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26 Braudel, 1988, p. 232.
iv
‘Hostis humani generis’
argel
ca. 1775
Henry Every terminaría convirtiéndose en el pirata más célebre del mundo, pero empezó probablemente su carrera náutica en la Marina Real británica ayudando a limpiar los mares de la terrible lacra de la piratería. Según una biografía de Every escrita por Adrian Van Broeck, el joven Every “zarpó desde Plymouth” a bordo de una “flota de buques de guerra que se dirigía a acabar con el nido de piratas de Argel”. Siguiendo el arco narrativo que se generalizaría en las novelas de marinos tan leídas en el siglo xix, Van Broeck especula que Every no tardó en hacerse un nombre a bordo. “El joven Every hace gala de una poco común disposición para el ejercicio de la náutica –escribe– y no solo se gana la estima de los oficiales del Revolution [sic], el navío de Su Majestad a bordo del cual sirve, sino del comodoro contralmirante Lawson […], demostrando un extraordinario brío y vigor cuando el terror de la marina inglesa hizo entrar en razón a la ciudad de Argel”.27
Algunas de las cosas que relata Van Broeck tienen fundamento histórico. Un vicealmirante de nombre John Lawson capitaneó, en efecto, una fragata de cincuenta cañones llamada Resolution y dedicó varios años a proteger a los barcos mercantes ingleses de los piratas de Berbería que operaban desde los puertos de Argel, Túnez y Trípoli. El problema es que el primer servicio de Lawson en el Mediterráneo tuvo lugar a principios de la década de 1660 y el vicealmirante murió durante una batalla naval contra los holandeses frente a las costas del condado de Suffolk, en el sur de Inglaterra, en 1665. El Resolution, por su parte, se hundió durante la llamada batalla del Día de San Jaime, librada, de nuevo, entre ingleses y holandeses al año siguiente. Si Henry Every nació, en efecto, en Newton Ferrers en 1659, habría sido un marino especialmente precoz para haber luchado junto a John Lawson en Argel a principios de la década siguiente. (Quizá su “brío y vigor” eran los propios de un niño de tres años). Por supuesto, en los barcos de la Marina Real solían servir adolescentes y, según Van Broeck, Every habría nacido en 1653, lo que deja abierta la posibilidad de que se embarcara con Lawson en el Resolution en calidad de paje a los ocho o nueve años. Una edad, no obstante, inusualmente temprana aun para las convenciones de la Marina Real. Parece poco probable que un niño de esa edad hubiera causado impresión en un almirante, por muy “vigoroso” que se hubiera demostrado.
Una segunda fragata llamada HMS Resolution –en este caso, un navío de línea de tercera clase armado con setenta cañones– fue botado en 1667 y también prestó servicio contra los piratas de Berbería a finales de esa década, aunque Lawson no navegó en él. Si hemos de creer que Every nació en 1659 y en última instancia participó en algún tipo de batalla náutica en la que “el terror de la marina inglesa hizo entrar en razón a la ciudad de Argel”, entonces lo más probable es que Every se alistara en la marina a principios de la década de 1670 y participase en diversos ataques contra ciudades de Berbería durante ese periodo.
Con independencia de la cronología exacta, tendría sentido que a Every lo hubiera movido a alistarse a la marina aquella operación de castigo contra los piratas de Berbería. Habiéndose criado en la costa meridional de Inglaterra, los legendarios corsarios de África del Norte habrían desempeñado un papel de peso en cuentos populares y en las pesadillas de la niñez de Every. Los piratas de Berbería llevaban más de un siglo hostigando a los barcos mercantes británicos en el Mediterráneo, pero también planteaban un peligro inminente a las poblaciones costeras del sur de Irlanda e Inglaterra. En 1631, un barco pirata berberisco atacó la aldea de Baltimore, en la costa del condado de Cork, en plena madrugada. Los piratas raptaron a casi cien personas –la mitad de ellas niños–, todas las cuales fueron vendidas como esclavas en Argel. Catorce años más tarde, fueron capturados y esclavizados doscientos cuarenta ingleses de diferentes poblaciones de la costa de Cornualles. (Muchos de ellos regresaron a Inglaterra gracias a que el Parlamento pagó un rescate). Corrían rumores de que hasta sesenta bajeles de guerra berberiscos merodeaban sin descanso el canal de la Mancha, esperando la oportunidad de capturar más mercancía para los mercados de esclavos de Argel y Trípoli. Durante la mayor parte del siglo xvii, las familias inglesas e irlandesas que vivían en la costa se enfrentaban a la posibilidad real de terminar sin previo aviso en una cárcel norteafricana. En 1640 el Parlamento creó una comisión para los cautivos en Argel, que estimó en cinco mil los súbditos ingleses esclavizados en el norte de África. Esas cifras daban a entender que las probabilidades de terminar siendo apresado por los piratas berberiscos eran mucho más elevadas para el residente promedio del condado inglés de Devonshire que el de sufrir un atentado terrorista en cualquier gran ciudad occidental actual.
Desde el punto de vista británico, esta depredación hizo que a los piratas berberiscos les fuera impuesta, de acuerdo con una venerable tradición jurídica, una de las primeras etiquetas del derecho internacional: hostis humani generis, que en latín significa enemigos de toda la humanidad. Asaltar pueblos costeros para secuestrar familias y vender a todos sus miembros como esclavos era una transgresión que iba más allá de las ofensas habituales de quienes demostraban una conducta criminal. Los piratas berberiscos cometían crímenes contra la humanidad que merecían formas más extremas de castigo. Durante siglos, la clasificación de hostis humani generis estuvo reservada exclusivamente a los piratas –Every y sus hombres recibirían tal distinción dos décadas después de que la Marina Real británica “hiciera a Argel entrar en razón”–, en parte porque estos cometían actos atroces que trascendían la criminalidad convencional, pero también porque la mayor parte de tales actos se perpetraron en aguas internacionales, en las que por razones obvias se desdibujaban las jurisdicciones. Declarar a los piratas “enemigos de toda la humanidad” otorgaba a las autoridades en tierra firme la justificación legal para juzgarlos por aquellos crímenes, aun cuando estos se hubieran cometido al otro lado del mundo. En cualquier caso, en el siglo xx el término jurídico hostis humani generis se extendería a un grupo más amplio de forajidos: criminales de guerra, torturadores y terroristas entraron en una categoría que se hacía cada vez más amplia. Inmediatamente después del 11S, John Yoo, el abogado del Departamento de Justicia invocó la tradición del hostis humani generis para justificar el trato extremo dado a los combatientes enemigos en el marco de la guerra contra el terrorismo. Los fundamentos jurídicos que justificaban los abusos cometidos en las prisiones de Guantánamo y de Abu Ghraib quedaron fijados originalmente para hacer frente a las muy particulares afrentas de los piratas en mar abierto.
No faltaba tampoco la hipocresía en la Gran Bretaña del siglo xvii que condenaba a esos piratas berberiscos como enemigos de toda la humanidad. Algunos de los piratas más viles de la historia eran ingleses y se habían enriquecido con pleno respaldo de la Corona. La common law británica de la época trató de disimular esta aparente contradicción creando una laguna técnica, a saber, la distinción entre piratas y corsarios. A efectos prácticos, los corsarios eran casi indistinguibles de los piratas: saqueaban ciudades, robaban tesoros y se apoderaban de barcos, torturando y matando en el ínterin. Sin embargo, lo hacían con la bendición de su gobierno, explicitada esta en una “patente de corso” que depositaba en ellos autoridad para atacar barcos con bandera de otras naciones. “A cambio de esta protección legal –escribe el historiador Angus Konstam– el Estado que había expedido la patente de corso normalmente recibía un porcentaje de los beneficios. Mientras se atuvieran a las normas y abordaran únicamente a los enemigos del Estado enumerados en su patente, los corsarios se escapaban de ser ejecutados sumariamente o en la horca, o condenados a toda una vida de servidumbre en las galeras”.28 Habitualmente a los corsarios solo se les permitía atacar barcos pertenecientes a naciones consideradas enemigas, a las que se había declarado formalmente la guerra. Sin embargo, también estas líneas eran borrosas y los corsarios, que habían desarrollado cierto gusto por el estilo de vida bucanero, se mostraban reacios a renunciar a él cuando se sellaba la paz. “Los corsarios en tiempos de guerra –escribe el primer historiador de la piratería, Charles Johnson, en su Historia general de los piratas–, son el vivero de los piratas que se enfrentan a la paz”.*,29
El corso en Reino Unido existió formalmente a partir del reinado de Eduardo I. Los mercantes británicos que habían sido atacados por piratas recibían lo que se conocía como commission of reprisal o carta de represalia –la antecesora de la patente de corso– que les daba derecho a capturar barcos mercantes de otros países. Técnicamente, la figura jurídica quería promover un estricto ten con ten: los corsarios debían abordar solo los barcos que ondeasen la bandera de los piratas y que les habían robado antes. En la práctica, no obstante, los corsarios no se mostraban tan quisquillosos y a menudo se hacían con muchos más tesoros de los que habían perdido.
El corso se hizo mayor de edad a lo largo del siglo xvi, conforme las relaciones entre Inglaterra y España se fueron haciendo más hostiles, un periodo en el que “el comercio legítimo, el mercantilismo agresivo y la piratería pura y dura se mezclaban y solapaban”, como describe el historiador Douglas Burgess.30 Los galeones españoles transportaban cantidades inauditas de oro, plata y especias desde América a Sevilla. Disimulado el estigma de la piratería gracias a la patente de corso, muchos hombres respetables decidieron hacer carrera como corsarios. El más célebre fue Francis Drake, hijo de un pastor protestante de Devonshire, que circunnavegó el planeta en la década de 1570 y dirigió una serie de devastadores ataques contra puertos españoles en América Central, acumulando tantas riquezas y prestigio en sus aventuras que Isabel I lo armó caballero y él pudo comprar una lujosa casa palaciega en Buckland Abbey, en su Devon nativo, que hoy forma parte del National Trust. Como escribe Burgess: “El colosal éxito de Drake no solo lo convirtió en un héroe, sino en el baremo por el que se medirían todos los futuros piratas”.31
Todo lo anterior nos llevaría a pensar que el joven Henry Every tuvo quizá dos modelos de pirata que cotejar cuando zarpó de Plymouth a bordo de un navío de la Marina Real británica. Por un lado, los mortíferos piratas berberiscos, que no conocían la decencia humana y eran enemigos de toda la humanidad; por el otro, la figura deslumbrante de Drake y otros corsarios de éxito: hombres estimados que habían vivido con gran riesgo y habían corrido aventuras que les habían procurado grandes fortunas. Ser pirata significaba, al mismo tiempo, granjearse el desprecio y enfilar un camino emocionante hacia el respeto, e incluso hacia las armas de caballero. Ambos polos coexistieron durante al menos un siglo sin crear demasiadas disonancias cognitivas por una razón: los piratas de Berbería eran (en su mayoría) norteafricanos y atacaban a familias inglesas inocentes, mientras que Drake y sus colegas asaltaban las colonias españolas del Nuevo Mundo. Que lo primero pareciera una monstruosidad y lo segundo algo merecedor de una orden de caballería tenía que ver con el mero hecho de ir con el equipo de casa y barrer para adentro.
Henry Every no tenía manera de saberlo en esos primeros años de su carrera naval, pero sus acciones terminarían haciendo que esas dos formas de piratería colisionaran entre sí, obligando a los británicos a barajar la posibilidad de que uno de sus celebrados bucaneros fuera un monstruo después de todo.
* N. de la E.: La identidad del capitán Charles Johnson es desconocida, aunque algunos creen, a partir de la teoría de su alumno John Robert Moore, que se trata de un seudónimo de Daniel Defoe, lo que ha llevado a publicar en ocasiones esta obra bajo su autoría.
27 Van Broeck, 1980, pp. 3-4.
28 Konstam, 2008, pp. 553-558.
29 Johnson, 1999, p. 2.
30 Burgess, 2009, pp. 21-22.
31 Ibíd., pp. 27-28.
v
Dos tipos de tesoro
surat
24 de agosto de 1608
El galeón mercante Héctor había echado el ancla en la desembocadura del río Tapti, en la costa occidental de la India, a finales de agosto de 1608. Llevaba más de un año navegando. Había zarpado desde Londres y, tras largas escalas de aprovisionamiento en Sierra Leona y Madagascar, había bordeado el Cuerno de África. Para los indios que vivían a las orillas del río, la presencia de un navío mercante europeo en la boca del Tapti no era nada nuevo, pues a apenas catorce millas curso arriba se encontraba la ciudad portuaria de Surat, epicentro del comercio proveniente del mar Rojo. Sin embargo, un observador atento habría notado algo inusual en el Héctor. En una época en la que los portugueses ostentaban el monopolio del comercio occidental con la India –tradición iniciada con el famoso viaje de Vasco da Gama de 1499–, la llegada del Héctor marcó un punto de inflexión importante en las relaciones entre la India y Europa. Era el primer barco británico en arribar a las costas del subcontinente indio.
A bordo viajaba un representante de la Compañía de las Indias Orientales llamado William Hawkins, quien había sido despachado por esta para investigar la posibilidad de abrir nuevas vías comerciales con la India. La atenuación general de las tensiones tras la firma del Tratado de Londres de 1604, que ponía fin a la Guerra anglo-española, llevó a creer a los gobernadores de la compañía que los portugueses tolerarían la presencia de otros comerciantes en los puertos indios bajo su control. Los recientes problemas sufridos en las islas de las Especias empujaron a los dirigentes británicos a buscar nuevos mercados. Hawkins llevaba consigo una carta del rey Jaime dirigida al Gran Mogol Jahangir, solicitando al sultán que concediera “libertad de tráfico y privilegios razonables que garanticen la seguridad y el beneficio económico”.32
En Surat, a Hawkins se le informó inicialmente de que el gobernador local “no se encontraba bien” y no podría recibirlo. (En su diario, Hawkins dice sospechar que la causa de su indisposición no era otra que el opio, y no un problema de salud). En su lugar, fue recibido por el shahbander, el capitán marítimo de ese puerto: “Le hice saber que nuestra intención era establecer una factoría en Surat –dejó escrito Hawkins en su diario– y que tenía una misiva para su rey de Su Majestad el rey de Inglaterra en el que se da cuenta de este mismo propósito, y también Su Majestad expresa su deseo de aliarse y entablar relaciones de amistad con su rey, de manera que sus respectivos súbditos puedan libremente ir y venir, comprar y vender, como es costumbre de todas las naciones, y que mi navío viene cargado con mercancías de nuestras tierras que, a tenor de lo transmitido por viajeros que ya han visitado estas partes, se pueden vender allí”.33
En un primer momento pareció que este acercamiento de Hawkins sería recibido favorablemente. La mañana posterior a su encuentro con el capitán del puerto, el inglés supo que el gobernador ya se encontraba recuperado y podría recibirlo. Vestido con un historiado atuendo de tafetán escarlata bordado de plata, diseñado especialmente en Londres para dar enjundia diplomática a la visita, Hawkins entregó al gobernador diversos presentes y recalcó el deseo de entablar relaciones comerciales con el sultanato de Jahangir. “Me atendió con gran gravedad y mostrando abierta gentileza –escribe Hawkins–, dándome una cordial bienvenida y asegurándome que aquel país estaba a su disposición”. La bienvenida, no obstante, fue efímera. Un oficial de la aduana llamado Muqarrab Jan confiscó parte de las “mercancías vendibles” que Hawkins había esperado vender a los mercaderes de Surat; el resto cayó en manos de los portugueses, que también aprehendieron a la mayor parte de la tripulación del Héctor, declarando que “los mares indios pertenecían en exclusiva a Portugal”. Esquivando varios complots para asesinarlo, Hawkins pudo escapar con dos hombres y emprendió una larga marcha a pie hasta la capital de Agra, con la esperanza de que el Gran Mogol en persona se mostrase más receptivo ante la propuesta de “amistad” del rey Jaime y los comerciantes de la Compañía de las Indias Orientales británica.
La pertinacia de Hawkins terminó dando sus frutos. En Agra encontró una opulenta ciudad de espectacular grandiosidad arquitectónica, con fuertes y palacios construidos con la característica piedra caliza roja de la región. (Las cúpulas de mármol marfileño de la estructura más famosa de la ciudad, el Taj Mahal, no se levantarían hasta tres décadas más tarde). Flanqueaban el río Yamuna lujuriantes jardines tropicales, repletos de estanques octogonales, pabellones y mausoleos. Al final de un viaje que trajo consigo “no pocas penalidades, tráfagos y peligros”, Agra les debió de parecer un lugar salido de un sueño.
La recepción de Hawkins ante la corte de Jahangir se probó mucho más provechosa que sus primeros encuentros con el gobernador de Surat. Habiendo perdido casi todos sus “productos vendibles” a manos del capitán marítimo de Surat y los portugueses, Hawkins solo pudo ofrecer “un humilde presente”, consistente en unos tejidos, como tributo al Gran Mogol. Sin embargo, la carta del rey Jaime cautivó la atención de Jahangir. “Se dirigió a mí con toda cortesía –escribiría Hawkins más tarde–, prometiéndome por Dios que me concedería de grado todo lo que mi rey solicitaba en su carta, y más aún, si Su Majestad lo requería”. Los dos hombres descubrieron que tenían un idioma en común, el turco, y en una larga conversación sobre las distintas naciones de Europa comenzó a pergeñarse una compleja amistad que se prolongaría durante casi cuatro años.
La travesía desde Surat había despojado a Hawkins de casi todas sus pertenencias y en ella a punto estuvo de perder la vida varias veces. De la noche a la mañana, merced al Gran Mogol, se vio llevado en volandas a una vida llena de lujos. Jahangir declaró que Hawkins debía ejercer como “embajador residente” en Agra. Según el historiador William Foster, “fue nombrado capitán de una compañía de cuatrocientos caballos, se le asignó una prestación cuantiosa, desposó a una doncella armenia y ocupó un lugar entre los grandes de la corte”. Hawkins se deshizo de su raído atuendo de tafetán y empezó a vestir “de la guisa de un noble mahometano”.
Durante su estancia en Agra, Hawkins hizo importantes aportaciones al venerable género de la literatura “orientalista” y contribuyó a que los europeos se maravillaran ante la opulencia de las élites indias. Toda la segunda mitad del diario que Hawkins escribió en la India es un minucioso inventario del extravagante estilo de vida del Gran Mogol: “Su tesoro es como sigue”, anuncia Hawkins para proceder luego a enumerar sus “monedas de oro”, las “gemas de toda clase”, las “piedras preciosas engarzadas en oro”, las “bestias de toda condición”, hasta el mobiliario incrustado de joyas de palacio:
Hay cinco tronos de Estado, de los cuales tres son en plata y dos en oro; y hay otros tipos de asientos, cien en total de plata y de oro; suman en total ciento cinco. […] Hay doscientas ricas copas de vidrio. Hay cien jarras de vino, muy hermosas y ricamente decoradas con joyas. Hay quinientas copas de beber, de las cuales cincuenta son muy ricas, a saber, están hechas de una pieza en rubí de Balay, y también en esmeralda, en piedra eshim, en piedra turca [turquesa] y en otros tipos de piedras. Hay asimismo un número infinito, que solo el guardián conoce con precisión, de perlas, de collares con gemas de todo tipo engastadas, de anillos con ricos brillantes, rubíes y también rubíes de Balay, con viejas esmeraldas.34
La fascinación de Hawkins por las riquezas sin parangón del tesoro mogol nos recuerda la importancia del marco conceptual que modeló los encuentros entre Europa y la India en este periodo: muchos europeos dan por hecho que la India era la más rica de esas dos culturas. Midiendo puramente la producción de bienes de lujo, no había punto de comparación. Los economistas, no obstante, creen hoy que el PIB per cápita de la India del siglo xvii era cercano al de la Europa coetánea, pero en aquella la riqueza estaba mucho más concentrada en manos de las élites. Puesto que principalmente se conocían los palacios, jardines y el resto de los espacios de la clase alta, pensados para hacer ostentación, la India parecía a los europeos más avanzada, rica y civilizada que su continente de origen.
En su descripción del atuendo del Gran Mogol Jahangir, Hawkins apunta un posible origen de sus vastas riquezas:
Hace gala de una riqueza desmesurada de diamantes y otras piedras preciosas, y de diario suele lucir un bello diamante muy valioso. […] Viste además una cadena perlas, de gran belleza y esplendor, y otra cadena de esmeraldas y rubíes de Balay. Prende en su turbante gran número de hermosos rubíes y brillantes. No ha de extrañar al visitante tales riquezas de joyas, oro y plata, pues las acumularon él y sus antecesores, que conquistaron muchos reinos y durante mucho tiempo reunieron riquezas, todas las cuales llegaron a las manos del rey. De nuevo, todo el dinero y gemas que sus nobles atesoran van a parar a sus manos cuando estos desaparecen. El Gran Mogol entrega a las viudas e hijos de los nobles la cantidad que le place y así se acostumbra con todos aquellos que reciben paga y sustento del rey. La India es rica en plata, pues todas las naciones traen su moneda y compran con ella mercancías, y esta moneda es enterrada en el país y no vuelve a salir.35
“Esta moneda es enterrada en el país y no vuelve a salir”. Esta línea podría servir de eslogan para el programa económico de la India en aquel momento. Desde la época romana, la India mostró poco interés en los productos que los europeos ofrecían a cambio de especias, tejidos y demás bienes que tan valorados eran por los consumidores occidentales. Si los europeos querían pimienta en sus mesas o vestirse de calicó tenían que pagar en plata. Sin embargo, en lugar de ponerse a trabajar esa riqueza, la mayoría se quedó en la ostentación que había embebido a Hawkins y sus contemporáneos. “La India llevaba tiempo siendo considerada ‘un abismo de oro y plata’ –escribe el historiador John Keay–, que se hacía con lingotes de plata provenientes de todo el mundo pero que luego anuló su potencial económico fundiendo el metal precioso y dedicándolo a fabricar pulseras, brocados y otros artículos de lujo”.36 El oro llegaba a la India en forma de moneda, pero terminaba convertido en adornos, como si uno ganara la lotería y forrase su casa con billetes. En cualquier caso, en los albores del siglo xvii, no podía negarse el éxito del modelo económico impulsado por los mogoles. Si el objetivo era reunir una gigantesca fortuna, el camino emprendido por los Grandes Mogoles –y, dicho sea de paso, por el rey Jaime y el resto de monarcas europeos– parecía ser el más viable.
Sin embargo, William Hawkins no era solo el emisario del rey Jaime. También fue una especie de heraldo del futuro. Estaba en la India representando tanto a un Estado nación como a una empresa privada: la Compañía de las Indias Orientales.
Esto es lo que, en última instancia y en perspectiva, confiere especial importancia a aquel encuentro entre Hawkins y Jahangir: fue el primer contacto entre dos estrategias muy distintas de acumulación de riquezas. La primera era un viejo truco, casi tanto como la agricultura: declararse emperador, rey o mogol y extraer las rentas de todas las personas sometidas en forma de gravámenes y aranceles. Este enfoque tenía un largo historial de éxitos: el “número infinito” de joyas y gemas que poseía Jahangir marcaba el tope de los retornos de tal estrategia, que en ese momento histórico no era raro alcanzar. Si uno quería unirse al club de los multimillonarios en el siglo xvii, la vía más rápida era aquella etiqueta, enteramente ficticia, de la “sangre real”. Pero eso estaba a punto de cambiar. En unos pocos siglos, las monarquías se convertirían en pensionistas de clase alta y vivirían de las aún cuantiosas pero siempre decrecientes ayudas públicas. El dinero de verdad había que hacerlo de otra manera.