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Chayhton y Wayhkkan se disponían a revisar las cercas de la huerta, pues ya habían limpiado el gallinero; Lonkkah y Regildo cumplían con sus tareas en el corral, en silencio y sin mirarse, cada uno conocía su función, las diferencias quedaban fuera de las cercas cuando de responsabilidades se trataba, respetar el acuerdo para beneficio de todos por igual regía como regla inquebrantable. Serjancio ensillaba los caballos, la carga la habían preparado la noche anterior, la temporada de esquila había sido buena, muy buena. Los productos de la huerta y del pequeño corral ofrecían el sustento diario para los integrantes de la casona, no así el resto de la producción que estaba destinado para el intercambio de las regiones.
La cría de ovejas fue una eventual y muy provechosa consecuencia resultante de la unión de estas dos familias cuando, casi por casualidad, el destino de Xunnel y Kanki terminó desembarcando presuroso y accidentado en las tierras de Serjancio y Beasilia. Lo que debió de ser un refugio temporal para estos terrinos, concluyó en una prolongada y permanente estadía gracias a la intervención de las mujeres que tuvieron la iniciativa de proponer la conformación una “Familia de Conciliación” y así cumplir con la tan exigida ley que obligaba a todo habitante a integrar una. Por aquel entonces, las pertenencias de Xunnel incluían un pequeño rebaño de ovejas cuya raza supo adaptarse al nuevo ambiente. Serjancio sabía de cría, técnicas de esquila, de cuidados y alimentación que Xunnel desconocía, quien solo mantenía a esos animales para los propósitos del consumo leche y carne de cordero. Un par de años bastaron, casi sin proponérselo, para convertirse en excelentes criadores. Sus principales productos para las jornadas de intercambio, eran la carne de cordero, los quesos y diferentes tipos de ahumados, pero una vez al año, terminando el mes de N’ubro, producían la tan preciada lana, considerada excelsa y ávidamente esperada en Refugio del Mar para la elaboración de múltiples y variadas prendas de vestir.
En el patio cercano a la cocina, poco a poco, la caravana comenzaba a completarse con el resto de los integrantes. Chattel, el mayor de los hermanos, acompañado de su mujer y del hermano de ésta, se acercó sonriente al resto de su familia reunida cerca del bebedero de los animales; aceleró sus pasos para ayudar a Yllawie con el pesado bolso de Beasilia, ella se lo cedió aliviada.
—¡Feliz celebración, mi pequeña Lawy! –exclamó él y la sujetó a la altura de sus muslos para hacerla girar. Yllawie extendió sus brazos a más no poder mientras cerraba sus ojos con su rostro al cielo.
—Ya están grandes para esos juegos –escupió Danhola mostrando el malhumor que le provocaba el vínculo entre ellos–, ya no tienen cinco años.
—Te amo, Yllawie –dijo él y le dio un sonoro beso en la mejilla.
—Yo te adoro, hermano, te he extrañado en el desayuno –lo reprendió. Yllawie también había ignorado la presencia de Danhola, no le molestaba que haya ignorado el saludado por su celebración, nunca habían congeniado entre ellas.
—Dana no se sentía bien, pero festejaremos con mamá y papá, te lo prometo. –Trató de excusarse y luego pronunció alegre–: ¡Están bastante retrasados! –Su potente voz predominaba por sobre los demás ruidos mañaneros–. No me sorprende si estás a cargo –dijo empujando el hombro de Lonkkah, aunque intentaba bromear, sus burlas siempre sucumbían ante ese particular y estrepitoso tono de voz.
—¡Buena mañana, mi bella herma’a! –dijo Lonkkah, ignorando de manera divertida y maliciosa, a su hermano mayor; ya le había propinado su habitual golpe de puño en el brazo. Se dirigió hacia Danhola y vociferó–: Todavía no sé qué le has visto a este grandote inútil bueno para nada. –Y repitió el puñetazo en el mismo lugar.
—¿Hay mosquitos aquí? –bromeó Chattel mientras se sacudía a la altura de los golpes como limpiándose una mancha de barro, tomó por la muñeca a su hermano y torció su brazo por detrás de la espalada.
—Niños, niños… ¡esta fruta no madura más…! –exclamó Kanki sonriente.
—¡Voy con los caballos! –dijo Lonkkah trotando de espaldas sin dejar de mirarlos.
—¿No hay abrazo para esta vieja? –preguntó la mujer, Chattel extendió sus brazos, la apretó contra su pecho y la levantó, los pequeños pies de su abuela quedaron colgados al aire y en esa posición la hizo girar al tiempo que ella no cesaba de reír, pero el festejo del encuentro apenas habría de durar un breve instante, ambos enmudecieron al advertir la presencia de Satynka.
—Saty, ¿qué haces? –preguntó preocupada su abuela.
—Yo voy, necesitamos estar todos… y también quiero verlos –respondió casi sin aliento, su aspecto anémico dejaba ver las oscuras aureolas alrededor de sus ojos esmeraldas, apenas podía elevar sus pies para caminar, levantó uno de los bolsones, pero el esfuerzo la obligó a sentarse, aunque intentaba disimular, su respiración era agitada–. Buena mañana para vos, Dana.
—Hola, Satynka –respondió con soltura su herma’a–, te ves mejor… un poco demacrada, no esperaba verte de pie.
—Hola, ma-Kanki… ¡Feliz celebración, Lawy! –gesticuló un tímido Xukey, se acercó a ella para darle un beso en la mejilla, miró por encima de su hombro buscando otros ojos y los encontró, cruzó miradas con Satynka, pero obviaron intercambiar saludos entre ellos.
—Chattel –murmuró Satynka–, necesito que me ayudes a guardar mi bolso.
—Hermanynka, es un viaje largo aún si el cielo despejado nos acompaña… lo sabes, ¡por favor! –exclamó Yllawie que también estaba preocupada por su salud.
—Mis padres solo esperan por Chattel y por mí, también esperan a Danhola y, sin contar a los niños, al único al que van a extrañar es a Lonkkah –le contestó Satynka sin mirarla mientras se esforzaba por cerrar con el estambre, la bolsa que tenía entre sus piernas–. Ya se hartaron de vos, no es asunto tuyo, no tienes que ir. Yllawie, hablas y parece que ya no sabes lo que significa el reencuentro para nosotros.
«Ya no soy su hermawie» pensó con tristeza. Miró a su abuela, recordó que debía terminar de preparar sus elementos para el viaje y con elegancia, le solicitó:
—Ma-Kanki, voy a mi habitación, ¿me das tu permiso? –Su abuela asintió cerrando sus ojos, Yllawie se dirigió hacia las habitaciones con la punzante sensación de que su presencia sobraba en ese lugar.
—No necesitas pedir permiso, niña –gritó burlona Danhola, pero Yllawie ya estaba demasiado lejos como para escucharla–. Debería quitarse esas cosas de navegantes de la cabeza –vociferó y, arqueando sus labios hacia abajo, gesticuló despectiva–: Hermawie… hermanynka… ustedes me marean.
Ya en su habitación, Yllawie comenzó a guardar sus pertenencias y a ordenar su cama; recogió la bandeja de desayuno de su hermana y el aroma a cacao abofeteó sus recuerdos para transportarla a aquella noche en la que ambas idearon ese singular código de nombres. «Ya no soy su hermawie» se repitió angustiada. Un inocente y apacible invento con el que su hermana terrina, entre risas y picardías, había conquistado su corazón hasta hacerla olvidar lo que acababa de suceder; recuerdos que, a pesar de los ciclos y de los cambios de luna, siempre encontraban la manera de regresar a su alma para llevarla a esa noche cuando Serjancio, sin alguna razón que pudiera comprender, le prohibía regresar a su habitación que compartía con las niñas navegantes y, aunque no recordaba la humedad en el aire ni el suelo pedregoso de aquélla mañana de todo ese fatídico día, sí podía volver a sentir el dolor y la perturbación del ataque sufrido.
Lo que ella desconocía en esos tiempos, era que los adultos de su familia de navegantes, habían minimizado los hechos apoyándose en la conjetura de que todo había sido el resultado de un juego de chicos salido de control; también desconocía que, muy por el contrario, los otros adultos de la familia de Xunnel, sí comprendieron los hechos tal como habían sucedido y por lo cual, se vieron obligados a tomar la drástica decisión de enviar a la niña muy lejos de su atacante, a quien el resto de los convivientes se empeñaba en ver como a un chico aturdido. Lo único que ella entendió aquella vez, fue que el inesperado acontecimiento del ataque y posterior desalojo, le habían provocado en su inocente y aturdido corazón, una aguda impronta de desconsuelo y desilusión, mucho más profunda que la huella de dolor todavía latente por su abandono, otros recuerdos que se atropellaban por ingresar en su mente y que había sucedido bajo el cuidado de su familia de navegantes en ocasión de un viaje hacia las playas de piedras cuando ella tenía apenas ocho ciclos solares, había transcurrido casi un ciclo solar “a oscuras” y a nadie pareció importarle; aunque sabía que ella misma se había arrojado al mar de las furias, a su regreso, nunca le había reconfortado el relato de Beasilia sobre cómo ellos, sus cuidadores, se habían visto forzados a retornar a sus tierras sin ella. “Sus días dormidos” eran como una ventana golpeándose una y otra vez dentro de un infinito torbellino de dudas y desilusiones que siempre impedían a sus postigos cerrarse.
El aroma a cacao había abierto esa frágil ventana y casi por instinto, llevó su mano hacia su curiosa y vieja herida en el brazo, pero era la otra cicatriz en su mente, tan invisible como infinita, la que comprimía las vivencias que más ansiaba recordar. A pesar de todo, aún abrigaba una extraña y poderosa conexión con su familia de navegantes, su corazón se negaba a romper el fraternal vínculo que sentía hacia Enufemia y Eleutonia y era ese enorme deseo de retornar a lo que alguna vez fue, lo que le impedía ver o sentir el perdurable y sincero amor que le brindaban la extensa familia de Xunnel y Kanki, quienes nunca dudaron en ampararla como suya desde el primer momento que había llegado a sus vidas. Algunas lunas brillantes habrían de pasar antes de que ella pudiera comenzar a aceptar la complejidad de los cambios y fue precisamente el día del desalojo, la primera de las lecciones aprendidas. Satynka conocía las llagas más profundas de Yllawie y, cuando se lo proponía, siempre sabía cómo y dónde hurgar aquellas heridas.
—¿Es cierto? Satynka, ¿qué haces, qué crees que haces? –vociferó ofuscado Lonkkah secándose el sudor con el revés de su mano, tenía el rostro sucio por el barro. El profundo verde en los iris de sus ojos irradiaba rabia e impotencia contenidos, acababa de enterarse de que su hermana preparaba sus enseres para viajar.
—Hermano, quiero ir.
—Saty, no puedes sostenerte –la interrumpió sin mirarla, aún se negaba a aceptar las consecuencias de las decisiones de su hermana, pero no por eso había dejado de amarla–, vas a quedarte conmigo y los triniños, yo cargaré con tus tareas, debes recuperarte, nuestros padres, no es justo que te vean así, no los preocuparemos más de lo debido.
—Van a preocuparse si no me ven –respondió ella segura, destellos de impertinencia aparecían en el tono de su voz–, es tu turno de cuidar la casa y tampoco vas… ellos nos esperan –expresó esta vez casi sin aliento.
—¡Ma-Kanki, por favor…! –rogó Lonkkah.
—Hija, tu hermano tiene razón, yo voy a hablar con tus padres… sabes que no pueden ni van a dudar de mí.
—Ma-Kanki, voy a ir… Ya he hablado con Chattel –concluyó Satynka para demostrar que se mantendría firme en su decisión.
—¿Y el árbol te va a proteger? –cuestionó Lonkkah que, con frecuencia, usaba este apelativo para referirse a su hermano mayor.
—Déjenla ir –intervino Neyhtena–, todo va a estar bien, el baño de sol la va a fortalecer. Hermanynka, te vas a cuidar, ¿no verdad?
—Sí, hermaney… Ven aquí conmigo, a ver… ¿es así? –Satynka extendió sus brazos, tomó sus manitas y, manipulando los pulgares de su hermana para que se tocasen con los dedos mayores, dijo–: Vas a protegerme, ¿no verdad?
—Ya debes hablar con Yllawie –le susurró Neyhtena. Satynka soltó sus manos y volvió a abrazarla, no supo cómo reaccionar ante esas palabras.
Neyhtena se dirigió hacia donde los hombres aseguraban la carga con las intenciones de despedirse de Chattel. Fuera del establo, Serjancio sujetaba las riendas y la montura de su caballo, pero al pisar el estribo y en el instante en el que impulsaba su cuerpo hacia el asiento del animal, la montura cedió a sus fuerzas de forma inesperada provocando que Serjancio cayera desprevenido sobre sus glúteos y su espalda, con la silla en el pecho. El jamelgo había comenzado a lanzar relinches y patadas, Lonkkah sonrió indolentemente, Neyhtena tomó una de sus manos y el joven la miró confundido y desprendió sus dedos de los de ella… el animal pareció sucumbir en la calma. Yllawie regresaba de sus últimos quehaceres y vio todas las miradas dirigidas hacia un malhumorado Serjancio que se incorporaba del suelo, aunque le resultó extraño, se mostró indiferente pues tenía un recado que transmitir, se acercó a Satynka y le colocó un pequeño envoltorio en sus manos:
—Toma estas nueces, me las dio Abusilia, dice que te va a hacer bien.
—¿Quiere hacerse la abuela conmigo? –dijo sonriente y despectiva, recibió el pequeño bulto y lo arrojó dentro de sus cosas, nada que viniera de ellos le interesaba.
—¡Yo me quedo! –dijo Yllawie quitándose el desteñido pañuelo de su cabeza, su tolerancia había llegado al límite–. Todos tienen razón, nadie me espera y la casa necesita mantenerse, es mucho trabajo para los triniños y Lonkkah no va a poder con todo –vociferó estrujando el maltratado trapo mientras se lo pasaba de una mano a la otra, su mirada estaba concentrada en las hilachas del pañuelo. Lonkkah solo deseaba sostener aquellas manos nerviosas.
—Mi niña, mi injusta niña, voy a borrar esas palabras de mi cabeza… ¿alguien más las ha escuchado? –dijo su abuela y luego hizo silencio, pero no esperaba respuestas–. Eso creo, nadie aquí las ha escuchado –sentenció sacudiendo su cabeza–. ¿De dónde ha salido tanta autocompasión? Y no quieras que algún día te escuche mi dulce Taymah ni mi hijo Kemmel. –Se dirigió hacia Satynka, comenzó a trenzarle el cabello para recogérselo debajo del lienzo–. Y no quieras vos que tus padres se enteren eso que acabas de decirle a Yllawie. –Lonkkah miró a su hermana frunciendo su seño, dubitativo y desorientado–. Voy a permitir que me acompañes –aceptó. Satynka se incorporó sonriendo para abrazar a su abuela, pero antes de que pudiera expresar algo, Kanki concluyó–: Primero, debes reconciliarte con tu hermawie…
—Ma-Kanki, de todas maneras, he decidido quedarme –Yllawie se acercó a su abuela para darle un tímido beso en una de sus mejillas–. Este es para Taym… es para mamá. –Luego besó su otra mejilla–. Y este es para papá…
II La coraza de los secretos
El inesperado movimiento de tierra no les impidió continuar su camino a las cuevas… Muliana, exhausta y vencida, se había dejado caer del camastro, los golpes producidos por el trote descuidado de los caballos eran estampas punzantes en su vientre… el nacimiento se aproximaba, los dolores intensos oprimían su pecho impidiéndole respirar, no podía (no quería) continuar, debía ser ahí… antes de llegar a las rocas, al pie de las montañas enanas… justo ahí, bajo el baño de esta beneficiosa y muy oportuna lumbre lunar. Las mismas nubes que antes se habían entrelazado otorgándole a la noche un manto oscuro y sombrío, se apartaron presurosas para dejar ver la cara más ostentosa de esa luna brillante. El Monte Ermitaño, más allá del Valle de las Grietas, parecía despertar de su letargo. Muliana soltó un desgarrador alarido y dio a luz a una niña que fue recibida por los destellos de aquella gigantesca luna azulada.
—¡Dénmelo… quiero ver a mi hijo! –Los pezones le dolían, el vientre le oprimía hasta estrangularle la respiración, su voz se apagaba. Una pequeña se apiadó y colocó el crío en su regazo, era una niña, Muliana besó aquellos diminutos ojos hinchados.
La anciana hizo gestos sin emitir una sola palabra, las mujeres la colocaron nuevamente en el camastro, los caballos parecían ser los únicos conmovidos por su dolor, no trotaban, apenas se deslizaban, a pesar de los castigos de la anciana, se negaron a continuar la marcha, los perros atacaron la mano de la fusta y sus colmillos amedrentaron la ira de la impiadosa mujer, los animales rodearon a la parturienta que, entre el suave colchón de hierbas y los aullidos protectores de sus improvisados guardianes, daba a luz una nueva vida, el segundo nacimiento: un niño recibido por los retoños de la naturaleza… La misma niña sanguinaria, cortó el vínculo maternal y colocó al niño entre el cuello y la quijada de su madre, Muliana abrazó a sus hijos entre sollozos y desesperación.
La montaña tembló por segunda vez. Las mujeres al frente de los animales se frenaron dubitativas. Los quejidos de dolor ni siquiera les llamaba la atención, ellas permanecían absortas seducidas por lo que ocurría más allá del Valle de las Grietas: el lago de lava y fuego emitía sus primeros y perezosos bostezos, ante el segundo y muy agudo alarido, ellas le taparon la boca con sus manos sucias, sabían que aquel interminable lamento estaba interrumpiendo el prolongado descanso del Lago de Fuego.
Grito y explosión brotaron al unísono, mientras que el alarido traía una nueva vida, la explosión arrojaba un hipnótico río de lava hacia las laderas. Los brazos de fuego recibían al niño, únicos brazos que pudieron extenderse hacia él; su madre, desvanecida de dolor e incertidumbre, jamás pudo conectar con el niño.
Muliana al fin despertó entre sombras inquietas que se alargaban difusas y regresaban imprecisas mientras tejían redes sin forma sobre las piedras, ya no había ni luna ni hierbas ni brazos de fuego… Estaba en una cueva que ahogaba y oprimía todo cuanto pudiera sentir. Ya habían nacido tres, su padecimiento no era físico, ya habían nacido tres, pero ninguno descansaba en su regazo. Entre mezquinas lumbres y generosas tinieblas, apenas pudo ver que otros brazos cargaban a sus hijos hasta hacerlos desaparecer de su esforzada visión. Los dolores de parto retornaron presurosos.
—¡Hazlo! ¡Más ahí dentro… más ahí! –gritó la anciana, la rodeaban mujeres de rostros pétreos e inexpresivos como su palidez, sus cabellos lacios pegados al rostro, escasamente dejaban ver sus bestiales ojos siniestros.
—¡No soy yo, no somos la maldita predicción… dejen a mis hijos en paz! –balbuceó Muliana, pero en su interior gritaba otras palabras que no podían atravesar por su garganta–. ¡Déjennos en paz… por favor… por favor…! «Orruq, ¿dónde estás? Son tus hijos… Orruq…» lo llamó en silencio.
—¡Más ahí… despierta… sácalos! –gruñó por segunda vez la anciana, tomó su quijada y quedó observando en silencio cómo el índigo azulado de sus ojos se apagaba y se oscurecía, aquellas retinas ya no reflejaban las llamas; inertes, vítreas, habían sucumbido a medio cerrar–. Muerta ella, muertos todos –vociferó y escupió hacia un costado–, llévala a la fosa –ordenó sin mirar a nadie.
—¿Cuántos? –preguntó Urhoq perpetrado fuera de las cuevas, no se escuchaban las olas, el mar de las furias danzaba curiosamente calmo y acechante, las nubes cubrían la poderosa luna.
—Tres…
—Muertos ya. –Urhoq no hacía una pregunta.
—Mujeres dan muerte ahora. –La anciana lavaba sus manos en el mar, tenía su mirada difusa en la sangre que se diluía–. Adentro, más.
—¿Cinco?
—No sé.
—Ábrela –dijo él y colocó en esas manos recién lavadas una magnífica daga, minúsculos destellos purpúreos danzaban en el negro acero de su filo–. ¡Ábrela! –repitió y antes de que pudiera retirarse, le tomó con fuerza su muñeca y preguntó–: ¿Ojos?
—Cenizas –respondió ella mirando los restos de la fogata y luego escupió hastiada.
Secretos olvidados
Los intercambios de las regiones se realizaban cada ocho lunas brillantes en Refugio del Mar, al inicio de cada bimestre solar; allí convergían los habitantes de todas las regiones con sus productos. La ciudad coordinaba y comandaba las estrategias de supervivencia, de coexistencia y de armonía. Las familias eran libres de acudir para realizar los canjes, aun así, era difícil que alguna se abstuviera de hacerlo, el gran mercado proveía de todo aquello que no podían obtener en sus pequeñas huertas; diferentes y variados productos de uso y de consumo eran elaborados por quienes estaban al servicio de las regiones, los conciliados que residían en Refugio del Mar. Los intercambios demandaban al menos, dos jornadas de intenso y constante trajín en los que debían conseguir y abastecerse de provisiones. Aun así, el mayor motivo de esta concentración era el reencuentro familiar al que nadie estaba dispuesto a faltar.
Era el inicio del mes de H’evio que, junto a H’icio, conformaban el bimestre del “Sol Ardiente”, las mañanas amanecían calurosas y poco agradables, las tareas debían realizarse desde muy temprano para evitar trabajar durante el sol alto, momento del día cuando el calor resultaba implacable y todo se tornaba doblemente agotador.
El grupo de Serjancio y Kanki avanzaba presuroso junto a otras caravanas, con ellos se desplazaban sus vecinos más próximos, Tolomano e Imadora y sus pequeños nietos Nelayo y Nunciana, todos ellos eran familia de conciliación de Danhola y Xukey. Un vínculo afectivo e indestructible unía a las familias de Serjancio y Tolomano, un vínculo forjado desde la tragedia y el dolor: sus respectivas hijas, Jaquilda y la pequeña Iana, habían desaparecido juntas durante el trayecto entre la Laguna Escondida y las huertas; rastros, gritos y un testigo ocasional de la fuga, resultaron ser los indicios determinantes para saber que se había tratado de un rapto de cautivas, aberrantes prácticas que por aquel entonces ya se consideraban extintas. El hecho habría de provocar una feroz y encarnizada represalia contra los sanguinarios que aún habitaban en la Meseta Desterrada, pacífica extensión de hierbas frescas que reinaba sobre los límites entre la selva y las montañas. Para desdicha de unos y felicidad de otros, el caso de Iana y Jaquilda fue el último reporte sobre desapariciones y que, con el tiempo, fue olvidado como un recóndito recuerdo que a nadie le interesaba inmortalizar.
Danhola había entrelazado su vida en matrimonio con Chattel bajo las leyes y costumbres de los terrinos, una semana después de la muerte de su único abuelo, llevaban juntos casi un ciclo solar completo (un año, según lo denominaban los navegantes); con sus padres lejos al servicio de Refugio del Mar y su abuelo fallecido, Danhola encontró en su esposo, protección y seguridad que creyó necesitar para ella y para su hermano menor. Chattel supo funcionar como engranaje en las complicadas relaciones de conciliación con la familia de navegantes de su esposa, por lo que las jornadas se tornaron mucho más llevaderas y pacíficas. El flamante matrimonio había perdido dos embarazos, eventos que al parecer endurecían cada vez más el corazón de Danhola, pero que acrecentaban la bondadosa paciencia de Chattel. Las tierras de Tolomano no eran tan extensas como las de sus vecinos, rara vez dejaban a algún integrante de la familia conciliada para su cuidado. En esta ocasión y por pedido de su hermano mayor, Lonkkah habría de encargarse de aquél pequeño ganado.
Diferentes caravanas fueron concentrándose en forma metódica y ordenada a medida que se acercaban a la ciudad. Una pared invisible dividía la inmensa e interminable columna, de un lado se agrupaban los navegantes, la mayoría a rostro descubierto luciendo su brillante piel azabache y en magnífico contraste, sus luminosos ojos azulados parecían gotas de mar regresando al mar; del otro lado de esta casi hermética muralla, marchaban los terrinos, risueños y desordenados, envueltos de pies a cabeza en túnicas de colores claros. Aunque todos se dirigían hacia un mismo objetivo, avanzaban juntos… no mezclados. La mayor y más grande diferencia entre ambas culturas eran los niños navegantes, sus juegos y el inocente bullicio jamás pasaba inadvertido ante las miradas (y recónditos sentimientos) de los mestizos. La fracción de edades a la que pertenecían Chattel, Danhola, Xukey, Satynka, Lonkkah, Yllawie y otros jóvenes terrinos, penosamente considerada la “Ultima Camada”, provocaba profunda angustia, impotencia y malestar en esta esplendorosa cultura, los triniños eran los últimos nacidos de su etnia y no todos sabían de su existencia… y era ahí, en ese tenue y delicado espacio entre el mito y la realidad, donde se abría una infinidad de puertas que dejaban escapar rumores de todo tipo y tenor: para los navegantes, los murmullos se esparcían como peligrosa neblina sin dejar de considerarlos como viejas e inútiles palabrerías de hechizos y maldiciones mientras que, para los terrinos, los susurros sobre la posible existencia de aquéllos niños, se propagaban como brisa matutina portadora de esperanzas a su desdichado destino de extinción.