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José y el periodista soltaron una carcajada; π3 dudó por un momento y también empezó a reírse. Era todo mucho más divertido que en su planeta de plástico.
El periodista continuó:
−Nuestro amigo náufrago es un turista accidental que procede de tierras lejanas, muy al Norte, como demuestran sus rubios cabellos y su piel rosácea. Todavía no conoce nuestra lengua y se hace un poco de lío. Pero también tenemos aquí a José, nuestro torero más internacional, y a Manuel, hijo, nieto y bisnieto de los fundadores del Vaporcito. ¿Qué es lo que ocurrió exactamente, amigos?
−Vorvíamos de Cai cuando vimo una moto de agua que se accidentaba; José dice que cayó der cielo...
−Sí pero no −continuó José mirando a π3 y tratando de protegerlo−; no estoy nada seguro.
−El caso es que, amigos oyentes, El Vaporcito ha encontrado un náufrago en mitad de la bahía, un muchacho de unos doce o trece años que responde al nombre de Pitré y que no habla nuestra lengua. A lo mejor es un extraterrestre... −dijo al azar, sin pensarlo mucho.
−Habría que localizar a sus padres, digo yo −planteó José.
−Tiene la moto más chula y más ehtratosférica que haya visto en mi vía −continuó Manuel−; navega como una seda, no sé si es japonesa o americana. Quiyo, ¿cuánto vale?
π3 no sabía qué contestar. Cuando estaba cerca Mukiko comprendía mejor todo, como si hubiera una conexión entre ambos que lo acercara más a los humanos. Así que lo llamó:
−Mukiko, Mukiko.
−Se han hecho muy amigos −matizó el torero. El perrillo acudió a la llamada y de nuevo se echó al suelo de espaldas mostrando su barriga y π3 siguió jugando con él mientras le hacían las preguntas. Ahora que el perro estaba cerca entendía mucho mejor. Quizás podría contestar con algunas de las palabras que había ido escuchando desde que lo izaron a bordo.
−¿Sabéis en qué hotel está alojado? −preguntó el periodista. π3 contestó inmediatamente:
−Allá −señalando al horizonte. Claro que el horizonte desde El Puerto se confunde con las localidades de la costa, y concretamente con Rota, donde está la base militar de los americanos y desde donde salen los portaviones para las guerras.
−Ya está, este es de la base, americano, claro; por eso tiene una moto tan chula –dedujo Manuel, para quien desde ese momento todo coincidía. El chico rubio, la moto de agua último modelo, su desconocimiento del español y su aparente desorientación.
Pero José, que lo había estado observando desde el naufragio, sabía que π3 no era americano; ponía la mano en el fuego de que aquel muchacho venía de otro planeta. Pero, ¿cómo podía decir esto? ¿Le tomarían el pelo? ¿Y si los americanos se enteraban? ¿No lo secuestrarían para hacer experimentos con él?
El torero consideró peligrosa la posibilidad remota de que sus amigos conociesen la verdadera identidad de π3 y de que a alguno de ellos se le ocurriera llevarlo a la base de Rota. Así que dijo todo lo contrario.
−No, viene de Cádiz. Creo que ha llegado en un crucero de esos que vienen cargados de guiris. Me ha dicho que venía en un barco.
−Barco −repitió π3.
−¿Ves? −dijo José. Pero el periodista, más avispado que el marinero, se había quedado con la copla de que el muchacho había caído del cielo, que era un extraterrestre. Esto podía ser una noticia fantástica; a él le daría la fama que siempre había buscado; lo sacarían en la tele y sería el reportero del siglo. Siguió haciendo preguntas al muchacho, tratando de averiguar quién era realmente:
−¿Y tú de quién eres, Pi-trés?
Después del interrogatorio y de no sacar nada en claro, el periodista se marchó con la promesa de hacer una investigación y de contribuir a que el chico pudiera localizar a sus padres. En su ánimo estaba no perderlo de vista. Se había quedado con la mosca detrás de la oreja con eso de que podía ser un ET y no era cuestión de perder la exclusiva de la noticia.
3
Un montón de amigos
Poco después de que se marchara el periodista se encaminaron de nuevo hacia el muelle. En media hora saldría El Vaporcito hacia Cádiz. A Manuel le había parecido tan flipante la motonave que se la quería comprar:
−Es galáctica, tío. Véndemela. Te doy lo que me pidas.
π3 entendía que a Manuel le encantaba la moto, pero, si se la vendía, ¿cómo volvería a su galaxia? Imposible. Y decía «no» moviendo la cabeza de un lado a otro como hacían los humanos cuando se cerraban en banda.
Pero Manuel insistía:
−Pues me la prestas. No, mejor que se quede. Te la guardo en el muelle del Vaporcito y me la prestas. Ahí, mira, ¿ves? Ahí, donde está. Pues ese es su atraque. Todo el tiempo que quieras. Sin pagar ná.
−Y a cambio la puedes usar −le contestaba con cierta ironía José, que se sabía todas las mañas de Manuel.
Quedaron en que la moto galáctica se quedaría en el muelle, amarrada junto al Vaporcito. Al fin y al cabo era un vehículo marino –y aéreo−, y en aventuras posteriores les podría servir.
Mientras se despedían de Manuel, José pensaba en qué debía hacer con el chico. Primero, dar cuenta a la poli. El muchacho, aunque había llegado por mar, afortunadamente no era un inmigrante llegado en una patera. Estos llegaban muertos de hambre y frío y muy asustados.
Tenía muchos amigos en la policía y en última instancia podía ser tutor del chico hasta que aparecieran los padres. Lo más razonable era dirigirse hacia la comisaría, y así lo hizo encaminándose hacia ella, aunque en un momento cambiarían sus planes.
El Puerto era el destino de muchos turistas y también de escuelas y colegios que pasaban el día de excursión, visitando el castillo y las bodegas, y después tomaban El Vaporcito hacia Cádiz. En la misma plaza de Las Galeras, desde donde partió una de las naves de Colón hacia el Nuevo Mundo, se agolpaban un montón de chicos y chicas. El autobús procedía de Grazalema, el pueblo serrano donde había nacido José. Sin darse cuenta, la muchachada rodeó a José y a π3. Unos contemplaban desde el muelle la moto supersónica de π3, admirados, mientras otros hacían cola frente a la taquilla del Vaporcito.
Una de las profesoras se dio de frente con el torero:
−José, qué alegría... ¿Qué haces por aquí? –Mariví había sido la primera novia de José y quien lo acompañara en sus primeros escarceos con el toreo. Mariví sabía que él después había tenido una novia japonesa y que tras la cogida se había ido a Japón. Hacía varios años que no se veían pero conservaban una vieja amistad.
José le contó que en la mañana había encontrado un muchacho náufrago pero, cuando se lo quiso presentar, π3 y Mukiko ya estaban jugando con los chicos.
−Es un muchacho estupendo, muy atento y educado, aunque no habla español.
−Parece muy divertido; fíjate lo que hace con el perro.
Mukiko bailaba erguido sobre sus patas traseras, mientras los chicos tocaban las palmas y π3 lo dirigía con una batuta imaginaria. Se lo estaban pasando en grande.
La sonrisa de π3 no cabía en su cara; lo estaba pasando de lo lindo. Por fin estaba con chicos y chicas de su edad. El perrito le permitía entender todo lo que decían y entonces ya podía jugar y chapurrear algunas palabras.
José le dijo a Mariví que iban a la Policía porque el chico estaba extraviado y no se sabía dónde estaban sus padres. Para no suscitar más problemas se ahorró decir que le había visto caer del cielo y le contó la versión, mucho más sencilla, de que había venido en uno de los grandes cruceros trasatlánticos que atracaban en Cádiz y que se estaba dando una vuelta con su moto de agua cuando naufragó.
−Es una pena que los separes ahora; fíjate como lo están pasando.
Ahora el que estaba a dos patas −mejor dicho a dos manos−, era π3, que hacía el pino y se movía con toda agilidad por la acera con Mukiko, mientras los chicos lo animaban. Otro muchacho decidió hacer algo parecido y en un momento se estaba contorsionando a ritmo de hip-hop.
Al final decidieron dejar a π3 con los chicos durante un par de horas. José entretanto iría a resolver un par de asuntos pendientes y Mariví y los chicos visitarían las bodegas de Osborne. Luego se encontrarían en la plaza del Mercado, en el bar Vicente, donde había un chocolate con churros de chuparse los dedos.
Antes de separarse José llamó a π3 y le explicó el nuevo plan. π3, feliz, volvió a sacar la mano, esta vez con los dedos pegados, para chocarla con José. Estaba encantado.
«Buuuu», sonó una pequeña sirena de aviso, y luego «buuuuu», un bocinazo un poco más largo de lo normal; toda la gente se puso las manos en los oídos; aquello era como la sirena de un buque petrolero... Manuel, desde El Vaporcito, manifestaba así su alegría.
Los chicos se encaminaron hacia la zona de las bodegas. Ya pasaban de las tres de la tarde y el hambre arreciaba. Se sentaron en una placilla con una fuente, bajo las palmeras, y sacaron sus bocadillos. π3 estaba hambriento. Miraba a unos y a otros mientras hacía juguillos en el estómago. Al ver que no tenía nada que comer, ni llevaba mochila, los chicos empezaron a ofrecerle parte de su comida. Unos llevaban bocadillo de tortilla, otros de jamón, algunos un pepito. π3 no renunciaba a nada. Antes de tragarse un bocado ya estaba mordisqueando el bocadillo de otro chaval. Devoraba lo que le pusieran por delante. Cada uno de ellos le sabía a gloria; nunca había probado comida con olor, sabor y volumen. En su galaxia se alimentaban a base de sueros, gelatinas, píldoras y gominolas con sabor a fresa, limón y vainilla, pero nada más, y aquello le parecía mil veces más delicioso que su cocktail preferido de gominolas. También le ofrecieron Coca-Cola −por fin una bebida que conocía− y casera con muchas burbujas, y un batido de plátano.
Entre todos alimentaron a π3, que no rechazaba ningún alimento y miraba con curiosidad las aceitunas, pues se parecían a sus pildoritas de la galaxia. Cuando terminaron los bocatas, se levantaron y continuaron su recorrido hasta las bodegas.
4
La cotorra
Mientras tanto, el periodista Melchor Bocaboca no paraba de maquinar. Su programa salía al aire hacia las cuatro de la tarde. Era un programa lleno de frikies y gente extraña. Lo mismo llevaba a un peregrino del Camino de Santiago que venía de la China por la Ruta de la Seda o presentaba a la madre más vieja del mundo, una gaditana que con sesenta y tres años había parido trillizos. Siempre estaba a la caza de noticias extravagantes y un poco alocadas. Había ganado cierta fama en la región y una vez había salido en Canal Sur, con los Ratones Coloraos. Si conseguía demostrar que π3 era del más allá, los americanos lo recompensarían. A lo mejor lo invitaban a visitar Cabo Cañaveral y ver cómo eran lanzados los cohetes y los satélites sonda. La exclusiva mundial de la noticia le abriría todas las puertas. Incluso las de Hollywood, donde había estado hacía años, saltando a la pata coja de estrella en estrella e imaginando que algún día, en una de esas estrellas de la acera, estaría su nombre. Hasta el presidente de los Estados Unidos lo recibiría con honores. No podía perder el tiempo.
Tras hacer la entrevista a π3 se fue al estudio, situado frente al río. Tras una cristalera opaca se colocó los auriculares mientras no dejaba de mirar al paseo, por si aparecía algún otro tripulante de la supuesta nave en la que había llegado el muchacho. Con las palabras del chico y su florida descripción, el programa de ese día prometía ser muy interesante. El testimonio de un náufrago peculiar. Como no tenía nada que perder y sí mucho que ganar, llamó a la base americana.
El teniente Smithson, que hacía de portavoz de la base, era gran amigo suyo. Muchas veces intervenía en sus programas, era contertulio; otras le facilitaba el acceso a la base militar, prohibido al resto de los españoles. Esta vez el periodista le hizo participar de una manera sorpresiva:
−¿Teniente Smithson?
−Oh, yes.
−Aquí Radio La Cotorra, para que corra.
−Oh, thank you. What’s the matter?
−Mr. Smithson, hoy ha sido rescatado en la bahía de Cádiz un náufrago peculiar.
−Oh, yes.
−Se trata de un muchacho rubio de unos doce o trece años.
−Oh, yes.
−La cuestión es si han detectado en el espacio aéreo algún elemento extraño.
−Strange? ¿Extraño?
−Sí, un ovni, un UFO.
−¿Ovni? ¿UFO?
−Sí, una nave espacial.
−¿Una nave espacial?
−Exactamente, porque algunos lo han visto caer del cielo.
−Ohhhhh. Interesting.
−Pues nada señores, esto es todo por hoy. Parece que nuestro amigo, en vez de americano parece sueco. Ha sido una primicia de Radio La Cotorra, para que corra.
A micrófono cerrado Melchor Bocaboca y el teniente Smithson siguieron la conversación. El teniente aseguraba que no había sido informado y el periodista decía que había encontrado, tras sus investigaciones, varios testigos que afirmaban que el muchacho había caído del cielo. Ante la insistencia del locutor, el americano dijo que buscaría toda la información disponible, pero que si se trataba de un objeto volador no identificado u OVNI lo más probable es que fuese top secret, y entonces no podría hacer ninguna declaración. Así el oficial se curaba en salud. Aunque los americanos habían terminado por hacer públicos muchos top secrets, seguían guardando un total hermetismo respecto a la posibilidad de vida alienígena. Se decía que gracias a los contactos con extraterrestres los americanos habían conseguido revolucionar el mundo de las comunicaciones y que eran los alienígenas quienes habían inventado Internet y los teléfonos móviles, además de los cazas ultrasónicos. Pero de esto no quería hablar al teniente Smithson y siempre cambiaba de tema.
Sin embargo, con la entrevista al joven caído del cielo, el periodista Melchor Bocaboca acababa de levantar la liebre y había puesto sobre aviso a los americanos de la base naval de Rota. Smithson se puso inmediatamente en contacto con su superior y este con la NASA. Con ayuda del telescopio espacial Spitzer, enfriado criogénicamente, comprobarían si algún vehículo se había introducido durante las últimas treinta y seis horas en el sistema solar. En caso afirmativo, los satélites militares tendrían los espectros de ondas de todas las aeronaves y podrían determinar si realmente había caído del cielo una motonave, que aunque pareciese una moto de agua, bien podría ser un OVNI o UFO. Claro que el teniente le pidió a Bocaboca que fuese discreto, pues en tal caso probablemente habrían de pedir al gobierno español la autorización para examinar al muchacho.
Bocaboca dio un salto y gritó «hurra» sin apagar el micrófono. Su técnico de sonido esa tarde tuvo que ir al otorrino; casi le deja sordo.
5
El néctar de los dioses
Tras el almuerzo los jóvenes habían subido calle arriba, entre casas blancas, palacios abandonados y bodegas centenarias. Habían llegado a un recinto grandísimo y encalado, con un patio que explotaba de color y aromas de jazmín. Los chicos ya estaban acostumbrados a todas estas cosas que tanto gustaban a los turistas. Al fin y al cabo vivían en un pueblo blanco de la sierra con callejuelas estrechas y patios llenos de geranios y claveles.
A ellos lo que les flipaba era la moto de π3. Sin embargo, para él todo era como una película. Nunca había estado en una ciudad ni había conocido construcciones antiguas. Al entrar en el patio de la bodega y ver aquellos ventanales enormes y las rejas invadidas por enredaderas con flores, se quedó hechizado.
No sabía dónde mirar cuando una de las chicas, Carmen, de ojos morenos y flequillo travieso, lo tomó de la mano y lo llevó hasta una de las rejas del patio, por donde trepaban los brotes tiernos del jazmín. Cortó una ramita y se la puso en la nariz. π3 cerró los ojos y trató de respirar por completo la flor y a Carmen, como si se las pudiera comer. Luego abrió los ojos. A él también le gustaba la chica; tenía una sonrisa muy linda. Se acercó a ella y la besó en la mejilla; también olía a flores. Pero después siguió jugando porque todos lo reclamaban y querían jugar con él.
El patio era el recinto principal al que daban cinco naves diferentes, las bodegas donde se guardaban los toneles de vino. A un lado del patio había un corralón descubierto, y en mitad de él pacía un toro enorme, un semental de la Casa de Osborne, el prototipo que había servido para poner toros en toda las carreteras del país, y que estaba allí, aburrido de ver tantos turistas. Cuando los chicos se apostaron en la barrera, el toro se acercó bramando. Los cuidadores dijeron que había que tener cuidado, pero π3, que nunca había visto un toro, puso la mano delante y el toro le lamió. Su lengua era rasposa y a él le dio la risa. Carmen se atrevió y también puso su mano. El toro volvió a lamerla y también le dio la risa y así a varios hasta que empezaron todos a reírse a carcajadas.
Cuando la señorita Mariví los vio tan cerca del toro, se asustó y les pidió que fueran inmediatamente tras de ella, pues les iban a enseñar las bodegas.
Un hombre muy estirado, vestido con traje negro, chaquetilla corta y pantalón encogido, les fue guiando. Aunque entraron en una de las bodegas que tenía muy poca luz, no se quitó el sombrero, un sombrero de ala ancha que debía ser muy bueno en las tardes de toros para quitarse el solazo, pero que ahí no tenía sentido. Claro que π3 lo veía todo con ojos nuevos; no tenía ninguna gana de volver a casa.
Los chicos seguían las explicaciones del hombre de la bodega, al que llamaron «venenciador». Este se acercó a una barrica que estaba en el medio, sacó una varilla larga que se remataba con un cilindro, un vaso alargado, lo introdujo en la barrica y extrajo un vino dulce, muy sabroso, que probó la señorita en un catavinos. Los jóvenes la rodeaban en círculo y el venenciador fue sirviendo en vasitos de plástico un traguito a cada uno, y les contó como antiguamente ese vino –la quina Santa Catalina− era una medicina para los niños que sufrían raquitismo o estaban enfermos y no querían comer.
Los chicos saborearon el caldo, y aunque todos querían repetir, ninguno lo consiguió porque el venenciador cerró la bota. Dijo que el vino era una medicina si se tomaba en pequeñas dosis y un veneno si se abusaba de él. π3 también disfrutó cerrando los ojos. Él, que había llegado del cielo, se sentía realmente en el paraíso: con el aroma del jazmín en la nariz, un montón de amigos y una chavala que lo miraba con ojos tiernos. Como para perdérselo.
Mientras, el grupo principal seguía andando por la bodega. π3, Carmen, y otros dos chicos se habían quedado atrás escuchando extasiados las historias de García, un chico cuya fantasía se desbordaba con cierta frecuencia:
−Mi tío trabajó aquí de capataz, que es el que manda. Guardan el vino con siete llaves porque es... a ver si me acuerdo, es nectarina de los dioses, eso es.
−¿Nectarina? Néctar, so burro −contestó uno de sus compañeros.
−¿Y si probamos el néctar de los dioses? −propuso Carmen.
−Vale −dijo π3.
Para entonces Malocotón, un chaval regordete, intentaba abrir una de las barricas, pero no lo consiguió. Llamó a π3 para que lo ayudara, y este tampoco fue capaz de abrir el grifo, ni Carmen, que no se separaba de él. La pandilla se había quedado al margen del grupo principal. A Malocotón se le ocurrió subirse a uno de los toneles para tocar las palmas y cantar por soleá, mientras zapateaba con arte sobre una de las botas. π3 lo encontró muy divertido y se subió a otra, e igual hizo el resto de la pandilla. Para entonces la señorita Mariví y los demás chicos habían salido de la bodega y entraban en otra de las naves.
Las botas, barricas viejísimas que llevaban ahí más de cien años, empezaron a tambalearse. La humedad y el tiempo habían ido desprendiendo las sujeciones de la pared. En un momento Malocotón sintió que aquello se movía. Clac.
El soporte a la pared no pudo aguantar su peso y la barrica empezó a rodar con más de 300 litros de vino dentro. Al principio despacio, para después coger fuerza y alcanzar a las otras botas que también se desprendieron y rodaron.
Aquello era imparable. Unos toneles empujaban a otros y todos juntos hacían un ruido formidable, el rugido de un trueno. Los chicos no podían hacer nada. Si querían detener los barriles podían ser aplastados por ellos. Como el suelo estaba inclinado, los toneles iban cogiendo velocidad y saliendo con muchísima fuerza. Parecía una manada de rinocerontes asustados. Unos se estrellaron contra las paredes del patio, mientras que otros dos se estamparon contra el corral del toro rompiendo la valla.
El toro, que llevaba más de un mes encerrado, dijo «esta es la mía», salió de su toril y empezó a corretear por el patio ante la sorpresa de los turistas y de los empleados que no sabían qué hacer ni dónde meterse.
6
El toro de Osborne
El ruido abrumador de los toneles rodantes y de los cascos del toro contra el suelo de adoquines advirtieron al capataz, a la señorita y a los demás chicos, que llegaron corriendo para ver qué pasaba. El capataz, con los ojos a cuadros, no podía creer lo que estaba viendo, las botas de Don Tomás rodando por todas partes y el toro en estampida... Cuando quiso poner remedio, ya no tenía solución.
Los chicos corrían tras el toro, que bajaba por la calle de Los Moros dirigiéndose al mercado. Los coches, al verlo, se detenían. La gente se echaba a un lado, asustada. El toro quería un espacio libre, la dehesa donde se había criado. Estaba bastante desorientado pero seguía calle abajo. Pronto se asomó la gente a los balcones.
Los chicos seguían a cierta distancia al animal. π3 era el más valiente porque no sabía mucho de toros; a él le había lamido y para él era como Mukiko en grande. García y Malocotón corrían a su lado y Carmen detrás. Cuando llegaron a la plaza del mercado todo el mundo salió de los puestos y de los bares; había un toro suelto, el toro de Osborne, todo un espectáculo de día de fiesta.
El pobre toro no sabía qué hacer. Ya se había acostumbrado a la gente y no les pensaba embestir, pero nadie sabía esto y todos se apartaban al verlo. Algunas mujeres se ponían histéricas y empezaban a correr. El toro se decía: «¿Pero qué he hecho yo?» «¿Por qué se asustan?»
José, acompañado de Mukiko, estaba en el bar de Vicente tomando su manzanilla cuando oyó el clamor en la calle. Había un toro suelto y una muchedumbre asustada. Sin pensarlo dos veces agarró un capote que adornaba la pared y empezó a torear al morlaco. La gente le hizo corro mientras José se lucía:
−Olé, y olé −José hizo media verónica, después se puso de rodillas y el toro jugueteó con la tela pasando deprisa.
Tras varios pases la gente empezó a aplaudir. El torero se sentía en la gloria, como en las tardes de éxito en Las Ventas. José ya había comprobado que el toro era manso y que no lo iba a empitonar: se acercó y lo agarró por los cuernos y le dio un cabezazo en el testuz a modo de saludo. Para entonces ya habían llegado la policía y los bomberos. Estos le pasaron una cuerda y él amarró al animal, que echaba espuma por la boca y que estaba feliz con el paseíllo. π3 se acercó, el toro le lamió la mano y se la llenó de saliva y a π3 le volvió a entrar la risa. Tanta que se la contagió a José y a todos los que estaban alrededor.
Al rumiante lo metieron en el remolque de un camión y a José lo subieron a hombros; había sido el héroe de la tarde. Todo el mundo lo conocía y lo quería. π3 se sentía orgulloso de tener un amigo tan querido y esperó a que José pisara el suelo para unirse a él.
La pandilla rodeaba a π3. Todos estaban un poco temerosos de la señorita, que bajaba enfurruñada y con cara de muy pocos amigos. Menuda la que habían montado. Estaba realmente enfadada. Aunque todo había sido muy aparatoso, afortunadamente ninguno de los barriles había estallado. No se había perdido ninguno de los néctares divinos, que eran vinos de más de cien años.
Cuando la señorita llegó a ellos con el ceño fruncido, π3 intentó disculparse, pero solo pudo decir:
−¡Tooooro...! −poniendo los dedos como cuernos y embistiéndola, lo que provocó una carcajada general y relajó bastante a la señorita. Sabía que el seguro se haría cargo de todos los desperfectos, y aunque había sido un susto importante, nadie se había accidentado, por lo que se unió a la alegría general.