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El interfecto no era otro que un funcionario carca, con el rostro plegado de arrugas que intentaba disimular con varias toneladas de polvo blanquecino en cada mejilla. Hacía algo menos de un año que lo habían trasladado desde Valladolid. Puesto que venía de Castilla y tenía muchos más años de servicio a sus espaldas, aunque con escasa eficacia, desdeñaba a todos cuantos le rodeaban. En cierta ocasión, cuando me marchaba a casa, le sorprendí a la luz de su lamparita de aceite, dejándose las cejas en preparar una acusación que se le resistía por doquier, puesto que el acusado había cubierto su crimen con un manto tan denso de coartadas bien hiladas que era casi imposible encontrar algún resquicio por el que hacer caer todo el peso de la ley sobre él. Desinteresado y jovial, me aproximé a él para despedirme hasta el día siguiente y, distraído, ojeé las cuartillas que tenía sobre su mesa. Entonces intuí algún detalle que a él se le había pasado por alto, tan insignificante que ni siquiera ante el presidente de la Audiencia conseguía recordarlo. Aquel vejestorio, lejos de agradecer mi ayuda, emitió un gruñido, cubrió todos los documentos con sus manos, ocultándolos a mi vista, y me espetó:
–Cuidado y no se pase de listo conmigo, pollo, o la jugada puede salirle cara.
Turbado ante aquella reacción desproporcionada, sin duda motivada por el orgullo herido de aquel personaje, balbucí una breve disculpa y emprendí el camino de regreso a casa. En el momento, creí que aquello no tenía por qué pasar de una amenaza sin mayores repercusiones, pero estaba claro que aquel individuo, que se creía mejor que todos nosotros juntos, no iba a dejar pasar la ocasión y que, a la más mínima posibilidad, me haría comprender la diferencia entre la eficacia del funcionario joven y los colmillos retorcidos del chupatintas viejo y curtido en los sinsabores de aquella España.
Mientras maquinaba la manera de propinar a aquel ser un sonoro puñetazo, que le desempolvase de un plumazo sus carrillos apergaminados, trataba de situarme en el escenario de aquel despacho y de asumir las palabras del presidente de la Audiencia, cuyo tren de razonamiento debía averiguar con urgencia para amortiguar los golpes antes de que llegasen. ¿Dónde pretendía llegar este buen hombre?
–Yo siempre he actuado con la mejor intención, señor presidente. Si en algo he ofendido a alguien...
Como si aguardase aquella respuesta, mi interlocutor respondió al momento:
–Usted debería saber que el mundo no solo se construye con buenas intenciones, sino también con sentido común.
Entonces pareció apartar un pensamiento de su cabeza con un suave gesto de su mano, y cambió de tema de conversación, conduciendo aquel diálogo nuevamente por un camino del todo inesperado:
–¿Qué le sugiere el nombre de Antequera, licenciado?
Segundo golpe que me asestaba en apenas cinco minutos. No obstante, ahora me tocaba contraatacar a mí. El hombre esperaba un discurso sobre la materia, y a mí me encantaba ilustrar a ignorantes que se las daban de ilustrados.
–Bueno, parte de mi familia materna vive allí actualmente, de modo que estoy algo familiarizado con la ciudad –comencé–. Antequera es una villa importante del corazón geográfico de Andalucía. Creo recordar que el primer asentamiento es romano, “Antikaria”, que quiere decir algo así como “ciudad antigua”. Después de una ocupación visigoda breve, que apenas está documentada, cayó en manos de los moros poco después de la batalla de Guadalete, allá por 711, y se convirtió en “Madinat Antaqira”. A principios del siglo XV, en la época de los Trastámara, los castellanos la conquistaron con un ejército dirigido por el infante don Fernando, tío de Juan II, el todavía rey niño. Desde entonces, ha permanecido en manos cristianas, dentro de los límites geográficos del Reino de Granada y, en los últimos años, en la circunscripción de la provincia de Málaga.
El asombro se pintaba en sus ojos, abiertos como platos. Su mano, rendida sobre la mesa, había dejado caer los legajos donde se contenía mi vida entera. Ahora el sorprendido era él, porque yo había superado sin duda las expectativas que había depositado en mí, y porque seguramente habría esperado que me quedase en blanco, para dejarme en ridículo. No obstante, no podía permitir que su asombro se revelase durante demasiado tiempo, y mucho menos que yo lo percibiese. Por eso dio un giro inesperado a la conversación:
–Más que notable, licenciado –le costó admitir–. Y, ¿qué me dice del estado actual de la villa?
Ahora intentaba comprobar si mis horas de lectura a todo libro de materia histórica habían redundado en el incumplimiento de mi trabajo en la Audiencia.
–Sé que el orden público se ha visto perturbado en los últimos años, desde que murió el rey don Fernando, por varios motines y actos violentos de signo progresista– dije, tratando de hacer memoria de los informes que habíamos recibido, y de lo que había podido leer en la prensa–. Además, mis amigos y familiares que residen allí me describen con amargura su inquietud por la tensión permanente.
Me habría bastado aludir a mis amigos, sin mencionar a mis familiares, porque las dos hermanas de mi madre que residían en Antequera estaban desaparecidas en combate desde que ella había enfermado. Después fui yo quien trató de borrarlas de mi memoria, como un mal sueño que pasa tras un despertar sudoroso y jadeante.
Mi respuesta había sido políticamente correcta, con el fin de convencerle de mi valía profesional. Así evitaba ponerme a favor o en contra de los “revoltosos”, al mismo tiempo que demostraba estar al día del estado de las cosas en nuestra circunscripción.
–Excelente, licenciado –dijo el presidente, impasible–. Veo que siempre tiene la respuesta adecuada para cada situación...
Miré hacia abajo momentáneamente, no abrumado, ni mucho menos, sino deseoso de ocultar una sonrisa socarrona. El presidente sabía a quién quería encomendar el trabajo que tenía preparado, envuelto en lazo de regalo de color rojo, rojo sangre, y acababa de constatar que sus informes sobre mí eran ciertos.
–¿Y qué le dicen los apellidos Robledo Checa?
¡Acabáramos! ¿De modo que era eso? El tan traído y llevado “caso del señorito putero”, como se le conocía por los corrillos de la Audiencia...
Hacía tres años, dos días después de la fiesta de Navidad, en la madrugada del 27 de diciembre de 1840, Antonio Robledo Checa y algunos amigos habían ido de parranda a un prostíbulo en el barrio de San Pedro, en Antequera; una zona no demasiado reputada, para más señas. Cuando acabaron la juerga, hasta arriba de alcohol y con sus apetitos sexuales saciados, se entretuvieron en el atrio de la cercana iglesia de San Pedro: algunos para recuperar el equilibrio, otros para evacuar líquidos, mayores y mejores, y otros para vomitar sus excesos. Entonces, un desconocido, embozado en una capa y resguardado por la oscuridad del atrio de San Pedro a aquellas horas, se había materializado entre las sombras y había espetado a los presentes: “¿Quién de vosotros es el señorito Antonio?”. El susodicho, envalentonado por los vapores del vino y chulesco por naturaleza, se había plantado frente a él, clavando los pies en el suelo, y había respondido: “Yo soy. ¿Quién coño eres tú, a ver?”. Cuando quiso darse cuenta, tenía la respuesta en forma de un sable que le entró por el pulmón izquierdo, junto al corazón, atravesándolo de parte a parte. La embriaguez había impedido a los concurrentes reaccionar rápidamente para detener al agresor. Eso y un coche de caballos convenientemente apostado en la esquina de la calle, que recogió a este último en el momento oportuno cuando se daba a la fuga, asido al estribo. Mientras tanto, los adoquines, teñidos de púrpura, arropaban a Antonio Robledo, ya cadáver.
Vuelto ya de mi recuerdo de aquel caso, balbucí:
–Creo recordar que esos son los apellidos de la víctima de un asesinato que se despachó aquí hace unos años, señor.
–Tres años –respondió el presidente, casi sin dejarme acabar–. Para ser exactos, tres años, Pedro. Los hechos tuvieron lugar semanas después de la subida de Espartero al poder.
Era evidente por la expresión de su rostro que quería decir más, pero necesitaba un tiempo para pensar:
–Licenciado, ¿recuerda el fallo de aquella causa?
–Claro, señor: homicidio en primer grado. Asistí a algunas sesiones del juicio.
Otro silencio eterno...
–¿Y el nombre del imputado?
Había dado en el punto débil. En realidad, en su momento solo me había informado del proceso y había asistido al juicio para contemplar a la hermana del difunto, Teresa Robledo, una belleza de apenas veinte años, desposada con un nuevo rico, un tal Matías Romero, conocido de nadie y envidiado por todos.
–He de reconocer que no lo recuerdo, señor.
Aquí vino su sonrisa felina, que parecía decir “te pillé”, además de algún que otro mensaje que se me escapaba.
–Ni usted ni nadie, licenciado –dijo, con toda la parsimonia de que fue capaz para dotar de solemnidad al momento. Entonces, inició la perorata más seguida que yo jamás le oiría–. No existe imputado. El asesino huyó en un coche de caballos, y los compañeros del difunto, borrachos como una cuba, fueron incapaces hasta de aportar un testimonio válido de la tragedia. Nadie en el barrio oyó nada, y si lo oyó, todos lo niegan, porque no quieren inmiscuirse en los problemas de los señoritos. El sable desapareció, junto con su dueño, y ahí acabó la historia.
No estaba dispuesto a seguir aguardando a que la soga apretase mi cuello sin reclamar, por lo menos, la rápida resolución de aquel problema que el presidente intentaba plantearme desde hacía una hora, sin ser capaz aparentemente de ser directo conmigo.
–Con el debido respeto, señor presidente –se irguió en su asiento, ya que por primera vez yo tomaba la iniciativa en la conversación–. Usted no me ha llamado aquí para contarme todo esto, ¿me equivoco?
En el minuto que transcurrió entre mi pregunta y su respuesta, juraría que se debatió seriamente entre arrearme un sonoro guantazo, o firmar mi destitución por desacato a su autoridad. Se incorporó en su asiento, hasta que su nariz y la mía casi se tocaron. Su cara enrojeció y sus orejas parecían a punto de estallar. Una gota de sudor frío recorrió su mejilla, se balanceó en su papada y calló sobre mi fecha de nacimiento, en el primer documento de mi expediente. ¿Una señal, quizá? Tras recapacitar un momento, recobró la serenidad, sonrió forzosamente y me respondió:
–No, licenciado, claro que no.
Se levantó, se encaminó a la puerta, asomó su cabezota calva al pasillo, miró a ambos lados y cerró, echando el pestillo. Entonces, se apoyó en el borde de la mesa, miró su caja de puros con indiferencia, me la acercó, cogió uno él mismo, me dio fuego y regresó a su sillón, recostándose y adoptando un rictus serio.
–Mire, licenciado, usted ha permanecido en su puesto contra viento y marea. Eso dice mucho a su favor, habla de su habilidad camaleónica, pero a mí no me gusta ni un pelo. Prefiero a quien se decanta por un partido o por otro, no a quien se parapeta tras su escritorio y reverencia a unos y otros, vengan de donde vengan. Pero da la maldita casualidad de que es usted nuestro mejor funcionario, y de que en esta empresa también yo me la juego, y mucho.
Le sostuve la mirada, desafiante.
–Usted dirá.
Y dijo, vaya si dijo. Si hubiese sabido lo que venía detrás, jamás habría pronunciado esas dos palabras que cambiaron mi vida para siempre.
–Como usted mismo ha señalado, el fallo fue homicidio en primer grado, aunque nunca se identificó al autor del crimen. El padre del difunto, Vicente Robledo Castilla, había hecho testamento hacía poco y había dividido sus propiedades entre sus dos hijos varones: sus tierras fueron a parar a Antonio y su fábrica de paños, a Vicente, que es escribano del Ayuntamiento de aquella ciudad. Como el señorito Antonio era bastante abusivo con sus jornaleros, todos en la época creyeron que el asesino habría sido alguno de ellos. Para redondear la coartada del verdadero asesino, días después un trabajador de una de sus fincas, conocido como Pepín el de Dolores, desapareció sin dejar rastro, y en Nochevieja lo encontraron muerto en una loma cercana: con un tiro en la sien, que él mismo se habría propinado con la pistola que tenía en la mano. Los lugareños asumieron que el suicida había sido el asesino, que asediado por la Policía, se había quitado la vida. ¿Qué le parece?
Todo parecía encajar a la perfección.
–Más que plausible, señor –respondí.
–Por desgracia, en Madrid son bastante más “quisquillosos” que nosotros –me respondió él, con un tono fatídico que me descompuso el cuerpo–. Alguien en Gobernación está empeñado en que el asesinato obedeció a un móvil político, licenciado. Al parecer, los Robledo siempre han sido conservadores. De hecho, el patriarca de la saga perteneció al Ayuntamiento del gabinete de Martínez de la Rosa.****5 Después, cuando salió del cabildo, siguió operando desde la sombra: atacó a liberales inocentes, los denunció sin pruebas, los intimidó y los extorsionó. Por eso, muchos progresistas ansiaban alzarse con el poder en la ciudad: para vengarse de ellos. Y la muerte de Antonio, mano derecha de su padre, podría haber respondido a ese deseo.
Mal estábamos si la reapertura del caso, cristalino tal y como estaba, obedecía al capricho de Madrid. Y si encima andaba detrás el general Narváez****6, como todo parecía indicar, solo restaba resignarse. Intenté ganar tiempo:
–¿A usted qué le parece, señor presidente?
Segunda osadía por mi parte. Si la primera fue bien, ¿por qué no iba a funcionar esta? Mi interlocutor se relajó, porque intuía que podía franquearse conmigo:
–Me parece, como a usted, que los muertos no dan votos. Pero ahora el general Narváez, el Espadón de Loja, quiere vengarse de los tres años de gobierno progresista, y necesita excusas para cortar cabezas. El caso del señorito putero es una de sus principales bazas, así que hay que obedecer...
Dejó la última palabra colgada en el aire, hasta que llegó su sentencia para mí:
–Licenciado, usted irá a Antequera. Le comisiono como nuevo abogado defensor de la familia Robledo, aunque le advierto de que jamás debe molestarlos en exceso; bastante han sufrido ya. Su cometido es desenmarañar el asunto para callar bocas en Madrid, y la ocasión es propicia: en unos días se inaugura el monumento funerario a Antonio Robledo, en el atrio de la misma iglesia donde le asesinaron. Espartero en persona vetó la colocación del monolito durante su gobierno... otro motivo para sospechar de los progresistas.
Adiós a Granada, pensé, y por una temporada larga.
–Hablará con los padres del difunto, con los amigos, con los conocidos y los desconocidos, y trabajará con la Policía. Revisará todos los papeles, los interrogatorios, espiará a los progresistas, acudirá a las reuniones del cabildo... y, sobre todo, se mezclará con la población. Conviértase en uno más, gánese su confianza y descubra al culpable. Mientras Narváez siga en Madrid, no hay prisa. Tómese su tiempo, pero tráigame un resultado satisfactorio. Si yo asciendo, usted cruzará Despeñaperros conmigo, con dirección a las Cortes Generales. E incluso le daré la satisfacción de decidir el destino de quien le ha “recomendado” ante mí. Si fracasa y yo me quedo en Granada... envejecerá en el registro del archivo, cosiendo legajos, también conmigo. A partir de ahora, nuestros destinos están ligados, y la duración de la alianza depende de su habilidad para independizarse y romperla, no lo olvide.
Tenía que matar al viejo vallisoletano, al carcamal devorado por la envidia que había preferido alejarme para que no le dejase en evidencia, en lugar de prestarse a que colaborásemos para aliviar el trabajo de nuestra sala. Lo primero que haría cuando dejase aquel despacho sería patearle la cabeza. Pero jamás debía dejar que la ira se manifestase en mi cara:
–¿Cuándo debo partir, señor? Hágase cargo de que necesitaré tiempo para organizar la mudanza y despedirme de mis familiares.
Levantó los ojos de su mesa por última vez. Los puros se habían consumido, y con ellos la mínima tregua de confianza que aquel insensible me había brindado.
–Su familia es su padre, licenciado... si olvidamos algún que otro flirteo... –dijo, con toda la malicia que cabía en su ancha tripa–. A las ocho de la mañana tendrá un carruaje aguardando a la puerta de su casa. Buena suerte. Puede retirarse.
Me levanté silencioso, abrí la puerta y, justo antes de cruzar el umbral, la voz del presidente me llegó desde muy lejos:
–Solo una cosa, licenciado. Con una memoria tan brillante, y una pasión tan marcada por los libros, por la historia... ¿por qué quiso dedicarse a la carrera de Derecho? ¿No habría sido mucho mejor buscar trabajo de bibliotecario?
Ya estaba todo dicho y poco podía perder, así que, sin volverme, respondí:
–Porque cuando ingresé en el cuerpo aún creía en la justicia. Hasta pronto, señor –quizá debí añadir “mi fe acaba de quedar sentada en el sillón que hay frente a usted”, pero preferí callar y asumir mi destino.
El viejo Peláez pensaba que jamás había debido salir de Valladolid, mientras se revolcaba entre orines, en el suelo del baño, tratando de recuperar algunos dientes que aparecían esparcidos por el suelo. Cuando salí del despacho del presidente fui directo a su sitio, pero no estaba. Uno de sus compañeros me había dicho que había ido a evacuar el vientre, y por su mirada intuí que conocía lo que acababa de ocurrir, y que simpatizaba conmigo. Mientras recorría el tramo que me separaba del retrete, todos callaban a mi paso. Algunos sonreían maliciosamente, pero la mayoría miraba al suelo y sacudía la cabeza, como queriendo decir “menuda faena te han hecho”.
Por suerte, en el baño había dos amigos, Cano y Pascual, que siempre se habían comportado como mis hermanos. Luego supe que habían seguido a Peláez hasta allí para tomarse la venganza en mi nombre, pero yo me había adelantado. Cuando el interfecto salió del cubil y nos vio aguardándole, nos miró perplejo. La sangre abandonó su rostro, su mentón comenzó a temblar... y ahí comenzó mi lluvia de golpes. Sin darle tiempo a reaccionar, me abalancé sobre él, agarré su nuca contra mi mano derecha y le estrellé la cara contra la pared. El “crack” que siguió al impacto era el de su tabique nasal, roto en mil pedazos. Además, el golpe le reventó varios dientes incisivos. Mientras lloraba con las manos sobre la cara, que era un amasijo de carne y sangre, le agarré por el pelo, levanté su cabeza en el aire y la dejé caer, pateándola antes de que la gravedad la reclamase de nuevo en el suelo. Entonces perdió el conocimiento.
Albergando la esperanza de que aún conservase un poco de conciencia, me acerqué a su oído y susurré:
–Cuidado, que te vas a resbalar.
Cano y Pascual no habían movido ni un dedo para socorrerle, y este último había atrancado la puerta, para que nadie pudiese entrar mientras yo me ensañaba con Peláez. Cuando descargué toda mi rabia, les miré agitado, y marché hacia la puerta, dispuesto a recoger mi despacho cuanto antes. En el momento en que iba a cruzar el umbral, la mano de Pascual se posó sobre mi hombro derecho y me retuvo un instante:
–Por lo que a nosotros respecta, Pedro, este cabrón se ha resbalado y se ha destrozado la cara en el suelo.
Mis ojos encontraron los suyos, enrojecidos por las lágrimas que pugnaban por derramarse.
–Te vamos a extrañar, compañero –sentenció Cano.
Esa fue la última tarde en que Peláez pudo masticar algo.
La justicia poética no tiene nada de poética, pero es justicia, al fin y al cabo.
****5 Francisco Martínez de la Rosa, presidente del Consejo de ministros durante la Regencia de María Cristina, en 1834. Promulgó el Estatuto Real, en el que se fijaba un sistema parlamentario bicameral, integrado por dos estamentos: el de procuradores y el de próceres, antecedentes de los actuales Congreso de los Diputados y Senado, respectivamente. Conocido popularmente como “Rosita la pastelera”.
****6 Ramón María de Narváez, general afín al partido moderado, fue presidente del gobierno en varias ocasiones durante el reinado de Isabel II. Sucedió a Espartero en el poder tras la regencia de este, concluida en 1843.
2. Llega tarde
Nunca fui partidario de llevarme el trabajo a casa, salvo en contadas excepciones; y aquella era una de esas excepciones. De todos es sabido que, en momentos críticos, solo la dedicación abnegada al trabajo puede ayudar al ser humano a olvidar sus pesares, que en mi caso eran de doble índole: por una parte, la figura de mi padre, anciano, desvalido y solo, con las manos enfundadas en su elegante batín de estar por casa, asumiendo resignado mi marcha repentina a Antequera; por otra parte, una breve nota con la que intenté despedirme, de la mejor forma posible si es que la había, de la mujer con la que había compartido mi tiempo en los últimos meses, y con quien por primera vez había experimentado la felicidad en común. Con un bagaje tan desagradable, que retumbaba en mis sienes al ritmo de las ruedas del carruaje sobre el camino pedregoso, elegí mi fonda sin pestañear: una posada en la calle de Mesones, en el centro de la ciudad, frente a la cárcel de la villa. Cansado por un viaje fatigoso, más por su coste emocional que por sus efectos sobre mi cuerpo, ni se me pasó por la cabeza empezar a trabajar en el caso aquella noche, en la que solo me proponía descansar para estar fresco a la mañana siguiente. Entonces, cuando la luz del nuevo día me permitiese discriminar los últimos acontecimientos de mi vida con claridad, empezaría a planear mis próximos movimientos cuidadosamente. De momento, solo tenía claro que mi primer paso consistiría en ir a la cárcel para conversar con los empleados e informarme de los trámites sobre la prisión y el juicio de Pepín el de Dolores, el pobre infeliz que había pagado con su cabeza las intrigas de los de arriba; siempre la misma paradoja.
Aún sonreía entre sueños, como un cándido infante, cuando el aporreo en la puerta de mi pulgosa habitación me arrancó de los brazos de Morfeo, con la sutileza del astado que enviste la muleta. Sin duda, estaba visto que los primeros compases de mi nueva vida estaban aún muy lejos del alcance de mi batuta, sospecha esta que quedó confirmada cuando comprobé mi reloj a la luz del candil, y pude ver que apenas pasaban unos minutos de las cinco de la mañana. Primero pensé, aplicando la lógica: “Será el posadero, que se ha confundido de hora. Si es que en estos pueblos...”. Malhumorado, entre otras cosas para ganar ventaja frente al dueño de la posada, si él era efectivamente el culpable de mi despertar, grité “¿quién va?”. Mientras aguardaba respuesta, mi cerebro ya trabajaba arduamente, buscando por orden alfabético un insulto apropiado para espantar a aquel ser. No obstante, la contestación que recibí me dejó totalmente desarmado; a mí, que creía que, después de haber dado su merecido a Peláez en los baños de la Audiencia de Granada, carecía de enemigo digno de mi talla, como el burlador de Sevilla.
–¿Licenciado Pedro Carmona?
La voz que me había interpelado me era absolutamente desconocida, pero su dueño parecía bastante seguro de lo que hacía, o por lo menos aparentaba una dureza de carácter que superaba la mía. Vencido por esta percepción, solo acerté a responder:
–Sí, soy yo. ¿Quién se sirve buscarme a estas horas? Apenas pasan diez minutos de las cinco, buen hombre.
De pronto, una terrible sospecha inundó mi pensamiento: “ya está”, me dije, “Peláez le ha contado al presidente de la Audiencia mi venganza, y ahora alguien viene a detenerme y a llevarme de vuelta a Granada, para exigir mi responsabilidad por los hechos. De esta no te libras, muchacho: te llevan de vuelta a tu tierra, pero directo a los calabozos”. Asumiendo mi destino, que yo solito me había imaginado y me había creído, decidí vestir mis mejores ropas mientras rogaba a mi despertador personal que aguardase un momento. Decidido, abrí la puerta y salí al corredor, pero aparte del brillo de los pomos del resto de habitaciones en aquella penumbra tenebrosa, no había un alma. Usando el sentido común, intuí que quienquiera que me andase buscando habría decidido calentar su espera tomando un café en la cantina de la posada, mientras de paso tiraba de la lengua al posadero sobre los chismes del pueblo, o sobre los míos propios, por qué no.