- -
- 100%
- +
Así, lo social remitiría al otro. Pero, ¿es posible entonces una psicología social?, ¿o toda psicología debe sí o sí ser individual y consistiría más bien en ver cómo interactúan los individuos entre sí?
Ahora, si tomamos en serio esta idea, se podría decir que la psicología social es un discurso sobre el alma del otro, y el otro ya remite a un más allá del individuo. ¡Vaya paradoja!
Nos encontramos en este punto con una elección por tomar. La lógica o la paradójica.
Por un lado, la lógica implica que, si nosotros nos concebimos como individuos, también nos consideramos “parte” de una sociedad, lo que nos conduce a una psicología social que nos estudie como individuos que se relacionan a través del fenómeno de la “interacción”.
Por otro lado, podemos optar por la vía de la paradoja, admitiendo que es posible la existencia de una trama transindividual, un saber inmanente que excede a los individuos, pero que los conduce en sus modos de pensar, actuar, sentir. En este caso, el objeto de estudio de esta psicología social e institucional se remitiría a develar la naturaleza de esta trama transindividual en la que se hace posible la existencia de “lo humano como social e histórico”.
En nuestro modelo, optamos por la segunda vía. En un sentido más amplio, podemos iniciar estableciendo que no hay individuo sin otro. Un otro que antecede al individuo, y del cual desciende, pero también otro como que como semejante coexiste, por último, un otro que lo sucede. Se podría decir que advenimos como individuos del otro, así como coexistimos y desistimos.
Sin embargo, haré otra aclaración técnica. Cuando hacemos referencia al otro, también lo hacemos en su polifonía. Por un lado, el otro es el semejante, es la otra persona. Pero también el otro hace referencia a la alteridad absoluta, lo social, lo institucional, lo cultural, lo discursivo, el lenguaje en su conjunto inabarcable.
Para ser más técnicos, a esta entidad la llamaremos el Otro, con mayúscula, indicando a esta instancia transindividual que puede encarnar en un individuo, en un grupo, o en la sociedad toda.
El Otro es lo social en nosotros. Somos el otro. Pero también el Otro es un lugar que puede ser ocupado, haciendo posible la pregunta: ¿quién es el otro?
Pero volvamos a la etimología de la palabra “psicología”, para luego volver sobre nuestra concepción sobre lo social.
Decíamos que fragmentamos al humano en dos partes por lo menos: una Psyche (alma, mente, interioridad) y un soma (cuerpo, exterior). Es decir, nos pensamos como cuerpo y alma, cerebro y mente.
Y luego inmediatamente pensamos que esta Psyche (alma, mente, interioridad) es individual.
En resumen, pensamos que “somos” una Psyche, ubicada “en” un cuerpo. Somos una mente, que se encuentra en el cerebro, y desde allí manejamos nuestro cuerpo conforme a nuestra voluntad. ¿Pero es tan así? ¿Puede lo social hacer cuerpo?
La propuesta del presente trabajo es paradójica justamente por cuestionar esta idea y algunas otras ideas asociadas, ya que el título mismo de la disciplina que abordamos parece contradictorio: psicología (Psyche) social (común).
¿Podrá haber un alma social? Ya que, si el alma está en el cuerpo, o lo que es lo mismo, la mente está en mi cerebro, ¿cómo es posible una psicología social? ¿Cuáles son las condiciones para que una disciplina así pueda existir?
Suena rara esta pregunta. Pero les propongo avanzar por ese sendero.
Si desde el sentido común occidental suponemos, tal vez desde una impronta religiosa apoyada en el pensamiento filosófico clásico, que somos portadores de un alma, que en verdad somos un alma que habita en un soma, nuestro trabajo, desde el dispositivo institucional que proponemos, es justamente cuestionar esta idea, ir a sus fundamentes para hacer vacilar la certeza.
Pero eso no es lo peor. Lo más dramático, tal vez, es que jerarquizamos. Ubicamos el alma, la mente, como centro, como esencia de nuestro ser. ¡Lo importante es lo de adentro! Rezará el dicho popular. O al revés, ubicamos el cuerpo como centro. Todo lo explica la biología. Por esta senda, una tomografía de cerebro muestra más sobre nosotros que un diálogo establecido desde conceptos teóricos, más allá de que la tomografía es “leída” por alguien, es interpretada desde un saber.
Elijamos un camino: tal vez el “pensar” que tenemos un alma, una mente, y que esta constituiría nuestra esencia se nos presenta como una obviedad. ¿De qué otra manera puede ser?
Esta obviedad, al presentarse así como único sendero posible del pensar, puede que obture otras ideas que nos permitan pensarnos desde otras coordenadas; sin embargo, parece que priman los siguientes enunciados: “somos una mente en un cuerpo”, o también: “es mi cuerpo el que tiene una mente”.
Como si mi alma o mi mente fueran una cosa, un ente material que está en un lugar… Una cosa con partes que funciona según las mismas leyes que rigen el funcionamiento de las cosas del mundo. Y además, esa cosa sería uno mismo, o parte de uno mismo, que nos encontramos dentro de otra cosa (soma).
Sin embargo, este texto se nos va a presentar como un embrollo, ya que buscaremos, tal vez de manera un tanto tímida, interrogar estas ideas.
Sostener el interrogante será nuestro método. La interrogación y la selección.
¿La selección de qué? De aquello que queremos cuestionar. De aquello que funciona. De aquello que pensamos como obvio. De aquello que no presenta grieta. De aquello que tal vez presente un modo sufriente, y cuya repetición, por su consistencia institucional, parece irremediable.
Para ahondar un poco más en la cuestión, diré que buscaremos desarticular algunas ideas que “funcionan”. Y algunas de las ideas que “funcionan” son, por ejemplo, la idea de que “tenemos” una mente, que la mente es una cosa, que hay un interior y un exterior en nosotros mismos, que somos “dueños” de lo que pensamos, que los docentes sabemos, que los estudiantes no saben, que la escuela es una institución donde solamente se debe enseñar, que enseñar es transmitir conocimientos, que aprender es incorporar saberes.
En este sentido, el presente texto es también un desafío. Pero un desafío colectivo, y que busca adrede colectivizar. Multiplicar.
Este texto, y algunas ideas que aquí se presentan, pueden ser pensadas como un problema matemático para resolver.
Mi desafío es persuadirlos, es convencerlos, aunque sea un poco, y calculando su “duda” y “desconfianza”, de que hay otro mundo de posibles, queriendo decir con esto que son posibles otras lecturas, otras interpretaciones, otras verdades, otras realidades que no se agotan en estas palabras.
Quisiera que, a partir de la lectura de estas líneas, nos veamos habilitados a pensar por otras vías, para poder intervenir de maneras creativas y diversas en los dispositivos institucionales en los cuales estamos y vamos a estar insertos.
En definitiva, y desde una perspectiva que busca intencionalmente ser heterogénea, diversa, heterodoxa, intentaremos sostener, es decir, brindar argumentos para poder concebir una idea de que lo social, lo institucional, lo cultural (entendidos como conceptos que presentan alguna equivalencia) producen ciertas condiciones que se reproducen en nuestras conciencias, haciendo que, como continuidad de aquello, estas piensen, perciban, sientan y actúen de determinadas maneras. En este sentido, podríamos decir con Foucault que hay un saber-pensar que disciplina. Hay un saber que sujeta, y el sujeto, en este sentido, es en verdad sujetado.
Lo mental, lo psicológico, lo psíquico, lo cultural, lo social, lo institucional, en la presente propuesta, podrían funcionar como conceptos que buscan intencionalmente cortocircuitar la forma tradicional de pensar al individuo y a lo sociedad, entendidos como contrarios.
El uso de dichos conceptos como equivalentes es un acto rebelde sobre la obviedad del saber que lo individual es distinto de lo social.
Lo podría plantear, por ejemplo, afirmando que incluso el deseo más personal que se nos ocurra, el más íntimo, el más individual, no deja de responder a un deseo que va más allá de nosotros mismos. Y ese más allá es lo histórico-social.
Una fuerza que viene más allá de nosotros que encarna y busca concretar una moción (pulsión dirá Freud) que no viene de adentro, sino de afuera, si es que pueden sostenerse aún las categorías de adentro-afuera.
Una apuesta central, o mejor dicho, una hipótesis fundamental para la construcción del presente trabajo, es “uno no piensa con la mente, sino, más bien, uno es pensado”, o “uno fue pensado”. Y ese pensar es efectivo, es decir, produce efectos.
Pintoresca propuesta, ¿no? Tal vez inadmisible aún para quien se encuentra leyendo estas líneas, pero a quien le propongo me dé la posibilidad de construir juntos un argumento que permita lecturas que a todas luces y en una primera lectura resultan incomprensibles, anti-intuitivas e incluso falsas.
Espero ser convincente en esto, ya que es esta imposibilidad la que nos tienta, la que nos motiva a no dejar de seguir buscando.
¿Podremos suponer que la mente “no sea”? Es decir, concebir la mente como algo no físico. Algo que no es perceptible. Algo que no sabemos dónde está. Algo que no sabemos si es algo. Incluso, suponerla simplemente como un concepto que aglutina una serie de fenómenos que no pueden abarcarse desde el modelo somático, naturalista, o en términos cartesianos, como fenómeno “extenso”.
Quisiera que, si pensamos lo mental, lo hagamos en términos de acontecimiento, de movimiento, tal vez como un proceso que se está ejecutando, un sinfín de vínculos que se están estableciendo, contactos cristalizados y posibles, puentes tendidos y en construcción, nexos, agenciamientos. Lo mental es “lo que está sucediendo” en un plano continuo de inmanencia. Hume dirá en su hora “un haz de percepciones”, haciendo referencia a la fugacidad y a las mutaciones vertiginosas que se dan en el plano de lo que podríamos llamar “la subjetividad”, o en términos de Gilles Deleuze, “la singularidad”.
Pero vamos a ver que esto también podemos plantearlo para lo que nosotros llamamos lo institucional, como dimensión histórica y social de lo que existe.
Sin embargo, como propuesta multidimensional, nos parece interesante incorporar una propuesta del psicoanalista Jaques Lacan para poder concebir de manera topológica al sujeto.
Lo que quiero decir es que, además de conceptualizar al sujeto a través de palabras y enunciados, podemos recurrir como hizo este autor a la riqueza que proporciona el pensamiento matemático para poder habitar desde otro discurso la noción de sujeto.
En este sentido, Lacan toma de la topología la noción de “superficie”, para conceptualizar al sujeto, y específicamente a una superficie con características muy particulares llamada “banda de Möbius-Listing”.
Habilitar este concepto para pensar lo subjetivo, sea individual o colectivo, es decir, la idea de que los fenómenos que se producen en nuestra conciencia se producen en una superficie bidimensional, tal vez nos permita despegarnos de una representación imaginaria de las cosas, también del “aparato” psíquico, desde el cual se conciben como elementos tridimensionales, y los fenómenos mentales responderían, según esta idea, a las mismas reglas que los fenómenos de la tridimensionalidad.
Si nos distanciamos un paso solamente de estas concepciones, se nos abre un camino que tal vez sea más fructífero para explicar los procesos mentales. Y este paso tal vez haya que darlo en dirección a la bidimensionalidad de las superficies.
La tridimensionalidad no nos ayuda a pensar lo mental, ni lo social, ni la relación entre lo individual y lo comunitario.
Teniendo esto en cuenta, sea tal vez lo superficial, en términos bidimensionales, el plano en el que se inscribe lo mental, y este plano, sea el mismo plano en el que se inscribe lo social.
Si aceptamos en nuestro modelo lo mental como bidimensional, implica establecer una superficie topológica de tan solo dos dimensiones, y esta superficie es la misma superficie de lo social-cultural-institucional, la cual admite la continuidad de las dimensiones mencionadas.
Desde esta perspectiva, la topología de lo mental se configuraría desde una lógica diferenciada de los procesos de lo perceptible, que se convertirían en un accidente más en la geografía de la superficie de Möbius.
Esto, que parece a prima facie un avance conceptual, a la vez representa una dificultad para concebir lo bidimensional, ya que implica el ejercicio de abstraer aquello que se nos presenta como tan obvio, que es la tridimensionalidad de lo real.
Tal vez por la inmediatez que nos propone el acceso al espacio-tiempo de lo perceptible, y entendiendo a lo perceptible, tridimensional, establezcamos desde el sentido común como lo perceptual, como “lo verdadero” y “lo real”, sin poder hacernos idea de la relación con el lenguaje y lo común del mundo y lo subjetivo (individual en este caso).
Por esto, también comprendemos la dificultad de aceptar y aprehender un modelo teórico que parta de una concepción ontológica de lo social y lo individual como integrantes de una misma superficie topológica, de características moebianas, y que suponga como estofa sin sustancia a la bidimensionalidad, una cuestión que resulta ampliamente compleja, no por su abstracción, sino porque deviene completamente anti-intuitiva.
Este texto va a dar material y tiempo lógico para desarrollar estas ideas. Unas ideas que tal vez choquen con el sentido común, entendido este último como una lógica que funciona en automático y que se repite ad infinitum, en tanto no exista posibilidad, experiencia o intervención de “corte”.
En este sentido, estas ideas se ofrecen como un corte en el funcionamiento automático, como un elemento cortante y reconectante. Como un elemento de protesta, y por qué no, de lucha contra el “no pensamiento”. Contra el automático de repetición del sentido común y como apertura a nuevos agenciamientos.
Tal vez esto, planteado ahora y de este modo, tiene la imagen de una pequeña locura.
Y esto es intencional.
Una locura no patológica, pero sí entendida como modo alternativo y subversivo del pensar.
Ojalá con estas ideas demos espacio a la pequeña locura personal, expresada en lo individual o en lo colectivo. Locura, no en el sentido de idealización desbocada e identificada al sujeto (individual, colectivo).
Porque sí, nuestro planteo supone que aquella superficie donde se inscribe “lo mental” es la misma superficie en la que se inscriben los procesos sociales, y las lógicas del pensar se continúan y funcionan bajo los mismos regímenes que las inmensas extensiones de la geografía social.
Notemos cómo en esta concepción quedan en suspenso las categorías de “interior” y “exterior” aplicadas al sujeto, ya que él tendría existencia en ambos espacios, que a su vez no son más que conceptualizaciones del espacio.
El sujeto, al no tener consistencia tridimensional, no ocupa lugar en el espacio, ni tampoco puede ubicárselo en alguna localización espacial.
Lo individual y lo colectivo se confunden en el plano superficial. Y esto parece una locura. Somos lo social, y lo social es nosotros.
Pero aquí la locura pierde su negatividad. Permitirse la locura es permitir que germine una lógica alternativa a partir del corte con lo que sucede. Se dinamizan agenciamientos diversos, múltiples, dirá Guattari. Unos agenciamientos que dan cuenta de una ontología que se distancia del “ser” monolítico y amo.
Para que florezca la locura, hay que crear un espacio y un tiempo. Y en este acto creativo, es también el sujeto el que se recrea, entendiendo al sujeto como una siempre nueva forma de percibir, sentir, pensar y hacer.
Salirse de “una” lógica es provocar la locura, pero respecto de aquella lógica. No planteo que no haya lógica. Planteo que puede haber una lógica otra. Buscar una alternativa a lo que se repite, intentar una lógica diferente a la lógica que se tradicionaliza y que cristaliza en y desde el sentido común para que todo siga funcionando, ¿no tendrá esto que ver con el sufrimiento que provoca lo institucional? Repetir, y esforzarse en que todo siga así. No porque crea que es mejor así, sino, simplemente, porque es así.
Vayamos a un ejemplo relacionado con la cuestión de género.
Podríamos decir que estamos acostumbrados a pensar que hay dos sexos. Quiero decir que podemos suponer que desde el sentido común “se piensa que hay dos sexos”. O para ser más precisos, que existen dos géneros sexuales manifestados en diferentes expresiones: nene-nena, varón-mujer, macho-hembra masculino-femenino, o de la manera en la que pueda expresarse esta bipolaridad en el lenguaje cotidiano, del “sentido común”.
Esto no sólo se manifiesta en diferentes expresiones del lenguaje y diferentes enunciados, sino que este “saber” se puede leer en que “se sabe” que hay juguetes para niños y para niñas, hay colores para niños y para niñas, hay baños para varones y baños para mujeres, hay profesiones y actividades para hombres y mujeres, etcétera. Todos estos saberes que cristalizan en el sentido común y recrean una máquina que funciona son lo que podría llamarse, desde los estudios de género, estereotipos de género.
Pero fíjense lo que estamos afirmando. Estamos “diciendo” que hay dos géneros. Estamos estableciendo, en términos de lenguaje, que hay dos, y es “fácil” arribar a los enunciados que constituyen este “saber”, principalmente porque el feminismo lo ha cuestionado fuertemente pudiendo convertirlo en tema de agenda de la discusión pública. Observen incluso cómo la sexualidad, y todos sus márgenes no están librados de la cuestión política.
Hay un saber. Se sabe que hay hombres y mujeres. ¿Pero este “saber” de qué naturaleza es? ¿Cuál es la estofa de este “saber”?
Sobre la base de este saber que dice “hay dos”, clasificamos al mundo humano entre personas hombres y personas mujeres… Pero ¿de dónde viene este saber?, ¿en qué lugar lo encuentro? Ni siquiera podemos afirmar que es algo que alguien sabe, ya que es un saber que existe previamente a mi existencia, así como seguramente seguirá existiendo después de que me muera. Se podría decir que es algo que “se” sabe. Todos y todas sabemos. Se sabe.
Se sabe en términos impersonales. Inindividuales. ¿Subjetivos? Se sabe que hay dos géneros. Se sabe que si alguien no es ninguno de los dos… ¿qué es?… Porque ni si quiera la biología me ayuda a sostener el “argumento” de que hay solo machos y hembras en el reino de lo humano. Aquí nuevamente sospechamos la injerencia interesada del discurso religioso que lucha por imponer su interpretación de los libros sagrados y de un biologicismo arbitrario y desactualizado.
Se libran guerras teóricas y guerras armadas, cada una con sus muertos y sus heridos. Guerras conceptuales y escraches brutales, persecuciones, encierros en el clóset. Saberes que se imponen como verdades y que producen prácticas excluyentes, incluso aberrantes. Discursos que enferman y normalizan. Discursos que sujetan. Cárceles a cielo abierto, como dirá nuestro filósofo Gilles Deleuze.
Observemos que estos saberes, que podemos llamar casi de modo coloquial “sentido común”, son lo que en los términos técnicos de nuestro modelo, si cristalizan, si se fijan como verdades inamovibles y normalizadas, llamamos instituciones.
Saberes que engendran un sentido específico. Saberes que nos arrastran a pensar de ese modo y no de otro. Ya que, si pensamos de otro modo, pueden calificarnos de marginales, ignorantes, irracionales o locos. Y la locura asusta o avergüenza.
Estamos conducidos a pensar, estamos arrastrados a pensar… pero de un modo determinado.
Como si naturalmente las cosas fueran así… ocultando que justamente estamos “arrastrados” a “pensar” así, porque no hay naturaleza en el campo del lenguaje, no hay naturaleza en el campo de lo humano, o dicho en términos spinozianos: “la naturaleza del hombre es su potencia”, sus infinitas posibilidades de ser y de pensar, que representan las dos dimensiones de la existencia. Si la esencia es potencia, no hay esencia, solo inmanencia.
Pero, entonces, ¿qué es lo que nos arrastra a que pensemos de determinada manera? ¿A quién le interesa establecer determinadas categorías sobre lo real para que percibamos las cosas de determinada forma?
Pierre Bourdieu llama a esta cuestión, aunque específicamente en el campo de las ciencias sociales, la “lucha por las etiquetas” (Bourdieu, P., 1990).
Nosotros proponemos avanzar un poco más con la hipótesis bourdiana, y ampliar los márgenes de lucha a toda dimensión del saber, incluyendo lo que podríamos llamar, la cartografía del “sentido común”.
Por ejemplo, si avanzamos con esta afirmación para realizar la lectura de la cuestión de género que planteábamos previamente, podemos decir dos cosas.
Por un lado, cómo se produce nuestra aprehensión de tal o cual fenómeno, en este caso, poder pensar a los géneros sexuales también como categorías del pensamiento, y que se han establecido como la instancias “normales” o “naturales” de la sexualidad. O más simplemente, que estamos habituados a “pensar” que “hay dos”, lo que produce un empuje hacia eso: “vemos dos”, por lo tanto, aquello que no encaja en los atributos de “esos dos” es “anormal” o “antinatural”.
Por otro lado, ¿cómo intervenir sobre “lo que se piensa”?
Imagínense la inversión de tiempo, dinero, deseo, energía, etcétera, que puede requerir introducir una tercera o una cuarta categoría a la lógica de las diferencias sexuales. Ni que hablar de refundar la sexualidad humana sobre la base de un discurso que no sea el de la biología. Por esto entendemos a la intervención en el sentido de una lucha, y por lo tanto, como una cuestión política.
Nuestro enfoque sobre lo institucional nos conduce a deconstruir, o mejor dicho, a tomar conciencia de la artificialidad de todas las clasificaciones, incluso también, y aquí un punto central, las categorías y las construcciones de sentido a las que estamos “sujetos”, capturados, tanto de manera individual como colectiva.
Si asumimos estas premisas, nos resultará admisible la hipótesis de Pierre Bourdieu, respecto de la violencia simbólica, que, aplicada a nuestro caso, nos lleva a reflexionar respecto de lo violento de todas las clasificaciones a las que estamos sometidos, pero también a las que sometemos a los demás, reproduciendo lógicas impuestas desde un lugar Otro.
Pero ¿podemos existir por fuera de las instituciones entendidas de esta manera?, ¿podemos existir sin instituciones con todo lo que esto implica?
Desde nuestra propuesta, vamos a suponer que no es posible la existencia humana por fuera de la lógica, por fuera del lenguaje, y, en definitiva, por fuera de las instituciones. Sin embargo, y más allá de la interpretación optimista o pesimista de la realidad, estamos convencidos de que existen posibilidades de operar con la captura que realizan los discursos sobre nuestras subjetividades. De este modo, las instituciones siempre pueden ser repensadas, revisitadas, reinterpretadas, deconstruidas, e incluso, si es necesario, destruidas para construir desde sus escombros modos de existir menos sufrientes.
Esto no es sencillo, por un lado, por la inversión que uno debe realizar al cuestionar las instituciones que forman parte de nuestra “natural” relación con el mundo; por otro lado, si aplicamos nuestra lógica de que “lo individual es social”, al cuestionar lo social estoy cuestionando mi propia forma de pensar, mi propia forma de ser, mi propia forma de sentir y de ver las cosas.
Por análisis institucional entendemos entonces la producción de las posibilidades de la deconstrucción, la interpretación, el corte, la pregunta sobre una determinada práctica, una determinada manera de sentir, pensar, y que se repite de manera automática, y que tal vez por esto pueda producir algún grado de sufrimiento.
Nos resulta importante que nosotros proponemos para realizar el análisis institucional seleccionar aquello que René Lourau llamó “analizador institucional” (Lourau, R., 1972).