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Una propuesta inesperada
Con el paso del tiempo, su patrona le dio la posibilidad de salir los domingos por la tarde. Tenía unas horas de libertad. Era el tiempo preferido para compartirlo con Pedro. Él la esperaba para caminar por la costanera, ambos ya tenían un tiempo de vivir en la ciudad costera, así que conocían el paisaje, su clima, sus olores. Muchas veces solo se sentaban en la ribera del Paraná para ver cómo el sol se escondía dejando su rastro sanguíneo en el espejo somnoliento y tranquilo del Paraná. Después de ese momento, tan común pero tan propio, Pedro tocaba la guitarra y entonaba la canción con la que la enamoró, “Mi cafetal”, y mientras los versos brotaban, Elma, se sentía explotar de amor… No le prometía nada de otro mundo, solo amor. Eran dos jovencitos que huían de su pasado y soñaban con un futuro juntos.
Las mellizas que cuidaba habían crecido. Amaba a esas niñas y las niñas la querían porque les brindaba todo su tiempo. Elma tenía bien presente que en unas semanas la familia donde vivía y trabajaba se mudaría, estaba en ella irse o regresar al orfanato… La última opción estaba segura de que no ocurriría.
Una de esas tardes, en su día libre, caminando de la mano, cuando el paisaje formoseño se volvió gris, donde la ribera perdió su encanto, se dio cuenta de que debía explicarle la decisión de la familia. Pedro, en silencio, la escuchó atento. La sostuvo fuertemente de la mano, como si no quisiera dejarla ir. Entonces en un solo suspiro le dijo que era hora de que se fueran a vivir juntos. Elma, temblando por su futuro incierto, dijo que era menor de edad. Pedro sacó la cuenta de que para el 2 de mayo tan solo faltaba un mes. En un mes más tendría 21 años.
Llegó el día. La familia ya tenía todo embalado. Y Elma también. Su bolsito, su única pertenencia, estaba preparado. A las seis de la mañana partirían al nuevo destino.
Con el corazón apretado estaba en la oscuridad de la pieza, en la cama, que esa noche le resultaba fría. Había trabajado hasta hacía unos minutos, pero la tensión la mantenía despierta. En pocos minutos la casa dormía, los perros dormían, era tal el silencio reinante que hasta podía escuchar el latido acelerado de su corazón. Después de medianoche, escuchó el silbido, la señal que estaba esperando. Acomodó su cama en la oscuridad. Tomó su bolso, dejó una nota que tan solo decía: “Perdón y gracias por todo”. Salió por la puerta de atrás descalza para no hacer ruido. Entre la penumbra estaba él esperándola. Tomó el bolso, la tomó de la mano y juntos corrieron hasta la casita que desde ese día sería suya también. Estuvo escondida por el tiempo que faltaba para ser mayor de edad.
El nuevo hogar era tan solo una precaria casita de madera de pino que alquilaba. Su camita de una plaza para los dos. Una mesita y dos sillas. Lo principal estaba satisfecho. El patio arbolado permitía que pudiese estar sin ser vista. Con el dinero ahorrado y lo que hacía él, pusieron un kiosco. Cumplida su mayoría de edad, ya estaba otra vez trabajando. En su casa.
Comenzó de a poco a criar pollitos, hacer una quinta.
La vida no era la mejor, pero era suya. Amaba locamente a ese joven que la rescató. Y soñaba despierta ser cada día mejor.
Varias vidas en sus manos
La vida no era fácil, la cotidianeidad se posó en su hogar. Pedro continuaba con su deambular. Priorizó su trabajo, el arte de cantar. Y comenzó a salir de gira. Nació la primera niña en Formosa a la que llamó con su mismo nombre: Elma. Para ello, Pedro pidió a su madre, con quien tenía comunicación vía cartas, que arribara a su hogar y así poder compartir estos momentos de felicidad. Se quedó un tiempo para hacerles compañía.
Al año siguiente llegó Mary y el tercer año Oscar, para cada acontecimiento llegaba la abuela. Un día tuvo Pedro la propuesta de viajar a otras provincias y, considerando la necesidad de la familia, decidió aceptar y se fue tras sus sueños con su guitarra. Así llegó al Chaco, específicamente Charata. Un pequeño poblado, ubicado al sudoeste de la provincia, donde nacía la esperanza entre los gringos colonos que surcaban tierra y sembraban sueños.
Trabajó de día como barbero, pero en las tardes y noches, sin control alguno se dedicaba a sus actuaciones, con lo que lograba ahorrar unas monedas que enviaba a Elma. Con el pasar del tiempo, las tentaciones hicieron que desviara su prioridad, se perdiera en sus placeres, olvidando el objetivo inicial de su viaje.
En este tiempo Elma se había convertido en una joven madre que día a día se dedicaba enteramente al cuidado y protección de esos niños que completaban y llenaban el vacío de su niñez y la ausencia de su esposo.
Al contrario de su marido, trabajaba y cuidaba a su familia. Viendo que el tiempo pasaba, ya no recibía el sustento para mantener a sus hijos, con su suegra, culpándola de la supuesta separación y llenándole la cabeza de ideas que lastimaban su amor propio, un día decidió viajar hacia donde estaba su marido. La última noticia que tuvo, a través de la última carta, fue que estaba en el Chaco. Vendió unas gallinas y con la ayuda de la madrina de su hija mayor completó para el boleto. Tomó a sus dos hijos más pequeños, dejando a su primogénita con su abuela, viajó en colectivo y tren. Sufrió la soledad y el temor al rumbo desconocido. En su interior le pedía a Dios y a la Virgen María que la proteja y ayude a llegar y encontrar al padre de sus hijos.
Después de un largo y agotador viaje y con solo una dirección en un trozo de papel carta, llegó a Charata.
Amanecía. El tren paró y un pueblito con calles de tierra y algunos negocios se podían observar desde la ventanilla. Bajó del tren. Miró para todos lados y vio unas casas altas a un lado de la vía y algunas casas hacia el otro. Preguntó por su marido. Todos lo conocían. Comenzó a caminar e internarse en el pueblo rodeado de monte agreste, con un bolso a cuesta y dos pequeños que lloraban porque se encontraban agotados. Levantó la vista y vio hacia el oeste, la cruz de la gran iglesia. Volvió a rogar por cuidado y protección. Cada tanto volvía a preguntar a los transeúntes para asegurar su paso. “Sí, don Pedro, en la barbería lo encontrará por la mañana”, esa respuesta se repetía. Y llegó.
Para Pedro, la sorpresa fue grande. Se quedó sin palabras. Los niños exigían atención y los levantó. Saludó a su esposa. La condujo hacia el patio trasero del salón sito en calle Güemes donde estaba inserta la barbería. Era un pequeño cuarto provisto de un espejo oval, formato antiguo, una mesa y silla de barbero y todos los utensilios, una cortina naranja que dividía el saloncito, donde se encontraban un calentador, la pava, el mate y algunas que otras cosas necesarias.
Le llamó la atención que su hija mayor no estuviera ahí. Ella explicó que se quedó con la abuela. Una vez que se pusieron al día con las vicisitudes que vivieron separados, Pedro le dijo que tenía una pieza para vivir. Y la condujo a ella. Así llegó a la calle Maipú N.º 787. La última calle del pueblo. El paisaje era distinto a su Cerro Azul, distinto a su Formosa, era Chaco, Charata. Sus calles de tierra polvorienta y veredas cargadas de altos árboles verde musgo, entre catalpas, guayaibíes, paraísos. El monte que se levantaba al frente de su casita estaba minado de algarrobos, mistoles e itines. Un paisaje agreste, pero se condecía con el calor seco y el viento norte del verano. Charata era esperanza.
Unos días más tarde, con unos pesos en su bolsillo decidió que era hora de buscar a su hija mayor. Había tomado la decisión de que su lugar era al lado de su marido. Así viajó hasta Formosa con sus dos hijos y con la promesa de regresar, solo que tenía que vender sus cosas. Pasados unos meses, ya embarazada nuevamente. Decidió que después del nacimiento volvería a atravesar esa larga y cansadora distancia con sus cuatro hijos. Después del bautismo del bebé a quien nombró Daniel, volvió al Chaco.
Cada año nacía un nuevo integrante de la familia, todos chaqueños ya, Lucila, Norma, Graciela, Santiago, los mellizos, Zulema y Susana y Clarisa y Alfredo.
Cada nacimiento para Elma era dar vida, para don Pedro, era más trabajo, más responsabilidad.
Su sueño de tener una familia grande se había cumplido. Los años pasaron y la familia prosperó.

REMEMBRANZAS
Las manos de mi madre
Cierro los ojos y me remonto nuevamente a mi niñez. Veo con asombro sus manos gastadas y resquebrajadas de tanto trabajo... La casa familiar tenía dos piezas gigantes desde mi perspectiva de niña. La principal de mamá y papá nacía en la vereda. Cual dibujo infantil, en el centro de la pared una puerta verde mitad madera, mitad cuadritos de vidrios esmerilados, para que no se vea hacia adentro, ni hacia afuera. Cada pieza una ventana, haciendo juego con la puerta, con vidrios al relieve. Ambas estaban sostenidas con una columna prismática, de unos 40 centímetros en cada lado, y antes de llegar al techo, sobresalía una losa estéticamente diseñada, donde mamá y papá guardaban las cosas importantes, como medicamentos, linterna, algún objeto necesario y fácilmente perdible. Entonces cuando mamá decía: “Andá a buscar la linterna arriba del árbol”, nosotros sabíamos dónde estaba, pero no alcanzábamos y solíamos poner una silla, varias veces nos caíamos y flor de chichón nos hacíamos. La segunda pieza tenía una salida al patio, y una puerta interna que conectaba con la principal a través de una minigalería que unía, a su vez, al dormitorio de mis hermanas mayores. En esta habitación, soñábamos junto a Clarisa y Zulema a ser señoritas, disfrazándonos y usando los zapatos con tacos de mis dos hermanas mayores Mary y Elma, aunque después ligásemos retos, no los podían esconder de nosotras, ya que la casa no tenía lugares secretos. Esta habitación también daba a la calle con una ventana de madera, con dos alas, por donde me escapaba en las siestas para ir a jugar. Por último, continuando con el formato de la casa, papá había hecho construir, a medida que la familia iba creciendo, tres piecitas en degradé en altura y tamaño con techo de chapa revocada y pintada: comedor, cocina y una piecita de almacenamiento.
Bien tempranito, antes de llamar a su prole, mientras el brasero calentaba el agua, para el mate y el cocido, mamá tomaba la escoba y barría el patio. Ese patio gigante, que se vestía de tierra suelta de tanto tránsito de pisadas infantiles y que en otoño se alfombraba de hojas amarillentas de los paraísos, guayaibíes, granadas y catalpas. Y como si la casa y el patio fueran poco, mamá tenía una quinta. Allí había un pequeño cañaveral, lo suficiente para degustar una caña de azúcar después de una buena helada. ¡Qué fiestas hacíamos en aquella quinta de la infancia! Allí, mamá nos inculcaba el amor a las plantas, diciendo que ellas eran bondadosas, siempre y cuando se las cuidaba. Recuerdo un gran duraznero, plantas de manzanitas verdes, pomelo, granadas y naranja agria con las cuales hacía mermelada. Los almácigos prolijamente trabajados, en ellos sembraba zanahorias, lechuga, acelga, cebollita de verdeo, perejil, remolacha, y preparaba otros espacios para trasplantar. Nos explicaba cómo usar la asada, la pala, la tijera de podar y en qué tiempo debíamos hacerlo. Esta quinta tenía un frente de unos 9 metros, y 15 de largo. En contra de los alambrados laterales había plantas de orégano, albahaca, morrones, tomates, y de porotos formando una muralla de verdes chauchas y aromáticas hojitas. En el alambrado que daba a la vereda, una hermosa enredadera de rositas rosadas y blancas, bien espinudas para que ni perros, ni gatos, ni algún humano se le ocurra saltar. Los vecinos, conociendo de la riqueza que doña Elma (así la llamaban en el barrio) tenía, mandaban a sus hijos a pedir alguno que otro manojo de verduras. Ella no tenía un minuto de descanso. Todo el día y todos los días algo había que hacer. Mamá nos mantenía cerca para enseñarnos de todo un poco, pero en la cocina, ahí no nos quería a ninguna. Quizás porque le comíamos todas las cosas antes de cocinar. Quizás porque tenía temor de que nos lastimásemos con los cuchillos o nos quemásemos como había ocurrido con nuestro hermanito Fredy. El patio fue testigo del duro trabajo de las santas manos. Incansables manos, toscas, callosas y a su vez capaces de acunar a un niño. Ellas lavaban la ropa de todos, de los más pequeños, de los hijos grandes y de papá. Mientras iba y venía de un lado a otro amasando harina, picando verduras, hachando los troncos o palos de leña, para mantener el fuego vivo, cocinar el guiso, encender el horno y cocer el pan, vigilaba atenta las travesuras que de modo inocente fuéramos capaces de hacer. Pero con más nitidez, recuerdo cuando salía el pan dorado, caliente todavía, cortaba en rebanadas y nos repartía una a cada uno para que paremos de llorar. Esas santas manos cosían la ropa, remendando agujeros, por horas enteras, midiendo, cortando, achicando trapos para sus polluelos. Mientras lo hacía soñaba a lo lejos que todos sus hijos tendrían un mejor futuro. Ella nos inculcaba, con una palabra o con un “cinturón”, que el estudio era lo primero para ser mejor. Su sueño truncado de ser maestra, algún hijo o hija lo lograría. Muy despacito, esas manos firmes perdieron la fuerza, ya no hachaban leña, ni amasaban pan, ya no barrían el patio muy de madrugada y la bella quinta se fue transformando en un pastizal. Cuando no pudieron seguir la rutina, sus manos bellas descansaron ya. Desaparecieron aquellas cicatrices y los callos de las palmas mejoraron sus uñas, sus dedos más suaves; es que había llegado la hora de comenzar a cosechar... Nosotros, sus hijos, la cuidamos tanto que mamá solo recibía caricias. Las manos más bellas, más suaves, más simples, son las manos tiernas, las de mi mamá.

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