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Se ve aquí que, en efecto, es una problemática en la cual la imagen y el nombre están desunidos. El nombre nombra algo que la imagen fracasa en vestir, en representar en una palabra que la imagen no permite reconocer: es otra cosa. Es por esto que los psiquiatras después de Capgras se complicaron para dar cuenta de ese hecho según las coordenadas del reconocimiento: el objeto privilegiado del reconocimiento es una imagen –ahora bien, de lo que se trataba en estos casos no era manifiestamente de este orden. Es por ello que llegaron a intentar asir esos fenómenos bajo el término de identificación –Capgras: agnosia de identificación (1923), Courbon y Tusques: identificación delirante (1932)– buscando así calificar lo que estaba en juego en toda la serie de estos síndromes. Poco importa en definitiva el sentido, mal afirmado, que ellos daban a ese término. Lo esencial es que hacían de eso un apoyo útil. Lo que supieron descubrir muy bien, y que se expresa mejor en el síndrome de ilusión de Frégoli, es que esos fenómenos no podían ser elucidados solamente como falta en el orden del reconocimiento, ni tampoco como falta en el orden del reconocimiento del cuerpo. En efecto, si el reconocimiento y especialmente el reconocimiento de la imagen del cuerpo, estaba fragmentado, descompuesto, era en beneficio de algo que el paciente identificaba positivamente, en el sentido en que él lo nombraba.
Es este rasgo propiamente gramatical –a saber, el hecho de que lo que estaba nombrado ahí era bajo un nombre propio y regularmente el mismo. Esto llevó a Courbon y Fail a concluir en la primera observación del síndrome que Frégoli era un solo ser, proponiendo entonces formular la problemática de la siguiente manera: ese nombre en Frégoli designa en las palabras de la paciente un objeto, lo que hemos llamado una x, siempre la misma, cuya llegada al primer plano revela una inconsistencia, incluso el derrumbe de la imagen y del imaginario en el campo del reconocimiento.
Agreguemos, a propósito de este aspecto gramatical de la cuestión, que los psiquiatras a quienes debemos el descubrimiento y el primer esbozo de análisis de estos síndromes nos han dejado observaciones escritas de casos, lo que escribieron a partir de lo que escucharon, como era la costumbre de los psiquiatras hasta un periodo bastante reciente. Ellos escribieron lo que sus pacientes decían, este punto nos parece de primera importancia, puesto que en ese cambio de registro, en ese recurso escritural, observamos una forma de pasar del reconocimiento –de lo que se cree escuchar o comprender– a lo que se escucha a algo diferente y que precisamente es del orden de una identificación absolutamente distinta del reconocimiento. Es probable que dado a que escribían sus observaciones, haya podido identificar los rasgos distintivos de esos síndromes. Ya que llevando a cabo ese ejercicio, estos psiquiatras mostraban también –y este recordatorio interesa con seguridad a la clínica contemporánea– que el abordaje de los hechos clínicos encuentra su soporte y sus referencias efectivas en otra parte que en las premisas del reconocimiento, que lo cognitivo-conductual tiende hoy a traer lo esencial de la observación, reduciendo la clínica a diversos modos de la imagen (scanner, IRM y rayos x) y/o a formas de comportamiento escritas en un repertorio. Los hechos, tanto en clínica como en toda práctica de espíritu y de método científico, se ordenan más bien a través de una seriación de rasgos distintivos de los que no es en absoluto requisito que sean reconocibles para el observador –es decir, homogéneos a su campo de conciencia– para poder dar cuenta de ellos. Por el contrario, serán mejor identificados mientras el soporte de su distinción sea materialmente tributario de coordenadas independientes del reconocimiento, como podía serlo en este caso, el apoyo encontrado por esos psiquiatras en el lenguaje de sus pacientes, su lógica gramatical y la lectura articulada que permitía su trascripción. Es en esto que la clínica que evocamos aquí, tal como ella ha sido progresivamente elucidada e ilustrada en la escuela francesa –por Cotard, Séglas, Clérambault y Capgras, entre otros, merece volverse a ver por lo que ella vale, como habiendo contribuido a dar a la psicopatología un alcance auténticamente científico en su destino y siempre atento, en cada caso, a la problemática y al lenguaje singular del sujeto.
Volvamos ahora al síndrome de Frégoli y precisemos lo que la paciente princeps designa con el nombre de Robine. Ella admite que hay una diversidad de imágenes: son los otros, con los que se cruza, con los que se encuentra en la calle. Pero estas imágenes se le imponen por todo tipo de fenómenos: influjos, crisis delirantes, órdenes obscenas, etc. Y todos esos fenómenos son para ella, Robine. Dicho de otra forma, ella identifica ahí cada vez una x que ella nombra diciendo: “Es Robine”. Por otra parte, ella menciona que percibe su propio cuerpo como fragmentado entre su propia imagen descompuesta y lo que llama Robine. También existen otros actos que le son impuestos, ella debe masturbarse, mientras que son los ojos de Robine los que tienen armoniosas ojeras. Así la belleza de lo que ella llama Robine y que la persigue, está ligada a la destrucción y a la fragmentación de su propio cuerpo.
A partir de estos elementos, podemos precisar a qué reenvía la x que evocábamos más arriba. Aparece como un objeto autónomo, obedeciendo solo a sus propias determinaciones; xenopático, imponiendo diversos fenómenos sensoriales a la paciente; causante de una desintegración de la imagen del cuerpo; en fin, que este objeto es Uno en esto, que es siempre el mismo, es siempre Robine la que persigue a la paciente.
En otras palabras, en el lugar y sitio de la imagen, el sujeto identifica siempre lo mismo. Si nos preguntamos de qué “mismo” se trata, no podemos sino constatar nuestra dificultad para intentar especificarlo más precisamente, de hecho es fácil percibir cómo es que pensar ese “mismo” como la misma persona, el mismo nombre, la misma imagen, la misma cosa, etc. es inadecuado o por lo menos está retocado en su valor y sus sentidos simples.
Pero también es esto lo que constituye el interés y alcance de esta clínica, en tanto lo que ella nos permite interrogar e incluso esclarecer respecto a la pregunta por la identidad. Ella vuelve especialmente sensible de qué manera la incidencia y los efectos más puros de la identidad, como nos lo revela la clínica de las psicosis, deben buscarse del lado del objeto –de ese objeto autónomo y xenopático que acabamos de mencionar– y no, como toda nuestra tradición nos acostumbra a pensarlo, del lado del sujeto. Se distingue también aquí, que la pregunta por la identidad para un sujeto puede conducir a respuestas que jamás serán más adecuadas a las que se producen bajo el modo persecutorio –entiéndase, cuando es el otro el que viene a dar respuesta, como en el síndrome de Frégoli, siempre el mismo, a esta pregunta del ser– al precio de la propia exclusión del sujeto puesto que no hay ahí lugar sino para el Uno, siendo por esta razón, que la identidad más pura y simple es absolutamente persecutoria8.
La dificultad que opone la clínica de la que hablamos, a toda reflexión en términos del reconocimiento –“reflexión” que tiende cada vez más a ser el único criterio de admisibilidad de los hechos, y como ya mencioné, propia de un círculo que aprende lo que ya se sabe– explica sin duda que esos trabajos, después de haber sido desarrollados por los psiquiatras más o menos hasta los años 50`s, hayan sido abandonados, o peor, retomados de una manera degradada: la precisión de las descripciones, la importancia dada al lenguaje de los pacientes, la preocupación del análisis y del aislamiento de los rasgos elementales fue desapareciendo progresivamente, y cedió lugar a otros abordajes –especialmente a la presunción de una causalidad de carácter neurobiológica.
Hemos mostrado en otra parte cómo ellos han sido continuados, en algunos de sus aspectos, en el campo de la neurología9. Sin embargo, es sobre todo el psicoanálisis el que retomó el hilo de estas investigaciones, aportándoles importantes desarrollos y una elaboración propia, renovando de esta manera profundamente su abordaje. Pensamos principalmente en las concepciones de Schilder, quien mostró que la imagen del cuerpo da cuenta de una complejidad que liga registros muy diferentes –por ejemplo, él distingue al lado del esquema corporal de los neurólogos, la incidencia de una estructura libidinal inspirada en la doctrina de Freud, una imagen que se encontraría determinada por las relaciones sociales– así como también contribuyó a demostrar la crucial importancia de esto.
En lo que se refiere más específicamente a la clínica que nos interesa, anotemos que en esta, x siempre es la misma aún en la diversidad de los envoltorios, de los que brevemente hemos resumido los rasgos, podemos considerar una articulación precisa en Jacques Lacan a partir de lo que designaba como objeto a. Lacan hacía observar que si la palabra autonomía tiene algún sentido cuando se le relaciona con la realidad humana, no es del lado del sujeto, sino más bien del lado de este objeto en tanto éste determina fundamentalmente todo lo que para el sujeto toma valor de realidad10. Esta autonomía del objeto es particularmente reconocible en el campo de las psicosis, lo vimos, detenidamente bajo la forma del objeto persecutorio. Sin embargo ella se observa igualmente en otras modalidades, según las diversas estructuras clínicas.
El objeto a, como se sabe, no es por eso algo que se pueda indicar en la realidad. Es este objeto que Freud llama objeto de la represión, y que a ese título determina el deseo del sujeto, sin poder jamás ser directamente identificado. El objeto orienta lo que busca y apuntala al sujeto a través de sus demandas, sus actos, sueños, síntomas, lapsus, chistes, etc. Pero este objeto no es nunca asible como tal. Es definido como objeto perdido en la doctrina del psicoanálisis, puesto que está directamente ligado a la represión que emplaza, para un sujeto, el acceso al lenguaje. Si Lacan lo designa simplemente con una letra “a”, es para subrayar que éste resulta de la pérdida que supone el lenguaje, de toda relación “directa” a lo que apuntala el deseo. Este objeto no es entonces objetivamente definible: no tiene más sentido reconocible que una letra del alfabeto.
Después de su análisis del “estadio del espejo”, Lacan pudo demostrar de manera muy articulada cómo la imagen del cuerpo –la imagen especular– para cada cual, no podía tomar una forma y una consistencia reconocibles, sino a condición de representar la pérdida, la ausencia en la realidad del objeto a. Estos análisis nos parecen constituir un preámbulo necesario al abordaje de la cuestión de la identidad en psicopatología. Consideremos su resultado: para que un sujeto pueda reconocer su propia imagen o la de otro, debe poder recibirla como un símbolo, es decir, como indicando la pérdida, la ausencia de algo. Un símbolo no vale efectivamente sino porque este indica la ausencia de algún objeto. Es en este sentido, para indicar brevemente de qué se trata todo esto, que no podemos reconocer nuestra imagen sino según esta condición previa de la represión del objeto a.
Lacan subrayaba esto escribiendo la fórmula de la imagen del cuerpo: i(a). Ésta fórmula designa la imagen i en tanto obtiene su consistencia de un objeto, anotado a, del que viste su ausencia. Para ilustrar de manera inmediata posible lo que indica esta noción, basta dar cuenta cómo, para cada cual, la imagen del cuerpo y la apariencia pueden ser el objeto de una atención inquieta y nunca satisfecha: como si faltara siempre algo. Esto que se observa fácilmente tanto en la clínica como en la vida cotidiana. Es porque la imagen del cuerpo representa una falta, falta que puede ser vivida de forma insatisfactoria, incompleta, o incluso como extrañeza.
Esta estructura de la imagen del cuerpo se revela de manera muy pura, y separada en sus elementos, en el síndrome de ilusión de Frégoli. Los elementos aparecen claramente disjuntos: la imagen, por un lado, deshecha y desarticulada mientras que por el otro lado, el retorno recurrente de un objeto que no está reprimido o “perdido”, no falta, sino que se encuentra identificado y nombrado por el sujeto como siempre lo mismo.
Es en esto que podemos observar como esta fórmula anotada i(a) reenvía concretamente a la ligazón de elementos que los trabajos que evocábamos más arriba habían revelado en la psicosis como en estado aislado. Esta fórmula indica cómo Lacan pudo retomar –insistiendo en ello mucho antes de la formalización– el estudio de estos fenómenos de descomposición especular y de desdoblamiento bajo sus diversas modalidades. La escuela francesa por otra parte había comenzado a señalar estos fenómenos de reduplicación de la clínica de las psicosis, primero aislado bajo la forma del “eco del pensamiento” por Séglas, y después situado por Clérambault como principio del síndrome de automatismo mental11.
La articulación de estos hechos da los medios para despejar en términos estructurales las coordenadas de la clínica de los falsos reconocimientos psicóticos y mostrar que –el nombre, el objeto y la imagen– son aislables en el síndrome de ilusión de Frégoli. A continuación nosotros lo señalaremos brevemente.
En este síndrome el nombre propio está reducido a la función de un nombre común y único. Es el nombre del perseguidor, identificado en los “otros” que el sujeto se encuentra y en los elementos desunidos de su propio cuerpo. Lo que nombra el nombre único que comanda y prevalece sobre la función simple del nombre propio tiene por propiedad volver al sujeto bajo la forma de una identidad real y unívoca, aquella de una significación impuesta. Esta x designa así, en la psicosis, lo que es anotado como a en la fórmula de la imagen i(a), es decir el objeto. Pero, si bien este objeto no es en principio nunca identificado por el sujeto en la neurosis, está identificado y hasta constituye el pivote de una sistematización articulada en el delirio.
La reducción del nombre propio a un estatuto de nombre común se duplica entonces de una reducción del nombre común al objeto. Al hacerse esto, el nombre pierde lo que está en el fundamento de su operación –a saber, una identificación, pero en tanto esta identificación es siempre diferencial, en el orden del lenguaje. Un nombre solo identifica por diferencia de otros nombres. No se junta al real que nombra –salvo eventualmente en la psicosis, como es el caso aquí. Esto también es, desde un punto de vista clínico, uno de los rasgos más observables de este síndrome, a saber, que el nombre se junte con el objeto, identificándolo.
El síndrome de ilusión de Frégoli ilustra de manera precisa los efectos que derivan en la psicosis del fracaso de la operación de nominación, en tanto que ésta no permite designar bajo un símbolo, sino que identifica igualmente al propio sujeto de un modo simbólico, es decir, diferencial. La nominación se encuentra entonces comandada por un nombre único que identifica al objeto, el cual se reduce a un solo nombre subsistente: un nombre que es siempre el mismo.
Señalemos final y brevemente, a lo que de la imagen este síndrome nos revela. La imagen con la que tenemos que vérnosla está desligada de su consistencia y de su identidad de forma, para ser referida a determinaciones que son las del objeto, según modalidades que van de la conjunción unificadora con el Uno (el perseguidor), a la disyunción de este Uno en un desmembramiento del cuerpo del que solo las palabras de esos pacientes pueden permitirnos seguir las líneas de división.
La imagen no consiste aquí en una forma determinada por la puesta entre paréntesis del objeto: ella no es i(a). Se trata más bien de una estructura en la cual, habiendo fracasado el nombre en sostener su función de símbolo y de metáfora, deja a la imagen, ya sea junto al objeto, lo que se observa en los momentos de sistematización delirante, o separada de este, en el desmembramiento.
Bajo una u otra de estas dos modalidades, es el objeto quien toma todas las determinaciones de la imagen.
Se ve así como este pequeño síndrome, que le debemos al último periodo de la psiquiatría clásica francesa, prueba tener un gran valor clínico y doctrinal, no solamente en el campo de las psicosis. Ya que nos presenta en estado separado, como si se tratase de un análisis químico, dos elementos, i y a, elementos que nunca encontramos aislados de manera tan clara en la clínica de las neurosis.
Este síndrome saca también a la luz, exponiéndolo de manera muy pura, un hecho que testimonia igualmente la neurosis, pero de forma más oscura y difícil de cernir, debido a la represión: a saber, que es siempre el mismo objeto el que conduce, de manera repetitiva, la búsqueda del neurótico. Pero él, en principio, no puede nunca identificarlo, fuera de la angustia que le indica eventualmente su incidencia. Es a ese precio –no poder identificar el objeto de su deseo– que se mantiene corrientemente el campo del reconocimiento para un neurótico, es decir, lo que llamamos la “realidad” y nuestra propia imagen en la realidad.
CAPITULO 2
Verificación clínica de una descomposición elemental del reconocimiento en las psicosis: el ejemplo del transexualismo.
Acabamos de exponer de qué manera el síndrome de Frégoli permite descomponer en sus elementos el campo que designamos como del reconocimiento. Se trata tanto del registro de la imagen, entendido como eso que se deja reconocer y toma habitualmente sentido para el sujeto a título de la “realidad”. Esta dimensión del reconocimiento o de la imagen se encuentra, como se sabe, radicalmente insuficiente en la psicosis, de manera tal que la presentación de una imagen o de un sentido resulta ser ahí siempre precaria y amenazada. La falta no es aquí del orden del más o del menos, ella es estructural. Es por esto que en una psicosis –cualquiera sea la solidez aparente de ciertos edificios delirantes donde intenta suturarse esa falta– puede producirse siempre un derrumbe completo de las coordenadas imaginarias del sujeto, es decir, de lo que llamamos el reconocimiento12.
Nos proponemos indicar ahora cómo es posible reencontrar la descomposición elemental que permite el análisis del síndrome de Frégoli en otro síndrome psicótico. Tomaremos el ejemplo del transexualismo, que nos parece prestarse particularmente bien a esta prueba. Podemos efectuar la misma verificación apoyándola en otros síndromes psicóticos en los cuales una identificación del objeto viene en primer plano de modo suficientemente articulado, entiéndase sistematizado. Pensamos en el síndrome de sosias y en el síndrome de Inter.-metamorfosis ya mencionados13, pero también en el síndrome de Cotard, el síndrome de automatismo mental, o aún en la erotomanía, para no dar sino así algunos ejemplos en una dirección de investigaciones que todavía quedan, en gran parte, por explorar14.
El síndrome de Frégoli se presenta, lo hemos visto, como un disturbio del reconocimiento de las personas: el sujeto ya no identifica por su nombre propio, a los otros con los que se encuentra, sin tratarse en este caso, de un déficit de la memoria o de un falso reconocimiento en el sentido clásico. A estos nombres propios, él les sustituye siempre, idénticamente, un mismo nombre, el de un perseguidor al que atribuye los fenómenos de desmembramiento y xenopatía del que su cuerpo es objeto. En el caso princeps, la paciente indica que ese perseguidor, como el actor Frégoli, puede revestir el aspecto de cualquiera, sustituyéndose a los otros y actuando así sobre ella con apariencias prestadas.
Así, en el lugar de la imagen, de la apariencia o de la ropa de esos otros con los que él se encuentra, el sujeto es llevado a identificar siempre el mismo. El mismo objeto x, dijimos, recurrente bajo la diversidad de envolturas y que el sujeto va a designar por un solo y mismo nombre propio. En el caso princeps es casi siempre la actriz Robine, que a menudo la paciente fue a ver actuar, que toma prestado esas imágenes que vienen a atormentarla.
Agreguemos que la imagen de su propio cuerpo, según las palabras de la paciente, está modificada por ese x e identificada a él: los fenómenos sensoriales que afectan a ese cuerpo, se encuentran en relación con ciertas modificaciones del cuerpo de la actriz, modificaciones en los ojos y sus párpados. Dicho de otra manera, el nombre de Robine designa algo cuyos efectos actúan sobre un cuerpo que no es exactamente un cuerpo propio, individualizado y particular, puesto que está parcialmente distribuido entre el de la paciente y el de Robine.
Tenemos que vérnoslas entonces con un cuadro clínico en el cual la imagen, aquella que es del otro, la de Robine, la del sujeto –se encuentra parcialmente o totalmente desprendida del nombre propio, para ser remitida a un mismo nombre cada vez. Ese nombre, por ese hecho, ya no es un nombre propio, sino que está proyectado sobre un estatuto de nombre común: ya no tiene la función de excepción individualizante del nombre propio.
En cuanto a la imagen, ella, en este caso, reenvía completamente a otra cosa de lo que caracteriza en principio su función y noción. Cuando hablamos, por ejemplo, de la imagen de nuestro cuerpo, –incluso cuando el estatuto de esta imagen no está determinado como unidad formal de un cuerpo, sino que desarticulado en diversos soportes. La imagen, tampoco admite la dimensión del “semblant”, es decir, de posibles variaciones o de una diferenciación de sí en los límites que permite esta unidad formal15. Esta imagen, al contrario, reenvía siempre al principio real de los fenómenos que padece la paciente: xenopatía, desmembramiento. Como lo hemos señalado, no es entonces a la imagen como tal que se refiere el nombre que designa a las imágenes de semejantes para la paciente16, sino, remite a ese x con modalidades reales, actuantes y esparcidas a través de los otros con los que ella se encuentra también en su propio cuerpo.
Vayamos ahora del síndrome de ilusión de Frégoli al transexualismo y a la clínica que este representa.
Se sabe de la importancia de la imagen para los sujetos transexuales. Pero, contrariamente a la dimensión de apariencia o de “semblant” que en principio comporta y que mencionamos más arriba, la imagen es para ellos el modo electivo según el cual intentan asegurar un ser que sea absoluto, es decir: libre de toda división y específicamente de aquella ligada a la diferencia de los sexos. Esta división encuentra en este síndrome la angustia de un desmembramiento del cuerpo emplazado en la clínica, que es tanto más radical y difícil de soportar, ya que en principio no puede ser designado en el registro simbólico, a saber, nombrado. Es por esto que estos sujetos están atados sin recurso al goce de una imagen de la que hablan con gusto, como de un envoltorio, de una vestimenta o de cualquier otro tipo de completitud. Esta completitud, buscada encarnizadamente corresponde muy exactamente a lo que llaman frecuentemente “la mujer”. No son las mujeres las que les interesan, tampoco los hombres, sino el designio de una imagen por fin asegurada en una identidad sin diferencia, fuera del sexo.
Tomemos como ejemplo una observación de Krafft-Ebbing, donde encontramos descrito de manera muy fina y precisa, por el propio sujeto, uno de los primeros casos confirmado de lo que llamaríamos hoy un síndrome transexual17: “pudiese ser sin sexo”, dice ese sujeto. Es patente que cuando él menciona la apariencia femenina que logra revestir, los vestidos o esa piel “femenina” de la que habla como de un doblez que lo envuelve no designa para nada una apariencia o una imagen en el sentido corriente, a saber, en el sentido en que la imagen participa de un cierto “semblant”. Él apuntala más bien a un ser que estaría fuera de la contingencia. La feminidad es así el nombre que él da a una substancia absolutamente real y no sexuada. Es en lo que no puede apaciguar el aislamiento y el desamparo que él describe, sino llevando sobre sí un pedazo material de esta substancia, ein Stück Weiblichkeit18, según sus términos, “un pedazo de feminidad” –como una joya o una prenda íntima–, que se preocupa de poder llevar permanentemente.
Esta función de la imagen para los transexuales esclarece lo que ellos buscan cuando piden –es muy a menudo el caso– ser declarados como mujer, en el registro civil. Cuando el transexual quiere ser dicho mujer, o nombrado mujer, su demanda no tiene, evidentemente, ninguna relación con la manera en que una mujer puede anhelar, en algún momento, ser tranquilizada a través del deseo de su pareja. Si ella solicita que le digan “mujer”, es porque ella sabe que ninguna imagen, ningún semblant, va a dar en este caso una identidad perfectamente segura, como lo avocábamos más arriba. Mientras que cuando un transexual lo pide, es en nombre de un ser que no participa, él, de ninguna manera del “semblant”, y que reenvía a lo imposible de una imagen a la cual realmente nada le faltaría. Es justamente por esto que puede parecer imprudente o poco informado de la investigación clínica dejar creer a alguien que esta demanda es sostenible –léase autorizar o realizar la operación reclamada.