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Durante el extenso recorrido, los viajeros concretaban mínimos y permitidos canjes y fue así como Kanki obtuvo un bolso de aceitunas que había intercambiado por tres potes de su miel, sabía cuánto adoraba Yllawie estos deliciosos frutos que innumerables veces había intentado producir en sus tierras, fracasando en todas ellas. De igual manera, Serjancio y Beasilia también habían intercambiado sus exquisitos quesillos de cabra por hojas de tabaco y algunas esencias de flores disecadas con las que Beasilia amaba aromatizar sus ropas.
Una vez que aparecieron las primeras estrellas de la tercera jornada de viaje en aquel cielo todavía sin oscurecer, pudieron distinguir las tenues lumbres de la ciudad, lo que los motivó a avanzar más rápido para arribar a destino antes del anochecer. El clima y los caminos se habían portado condescendientemente, Satynka se sintió relajada, estaba exhausta y no creía contar con la suficiente fuerza para continuar un día más sobre el carro, el improvisado colchón de lana aplacaba porrazos y rebotes, pero su cuerpo huesudo no había dejado de recibir golpes que casi lograron desestabilizar su entereza, aun así, se había contenido en emitir quejidos para evitar las abrumadoras reprimendas de su hermano y de su abuela.
—¿Estás bien, necesitas algo? –preguntó Danhola mientras se desenvolvía el pañuelo que la había protegido durante el período de intenso sol, sus ojos, levemente verdosos, no se asemejaban a la intensidad de las esmeraldas que brillaban en los iris de Satynka. Beasilia conservaba un brazalete formado de delicadas bolillas a las que llamaban de esa manera, el adorno era una de las tantas piezas extraordinarias que había atravesado el mar; en muy pocas y contadas ocasiones, Beasilia lo había exhibido y quienes apreciaban su belleza, habían comparado el color de aquellas magníficas y enigmáticas piedras con el color de los ojos de Satynka.
—Estoy bien, ya quiero llegar.
—Te ves terrible, tus padres se van a preocupar.
—Gracias, sos muy amable, voy a hacer lo posible para no verme tan terrible –respondió Satynka harta de sus comentarios.
—Dana, por favor –intervino Chattel–, solo necesita descansar –dijo guiñando uno de sus ojos a su hermana–. ¿Has hablado con Yllawie?
—¿Para qué? –contestó Danhola–. De todas maneras, ella ya había decidido no venir, ma-Kanki le dijo que…
—Está bien, ya entendimos –se anticipó su esposo, los hermanos cruzaron miradas, Satynka negó con su cabeza y él resopló decepcionado–. Me hubiera gustado que hablaras con ella. –Chattel acarició con ternura su mejilla y avanzó hacia donde se encontraba su abuela.
—Entiendo por qué la odias y, aunque reconozco que no sé qué es lo que le has visto ni qué esperabas de un mugroso navegante, yo tampoco la hubiera perdonado –dijo Danhola mientras hurgaba entre sus bolsos–, Yllawie debió aceptar tu decisión como todos nosotros, si alguien me quisiera separar de Chattel… yo…
Satynka ya no la escuchaba, sus palabras eran sonidos difusos rebotando como ecos que disuadían sus recuerdos, quería concentrase en los últimos momentos vividos junto a Rufanio la noche que habían decidido marcharse para unirse a la legendaria “sociedad de mezclados”.
—…Yllawie cree que no somos su raza, adora a sus navegantes, por eso…
Satynka escuchaba vociferar a Danhola, pero ansiaba silencio, quería gritarle que se tragara la lengua y que cerrase la boca de una vez, esas palabras eran intrusas en su mente e interferían con sus pensamientos. No podía odiar a Yllawie, no sabría cómo hacerlo y estaba segura de que ella tampoco la odiaba… Respiró profundo y sus recuerdos la llevaron a otro lugar… a un pequeño cuarto donde dos niñas conversaban inocentes:
«¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? –preguntaba la pequeña ojos de esmeralda–. ¿Quieres jugar conmigo?
«No –respondía la otra, recostada y dándole la espalda, toda sucia, cubierta de hierbas y cardos.
«Bueno… ¿qué tienes aquí? –continuaba indiferente mientras le quitaba las hierbas de su cabello. Su madre llegaba a la habitación con dos vasos de leche, cacao molido en un pote y unas rodajas de pan.
«¿Cómo están mis mujercitas? –decía la amable mujer que había comenzado a lavarle la rodilla ensangrentada a la niña recostada–. ¿Este cuarto es especial, no creen? Aquí duerme la luna, pero no le gusta estar sola, siempre añora a sus tres estrellas-hermanas –decía la madre mirando el cielo por la ventana– estás vos, Saty, también está la pequeña Ney… me parece que falta una estrellita. –Luego, la bondadosa mujer señalaba la bandeja y decía–: Saty, invítale a Lawy, tu hermano también está herido y debo atenderlo… ¿harías eso por mí? –La pequeña Saty asentía con su cabeza.
«Esas son las estrellas –decía la pequeña ojos de esmeralda señalando las tres magnificas luces ubicadas en línea cuyo brillo se destacaba del resto, Yllawie las miraba de reojo–, ellas me enseñaron un juego, un juego de hermanas. –Continuaba hablando mientras alejaba el pote de cacao de su vaso, nunca le había gustado–. ¿Te sirvo cacao en tu vaso?
«¿Cómo es el juego? –Quería saber la niña asustadiza.
«Bombes ebretos –contestaba susurrando con la boca llena de pan, las migas salían expulsadas hacia la cara de la curiosa niña. Ambas comenzaban a reír… a reír y a reír hasta sentir que sus cachetes estallaban de felicidad…
—Nombres secretos –dijo Satynka en voz alta y una lágrima se escapó presurosa.
—¿… qué… perdón, que has dicho? –quiso saber Danhola–. ¿Tienes un secreto? Puedes confiar en mí ya lo sabes.
—No… no he dicho nada –contestó ensimismada, solo tenía secretos para con hermawie, cada una conocía desde el más insignificante hasta el más trascendental de sus sentimientos. «¿Por qué? ¿Por qué me has hecho esto, hermawie?», pensó.
La noche amparaba a los viajeros y les otorgaba agradable cobijo después de una agotadora y calurosa jornada, los aires que llegaban desde el mar aliviaron sus cuerpos sudorosos y cansados, aunque podían sentir la humedad salina alojándose en sus garantas, su sabor era un bálsamo para sus espíritus. Beasilia aún conservaba su prolija manta bordada sobre su cabellera blanca, era apenas un modesto intento por ocultar el morado alojado debajo de su ojo, sabía que Misadora iba a ser la única que lo notaría y la cuestionaría, pensó que no se sentiría con las fuerzas suficientes para enfrentar a su hija, pero tampoco quería transcurrir el escaso tiempo que tenían, entre malestares y reprimendas. Ella se había cuestionado durante la mayor parte del camino por qué tuvo que corregir a su marido delante de todos, esa conducta no era la de una verdadera dama, mucho menos la de una auténtica hija del mar.
—¿Quieres volver a verlo, no verdad? ¿Crees que te espera ahí? –preguntó impertinente Danhola que continuaba indagando mientras masticaba una manzana, en su tono de voz se agitaban destellos de aborrecimiento y decepción, pues no estaba dispuesta a olvidar el dolor que ella le había provocado a su hermano.
Xukey daba la vida por Satynka, pero ella lo había despreciado hasta casi la humillación y Danhola saboreaba estos momentos encubriendo sus frases y sus gestos con falsas palabras de consuelo; la falta de respuestas a sus incisivas preguntas la regocijaban con profunda satisfacción. Satynka estaba cansada de sus comentarios, su herma’a no había dejado de hablar desde la huerta; durante la mayor parte del camino, su mejor estrategia había sido fingir que dormía bajo el sol ardiente en su frente y la calurosa lana en su espalda, prefería padecer aquel sacrificio a dar explicaciones o respuestas que… desconocía por completo.
—Yo creo que sí –continuó Danhola–, de seguro lo tienen escondido como la inmunda rata que es.
—Dana, por favor, no hables así de él –interrumpió Satynka, abrumada e irascible. «¿Rufanio, estás esperándome, estás en la ciudad… vas a venir por mí, vas a venir por…?», pensó llevándose instintivamente las manos a su abdomen, miró las lumbres próximas al mar y se preguntó si en alguna de ellas encontraría las respuestas.
Tres formidables puentes atravesaban el Río Atroz, valiosa fuente de agua dulce que rodeaba la ciudad casi por completo; sus nacientes se originaban en Altas Cumbres donde el río carecía de nombre, aquel primer tramo de su recorrido constituía un límite natural entre la selva y el resto de las regiones, a partir de ahí, se lo conocía como El Generoso, pues alimentaba y nutría todas las tierras que atravesaba, llenándolas de vitalidad y briosa energía; antes de desembocar en el mar, sus aguas se bifurcaban para transformarse en dos gigantescos brazos protectores que envolvían a Refugio del Mar y era precisamente en este tramo final de su recorrido, donde navegantes y sanguinarios habían perecido durante los permanentes conflictos originados a partir de La Llegada, de ahí lo sombrío de su nombre. El puente que comunicaba con los riscos, una formación natural de roca maciza, conducía a las instalaciones del Apartamiento, construcciones de piedra donde habían habitado antiguos clanes, devenido en cubiles de aislamiento para alojar (bajo supervisión de la Escolta del Mar) a los alborotadores del orden o a aquellos incumplidores de las nuevas leyes de La Conciliación; los dos puentes restantes eran magnificas construcciones de los primeros navegantes.
Según su región de origen y a medida que iban ingresando, las caravanas se conducían por algunos de estos accesos para dirigirse al marcado principal donde depositaban sus productos y mercancías, este proceso se realizaba durante toda la noche previa a las jornadas de intercambio; después de una exhaustiva evaluación de la mercadería, las familias recibían créditos plasmados en numerosas y diversas piezas de metal que solo tenían valor por esos días y en Refugio del Mar. Inútil resultaba conservarlas, pues para la próxima jornada de canjes, los metales cambiaban de forma y de color. Por lo general, todos los créditos alcanzaban para reabastecerse moderadamente y sin excesos.
Los integrantes de cada grupo familiar conciliado, incluso los que vivían en Refugio del Mar, dividían sus tareas para abarcar y conseguir la mayor cantidad de insumos: herramientas, ropa elaborada en la ciudad, calzados, alimentos primarios y eventualmente, alguna que otra reliquia sobreviviente de los tiempos de La Llegada. Muchos de los oficios fueron aprendidos y transmitidos en la ciudad: la fabricación y maleabilidad del vidrio, la herrería, los telares o el curtido de cueros de cabras y ovejas, pero ningún artesano había logrado igualar en calidad y belleza, aquéllos exquisitos productos que alguna vez habían arribado en los barcos desde el mar. Una mítica ola fantasma había arrasado estas tierras devorando todo cuanto quiso, llevándose muchas vidas y destruyendo casi toda edificación navegante. Extraordinarios y valiosos secretos se perdieron entre sus aguas, desde los trazados y conocimientos sobre construcción de grandes barcos y navíos hasta registros escritos de su historia y sus viajes. Los navegantes y terrinos sobrevivientes recomenzaron casi a ciegas y a tientas la restauración de las regiones, y así coexistieron como huérfanos recién nacidos que debieron aprender a establecer la cimentación de una nueva forma de vida.
—¡Hola vieja… alegras mi alma! –exclamó Kemmel, rodeó a su madre con sus brazos y la mantuvo apretada contra su pecho unos instantes–. ¡Te he extrañado, ma, y mucho…! ¿Cómo ha estado el camino?
—Cansador, hijo mío, muy cansador –respondió Kanki, exhausta.
—¡Hija mía! Ven aquí y dale un gran abrazo a tu madre –dijo sonriente Taymah desde el umbral extendiendo sus brazos en dirección a Satynka, pero su espontánea felicidad se vio opacada al notar la extrema delgadez en su hija. Kemmel también había borrado su sonrisa.
—Mamá, estoy cansada –respondió Satynka, pero no hubo necesidad de más explicaciones, su madre ya había tomado el pequeño bolso y, presurosa, la acompañó al sanitario.
La creciente ciudad había perfeccionado interesantes sistemas de distribución de agua dulce, preexistentes de las primeras construcciones, los cuales permitían a los habitantes contar con diferentes y estratégicos centros de provisión de agua al alcance de la gran mayoría de los hogares; también se habían desarrollado necesarias y muy útiles redes de canales internos que permitían desechar el agua utilizada en las casas, cada familia era responsable de mantener el cuidado y la higiene de las diferentes infraestructuras.
—Mamá… tengo que contarte. –Satynka no pudo emitir una palabra más, su llanto comenzó a provocarle intensos espasmos que preocuparon a su madre.
—Ya lo sé, hija. –Taymah intentó tranquilizarla mientras le colocaba un paño húmedo en la nuca.
—No, ma… sabes una parte, quiero contarte todo.
—¿Quieres contarme… que esperas un hijo? –dijo su madre y Satynka vio oscurecerse todo a su alrededor, las paredes de la habitación se derrumbaban entre nubes de sombras, un sudor frío trepó por su espalda, sus labios no dejaban de temblar–. Solo hay una inquietud en mi corazón, ¿cómo estás? –Taymah amaba a su hija, su salud y su bienestar eran prioridad.
—Mamá… antes de visualizar la ciudad, comencé a sangrar… mamá… ayúdame por favor.
—¡Hija…! ¡No… por favor…! Se supone que, si llevas un hijo navegante, estas cosas… –Taymah comenzó a perder el control que había tratado de mantener hasta ese momento.
—No lo sabemos, mamá, perdón, mamá, perdón por todo…
—Voy a llamar a ma-Kanki –exclamó aquella mujer que podía sentir su corazón fragmentado–, no te preocupes, hija, estamos aquí para ayudarte, ¿alguien más lo sabe?
—Rufanio –dijo escondiendo la mirada–, por eso… por eso queríamos… me dijo que me llevaría con los merdanes…
—Aparte de él –la interrumpió su madre disgustada.
—No… creo que Neyhtena sospecha algo, ella era la única que quería que viniese… ma, te necesito… no te enojes… vos no –dijo y las venas de su cuello delataban el inmenso esfuerzo que hacía para no agitarse.
Kanki entró en la habitación y cerró todas las aberturas, excepto la ubicada arriba del gran ventanal, por aquella hendidura ingresaba una reparadora brisa marina. Las mujeres se miraron en silencio, Kanki colocó la pequeña caja de madera sobre la mesa al lado del farol y comenzó a sacar diferentes recipientes, tomó la botellita envuelta en un trapo negro.
—Esto me ha dado Ney –dijo la abuela de espaldas a ambas–. Ney… ella me preguntó si… –Giró dubitativa, sus ojos verdes lucían terribles, apresados en una inmensa incertidumbre.
—¿Qué sucede? ¿Qué te preguntó Ney? –Quiso saber su nuera.
—¿Si los merdanes ya te han revisado?
—¿Qué…? Ma-Kanki, no –respondió Satynka sin poder mirarla a los ojos–. Todo se precipitó aquélla noche que Yllawie quiso… pero no, ¿por qué, qué sucede? –preguntó con el poco aliento que le quedaba.
—Atiende bien, desde tus… encuentros con Rufanio, él o sus primas… han intentado darte algo para comer o para beber –dijo Kanki mientras manipulaba los frascos de la caja de madera.
—No… no recuerdo… –Satynka miró su desprolijo bolso donde había arrojado las nueces.
—¿Qué ocurre, qué tienes ahí? –preguntó su madre.
—Beasilia… Yllawie –balbuceó la confundida joven–, Beasilia me envió unas nueces...
Taymah se dirigió al bolso y hurgó desesperada sin comprender lo que ocurría, encontró el pequeño envoltorio y se los dio a Kanki.
—¿Qué sucede, ma-Kanki, que sucede…?
—Aún no lo sé, solo sigo instrucciones de la niña, ya sabes cómo es. –Kanki vertió unas gotas del contenido del pequeño frasco sobre una de las nueces, ambas miraban absortas sin saber qué debían ver, sentían el aroma agridulce que expelía la botellita–. Yo no veo diferencias, me dijo que me iba a dar cuenta, yo… yo te juro que aunque lo intento, muchas veces no sé de qué habla Neyhtena… o lo que intenta decirnos.
—Mamá… –dijo Satynka, las sábanas comenzaron a teñirse debajo de su entrepierna–. No… no me siento bien…
Su abuela y su madre corrieron a asistirla, Kanki sabía cómo ayudarla, solo debía continuar confiando en las instrucciones de Neyhtena y utilizar las mezclas que había preparado Wayhkkan.
Danhola ya dormía exhausta en el cuarto de las visitas, su hermano Xukey, como era de esperar, se había instalado con sus padres, pero ella prefirió quedarse con la familia de su esposo. Chattel y Kemmel fumaban sus tabacos fuera de la casa, a veces sentados en el umbral, a veces de pie, pero en todo momento, inquietos y taciturnos; expulsaban el humo en dirección al mar y la brisa se lo devolvía disuelto en aromas marinos, en silencio, podían escuchar los diferentes festejos de las casas aledañas de donde se escapaban otros aromas que delataban intensos y agradables sabores a comida recién asada. Las propiedades de los terrinos compartían calles y los vertederos de agua, el asentamiento de los navegantes se situaba del otro lado del mercado principal, irónicamente, más alejado de las playas sobre terrenos algo más elevados, desde donde se podía apreciar el mar en todo su esplendor. Esta ciudad los albergaba a todos por igual, juntos… no mezclados. A semejanza de la dolorosa realidad que se destacaba en las caravanas, la presencia y los juegos de niños, diferenciaban el ritmo bullicioso entre ambas comunidades.
La mayor parte de quienes habían marchado a Refugio del Mar para dar origen y respaldar el Pacto de Conciliación, eran jóvenes de ambas estirpes, algunos ya unidos en matrimonio, en ellos se habían depositado las esperanzas del inicio de esta flamante ciudad y fue así que año tras año, vieron nacer y crecer niños navegantes al mismo tiempo que sintieron el dolor y la angustia por las pérdidas que sufría la comunidad de terrinos.
—Pa-Xunnel no ha regresado aún –expresó pensativo Chattel.
—No te preocupes por ese viejo necio. –Intentó tranquilizar su padre–. No sé… a veces deseo que encuentre al cobarde, pero de inmediato pienso que nunca debió seguirlo, no sé, dejarlos ser… ella lo eligió así, no la entiendo, involucrarse con uno de ellos, ¿qué espera de Rufanio?
Los nuevos pactos de La Conciliación no prohibían la relación interracial, solo existían sanciones para todo aquél que forzase o intentara violentar cualquier tipo de vínculo, en especial para con los niños y las niñas, considerados sagrados e intocables; la única sanción acordada y aceptada para quien quebrantara este mandato, se basaba en la pena de muerte. Para hechos de violencia o sometimiento entre miembros de una misma comunidad o distinta, existía el inflexible acuerdo de aplicar castigos severos que incluía acciones de resarcimiento o reclusión en el Apartamiento. Sin embargo, para cualquier otro vínculo o amorío interracial de mutuo consentimiento, no existían restricciones ni impedimentos sociales; aún así, el hecho provocaba sentimientos opuestos entre las etnias, por una parte, los navegantes lo consideraban idilios sin importancia, medios de diversión y en su mayoría, motivo de regodeo; por la otra, este tipo de relaciones eran detestadas por los terrinos a quienes les resultaba en extremo humillante y deshonrosas, al tiempo que provocaba una condena implícita de rechazo o exclusión; en su comunidad, los involucrados eran tratados como traidores y por esta razón, las familias implicadas ocultaban los hechos o trataban de hacerlo, para evitar el rechazo de los propios, considerado el peor de los juicios.
Pocas (escasas) veces, las relaciones se consolidaban aferradas a la creencia de la existencia de una mítica “sociedad de mezclados”, lugar a donde las parejas, constituidas siempre por hombres navegantes y mujeres terrinas, decidían marcharse para el inicio de una vida diferente; entre tantos susurros, los vientos decían que allí, ellas podían parir hijos vivos. La idea no era del todo descabellada, pues durante muchos años, la comunidad de desertores también había sido una especie de mito o absurda creencia esparcida por los vientos. Mal que les haya pesado a los navegantes, el mito se transformó en el nacimiento de una muy completa, organizada y respetable comunidad de terrinos a la que debieron acudir por ayuda, reconociéndolos como iguales luego de aceptar que sin esta floreciente cultura, no habrían podido sostener la propia.
Mientras las mujeres atendían a Satynka en su habitación, los hombres intentaban esclarecer los acontecimientos ocurridos desde su último reencuentro.
—Siempre creímos que Yllawie era quien amaba ese mundo, pero Satynka… no entiendo por qué… Con tu madre nos entusiasmamos al pensar que comenzaría su vida con Xukey, pero, ¿con ellos…? –cuestionó Kemmel en un intento por razonar en voz alta.
—Ya no existe ellos o nosotros, todos juntos dictaremos la nueva sociedad –respondió Chattel mirando hacia las olas.
—Eso no va a pasar… ellos esperan, solo esperan.
—Lo mismo dice ma-Kanki –recordó el muchacho.
—No tienen necesidad de conflictos ni de sufrir más pérdidas, hijo… ellos solo esperan y enseñan a su descendencia que esta tierra les pertenecerá tarde o temprano.
—Papá… yo tampoco la entiendo, pero no puedo enojarme con ella…
—Ya encontraremos el tiempo para hablar con tu hermana, ahora está débil, no me gustó verla así. –Miró hacia la habitación y reflexionó–: ¿No sé qué está pasando ahí, por qué se demoran las mujeres?
—Todo va a estar bien, pa, ella… ella no se habla con Yllawie, cree que todo es su culpa –dijo Chattel con pesar, amaba a sus hermanas por igual y le dolía el distanciamiento que se había producido entre ambas.
—Yllawie ha hecho bien, aunque quizá solo quería retener a su maldito navegante, no sé, pero ha hecho lo correcto, no dejo de pensar si… –Kemmel hizo silencio mientras expulsaba círculos de humo–. Hijo, quiero disfrutarte, por qué no me cuentas de los triniños, de Lonkkah.
—Nuevamente desobedecieron a ma-Kanki.
—¿Otra vez los collados? –acertó su padre.
—Sí… no los vas a reconocer.
—¿Han crecido mucho?
—No es eso, es que… cuando hablan, las cosas que dicen, pa-Xunnel es sabio, pero ellos… ellos… a veces no puedes creer lo que hacen o lo que dicen –dijo Chattel moviendo sus manos tratando de imitar los movimientos de los pequeños–. Kkan manipula las hierbas y estoy seguro de que lo que no puede hablar con nosotros, lo puede hacer con los animales; Ney, esa niña es… ya sabes… creo que todos lo sabemos, pero ninguno lo quiere mencionar –dijo susurrando–. Chay y esa obsesión con la montaña-madre, la que está cerca del Lago de Fuego que siempre menciona Yllawie.
—Ese viejo loco de tu abuelo una vez me dijo… me dijo lo extraordinario del ganado –balbuceó Kemmel sin poder arribar a una coherente conclusión–, dijo que nuestro ganado había crecido de una forma muy extraña, excelente lana y carne, los frutos del huerto siempre han sido los más apreciados en los intercambios… tu suegro no ha logrado ni la mitad de la producción y estamos hablando de los mismos pastos y del mismo arroyo, tu abuelo siempre pensó que había algo prodigioso detrás.
—Todos lo sabemos… –interrumpió Kanki. Los hombres nunca habían advertido su presencia, Chattel se incorporó asustado, su porte era aun más imponente cuando se ponía de pie–. No te asustes gran niño –susurró la mujer que decidió permanecer en el umbral–, toda nuestra familia lo sabe, que hayan aprendido a ocultar sus ojos no significa que hayan ocultado su verdadera esencia, no es un secreto que se pueda olvidar. Tu hermana está descansando ahora, quisiera que esos prodigios estuvieran aquí con nosotros para que me ayuden con Satynka. –Estiró su mano pidiéndole a su hijo le invite un poco de ese tabaco.
—¿Ocurre algo malo? Pocas veces te he visto así, vieja –expresó preocupado Kemmel.
—Hijo, Satynka debe quedarse, no es prudente que vuelva a exponerse a un viaje tan largo, no debí dejarme convencer por Neyhtena. –Se reprochó la fatigada mujer mientras expulsaba el humo contenido, con la última bocanada dejó salir una reflexión–: No siempre acierta… no siempre debemos seguir sus intuiciones…