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En 1597, el Parlamento aprobó una ley contra la vagancia cuyo objetivo era combatir la lacra de las personas sin hogar. El texto de la ley incluye un catálogo casi jocoso de los distintos tipos de vagabundos que merodeaban los caminos públicos y las plazas de los pueblos y ciudades de Inglaterra:
Eruditos vagabundos buscando limosna, marinos naufragados, personas ociosas que aplican mañas sutiles en el juego de azar o en la videncia del futuro, celadores, alcahuetas, recaudadores de limosnas para instituciones, esgrimistas, domadores de osos, músicos comunes o juglares, malabaristas, caldereros, buhoneros y quincalleros, personas capaces que vagabundean y jornaleros que se niegan a trabajar por el jornal corriente, pensionistas retirados, vagabundos que fingen haberlo perdido todo en un incendio, egiptanos o gitanos.4
La Ley de Vagabundos transmitía un claro mensaje a las autoridades locales: a todos estos personajes se les debería “desnudar de cintura para arriba y azotar hasta que sangraran, para luego enviarlos a su lugar de nacimiento o de última residencia”. La ley también dio poder a las press-gangs. Si los eruditos vagabundos y los malabaristas no querían terminar siendo azotados en público medio desnudos, deberían unirse a las filas de la Marina Real. ¿Qué mejor manera de limpiar las calles de los refugiados de un orden feudal caído en desgracia que enviándolos al mar?
Ya se uniera a la marina motu proprio, ya se viera obligado por las cuadrillas de leva, ese marinero de Devonshire habría crecido en una cultura muy marcada por las historias de la vida marinera. Ninguna otra región británica está más íntimamente relacionada con la aventura marítima que el Sudoeste de Inglaterra, la aguda península de tierra sembrada de abruptos páramos que incursiona en el Atlántico encajada entre los canales de la Mancha y de Brístol. Casi todos los lobos marinos legendarios de la era isabelina procedían de esa región. Tanto Walter Raleigh como Francis Drake nacieron en Devon. Los marinos del Sudoeste inglés encabezaron muchas batallas navales en nombre de la Corona –incluida la batalla contra la Armada Invencible española en 1588– y muchos de ellos también se pasaron a la piratería. (Los dos piratas más infames del siglo xviii, “Black Sam” Bellamy y Barbanegra, también nacieron en el Sudoeste). La prominencia del estilo de vida corsario tenía raíces geológicas: la situación del Sudoeste dio a sus capitanes un acceso sin parangón a las redes navales europeas y las muchas calas e islotes que salpican esa costa la hacían ideal para los contrabandistas. El vínculo entre la piratería y el condado de Devonshire sigue vivo en el habla inglesa más de trescientos años después de que ese chico del condado subiera a aquel barco de la marina: cuando los angloparlantes imitan el estereotípico acento de pirata, con la característica onomatopeya –¡arr!– están, de manera inconsciente, emulando el acento y la gramática propios del inglés que se habla en el Sudoeste.
El misterio que rodea la vida del marino de Devonshire comienza con su nombre. En la primera referencia biográfica de sus hechos, publicada en 1709, se le llama capitán John Avery. De joven al parecer adoptó brevemente el alias de Benjamin Bridgeman, aunque su apodo, Long Ben, ha llevado a algunos historiadores a especular que su verdadero apellido era Bridgeman y Avery era el alias. La mayoría de los especialistas opinan que nació cerca de Plymouth, en Devonshire, en la costa sudoccidental inglesa. Un conocido testificó bajo juramento en 1696 que el marino era un hombre de unos cuarenta años, lo que dataría su nacimiento a finales de la década de 1650. Los registros parroquiales en Newton Ferrers, una localidad situada sobre la desembocadura del río Yealm, al sudoeste de Plymouth, dan fe del nacimiento de un niño, hijo de John y Anne Avery, el 20 de agosto de 1659. Quizá ese niño creció para convertirse en el infame Henry Avery, el delincuente más buscado del planeta. O quizá el auténtico Avery nació en alguna otra localidad del Sudoeste durante ese mismo periodo. En parte porque una familia de apellido Every había sido terrateniente de prestancia en Devonshire desde hacía siglos cuando él nació, muchos se refieren a él como Henry Every. Casi todos los documentos legales escritos en inglés deletrearían su apellido como “Every” y la única carta que se conserva de su puño y letra está firmada como “Henry Every”. Every era el apellido más utilizado en general cuando se convirtió en uno de los hombres más infames del mundo. Este último motivo bastaría para llamarlo efectivamente Henry Every.
Apenas se sabe nada de su infancia. Un relato autobiográfico en el que sus primeros años de vida quedan totalmente opacados data de 1720: “En el presente relato no doy noticia de mi nacimiento, niñez, juventud ni de ninguna otra época anterior a mi edad adulta, pues fue la parte más inútil de mis años, de modo que igualmente le resultará inútil saberlo a quienesquiera que lean esta obra, pues en general no ocurrieron cosas reseñables en sí ni tampoco de aprovechamiento para los otros”. Dado que tal relato autobiográfico es casi con toda certeza apócrifo –algunos creen que, de hecho, fue obra de Daniel Defoe– la omisión de detalles sobre la infancia refleja sin duda cuán yermos son los registros históricos, no tanto la infancia que viviera Every.5
Sin duda, el joven Henry Every (o Avery o Bridgeman) creció escuchando cuentos populares sobre las hazañas de exploradores como Drake o Raleigh, quienes durante su carrera como marinos pasearon cómodamente por la frontera entre el corso y la piratería. (Como veremos, las convenciones legales de la era desdibujaron deliberadamente esa frontera). Esas falsas memorias afirman que su padre había servido en la Marina Real como capitán mercante; en efecto, en el árbol genealógico de los Every de Devonshire había unos cuantos capitanes de barco. Independientemente de los detalles reales, parece que Every, como también afirman las memorias ficticias, “se crio en el mar desde la juventud”. No en vano, el primer detalle biográfico real que conocemos de Every –más allá del registro parroquial de Newton Ferrers– es que, en efecto, se alistó en la Marina Real, probablemente durante su adolescencia.
Las neblinas que empañan el nacimiento del marino de Devonshire son casi tan espesas como las que rodean su muerte. Lo cierto es que no sabemos a ciencia cierta dónde ni cuándo nació, ni tampoco su nombre real. Viene muy al caso que las raíces de Henry Every se hundan en el misterio. Las vidas de las grandes leyendas de la historia son un palimpsesto, múltiples capas de relatos que se entretejen con los rumores y con las sutiles alteraciones que aparecen en cualquier historia contada de generación en generación. Durante un tiempo, Henry Every fue una leyenda tan conocida como cualquier otra del repertorio; héroe inspirador para algunos, asesino despiadado para otros. Fue un amotinado, un líder de la clase trabajadora, un enemigo del Estado y un rey pirata.
Y, al final, se convirtió en un fantasma.
3 Turley, 1999, p. 23.
4 Dean, 2013, p. 60.
5 Defoe, 2015, pp. 65-67.
ii
Los caminos del terror
delta del nilo
1179 a. c.
A ojos modernos, los jeroglíficos que cubren el muro exterior noroccidental de Medinet Habu, el templo funerario de Ramsés III, son inescrutables, pues están escritos en un idioma que solo comprende un reducido grupo de egiptólogos. Sin embargo, los bajorrelieves del templo son fáciles de entender: describen una escena sangrienta con guerreros blandiendo jabalinas y dagas, protegiéndose con escudos y corazas egeas de una lluvia de flechas. Un oficial que se distingue por su tocado egipcio parece estar a punto de decapitar a un enemigo caído; por fin, una pila sangrienta de cadáveres indica la aniquilación total de las fuerzas invasoras. Estas imágenes –y los jeroglíficos que las subtitulan– narran una de las mayores batallas navales de la historia, un choque entre las fuerzas egipcias y una flota de incursores itinerantes adscritos a lo que hoy los historiadores llaman Pueblos del Mar. Puesto que nos dejaron maravillas arqueológicas como el templo de Ramsés III y las pirámides, por no mencionar los tesoros de Tutankamón, la dinastía egipcia a la que pertenecía Ramsés III ocupa desde hace mucho un lugar especialmente destacado en nuestra imaginación histórica. Cualquier alumno de primaria es capaz de contar algo sobre los faraones. Los llamados Pueblos del Mar no dejaron el mismo legado, más que nada porque se pasaron la mayor parte de su existencia navegando por el Mediterráneo. No dejaron templos ni monumentos que siguieran impresionando a los turistas tres mil años después de su desaparición. No fueron pioneros en nuevas técnicas de agricultura ni escribieron tratados filosóficos. No dejaron ningún registro escrito, de hecho. Sin embargo, los Pueblos del Mar deberían ocupar en nuestro imaginario del mundo antiguo un lugar quizá algo más señalado por una razón específica: fueron los primeros piratas.
El origen geográfico de los Pueblos del Mar sigue siendo objeto de debate entre los historiadores. La hipótesis más aceptada afirma que los Pueblos del Mar fueron varios grupos refugiados de la Grecia micénica que se conformaron como un ente cultural al final de la Edad del Bronce. Algunos eran guerreros y mercenarios; otros, obreros corrientes acostumbrados a trabajar en condiciones de semiesclavitud construyendo las inmensas infraestructuras y fortificaciones que caracterizaron el apogeo micénico: la red de calzadas en el Peloponeso o, por ejemplo, el puerto de aguas profundas de la ciudad de Pilos. Sus orígenes son necesariamente turbios, pues los Pueblos del Mar terminaron convirtiéndose, como tantas comunidades piratas desde entonces, en un grupo multiétnico, definido no por su lealtad a una única ciudad-Estado o mandatario, sino por la que escogían profesar hacia la comunidad de saqueadores que habían formado. Su tierra natal era un mar, el Mediterráneo, y también los barcos que lo surcaban. Adoptaron costumbres y códigos que ayudaron a definir su identidad tribal: se tocaban de distintivos cascos con cuernos –perfectamente distinguibles en los grabados de Ramsés III– y sus barcos estaban adornados con figuras de pájaros. No obstante, lo que los hacía verdaderamente peculiares era su desarraigo, tanto por haber dejado atrás su patria como por el perenne vagar, sin detenerse nunca el tiempo suficiente como para echar raíces.
Tal desarraigo traía consigo una postura política, que sería la adoptada por el más radical de los piratas en los siglos venideros. Los Pueblos del Mar no respetaban la autoridad de los regímenes que imperaban en los territorios ribereños del Mediterráneo y no se obligaban por sus leyes. Esta es una de las maneras en que los Pueblos del Mar marcan el punto de origen de la piratería como forma de identidad. Antes de ellos, se cometían con toda seguridad actos de piratería en mar abierto; tan pronto como los seres humanos comenzaron a transportar mercancías valiosas por barco, habría sin duda delincuentes que interceptaban esos barcos y huían con el botín. Sin embargo, el verdadero pirata no es únicamente una subclase de delincuente, como el ladrón de bancos o el descuidista. La mayoría de las personas que etiquetamos como delincuentes infringen la ley de manera deliberada, pero en otros aspectos de la vida reconocen el Estado de derecho. Se sacan el carné de conducir, pagan impuestos y votan. Se tienen por ciudadanos, pero no respetan íntegramente la ley. Un auténtico pirata reniega, de manera más general, de la autoridad de largo aliento de naciones e imperios. Por eso acarrean tanto peso simbólico las banderas piratas que cualquier alumno de primaria reconoce hoy en día, aun siglos después de haberse enarbolado por última vez con su sentido real. Los piratas navegan bajo los colores de su propio Estado rebelde y “divagan, exponiendo su vida y produciendo daño a los hombres de extrañas tierras”, como Homero los describió en La Odisea.
No todos los piratas estaban dispuestos a cortar por lo sano con sus lealtades nacionales, por supuesto. (La tensión originada entre la rebelión abierta y la lealtad a la patria condicionaría muchos de los acontecimientos que marcaron la breve carrera delictiva de Henry Every). No obstante, la voluntad de los piratas de desafiar los límites legales y geográficos del poder estatal y, desde luego, su afición al pillaje, los convirtió en enemigos habituales de la autoridad de las metrópolis. Los ágiles piratas disfrutaban de muchas ventajas sobre sus grandes antagonistas, pues no se atenían a restricciones legales ni morales y no tenían que vérselas con la burocracia estatal. No eran invulnerables, sin embargo, a los esfuerzos orquestados por un gobierno metropolitano para derrotarlos. En 1179 a. C. los Pueblos del Mar lanzaron un ataque contra las fuerzas de Ramsés en el delta del Nilo. Anticipándose a su ataque, el faraón había construido barcos diseñados específicamente para igualar la ventaja naval de los Pueblos del Mar. Estableció una red de reconocimiento que vigiló los barcos invasores y ancló su nueva flota fuera de la vista, en los muchos esteros que recorrían el delta. Los jeroglíficos de Medinet Habu muestran a los Pueblos del Mar gobernando galeras sin remos, lo que da a entender que fueron emboscados. Esas escenas traen a la mente el desembarco de Normandía: una masa dispersa de embarcaciones que arriban a la costa y hombres corriendo entre las olas para ser recibidos por los distantes arqueros egipcios. Muchos se desangraron hasta morir en las someras aguas.
Por una vez, les tocó a los Pueblos del Mar sentir la ira de una fuerza militar despiadada. “Fueron arrastrados y arrojados boca abajo en las playas; asesinados y apilados sus cuerpos en montones que se levantaban desde la popa hasta la proa de sus galeras, mientras que todas sus pertenencias eran arrojadas al agua”, ordena inscribir Ramsés III en las paredes del Medinet Habu.6 “Su Alteza arremetió como un torbellino contra ellos, luchando en el campo de batalla como cualquier otro soldado –atestiguan otros jeroglíficos grabados en su tumba–. Ha invadido sus cuerpos el miedo al faraón; quedan aterrados en sus lugares, tumbados boca abajo. Sus corazones fueron arrancados y sus almas se las llevó el viento”.7
Aquella inscripción era más profética de lo que sus autores habrían imaginado en ese momento. Tras su derrota en el delta del Nilo, los Pueblos del Mar desaparecieron casi inmediatamente del escenario histórico mundial. Los especialistas se muestran tan divididos sobre su destino último como sobre sus enigmáticas raíces. Los que no fueron ejecutados tras la batalla del delta del Nilo al parecer se dispersaron por la frontera oriental del reino egipcio y algunos de ellos se instalaron en la costa palestina. Como grupo cohesionado, aunque itinerante, dejaron de existir para cuando Ramsés murió (asesinado, al parecer, en 1155 a. C.). A este respecto, además, los Pueblos del Mar establecieron una tradición que todos los piratas emularían en los siglos siguientes. Algunos tienen un final fulgurante y glorioso, otros terminan colgando en el patíbulo, otros simplemente desaparecen.
El legado de los Pueblos del Mar incluye asimismo otro elemento clave que vendría a definir la cultura pirata del tiempo de Every: el despliegue táctico de una violencia tan espectacular como terrorífica. Asediado por los Pueblos del Mar, el rey Ammurapi de Ugarit –en la actual Siria– envió una misiva desesperada a otro gobernante en Chipre: “Mis ciudades arden y los Pueblos del Mar han cometido atrocidades en mi país. […] Los siete barcos del enemigo que han arribado a nuestras costas nos han infligido un tremendo daño”. La inscripción que aparece en el templo de Ramsés III describe de manera parecida las incursiones que desde la costa hacían los Pueblos del Mar: “Todas las tierras se vieron sacudidas por la refriega. […] En Amor levantaron campamento. Diezmaron a sus habitantes y parecía que esa tierra no hubiera existido jamás”.
La carnicería desatada por los Pueblos del Mar fue tan extrema durante el apogeo de esta cultura, entre los siglos xiii y xii a. C., que provocó una crisis generalizada entre las civilizaciones mediterráneas que habían florecido durante la Edad del Bronce. Hoy conocemos a este periodo como el “colapso de la Edad del Bronce tardío”, uno de esos lapsos históricos en los que la marcha del progreso tecnológico se invierte. Después de que los Pueblos del Mar asolaran sus capitales costeras, las grandes sociedades palaciegas de Grecia y el Levante mediterráneo se desintegraron en culturas aldeanas vagamente organizadas. Esos primeros piratas tiñeron de una destrucción casi apocalíptica sus interacciones con las comunidades con capital en el interior, una violencia que parecía casi arbitraria en su intensidad. Los Pueblos del Mar no invadían las tierras del interior para reclamarlas como propias o para pillar tesoros y esclavos que llevar consigo a su patria: arrasaron a sangre y fuego las grandes capitales de la Edad del Bronce solo por verlas arder y desangrarse. No contaban con los ejércitos y las fortalezas de sus enemigos en tierra firme, pero el uso estratégico del terror les permitió sacar provecho de lo que hoy llamaríamos estrategias “asimétricas”: una fuerza muy pequeña que planta cara con éxito a otra mucho mayor.8
Desde sus inicios, la piratería ha compartido muchos rasgos clave con el moderno concepto de terrorismo, tanto por el lugar ocupado en el imaginario colectivo como por su definición jurídica. Una de las primeras veces que se usó en lengua inglesa el vocablo terrorismo fue en una carta remitida en 1795 por James Monroe, entonces embajador estadounidense en Francia, al presidente Thomas Jefferson. Escribiendo desde París el año anterior a la ejecución de Robespierre, Monroe se refería al intento jacobino de reinstaurar “el terrorismo y no la realeza”.9 El término al parecer se propagó rápidamente entre la élite política estadounidense. En efecto, en una carta escrita apenas unas semanas después de la de Monroe, John Quincy Adams tildaba a los “partisanos a cargo de Robespierre” de “terroristas”.10
El sentido del terrorismo como herramienta para llevar a la práctica valores políticos radicales a través de la aplicación de la violencia sobre objetivos públicos específicos corresponde tanto a su uso original como a la realidad del terrorismo hoy. En un sentido también vital, sin embargo, la definición contemporánea no se ajusta ya al sentido original. Hasta el siglo xx, la idea de terrorismo viene determinada por las acciones del llamado Comité de Salvación Pública y otras ramas del gobierno revolucionario francés. El terror, en otras palabras, era una táctica política que se adscribía al aparato estatal. No fue hasta la aparición del anarquismo, un siglo más tarde, cuando la idea de terrorismo quedaría asociada a actores no estatales, fundamentalmente pequeños grupos que irrumpieron en la vida pública con bombas y pistolas; una guerra intermediaria contra el gigantesco poder gubernamental y militar. El terror de Robespierre llevó el monopolio de la violencia, legalmente ejercido por el Estado, hasta extremos devastadores. El terrorismo contemporáneo hace lo contrario: dota de un poder desproporcionado a pequeños grupos y redes insurgentes en la sombra. La noción de “guerra asimétrica” que caracteriza a tantos conflictos militares actuales –en ella, la superpotencia se ve enfrentada sobre el campo de batalla a un enemigo mil veces menor en lo referido a efectivos y poderío militar– se enraíza en este sentido inverso de “terrorismo”. El terrorismo moderno es un multiplicador de fuerzas. No es necesario un ejército enorme ni tampoco una flota completa de portaviones para infundir un pánico cerval en el corazón de millones de personas. Bastan dos explosivos estratégicamente colocados –o incluso un par de cúteres, sin más– y unas cuantas cadenas de noticias dispuestas a amplificar el alcance del atentado.
Si bien el término como tal se retrotrae al mandato de Robespierre, los primeros practicantes del terrorismo como lo entendemos hoy –una violencia extrema ejercida por actores no gubernamentales que ejerce un impacto desproporcionado gracias a la difusión por parte de los medios– fueron los piratas. La primera prueba convincente de que tal estrategia podía funcionar –que un puñado de hombres tomara como rehén a toda una nación gracias a unos pocos actos de dantesca barbarie– se materializa en 1695, en el choque entre el Fancy y aquel barco tesorero mogol.
Existen precedentes de terror estratégico, desde luego, empezando por la legendaria brutalidad de los Pueblos del Mar. Otra de las pioneras de esa sangrienta tradición fue una noble francesa, Juana de Belleville, también conocida como Jeanne de Clisson, nacida el primer año del siglo xiv. Mediada la guerra de los Cien Años entre Inglaterra y Francia, el segundo marido de Belleville, Olivier de Clisson, fue ejecutado por orden del rey francés Felipe IV acusado de traición. Su cabeza se ensartó en una pica y fue públicamente expuesta en Nantes, capital de la región de Bretaña, en cuyas inmediaciones se encontraban las tierras de De Clisson. Ultrajada por el proceder del rey, su viuda, Juana, vendió estas tierras, organizó una flotilla de tres barcos y planeó una venganza. Para añadir dramatismo al asunto, pintó los barcos de negro y tiñó las velas de rojo sangre. Según la leyenda, surcó durante trece años el canal de la Mancha, con sus dos hijos como grumetes, atacando cualquier barco francés y pasando a cuchillo a los súbditos de Felipe, asegurándose de dejar siempre un puñado de supervivientes que diesen noticia en tierra de la Leona de Bretaña.
“Los muertos no cuentan cuentos” es uno de los mantras piratas, a menudo invocado para justificar el asesinato de los enemigos. Para piratas como Belleville y sus descendientes, el proverbio tiene un sentido alternativo: los muertos no pueden amplificar la reputación del pirata carnicero y sediento de sangre si se les tira por la borda. Llegada la llamada edad de oro de la piratería, a saber, la generación de piratas que siguió a Henry Every, se había generalizado la práctica de ofrecer misericordia a unos pocos supervivientes para que pudieran regresar a casa a contar lo terrorífico que resultaba toparte con piratas en el mar. En la época anterior a la imprenta, la Leona de Bretaña no podía enviar su mensaje más que a través del boca a boca en los pasillos de los palacios, que quizá pudiera saltar, si acaso, a la correspondencia escrita entre particulares. No obstante, Every y sus sucesores contaban con un vibrante aparato mediático a través del cual sus atrocidades podían llegar muy lejos: los panfletos, gacetas, boletines y libros que modelaban ya en su época la opinión pública en Europa y en las colonias americanas. Muchas de las convenciones que asociamos a la prensa amarillista –redacción apresurada, historias reiteradamente inventadas de violencia sensacionalista– se idearon originalmente para sacar tajada de los hechos protagonizados a miles de millas por hombres como Henry Every y los piratas que lo emularon en el siglo xviii. Every se veía como descendiente de otros navegantes míticos como Odiseo, pero también auguró la llegada de una figura que trascendería la historia: el asesino que cautiva a una nación con sus grotescos crímenes, como Jack el Destripador o Charles Manson.
Solemos pensar que los panfletistas y los primeros periodistas de la Ilustración eran intelectuales refinados, que redactaban ingeniosos contenidos para publicaciones como Tatler en las mesas de un café de la Strand londinense. Sin embargo, en esos primeros años del medio impreso, el sensacionalismo estaba ya muy presente. Los propietarios de periódicos vendían ediciones especiales cuando había una ejecución pública en los que contaban los detalles más morbosos del delito. Casi dos siglos antes de que Jack el Destripador se convirtiese en el primer asesino en serie famoso, los panfletistas hacían ya dinero celebrando al criminal violento. Y no había ningún tipo de criminal que cautivase el imaginario popular como el pirata.
La noticia sobre asesinos en serie más sórdida de la Edad Moderna no tiene nada que envidiar a los espantosos inventarios de torturas piratas publicados durante este periodo. Se cuenta que un pirata francés llamado François l’Olonnais “abrió en canal a uno de los prisioneros con su alfanje, le arrancó el corazón, mordió una parte y la otra se la lanzó a la cara a otro prisionero”.11 El American Weekly Mercury, uno de los primeros periódicos de la colonia británica en América del Norte, cuenta una historia particularmente impactante sobre el pirata británico Edward Low: después de que un capitán mercante arrojase un saco de oro por la borda, Low “cortó al dicho capitán los labios y los asó delante de sus ojos y, a continuación, asesinó a toda la tripulación, compuesta por treinta y dos personas”. En una versión posterior de esta historia, digna de una novela de Hannibal Lecter, el delirante pirata obliga al capitán a comerse sus propios labios después de asarlos.12