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Dalia ahora también quiso ser abeja. Ahora era ella quien acariciaba los pechos potentes de Rosa mientras su boca libaba el mismo néctar que antes había buscado su chica. Esta gemía más suavemente, a la par que los jadeos de Eva volcaban su cálido aliento en mi hombro. Ya no sentía la boca de Jasmine en mi miembro; ahora era su mano la que me masturbaba mientras ella imitaba a Dalia en el sexo de mi amiga. Así estuvo unos minutos, hasta que empezó a atender nuestros genitales de forma alterna, sin atenderse a sí misma para nada. Su expresión seguía siendo nula; su mirada, igual de intensa, como si la cosa no fuera con ella pese a que era la que más se estaba esforzando en esa ruleta de placer que había comenzado con un gemido oído en el baño. Eva puso los ojos en blanco, lanzó un gemido tan fuerte que borró sus anteriores jadeos y un chorro de lujuria salió expelido de su sexo, bañando literalmente a Jasmine, que solo entonces pareció inmutarse un poco. Se limpió un poco la cara con las manos, lo justo para poder abrir los ojos, y volvió a mi falo, ahora imprimiendo más energía a su accionar, como si buscara que yo también me corriera y completar aquel baño de fluidos que acababa de comenzar. Chupaba, me masturbaba, me acariciaba el cuerpo y todo esto sin apenas alterar su rostro. Pero en sus movimientos, ahora algo más enérgicos, parecía que aquel squirting que le había caído encima hubiera despertado a Jasmine y por fin hubiera alguien habitando ese cuerpo que hasta entonces parecía estar poseído por la nada.
Las chicas de la habitación ahora eran a la vez flor y abeja. Estaban haciendo un 69 y la energía parecía brotar también en ellas. Su orgasmo estaba cerca y el mío no tardaría. Jasmine ahora había vuelto a lamer el sexo de Eva, como si lo limpiara antes de besarme y darme a probar los jugos de mi amiga. Levantó una pierna, que sostuve en alto como si de un acto reflejo se tratara, y se introdujo mi miembro en su sexo. Ahora era yo el impávido, reaccionando por instinto a las cosas, pero sin ser capaz de mucho más. Aquel Jardín de los Deseos me había atrapado por completo. Jasmine se movía frenéticamente, buscando su orgasmo por fin, consciente de que el mío vendría pronto también. Dalia y Rosa seguían a lo suyo, con movimientos cada vez más convulsos y gemidos más poderosos; Eva se acariciaba sola, tirada en el pasillo, mientras Jasmine parecía convulsionar y gritaba ya de puro placer. Se agarró a mí, clavando las uñas en mis hombros, y un fuerte alarido de placer quebró aquel ambiente dominado por los gemidos de Dalia y Rosa sumados a los jadeos, ya ausentes, de Eva. Volvió a su relax inicial, a ponerse de rodillas en el suelo, a engullir mi polla con el ansia de hacía un rato. Las chicas de la habitación estallaron de placer, cambiando los gemidos por jadeos, el 69 por caricias ahora más suaves, su enérgico accionar por un relajado abrazo y besos en la cama. Y yo saqué mi miembro de la boca de Jasmine, llegando al éxtasis, que bañó de mí sus pechos y su barbilla. Luego nuestros cuerpos yacieron inertes junto al de Eva, en el suelo, y harían falta unos minutos antes de que nos pudiéramos volver a las habitaciones.
Fue el oído quien me guio a lo que pude ver. Pude degustar los jugos de Eva a través de Jasmine, cuyo tacto en mi sexo me hizo llegar a tal placer. Pude oír los jadeos de Eva, pude sentir el placer de Jasmine, pude incluso meterme en la piel de las chicas y experimentar cómo mis sentidos se intercambiaban con los suyos. Sí, quizá en este Jardín de los Deseos los sentidos fuesen la mejor guía. Y no, no me he olvidado del olfato. Porque, ante esta experiencia, me huelo que en cuanto se pueda lo vamos a repetir.
Yuye y el turno de Miguel
Pasaron algunas semanas hasta que volvimos a quedar con Josela y Miguel. Es cierto que Yuye y yo lo habíamos pasado genial con ella en aquel trío que improvisamos gracias al vicio contenido de nuestra amiga, a la ausencia de Miguel y a la picardía de Yuye en provocarla. Pero Josela había estado muy dubitativa desde entonces, dudando entre contar o no la experiencia a su marido, tan chapado a la antigua y tan cerrado a cambios en su forma de ver las cosas. No obstante, Yuye tenía un plan para tratar de que Miguel entrase también al juego y abandonara sus tabúes. Ella los conocía mejor que yo y sabía que, al igual que Josela, estaba deseando romper sus cadenas y prejuicios. Miguel tenía deseos enterrados en su ser que estaban deseando salir.
Yuye se compinchó con Josela, que tras varios días de reflexión entendió que quizá se sentiría mejor si ambos tuvieran un secreto que callar y una nueva apertura que plantearse. Mi chica y yo nos encargaríamos de eso. Al fin y al cabo, ella había disfrutado de aquella liberación que supuso aquel trío y quería seguir experimentando. El problema para ello dormía cada noche a su lado. Así que volvimos a quedar con ellos a comer en su casa, como de costumbre. Como siempre, llevamos el vino y algo de postre. Ellos tenían pensado hacer un guiso tradicional, especialidad de Miguel. Josela le asistía en la cocina como ayudante; les encantaba cocinar y se lo repartían. Solíamos bromear con él diciendo que menos mal que en algo se había adaptado a los tiempos con lo carca que era para todo. Precisamente, aquel día estábamos dispuestos a que avanzara en algo más.
La comida transcurrió de forma amena, como siempre, con las típicas bromas y chascarrillos. El vino se acabó pronto y los postres dieron paso a una sobremesa de las de café, copa y pitillo, pues no éramos mucho de fumar puros. Esta vez dejamos a Miguel elegir película mientras reposábamos la comida. Nos tumbamos las dos parejas en el enorme sofá y Yuye ya estaba lista para comenzar con su plan. Estaba a mi lado, flanqueada por mi cuerpo y el brazo del sofá. Dejó pasar un tiempo prudente antes de, con disimulo, sacar su móvil y llamar a Josela sin que nadie la viera. Josela simuló hablar con alguien mientras se alejaba hasta la cocina. «Tengo que irme, vuelvo en un rato. Mi madre necesita que la ayude». Salió con rapidez y nos dejó a los tres solos. Yo iba cerrando los ojos, haciéndome el dormido. Todo estaba listo para sacar a Miguel de sus tabúes y darle a conocer la libertad y la perversión.
«Hace calor aquí», dijo Yuye despojándose de su camiseta y dejando sus pechos al aire. La táctica más vieja del mundo para provocar al hombre más antiguo del mundo. Miguel no podía apartar la mirada de aquellas tetas firmes y medianas que le saludaban con descaro. Ella sonrió picarona. «No te asustes, no te van a morder. Tú a ellas… puede». Miguel sudaba, apabullado por la situación. Una mujer estupenda, su pareja durmiendo y Josela fuera de casa. Era la ocasión perfecta para echar una cana al aire si se daba la situación. Yuye hurgaba más en el asombro de nuestro amigo. «¿Quieres tocarlas?». Miguel señaló con su dedo hacia mí y Yuye hizo un gesto como restándole importancia. «Vamos, tonto, tócalas si quieres». Miguel acercó tímidamente sus manos y se estremeció al notar la tersa piel de mi chica y sus pezones duros. Se ve que a Yuye también le estaba dando mucho morbo la escena que ella misma había montado.
Poco a poco fue perdiendo la vergüenza y amasando con sus manos los pechos de mi chica. Ella desabrochó su camisa y dejó al aire el torso peludo de nuestro amigo. Miguel se iba viniendo arriba, como bien reflejaba cierta parte de su pantalón, y empezó a mordisquear y chupar los pezones de Yuye. El pájaro ya estaba en la cazuela. Ella tiró de él para hacerlo levantar y bajó sus pantalones de un tirón, dejando el miembro erguido de Miguel al descubierto… por poco tiempo, lo que tardaron en apresarlo las fauces excitadas de mi chica. Él, entre excitado y sorprendido, agarró el pelo de mi chica y comenzó a acompañar sus movimientos. De vez en cuando me miraba, como si una instantánea culpabilidad le visitara por momentos, aunque no daba marcha atrás y seguía dejándose hacer. Estaba claro que había caído totalmente en la tentación aunque a ratos tuviera las típicas dudas de quien, con su mentalidad, está recibiendo una mamada de la novia de su amigo mientras este duerme a su lado.
Yuye se sentó en el sofá y abrió las piernas. Miguel no tardó en pegar su boca al sexo de mi chica y desplegar su repertorio de lametones, succiones en el clítoris e incluso algún mordisco en la vulva del volcán de mujer que tenía delante. Poco duró el festival, puesto que la excitación lo empujó a penetrarla y provocar los gemidos propios de una mujer disfrutando de la situación. Hice como si me despertara suavemente y los observara. Yuye sonreía con cierta perfidia y yo me acerqué lentamente. Miguel observaba atónito, aunque sin dejar de follar a mi chica, mientras yo me acercaba e introducía mi falo en aquella boca llena de vicio. Entre los dos colmamos a Yuye de lujuria, vicio y… pollas. Nuestro amigo no tardaría en liberarse por fin del pudor y la sorpresa de la situación: levantó un poco más las piernas de mi chica y, ni corto ni perezoso, la empaló por detrás así que vio su culito a tiro. «Hay que joderse con el carca», pensé para mí. Y volví a pensarlo cuando comenzó a alternar los orificios de Yuye, que gemía con fuerza ante las embestidas cada vez más desinhibidas de Miguel. Yuye pidió cambiar de postura y Miguel se sentó en el sofá, viendo cómo mi chica pasaba a cabalgarlo y yo aprovechaba para entrar por la puerta de atrás. Una doble penetración que se vio interrumpida cuando Josela entró por la puerta.
«Vaya, no lo pasáis nada mal», dijo aparentando cierto enfado. Había vuelto antes de lo previsto. Se había salido del plan, pero le costaba mantener la cara seria ante la satisfacción que le producía lo que estaba viendo. Miguel palideció por un momento, hasta que vio que Josela se quitaba la ropa según se acercaba y se unía a nosotros. «Bienvenido al siglo XXI», le dijo antes de sellar su boca con uno de sus enormes pechos. Yuye ya estaba dando cuenta del otro mientras yo me deleitaba con la escena y me alegraba de ver a mi amigo por fin disfrutando de esos deseos que siempre había reprimido. Yuye y yo nos apartamos de Miguel para ceder la cabalgadura a Josela. Los dejamos un poco a su aire mientras yo seguía follando el culo de mi chica a escasos centímetros de ellos. Miguel estiró el brazo para sobar los pechos de Yuye mientras yo besaba a nuestra anfitriona en una postura casi imposible. Josela y mi chica se cambiaron los lugares, viendo ahora cómo Josela por fin permitía que yo la follara ante el hecho de que su marido hacía lo mismo con Yuye. Ya no habría miedo de que él se enfadara con ella ni a proponerle juegos de ese calibre.
Miguel se levantó mientras mi chica se escurría por el sofá hasta colocarse debajo de nuestra amiga, improvisando un 69 mientras nosotros íbamos aprovechando que sus orificios más íntimos quedaban descubiertos. A Miguel le costaba un poco ver a su mujer con otra chica, pero en ese momento no había espacio para remilgos y siguió gozando de la situación. No tardó en dejarse vencer por la excitación y eyacular abundantemente sobre el vientre de mi chica, que compartía los efluvios recibidos con los pechos de Josela. Yo aparté a esta para correrme en la boca de mi chica y ver cómo nuestros amigos contemplaban excitados la escena.
Eran una pareja chapada a la antigua, pero solo necesitaron un par de amigos perversos para conocer nuevas dimensiones de placer. Ahora las comidas resultaban más placenteras. Incluso siendo después de comer.
Relato ganador de la II edición de los Premios Pimienta, organizada por Parlib.es y Gente Libre.
La Luz del sur
Caía la tarde cuando llegué. El sol se ponía, tornando en dorado y cobrizo el cielo de la Tacita de Plata. Había estado unos meses fuera y parecía nuevo en Cádiz, donde había vivido algunos años. No sé qué tiene esa ciudad, pero cuando sales de ella un tiempo y vuelves es como si volviera a cautivarte con sus vistas, a conquistarte con su horizonte, a embelesarte con tanta historia viviente en cada piedra, en cada balaustrada, en cada rincón… Hermosa hija de fenicios y romanos, de visigodos y musulmanes, donde cada visita parece que depara nuevas emociones. En realidad, creo que solo dos sentimientos se mantienen entre dos visitas separadas a la ciudad: el regocijo de la vista ante su salada claridad… y el cabreo que produce lo difícil que es aparcar.
Luz llegaría a la mañana siguiente. Gaditana de nacimiento, emigrada en busca de trabajo como casi toda su generación y con el eterno deseo de volver a su ciudad a cada ocasión que se presentaba, como casi todo aquel que sale de su tierra. Por fin íbamos a coincidir tras tantos años sin vernos, y es que Luz había sido mi vecina los dos primeros años de mi periplo gaditano. Era una joven morena y de cabellos ensortijados. Su mirada penetrante le daba un aspecto místico a la par que exótico. Una mirada que había sido mi embeleso durante los dos años que vivíamos pared con pared. Cuántas veces no habría entretenido un poco el tiempo, remoloneando en la casapuerta (el portal) antes de subir a casa, sabedor de que estaría por llegar. Cuántas veces no habría sido bueno un día hasta que le daba los buenos días. Ahora mis pensamientos le daban las buenas noches mientras me iba a descansar, sabiendo que por la mañana recogería en la estación a aquella belleza con ojos de hierbabuena.
«Chiquillo, mira p’acá, que estás apazguatao». Sí, su desparpajo era inconfundible. Andaba yo tan absorto mirando el móvil mientras llegaba que a la hora de la verdad no la vi venir. No sabía si reír o sonrojarme, porque varias personas miraron ante la peculiar llamada de mi amiga. Pero ahí estaba, con esa sonrisa casi infantil mientras su mirada felina conservaba su intensidad de siempre. Era una presencia embriagadora y ahora, además, había cogido unos kilos más que le sentaban de maravilla. Era como si en estos años su belleza hubiera terminado de madurar, conservando sus rasgos juveniles, pero con el refuerzo de unos años y esos nuevos kilos bien distribuidos. En definitiva, que estaba más guapa que nunca. Y con ese gracejo suyo de siempre.
En realidad, recogerla era más un deseo y una formalidad que otra cosa. La estación de tren en Cádiz no está apartada, ni mucho menos. Lo cierto es que en Cádiz casi nada lo está. A lo sumo, el Ventorrillo del Chato, un restaurante a pie de playa a mitad de camino hacia San Fernando. Pero poco más. Salimos de la estación, cruzamos hacia la antigua fábrica de tabaco y paramos a desayunar en una terraza en la plaza de San Juan de Dios. Y la casa de Luz estaba en el segundo piso, sobre la cafetería en cuya terraza estábamos degustando nuestros cafés y unas tostadas con aceite y tomate. No tardamos en separarnos momentáneamente. Yo fui a recoger mis cosas al hostal, ya que ahora dejaría la habitación y me quedaría con Luz en su casa. Ella aprovechó para subir su maleta y descansar un poco mientras yo llegaba.
Cuando llegué a su casa, toqué el telefonillo. Más que nada por decirle que era yo, porque la casapuerta siempre había estado abierta. Yo mismo la había conocido así cuando era vecino de Luz. «Sube, melón, que ya sé que eres tú», me dijo antes de que hubiera dicho nada. Subí, cerrando la puerta tras de mí y dejando mi maleta a un lado. Luz acababa de salir de la ducha, secándose según recorría la casa, buscando esto y aquello para irse vistiendo. Viendo mi cara ante su despampanante figura, sonrió con picardía. Aún se acercó, jugando con sus manos en sus pechos. «¿Qué te pasa, picarón, que te has quedado más tieso que las mojamas?», parecía bromear. Pero de repente noté su mano recorriendo alguna parte de mi pantalón. «Ya quisiera alguna mojama estar tan tiesa como esto», soltó sin reparo alguno. Yo no sabía qué hacer, sabedor del humor de mi amiga, aunque con la perturbación de ver tan cerca el deseo de años y años de aquella, mi antigua vecina. Quizá fuera la diosa Fortuna o quizá fuera mi amiga, pero alguien se apiadó de mí. «Voy a vestirme, anda, que llegamos tarde». De alguna manera, suspiré. La había deseado lo suficiente y el suficiente tiempo como para haberme abalanzado ahí mismo y en ese mismo instante sobre ella. La habría tomado cual si fuera mía y me habría entregado para convertirme en suyo. Pero quizá este paréntesis que me había brindado la prisa era una oportunidad para digerir lo que, parecía, podía pasar entre nosotros. Ya se sabe, el deseo está bien cumplirlo siempre y cuando no se nos vaya de las manos el ansia.
Llegábamos tarde, sí. Habíamos quedado para hacer una ruta por la ciudad con un grupo de turistas. Luz había trabajado como guía por la ciudad alguna vez y conocía esos rincones tan interesantes que se esconden y se muestran por la ciudad trimilenaria: la catedral, el teatro romano, la Torre de Tavira; puntos señeros que no te puedes perder como la Alameda, el parque Genovés, la playa de la Caleta; lugares de obligada visita como el Gran Teatro Falla, la plaza de San Antonio… Y es que da igual si vives allí, si has vivido allí o si llegas por primera vez. Te sigue seduciendo como el primer día.
La ruta concluía en la misma plaza de San Juan de Dios y no estábamos lejos. Estábamos en el barrio del Pópulo, mostrando a aquel grupo sus callejuelas y callejones. Algún sutil roce habíamos tenido aprovechando la estrechez de algunos espacios. Alguna vez me buscaba ella, otras veces la busqué yo… Ya me tocaba perder la vergüenza al sentirme provocado por aquella Luz del sur, por aquella hermosa mujer a la que tanto había deseado en silencio, ignorante de su correspondencia. Ahora llevaba todo el día provocándome y decidí hacer lo propio, pues no devolver la gentileza es no apreciarla ni merecerla.
Concluyó la visita a tiempo para un piscolabis que haría de merienda-cena. Seguíamos coqueteando en la mesa; una mano por aquí, un pie inquieto por allá, un dedo rozando un labio por acullá… No tardamos en entrar en su casa arrasando con todo, besándonos apasionadamente contra cada pared, cada mueble, cada rincón de la casa. Ni sabíamos dónde caía cada prenda de ropa, con qué tropezábamos o qué nos impedía dar algún paso que otro. Ahí estábamos, desnudos, cegados por un torrente de pasión construido gota a gota y que ahora quería salir de golpe; yaciendo en su cama a oscuras, sin más luz que la que lograba entrar por alguna rendija de su persiana. Ella había conquistado mis caderas, aprisionándolas con sus muslos mientras yo, tumbado boca arriba, la observaba erguirse sobre mí.
Galopaba mi amazona mientras echaba hacia atrás su cabeza, despejando su rostro de la cobertura que su cabello había improvisado y alzando los brazos para ello de forma que su busto prominente destacaba en su figura. Mantenía el equilibrio con los brazos levantados, como si se agarrase a una barra imaginaria sobre la que apoyarse mientras su cuerpo marcaba el galope sobre mí y yo no podía más que mirarla y agradecer al cielo por ver cumplido mi deseo. Pero no me quedaría mucho más así y, con un movimiento de piernas, conseguí desequilibrarla y que cayera sobre el colchón para abalanzarme sobre ella, colocarme sobre su pierna y, levantando la otra, penetrarla con la misma fuerza con la que ella me había cabalgado.
Me miraba satisfecha de ver cómo me había desatado y aquel hombre tímido que fumaba en la casapuerta para aspirar a verla apenas unos segundos por fin estaba dejándose llevar por la pasión subsiguiente al deseo correspondido. Por fin, Luz sabía que a mis ojos era ella la más plena luz y no solo un destello. Chocaban nuestros cuerpos, chasqueaban y sudaban juntos, se sacudían nuestras carnes por la inercia y el movimiento… Me acerqué para besarla brevemente y la hice girar hasta darme la espalda para poder tomarla desde atrás, en la postura del perrito. Reposaba mi espalda como en un respaldo imaginario para que mi cuerpo, echado ligeramente hacia atrás, favoreciera una sensación de mayor profundidad, como si mi falo entrase aún más profundo de lo que ya lo estaba haciendo. Al tiempo, mis manos asían a Luz por sus poderosas caderas y la fuerza con que tiraba de ella, unida a la energía de mis propias embestidas, resultaba en una lujuriosa colisión que se sazonaba de gemidos y jadeos.
Exhausto, volví a colocarme junto a ella y Luz volvió a encaramarse sobre mí, solo que en lugar de cabalgarme se inclinaba para poder besarnos y, de vez en cuando, aprovechar la cercanía de sus hermosos pechos para dar cuenta de esos pezones que deseaba devorar. El ritmo bajaba, nuestros cuerpos no daban mucho más de sí tras el éxtasis explosivo al que nos condujeron nuestras propias sensaciones. Yo creía que la luz del sur era ese sol de la costa gaditana y me equivocaba. La sublime Luz del sur era esa bella dama con la que me quedé dormido.
Yuye: bacanal de liberación plena
Si bien cuando mi chica y yo gozamos de liberar a Josela de sus tabúes tardamos semanas en volver a quedar con ellos por la incomodidad que sentía nuestra amiga, ver más liberado a Miguel atenuó mucho esas tensiones.
Aquel trío nuestro con Yuye y la posterior llegada de Josela, que se unió a nosotros, habían enterrado aquellos tabúes en que habían vivido tantos años y les habían metido en el cuerpo la sensación de haber perdido el tiempo con tabúes y prejuicios de épocas ya pasadas. Apenas tardaron una semana en volver a llamarnos y proponernos quedar para cenar. Era obvio que ver a Miguel despojado de la necesidad de ocultar sus deseos facilitaba a Josela su desinhibición y llevar la vida sexual de aquella pareja a otro nivel. Pero aún estaban, por así decirlo, aprendiendo a andar y no querían aún soltarse de nuestra mano.
Yuye eligió esta vez llevar cava en vez de vino y los postres se vieron sustituidos por un juego de mesa que ella había comprado en un sex shop. Era increíble cómo esta mujer era capaz de planear una velada si había buen sexo y mucho morbo en el horizonte. Se veía que estaba ilusionada; llevaba mucho tiempo deseando ver a nuestros amigos salir de ese crisol de prejuicios, tabúes y pudor sin sentido para traerlos hacia los placeres del mundo liberal. ¿Por qué encerrarse en la vida tradicional cuando había todo un mundo de deseos y placer esperando a ser disfrutado? ¿Por qué dejar pasar la vida sin gozar de lo que nos ofrece? ¿Por qué quedarse solo con esa ínfima parte que las imposiciones culturales, sociales y religiosas nos «permitían» disfrutar pudiendo conocer mucho más que eso? Yuye era capaz de cuestionarse tales cosas y al final podía demostrar que su libertad sexual y su ansia de disfrutar no eran fruto del vicio, la depravación y la perversión que cualquier mente antigua nos atribuiría; simplemente, para ella era una filosofía de vida.
Llegamos por fin a la casa de nuestros amigos. Miguel nos abrió como siempre. Hoy Josela estaba preparando unas tablitas con picoteo, en plan ligero. Teníamos la sensación de que la cena era lo de menos y tenían ganas de pasar, como suele decirse, al turrón. No obstante, Yuye estaba dispuesta a manejar los tiempos. En el fondo, era lo que hacía siempre. Con Josela esperó el momento justo para provocarla, con Miguel urdió todo el plan para tentarlo hasta que cayera… Hoy venía a tiro hecho y sabiendo lo que se hacía, pero dispuesta a seguir dirigiendo aquella orquesta de lujuriosa sinfonía, consciente de que era mejor construir situaciones que pasar simplemente al sexo por el sexo.
«Poneos cómodos», dijo amable nuestro anfitrión. Llevaba ropa suelta e iba descalzo. Nada comparable a sus típicos vaqueros y camisas de cuadros, que repetía hasta que se les gastara el color por tanto uso. Josela llevaba una bata de seda con motivos orientales. De haberse recogido el pelo parecería que fuera vestida de geisha. La ropa suelta de Miguel y la bata japonesa de Josela nos hacían suponer que no llevaban nada debajo. Yuye solía dejar siempre algo de ropa en la habitación que solía ocupar cuando compartía aquel mismo piso con ellos. Sacó una camiseta ancha y un pantalón suelto y cómodo para mí, mientras que ella se puso su clásica camiseta de tirantes y sus shorts ajustados. Cenamos con relajación, con Yuye siempre intentando atemperar el ansia de nuestros anfitriones. Nos sentamos frente a frente las dos parejas, Yuye frente a Miguel y yo frente a Josela. Cada cual jugaba a seducir a quien tenía enfrente y a quien tenía al lado. Que si te doy de comer este canapé, que si te limpio esta gota de agua, que si un pie descalzo te acaricia la pierna subiendo hasta donde ambas piernas confluyen…
Poco a poco los pezones se hacían notar bajo la ropa como los miembros viriles advertían de su presencia aún por dentro de la ropa, por suelta que esta fuera. En una de mis rondas de piececitos con Josela tropecé con la pierna de Yuye, que también jugaba a provocar a nuestra amiga. Miguel ya estaba lo bastante excitado y mi chica solo buscaba prender la mecha para una explosión sexual que ahora, tras un par de horas de coqueteo sutil, era lo que nos pedía el cuerpo. «Mira cómo me estás poniendo», decía Josela señalándose los pezones con el dedo. «Pues mira tu marido. Está tan empalmado que podría coger wifi», le respondí divertido. «Tú tampoco es que estés muy relajado», dijo Yuye desabrochando el velcro de aquel pantalón y dejando a mi miembro respirar aire puro. «Tía, abrígale ese miembro, que se le va a resfriar», dijo Miguel divertido. A lo que Yuye respondió obedeciendo y abrigando mi polla… con su boca. «Deja algo para los postres», dijo entre risas Josela. «Pues ven, pruébalo tú», respondió Yuye, que vio su reto recogido por nuestra anfitriona cuando esta cruzó por debajo de la mesa para cobijar mi desamparado miembro entre sus fauces. Miguel se levantó y apartó la parte de la bata que cubría el culo de su esposa al tiempo que Yuye emergía desde debajo de la mesa para atrapar su verga con la boca y atenderla debidamente mientras, de vez en cuando y jugando al despiste, lanzaba algún lametón hacia el sexo de Josela, que también andaba cerca.