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Vieron que el terreno era bueno y crearon a las plantas y a los animales, pero ninguno de ellos les satisfizo.
Se reunieron en asamblea muchos señores de los cielos, y decidieron crear una criatura que los colmara de veras, que fuera industriosa y que tuviera mucha inteligencia.
Trajeron barro y lo moldearon, y le insuflaron vida.
Así nacieron los hombres de barro, con sus mujeres de barro y sus hijos de barro.
Crecieron y formaron sus pueblos de barro.
Las lluvias los desmoronaban, pero ellos volvían a moldear el barro del que estaban hechos para erigirlo todo de nuevo.
La sequedad los resquebrajaba y el viento los desbarataba, pero ellos se humedecían y volvían a estar hechos.
Nada sabían, ni querían saber, los hombres de barro de señores del cielo que los habían creado, porque ellos se sabían modelar a sí mismos y no necesitaban de señores del cielo que los ayudaran.
Los señores del cielo se sintieron decepcionados y mandaron una gran inundación para que lo destruyera todo y los hombres de barro no pudieran volver a moldearse, y así volvieron a quedarse solos.
Se juntaron de nuevo en asamblea, pero ya no fueron todos, solo unos cuantos se reunieron, y decidieron hacer a los hombres de madera, fuertes, trabajadores, listos y muy unidos a la naturaleza.
Trajeron muchos troncos, los pelaron, los fraguaron, les dieron forma y por fin les quedó un buen trabajo.
Insuflaron vida a la madera moldeada y así nacieron los hombres de madera, con sus mujeres de madera y sus hijos de madera.
Hicieron su pueblo y sus casas de madera.
Sembraron árboles y comieron de sus frutos y disfrutaron de su madera.
Cuando ya estaban viejos y secos, iban en busca de retoños y hacían nuevos hombres, mujeres e hijos de madera.
Si hacía mucho sol se ponían a la sombra.
Si llovía mucho hacían surcos para que corriera el agua y no se inundara.
Si no llovía escarbaban en la tierra y encontraban la que les faltaba. También hacían presas de madera para asegurar el agua.
Los señores de los cielos los observaban y veían cómo crecían y progresaban, pero de ellos, de sus creadores, no se acordaban, no los necesitaban para nada, y claro, no los llamaban ni los veneraban.
Los señores de los cielos se sintieron fracasados de nuevo, su obra no les rendía fruto alguno, en algo se habían equivocado, algo les faltaba a sus creaciones.
Así que mandaron tormentas de fuego para que ardiera la madera y se quedara todo en cenizas, sin rastro de los hombres, mujeres e hijos que con tanto afán habían modelado.
Volvieron a reunirse los señores de los cielos, ahora solo tres, el señor de agua, el señor del viento y la señora de la sabiduría.
Necesitamos un ser que nos adore y nos venere por darle aliento y vida, dijo el señor del viento.
«Necesitamos un ser que nos adore y nos venere por calmarle la sed y hacerlo fértil a él y a sus cultivos», dijo el señor del agua.
Necesitamos un ser humilde, que tenga alma y consciencia, que nos siente dentro de su corazón para que no nos olvide y venere siempre, pero, sobre todo, necesitamos que no dure para siempre, pero que se pueda sembrar como una semilla para que renazca y progrese, y así nos tenga siempre presentes en sus pensamientos, porque lo que no se piensa no sucede.
Los señores de los cielos pensaron entonces a la humanidad, para que fuera de su agrado. «Hay que sembrarlos para que broten de nuestro pensamiento», pensaron, y así lo hicieron.
Cogieron una semilla de maíz, la sembraron, le insuflaron vida y alma, consciencia y espíritu, cuerpo y mente, y de los brotes de la planta nacieron los primeros hombres, mujeres e hijos del maíz.
Dieron gracias a los señores de los cielos por el aliento de vida, la fertilidad y la sabiduría.
Los hombres, mujeres e hijos del maíz no se modelaban a sí mismos, pero podían reproducirse entre sí, como otras plantas y como otros seres, y no eran eternos, pero al fenecer eran enterrados, y renacían en forma de alimento que colmaba al pueblo, por lo que daban siempre las gracias a los señores de los cielos.

Yun Kaax, creando a los hombres de maíz
Cuando necesitaban fuerza, salud y aliento, llamaban al señor del viento.
Cuando tenían sed o padecían sequía y sus cultivos no producían, llamaban al señor del agua.
Cuando no sabían qué hacer o cómo resolver un problema, llamaban a la señora de la sabiduría.
Así los veneraban y hacían todo para que estuvieran contentos, tanto si era una joya o un pan, un perfume o un remedio.
Los señores de los cielos observaron a su creación, y por fin se dieron por satisfechos: «Perdonaremos sus errores y los cuidaremos mientras nos respeten, nos veneren y no se olviden de sus creadores.»
Nosotros somos hijos del maíz, maíz comemos, maíz somos por fuera y por dentro, y nada puede pasarnos porque los señores de los cielos están con nosotros.
Tepeu, el Hacedor, y Gucumatz, el Emplumado
Muchos son los señores de los cielos.
Muchos son los señores divinos.
Pero pocos son los que tienen el corazón de cielo.
Todos ellos bajaron de sus aposentos estelares y crearon la Tierra.
Luego la llenaron de agua y plantas.
Más tarde pusieron a las hermosas aves de coloridos plumajes. Algunas silbaban y cantaban, pero no hablaban.
Tocó el turno a los peces grandes y chicos, pero hablaban menos que las aves.
Así a los perros, que ladraban, a los monos, que ululaban, a los jaguares, que gruñían y a los insectos, que zumbaban, pero nadie hablaba.
Los señores de los cielos hicieron a los humanos de barro, raza que no prosperó porque no tenían boca y solo gemían, pero no hablaban,
Los señores divinos hicieron a los humanos de madera, raza que tampoco prosperó, porque tenían boca, pero no lengua, y solo rechinaban, pero no hablaban.
A cada fracaso menos señores divinos y de los cielos se reunían en asamblea para crearnos, al final solo quedaron dos, los que tenían el corazón de cielo, Tepeu y Gucumatz.
Ellos nos soñaron y nos pensaron, lo discutieron entre ellos y decidieron hacernos de material vivo y fértil, para que sintiéramos, amáramos, pensáramos y habláramos, evolucionando y creciendo de forma mejorada cada vez que nos sembráramos.

Tepeu, el Hacedor, y Gucumatz, el Espíritu Emplumado,
pensando en la creación de la humanidad
Tepeu nos sembró de maíz amarillo y de maíz blanco para que al brotar nos uniéramos y diéramos más y más semillas, y nunca faltáramos por más que muriéramos o nos secáramos.
Gucumatz agitó sus alas para darnos aliento de vida y pensamiento, narices, boca y lengua.
Así nacimos y hablamos, sentimos y pensamos, dimos gracias a nuestros creadores y los veneramos.
Al ver el prodigio, corrieron a vernos muchos señores divinos y señores de los cielos, para que también les habláramos y veneráramos, y así lo hicimos para no despertar su rencor y su violencia, pero bien sabemos que solo dos tenían el corazón de cielo, solo dos nos crearon: Tepeu, el Hacedor, y Gucumatz, el Emplumado.
Los Señores Divinos
Cuentan las historias de los viejos que los señores divinos emanaron del desorden para ordenar nuestro universo tras vagar por el cielo en busca de su alimento, y a pesar de que son tantos como las estrellas de los cielos, hasta nosotros se acercaron solo unos cuantos, unos mejores y otros no tan buenos, pero todos exigentes y celosos, hambrientos de devoción, obediencia y veneración, que es su alimento. Nosotros les hablamos, les pedimos y los veneramos porque los más ancianos aseguran que ellos lo hicieron todo, que ellos nos pusieron las viandas y todo lo que vemos, que ellos prepararon este mundo para que lo disfrutáramos nosotros, y no queda más remedio que agradecerles su esfuerzo.
Todos tienen su leyenda, pero la memoria es flaca y a veces solo recordamos a los que más nos suenan, y mencionarlos a todos sería imposible porque son tantos como las estrellas de los cielos:
Pawahtún, el señor que carga al Cosmos: cuenta la leyenda que su espalda es dura y rugosa, grande y amplia como el caparazón de las grandes tortugas o como el lomo de los caimanes. Flota sobre las aguas primordiales, oscuras y siempre quietas que evitan que el mundo y el universo entero caigan eternamente. Pawahtún es muy viejo, porque él ya andaba flotando en estas aguas antes de que se creara el mundo y brillaran las estrellas, antes de que el sol y la luna fueran puestos en el firmamento. Por debajo de él está el inframundo que habitan algunos señores de los cielos, que Pawahtún conoce muy bien y a veces contiene para que no suban al mundo de los vivos.
Chac, señor de la lluvia y la fertilidad: cuenta la leyenda que él nos da la energía creadora, que sin él no habría partos ni las semillas crecerían. Chac está fuera y dentro de nosotros, lo bebemos y sale de nuestro cuerpo como semilla fecundadora. A Chac hay que tenerlo contento y hacerle sus ofrendas porque así como da la vida puede quitarla y destruir todo a su paso, como ya hizo con grandes ciudades y reinos. Lo adoramos, lo respetamos, lo conocemos y no lo dejamos ir, porque cuando se ausenta por mucho tiempo también trae hambre, desgracias y muerte.

Chac, representación artística
Yun Kaax, señor del maíz: también señor de los animales, las plantas, los minerales y demás cosas de la naturaleza, y que tienen cierta inteligencia, ya sea de subsistir, reproducirse, cazar o simplemente organizarse; por tanto, Yun es el señor de la inteligencia natural, esa que tienen los animales y las plantas, y tal vez también las piedras, porque estas se juntan y se acomodan, sirven para construir casas y presas. Gracias a Yun las plantas y los animales, aunque no hablan como quieren los señores de los cielos, sí piensan y sienten, quieren calor y cariño, cuidados y compañía, por eso entre ellos se entienden, se llaman y se gritan, y tienen a sus cachorros y procuran por ellos. Nosotros somos la compañía de los señores de los cielos, de la misma manera que las plantas y los animales nos acompañan a nosotros.
Por otra parte, es el señor de la alimentación, porque los mismos hombres son de maíz, de él viven y comen, y a él vuelven cuando mueren y renacen.
Ah Puch, señor de la muerte: cuenta la leyenda que también señorea la gula, la pereza, la envidia, el orgullo, la lujuria, la traición, la venganza, la enfermedad, los accidentes, el asesinato y el sacrificio, y todo lo que puede llevarnos a Xilabá, el inframundo, donde todo es oscuro y frío, triste y resentido, porque está habitado por señores divinos que purgan sus propios males y no nos quieren porque somos ruidosos y cantadores, y a ellos no les hacemos fiestas ni los veneramos, pero a Puch hay que tenerlo contento para lograr una buena muerte tras una vida larga, sana y alegre. Puch a veces nos ayuda y nos hace favores con cosas que parecen imposibles, y hasta nos advierte del futuro, porque él sabe lo que nos puede ocurrir desde que nacemos hasta que llegamos a sus dominios, por eso hay que cumplirle las ofrendas y las promesas, escuchar y seguir sus consejos.

Ah Puch, señor del inframundo
Kauil, señor del fuego: no solo de la llama y de la lumbre que quema en la cocina, sino también del fuego sagrado interno, de la fuerza espiritual, de la energía vital e incluso de la sangre como motor ardiente de la existencia, y en este sentido hay quien lo relaciona con las élites gobernantes que se traspasaban el poder de padres a hijos, de hermanos a hermanos, o simplemente entre familiares, si bien había otras formas de llegar al poder y no hay grandes ni largas genealogías entre los gobernantes maya.
Kauil, por otra parte, está relacionado con las cosechas abundantes, sobre todo de maíz, el cultivo mayoritario de los mayas; y con las pruebas de iniciación para los jóvenes sacerdotes, donde las tentaciones y las debilidades podían dejarlos fuera de tan alto honor.
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