de venir a casa por la noche. Una mañana, de camino a la escuela, Alice se presentó por sorpresa en el nuevo apartamento de Tola. Ibnou estaba allí y Alice vio su ropa tirada al lado de la cama de Tola. Él le juró que habían estado hablando y estaba demasiado cansado para volver a casa, así que se quedó a dormir allí, pero que solo habían dormido, eso era todo. Alice dijo que de acuerdo y se marchó.
Probablemente a estas alturas estés pensando: «¡Por lo que más quieras, déjalo ya!». Es lo que pienso yo mientras escribo esto. Y también es lo que pensaba (y probablemente decía) en aquel entonces.
Pero eso es porque hay cosas que no tenía en cuenta. Como el hecho de que dos años antes, cuando Ahmed tenía siete y yo seis, Ibnou y Alice habían tenido una discusión monumental y, para castigarla, él había llamado al Departamento de Bienestar Infantil y la había acusado de maltratarnos a Ahmed y a mí.
Había sido una tarde agradable como cualquier otra hasta que el Departamento de Bienestar Infantil vino a buscarnos. Yo tenía muchas ganas de regresar a casa de la escuela porque sabía que había helado de naranja en la nevera y Chips Ahoy! en un armario de la cocina y quería tomarme un bol de helado con dos galletas clavadas encima mientras miraba los dibujitos animados en la tele. Eso era lo único en lo que pensaba e incluso hoy es mi recuerdo más marcado de aquel día. Lo que no sabía era que el Departamento de Bienestar Infantil se había dejado caer por nuestra escuela algo antes, aquel mismo día, porque mi madre era maestra allí y estaba en el edificio. Mi madre había conseguido cortarles el paso antes de que nos sacaran de clase y les había suplicado que nos recogieran en casa en lugar de en el colegio para evitar que nuestros compañeros de clase lo presenciaran.
Yo acababa de guardar el helado en el congelador cuando dos agentes llamaron a la puerta. A Ahmed y a mí se nos llevaron una mujer negra con el pelo rizado y otra persona cuyo rostro no soy capaz de recordar. Seguramente fuera un hombre, y blanco. A Ahmed y a mí nos separaron en dos casas de acogida distintas. Él fue con una gran familia en algún lugar de Queens, con unos padres que lo trataban con cariño (lo llevaron a IHOP). Y a mí me colocaron en una especie de casa de acogida a lo Annie, regentada por un par de hermanas gemelas idénticas. También eran idénticas en maldad y cada una de ellas tenía un hijo de mi misma edad. Había otros dos niños más y una chica adolescente que se negaba a hablar con nadie. Las gemelas nos amenazaban con azotarnos si no hacíamos lo que nos ordenaban. Y mientras que alimentaban a sus hijos biológicos con comida caliente cada mediodía y noche, a los niños en acogida solo nos daban sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada. Eso sí que era maltrato. Las gemelas me cortaron el pelo y me pusieron lacitos para el día de la fotografía en la nueva escuela en la que me matricularon.
Fue horrible. Todavía no sé si estaba en Brooklyn o en Queens. No sabía cómo volver a casa. No sabía qué había dicho para acabar allí. No sabía dónde estaba mi hermano ni si volvería a verlos a él o a mi familia algún día.
A Alice la pillaron desprevenida. Por supuesto que no nos maltrataba a ninguno de los dos. Ibnou la había denunciado solo para hacerle daño. Cuando telefoneó al Departamento de Bienestar Infantil, imaginó que a quien sacarían de la ecuación sería a Alice, dado que era a ella a quien estaba castigando. No esperaba que se nos llevaran a mí y a Ahmed. Para recuperarnos, tanto Ibnou como Alice tuvieron que someterse a una investigación. Cada día, al salir del trabajo, Alice iba directa a los juzgados con cualquier documentación que imaginara que podía ayudarla a recuperarnos. Después de estar en casas de acogida durante casi tres semanas, los agentes del Departamento de Bienestar Infantil nos llevaron de regreso a casa y fue entonces cuando supimos lo que había pasado, que había sido papá quien nos había hecho aquello. Para mí fue el final. Mi padre estaba muerto para mí, y empecé a hacer campaña para que mi madre se divorciara de él. Pero Alice estaba esperando el momento oportuno. Quería poner fin a aquel matrimonio, pero sabía que tenía que hacerlo de un modo que le garantizara que Ahmed y yo estuviéramos seguros. Fue más o menos entonces cuando Alice empezó a enseñarnos a Ahmed y a mí ejercicios de defensa personal. Nos enseñó a dar patadas y a gritar si Ibnou o algún amigo suyo intentaba recogernos de la escuela alguna vez sin que ella nos hubiera advertido antes que iban a hacerlo. Nos enseñó a patalear y gritar si alguna vez estábamos con Ibnou y nos llevaba al aeropuerto sin su conocimiento. La década de 1980 fue una locura, es lo único que puedo decir.
Avancemos ahora un par de años: Ibnou le pide a Alice que le escriba una carta a Tola invitándola a venir a Estados Unidos y Alice finalmente ve que se acerca su oportunidad.

El verano después de que Tola viniera a vivir con nosotros en Estados Unidos, a Alice y a su banda del Cotton Club les propusieron actuar en un festival en Marruecos. Ella quería ir, pero sabía que mi padre no era capaz de cuidar de nosotros por sí solo teniendo trabajo y Ahmed y yo éramos demasiado pequeños para quedarnos solos. De manera que se decidió que Tola volviera a instalarse en nuestro apartamento para ocuparse de nosotros en ausencia de mi madre. Y allí estaba yo, compartiendo de nuevo mi cama con una mujer adulta.
La noche antes de que mi madre regresara a casa, Ahmed y yo hicimos algo que solíamos hacer mucho entonces: nos despertamos en plena noche y nos encontramos en el pasillo para hablar de los sueños que habíamos tenido o de si había o no dibujos animados en la tele. Pero aquella noche, la noche antes de que mi madre regresara a casa, yo tenía algo más de lo que hablar.
—Tola no está en mi cama —dije—. ¿La has visto?
—No. Pero tampoco está en el salón.
Miré por encima de Ahmed en dirección al dormitorio de nuestros padres. La puerta estaba cerrada. Supe entonces que Tola y mi padre estaban durmiendo juntos. Era la primera vez que se me pasaba aquello por la cabeza, pero sabía que estaba en lo cierto. Sabía que Ibnou era superaburrido y, sin rodeos, el peor padre del mundo, pero la idea de que le pusiera los cuernos a mi madre con alguien que nos había presentado como su prima ni siquiera se me había ocurrido. Esas cosas pasaban en las telenovelas, no a la gente real. Ahmed, que seguía siendo muy inocente, no se daba cuenta de nada. No es que sea tonto; es solo que es una persona muy dulce y a quien no le gusta inmiscuirse en la vida de los demás. En eso se parece a mi madre. ¿Y yo? Pues yo soy más como Ibnou, recelo de todo el mundo y me lo tomo todo muy a pecho.






