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En el bar Vicente pidieron chocolate con churros para todos. Tras la carrera estaban hambrientos. Los camareros fueron sirviendo el chocolate a la taza mientras una comisión, en la que también estaba la señorita −por si acaso−, se encargaba de los churros.
La churrería estaba a un costado del mercado, en mitad de la plaza donde también se vendían lechugas, tomates y caracoles. Como π3 quería conocerlo todo, se unió a la profesora, a Carmen y a García. Mientras esperaban a que frieran una rosca entera de churros, observaba a los vendedores de fruta y verdura. La maestra no le quitaba ojo. Ya había comprobado lo revoltoso que era. Carmen lo cogió de la mano y le preguntó a la profesora si podían alejarse un poco a ver los puestos. La señorita les dijo que sí, pero que solo cinco minutos.
Carmen y π3 se separaron y empezaron a contemplar los puestos de verdura y fruta. π3 acercaba su cara hasta las mismas hojas de las lechugas y las olía. Parecía que se las comía con la nariz de cómo tragaba el aire. La chica le iba diciendo:
−Lechuga, tomate.
El frutero arrancó un par de uvas de un racimo y se las dio a probar:
−Uvas, chaval, de donde sale el vino.
π3 las apachurró entre sus manos y luego se las comió. Sabían totalmente distintas a las gominolas, aunque se parecieran de aspecto. Luego avanzaron hasta una gitanilla que vendía caracoles. π3 se sentó sobre la acera cruzando las piernas y mirando los pequeños animales que subían y bajaban los cuernos entre las babas. La gitana le puso un par de caracoles en la mano; π3 no dejaba de mirarlos, mientras Carmen le cantaba:
−Caracol, col, col... saca los cuernos al sol −y él repetía:
−Caracol, col, col.
Se había quedado tan fascinado, que la gitana le preparó una bolsita con hierbabuena y unos pocos caracoles para que se los llevara al barco y jugara con ellos en alta mar.
π3 nunca había visto caracoles. Ni siquiera en el ordenador. Aunque hubiera estudiado parte de la biosfera terrestre y otras biosferas, no le había dado tiempo a conocer todos los animales que habitaban en nuestro planeta. La Tierra tenía muchas cosas y más el Universo. En su planeta, todos los animales y vegetales se habían extinguido hacía mucho tiempo y por eso π3 amaba la vida en todas sus formas, en los pequeños animales como el caracol y en el olor de las lechugas y el jazmín.
La señorita los llamó de nuevo:
−Pitré, Carmen, ayudadme con los churros −y fueron hasta el puesto que olía a fritanga.
La churrera les ofreció uno calentito. π3, que estaba muerto de hambre, se lo metió de golpe en la boca y empezó a aullar porque quemaba, pero no lo escupía y todo fueron risas mientras se dirigían al bar.
En el bar los esperaban el resto de los alumnos, José y Mukiko. El chocolate humeaba en las tazas. Se sentaron y esta vez fue Malocotón quien dijo:
−Pitré, ahora no te vayas a meter toa la taza en la boca. Se bebe despacio, que quema.
π3 agarró la taza como hacían los otros, fijándose para no volver a meter la pata, o mejor, la mano, y sorbió el chocolate, que de nuevo le supo a néctar divino.
No entendía por qué no había ninguno de esos manjares en su planeta. Bien es verdad que la Naturaleza allí había desaparecido y entonces tenían que comer a base de sintéticos: caldos y sueros esenciales y gelatinas que llevaban todas las vitaminas y nutrientes. Sabía que ese tipo de comida se obtenía de otros planetas en donde habían establecido bases de aprovisionamiento. Pero no sabía dónde estaban. De eso se ocupaban los adultos, de que no faltara nada en su planeta, sobre todo la comida y el agua, que desalaban. Eran los mayores quienes hacían incursiones en los distintos planetas vivos, y entre ellos la Tierra, donde entraban siempre por los Polos. Sabía que para poder transportar bien los alimentos tenían que sintetizarlos y por eso comían todo tan simplificado que apenas se parecía a la comida de los humanos, y sí mucho a las medicinas, esas pildoritas de fibra, vitaminas o minerales como las que tomaba la señorita Mariví que había dejado tres frascos distintos sobre la mesa e iba cogiendo pastillas de unos y otros.
Todo esto se decía π3 mientras saboreaba el chocolate. Si todo era así de rico, no quería volver a casa. ¿Para qué?
7
Averiguando
El Puerto es una ciudad pequeña y todo se hace a pie. Y como está llena de bares y de cafés, es mejor hacer las gestiones en estos sitios, donde se reúne la gente a desayunar o merendar.
El periodista Melchor Bocaboca, tras terminar su programa en la radio, se dio un paseo por los lugares acostumbrados hasta llegar a las inmediaciones del mercado donde se concentraba mucha gente. La Policía local había acordonado la zona y unas vallas impedían el tráfico de vehículos. Un camión de bomberos esperaba en un lateral; los flashes de las luces avisaban de que había pasado o estaba pasando algo. Bocaboca se acercó y preguntó a una de las mujeres pechugonas que esperaban tras la valla.
−Un toro que han soltado unos gamberros.
−¿Un toro?
−El toro de Osborne... que ha empezado a correr calle abajo, y aquí mismo, aquí mismito, lo han toreado. −Bocaboca estaba sorprendido. Desde que habían instalado al toro de Osborne en el corral de las bodegas nunca había pasado nada. El toro, de la misma estampa que los toros de cartón de las carreteras, vivía tan contento en su toril. Era un semental de casta fina que cubría a las vacas bravas, pero de bravo no tenía nada; se había terminado amansando, y los turistas se acercaban y le tocaban el belfo.
El periodista contempló con curiosidad al toro, que esperaba paciente en el remolque del camión, aunque coceaba sus paredes metálicas, que retumbaban. El espectáculo había terminado. Bocaboca entró en el bar Vicente y vio de refilón a José y a π3, que estaban con un grupo de chavales. Mientras tomaba un carajillo, uno de los camareros le contó el lío que se había montado, y como José había conseguido capturar al toro. «Otra noticia interesante», pensó Bocaboca. Pero ahora no podía entrevistar al camarero ni a los testigos; tenía que concentrarse en la historia de π3 y sus orígenes ocultos. No quiso hacerse notar ni que José siquiera le viese merodeando.
Inmediatamente después se encaminó hacia la playa de la Puntilla, y llegó a la comisaría. Allá la cola para hacerse los carnets era bastante larga, así que optó por el bar de enfrente; allí se enteraría de todo lo que le interesaba.
En la barra había dos polis uniformados y otros dos de civil, que actuaban de policía secreta, aunque los conociera todo el mundo. Bocaboca entró y todos le saludaron.
−Buenas, Bocaboca.
−A ver, ¿qué te vas a tomar? −preguntó el camarero.
−Una tacita de caracoles y un fino −dijo Bocaboca. Mientras chuperreteaba los caracoles iría preguntando.
−¿Y qué te cuentas? −le preguntó un policía.
−No os enteráis de nada. Unos espontáneos han soltado al toro de Osborne que ha salido corriendo por las calles −apuntó el periodista.
−Anda, esa era la llamada de emergencia −comentó el otro policía−. Han ido hasta los bomberos.
−Ha sido todo un espectáculo. Unos gamberros que han montado la marimorena en las bodegas −añadió el periodista con habilidad, esperando que los otros soltaran algo.
−Sí, sí −afirmaba otro policía−, han empezado a rodar barricas de hace más de cien años; me lo ha contado por radio un municipal.
−Pues eso. Un muchacho un poco revoltoso que han rescatado de la bahía −continuó Bocaboca.
−¿Un muchacho?
−Sí, un chico de unos trece años. Se llama Pitré. ¿Sabéis algo de él?
−Que yo sepa, no −dijo el uniformado.
−Ni yo −dijo el otro uniformado.
−Pues yo me voy a enterar con mis informantes; los gorrillas lo saben todo −dijo uno de la Secreta.
Los gorrillas son los aparcacoches vagabundos que viven en la calle. Así quedo la cuestión. Bocaboca se terminó los caracoles y adiós muy buenas.
Él ya sabía que no había ninguna denuncia por chico extraviado. Y mucho menos por chico desaparecido. Desde la 13:oo horas de la tarde que habían encontrado al muchacho, los padres ya debían echarlo de menos...
Bocaboca no quería que se le fuese el chaval de las manos. Sabía que estaba bien con José; no le deseaba nada malo al chico, pero si la NASA comprobaba que su nave había cruzado el firmamento, la cuestión ya cambiaba. El muchacho había caído en terreno español, en aguas territoriales españolas. ¡Y tan españolas!, la bahía de Cádiz; entonces, aunque fuese un inmigrante intergaláctico, estaba bajo jurisdicción española y solo podía ser llevado a la base con la autorización de la autoridad competente, que en este caso no era la Policía sino un juez de menores.
Ya era tarde para ir al café de la Victoria. Allí se reunían cada mañana todas las fuerzas vivas de El Puerto. Si llegaba entre las diez y once de la mañana podría encontrar al juez y engatusarlo. Así que se fue a su casa a descansar y a mirar en Internet si encontraba algo interesante de otras galaxias.
8
Un calabozo con ordenador
La merienda en el bar Vicente se había prolongado. El toro había sido un reclamo para que muchísimos vecinos, curiosos y turistas se acercaran a las inmediaciones del mercado. El café estaba de bote en bote. Tanto que el dueño le dijo a José que podía torear una vez a la semana en la plazuela, así se animaría la gente a comprar en el mercado en vez de ir a los hipermercados y su bar también se llenaría de gente. Esto le pareció razonable a José y dijo que se lo comentaría al concejal de Fiestas, que era una buena idea.
Los chicos tomaron el chocolate con churros y se tuvieron que despedir. π3 estaba tan a gusto con sus nuevos amigos y su pandilla recién creada que le costó muchísimo separarse de ellos. José se levantó de la mesa. π3 siguió sentado.
−Vamos Pitré, que es para hoy.
Como no quería marcharse empezó a mover la cabeza de izquierda a derecha. Los demás chicos se iban levantando, pero π3, erre que erre, no se movía de su asiento.
La señorita Mariví levantaba los hombros; no podía hacer nada, hasta que se le ocurrió:
−Podéis seguir en contacto por el Facebook, el Whatsapp y hasta podrías visitar algún día nuestro pueblo.
José dijo que si se quedaba en El Puerto lo diera por seguro, él la acompañaría; pero primero tenían que arreglar su situación. Entonces Carmen se acercó y le dio una hoja con todos sus nombres y sus emails. π3 reconoció inmediatamente el símbolo de la arroba y arrancó un trocito de papel donde garrapateó el suyo:
π3Mun2@glx10M
Se levantó, besó delante de todos a Carmen, que se puso coloradísima, y se colocó con decisión al lado de José. Tenía que seguir su camino. Aunque le daba pena irse no podía hacer otra cosa. Sabía que José le ayudaría a encontrar a su gente y a lo mejor en unos días podría volver a visitar el pueblo de sus amigos.
José se despidió de la señorita Mariví y finalmente le dijo a π3:
−Vamos, chiquillo, que en la comisaría deben estar contentos con lo del toro y el chico rubio; hay que aclarar todo esto.
Se encaminaron hacia la comisaría callejeando por El Puerto. José era un hombre cabal. Había tenido la muerte a un palmo de sus narices y sabía cuándo existía peligro. Sin querer echarle una bronca, le dijo:
−Pitré, si quieres quedarte más tiempo por aquí, no puedes llamar tanto la atención. Menuda habéis montado con el toro.
π3 lo miró y supo que tenía razón. Si seguía haciendo todo lo que se le ocurriera tendría problemas, antes o después:
−Caracoles −contestó, intentando suscitar una sonrisa del torero.
−Caracoles, tagarninas y espárragos, que no está el horno para bollos −contestó José malhumorado−. Si tenemos suerte te dejan conmigo. Si no, eres un indocumentado y te meten en un calabozo como a los chicos de las pateras, así que menos guasa.
π3 agachó la cabeza; estaba realmente arrepentido. Sabía que se había pasado.
−Bueno, bueno, eres un chico listo; espero que seas más prudente −dijo el torero y sin más lo apretujó entre sus brazos y lo besó en la cabeza.
Fue entonces cuando José sintió una vibración en el cráneo del muchacho. Los besos, las caricias, los achuchones, le hacían estremecerse, pero sobre todo los besos tenían un efecto inmediato sobre su piel, que vibraba agradecida.
−Chico, pareces un vibrador −dijo y lo volvió a besar. Al contacto de sus labios con el pelo y la piel a π3 le entraron cosquillas y empezó a reír.
Cuando llegaron a la Policía les hicieron rellenar un montón de papeles, cosa que aburría mortalmente a José y más a π3, que ya estaba un poco cansado. Aunque todos sabían la peripecia del toro de Osborne y como lo había atrapado José, sin embargo en la misma Comisaría nadie conocía la existencia de π3 ni el salvamento del Vaporcito. Dedujeron entonces que el periodista no había pasado por allí fisgoneando ni denunciando la presencia de un menor sin papeles. Parecía que Bocaboca se hubiera esfumado.
Tras rellenar los formularios los pasaron a una sala más grande con sillas de colores donde un policía interrogó al muchacho:
−A ver chaval, ¿cómo te llamas?
−π3.
−Pero Pi-trés, ¿qué?
π3 miró a José y luego al policía; tras él había una caja con etiquetas de la mensajería TNT y se le ocurrió decir:
−Pi-trés TNT −y el policía rellenó la ficha repitiendo:
−Pi-tré Teneté. Parece francés. ¿Nacionalidad?
−Es sueco −contestó inmediatamente José. Si decía que era americano, lo llevarían a la base y los militares de allí podrían identificarlo como un ET y hacerle todo tipo de perrerías.
−Bien, Suecia. ¿Ciudad?
−Pues Estocolmo −dijo José, que había estado en la capital de Suecia−; ha venido de turista en el barco este de los guiris que para en Cádiz. Y se extravió con la moto de agua.
−Muy bien jovencito. Te vamos a hacer un pequeño reconocimiento médico y luego te quedarás aquí hasta que vengan los de la Cruz Roja, o tus padres.
−Pero, agente, el chico está conmigo; yo me hago responsable −añadió José, temeroso de que se lo llevaran con los menores inmigrantes.
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