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Cuando llegué ante la puerta del habitáculo que hacía las veces de cantina, escruté en su interior, aunque no me hizo falta ser un lince para identificar a quien me buscaba: aparte de él y el posadero, cuya frente monoceja se había grabado al rojo en mi memoria, no había nadie allí. Precisamente el posadero fue el primero en advertir mi presencia a su espalda: demasiado maleante suelto por el mundo, y más en su profesión, como para no estar siempre alerta de lo que se cocía a la retaguardia de uno. Inmediatamente se giró, me miró, y se encogió de hombros, queriendo decir “¿Qué quiere que le haga?”.
La visión del individuo que había conversado con él hasta entonces me heló la sangre: delgado, de piel cerúlea, nariz aguileña y mirada penetrante, aquel tipo estaba vestido de negro de pies a cabeza. O alguien cercano había fallecido recientemente, o el sujeto en cuestión no parecía albergar aprecio alguno por los placeres de la vida con que el Señor le había obsequiado. La levita, el corbatín de terciopelo y el bombín conferían un aspecto aún más enjuto a su anatomía, triste como la figura de Don Quijote. Pero no quedaba la cosa ahí: antes de incorporarse hacia mí, apuró el resto del contenido de su taza de café, girando su cara levemente hasta permitirme ver, estoy convencido de que con toda la intención de mundo, una profunda cicatriz que surcaba su mejilla izquierda, desde la sien hasta el mentón. Parecía conocer al posadero, con quien habría conversado animadamente hasta entonces, porque lo despidió con una risa familiar y un golpecito en el hombro, dándole a entender que no debía preocuparse por un posible ataque de ira por mi parte porque había perturbado mi sueño de forma nada fina.
Cuando estuvo a mi altura, solos los dos en la cantina, entornó los ojos en una expresión indescifrable, y lentamente accionó cada músculo de su brazo derecho para tenderlo hacia mí y decir:
–Don Pedro Carmona, supongo.
Su voz sonaba poderosa. Algo me decía que debía llevarme bien con aquel ejemplar humano. Paralizado por la confusión de sentimientos en mi cabeza, miré su mano, tendida hacia mí. Él bajó la vista, la miró también, algo confundido, y la agitó levemente en mi dirección, significando que esperaba que la estrechase:
–Mi nombre es Antonio Castillo; soy el inspector jefe de Policía de Antequera.
Aliviado porque sabía que no había llegado desde Granada para detenerme por agresión a un funcionario público, así su mano con fuerza y la estreché, efusivo. Sin embargo, el alivio dio paso a la incertidumbre en mi mente: ¿quién diantre le había avisado de que yo estaba allí, y de que me alojaba precisamente en aquella fonda? El inspector pareció leerme el pensamiento y se anticipó a un montón de preguntas que yo ya formulaba en mi cabeza.
–Disculpe que me atreva a interrumpir sus horas de descanso, caballero. Anoche recibí un telegrama urgente de la Audiencia de Granada, cuyo presidente fue compañero mío de universidad hace ya muchos años, en el que me informaba de que su llegada a la ciudad era inminente.
Aguzó la mirada:
–Por lo demás, licenciado Carmona –prosiguió– debo confesarle que, si se hubiese alojado usted en cualquier otra fonda... quizá le habría dejado descansar, ¿sabe? Pero en un pueblo todo se acaba sabiendo. Además, soy muy dado a solidarizar mis vigilias, querido amigo, y han sido muy pocas las horas de sueño de que he disfrutado desde que Antoñito Robledo sacó a pasear su virilidad por los burdeles del barrio de San Pedro, hace ya casi tres años.
No me parecía justo seguir callado, impasible, ante la perorata del inspector, por lo que dije, lacónico:
–Soy todo oídos.
Media sonrisa, unos dientes teñidos por la cafeína y un colmillo canino, los tres a la vez, asomaron por la comisura de sus labios. Todo en él parecía decir “te tengo en mis manos”, pero en lugar de sublevarme contra aquel aura acaparadora, aturdido como aún estaba por las escasas horas de sueño, sucumbí a la robustez de su carácter.
–No sabe cuánto me alegra conocer su buena disposición, Carmona. Tenga a bien acompañarme a mi despacho, en el edificio de la cárcel: solo hay que cruzar la calle. Allí conversaremos pausadamente, mientras nos tomamos un chocolate caliente que mandaré traer expresamente de la cafetería del Casino. ¿Le hace?
“Pues no”, me dije, “no me hace, pero quien manda aquí eres tú, así que...”. Además, su pregunta era retórica porque la acompañó de un gesto de su brazo hacia la puerta, para indicarme la salida de la posada, mientras sonreía amablemente. Cuando salíamos, aún pude apuntar mis ojos hacia el posadero: reza por que hoy llegue tarde y cansado, compadre, porque yo no te voy a dispensar de responsabilidades con una palmadita en la espalda. Mis horas de sueño son sagradas.
En la oficina, inundada de legajos desparramados por la mesa, las estanterías y el suelo, el inspector Castillo se relajó y pareció hasta resultar agradable. Sin duda, el desorden era el reino de aquel desterrado de las criaturas de Dios. Durante media hora conversamos sobre futilidades, sobre el clima del pueblo, la vida en Granada, mi formación, mis pasatiempos... Entonces, cuando el joven camarero del Casino dejó los chocolates sobre nuestra mesa y recibió su generosa (muy generosa) propina, aquel hombre se recostó en su sillón, fijó la vista en un horizonte invisible, al parecer situado más allá de las manchas de humedad de la pared, y sin tocar el chocolate empezó a contarme, sin más preámbulos:
–Don Vicente Robledo, el padre del señorito Antonio, fue miembro del Ayuntamiento liberal de 1834, ya sabe, el del Estatuto Real de Rosita la Pastelera.
Hacía nueve años... eran las seis de la mañana... Evidentemente, para mi desgracia, Castillo se había propuesto tomarse todo el tiempo de mundo hasta la inauguración del monumento a Antonio Robledo, prevista a las once de la mañana, antes de misa, para ponerme al día de la última década de historia de aquel pueblo.
–Si hay alguien que encarna a la perfección la revolución económica de los últimos años, licenciado, ese es Robledo el Viejo, como le llaman los amigos de la familia. El hombre jamás tuvo vínculo alguno con la nobleza; al contrario, la despreciaba, siempre se quejaba del parasitismo de los condes, los marqueses y los duques que habían quemado su fortuna durante siglos, y que ahora solo vivían de sus derechos, sin dar palo al agua. Quizá actuaba así porque él mismo, don Vicente, digo, procedía de una humilde familia hecha a sí misma, que desde muy pronto supo lo que era ganarse el pan con el sudor de su frente.
“Uy”, parecieron decir sus ojos cuando repararon en la taza de chocolate, como si no recordase el proceso que la había llevado hasta su mesa. Se inclinó, dio un pequeño sorbo al líquido humeante, volvió a recostarse y, juntando la punta de los dedos, continuó:
–Con apenas quince años, empezó a trabajar en un bajo comercial pequeñito de la calle de Rodaljarros, vendiendo algunos paños que compraba en los telares artesanales del Henchidero, por donde pasa el río.
Aquel hombre no solo contaba los hechos como si de un relato se tratase, enganchando al público (a mí, he de admitirlo, conforme transcurrían los minutos), sino que además parecía revivir cada episodio de aquella historia en sus propias carnes.
–Pronto, el joven Vicente dio muestras de una sagacidad simpar para los negocios, y con los cortos fondos reunidos tras dos años de trabajo abnegado y ahorro disciplinado, compró un telar deshecho del Henchidero. Todos se reían de él: “Pero Vicente, ¿no te das cuenta de que eso es para chatarra?”. Aún le decían Vicente y se atrevían a darle consejos. Pobres incrédulos. Al principio, él mismo producía los paños y los vendía, y luego empezó a emplear a algunos trabajadores. Pronto tuvo dinero suficiente para comprar la lana directamente a los ganaderos del camino de Córdoba, sin intermediarios; se hizo con otro telar, amplió sus instalaciones, adquirió un solar anexo en el Henchidero... Total, que en apenas cinco años era uno de los principales capitalistas del lugar, Carmona. Y no solo eso, sino que los mismos señoritos del Casino, que antes lo habían mirado por encima del hombro, ahora se daban bofetadas para invitarle a una copa, presentarle a su hija o contarlo entre sus contertulios.
–Poderoso caballero... –interrumpí.
–Pues sí, amigo, pues sí –dijo él–. Pero Robledo, que era como empezaron a llamarlo estos volátiles antequeranos, no estaba interesado en las niñas caprichosas de los señoritos, venidos a menos. Desde sus años en el cuartucho de la calle de Rodaljarros, había entablado relaciones con la hija de uno de sus colaboradores, Manuel Checa, también comercial de la ciudad, que le había proporcionado mercancía a precio de saldo. La niña, de nombre Remedios, era muy tímida, pero inteligente y de buena familia. Así que, cuando Robledo tuvo dinero suficiente, pidió a Manolo Checa la mano de la muchacha, y el padre aceptó, ante la perspectiva de unir su fortuna a la de su yerno. Pese a todo, los dos esposos estaban muy enamorados, todo hay que decirlo. No todo ha de ser dinero e interés en el teatro humano...
Dio otro sorbo al chocolate. Juraría que sus ojos brillaban con nostalgia, no sabía bien si por la historia, o por la memoria de una época en la que los nuevos tiempos comenzaban a abrirse camino en Antequera, y en la que él mismo había presenciado el desperezo de aquella villa a la era del capital.
–Como todo hijo de vecino, invirtió parte de su riqueza en tierras. Y con el liberalismo, le llegó la oportunidad soñada: la carrera política.
–Pero inspector –corté, de manera un poco abrupta–, ¿no es cierto que solo estuvo un año en el Ayuntamiento?
Creo que mi interrupción agradó poco a Castillo, que con una mirada relampagueante, sin palabras, me aconsejó que en adelante le dejase contar a su ritmo.
–Sí, solo estuvo un año –“sabelotodo”, pareció querer añadir–. Después de los problemas de aquel Ayuntamiento, de la presión de los apostólicos y de los avatares del gabinete de Martínez de la Rosa, decidió que la política no era para él: que él estaba más tranquilo sumergido en sus libros de cuentas y dedicado a sus negocios, que en el fondo eran los que le daban de comer. Aun así, nunca ocultó sus preferencias por los conservadores, y por los moderados después, como cualquier otro capitalista preocupado por la suerte de su fortuna y del país, por ese orden. En especial, la sargentada de La Granja en el verano del 36 le volvió muy hostil hacia el progresismo, empezando por Mendizábal y acabando por Olózaga o Calatrava.****7
Silencio de nuevo. Esta vez decidí aguardar a que él prosiguiese el relato motu proprio, aunque el incómodo silencio pudiese cortarse con una navaja de afeitar.
–Oye, ¿puedo tutearte?
¿Cómo? El chocolate debía estar demasiado cargado, o aquel hombre había perdido el norte de la conversación, y de la vida en general.
–Supongo que sí…, claro.
–Lo digo, más que nada, porque vamos a compartir muchas horas de trabajo en adelante, muchos días de tensión, y quizá sea mejor que dejemos los formalismos de lado, ¿no te parece?
Asentí.
–Bien, gracias. ¿Por dónde iba...? ¡Ah, sí! Lo de La Granja y el giro conservador de Robledo. A ver, Pedro, es importante que sepas que el hecho de que dejase la política activa en 1834 no implica, ni mucho menos, que el viejo zorro dejase de “hacer política”.
–Me lo figuro –advertí.
–¿Verdad? –parecía alegrarse de ver que compartía sus sospechas–. Pues aquí viene el quid de la historia, compañero. Lo que es al cabildo, Robledo nunca regresó. Ahora bien, sus dádivas salpicaron a todos los capitulares: desde la presidencia de la corporación al último de los ujieres. Estuvo en la sombra durante la vigencia del Ayuntamiento leal al conde de Toreno, en el verano del 35; “untó” al conde de la Camorra para que se dejase de reformas tras las elecciones de otoño de aquel mismo año... en las que, como sabrás, rigió el reglamento municipal del Trienio, demasiado avanzado para el coco de don Vicente...****8
La historia empezaba a ponerse interesante y aquel cuervo de inspector había conseguido entusiasmarme, definitivamente.
–Y lo más importante, Pedro: en el 36, cuando los sargentos de La Granja tomaron las armas por el bien del país, el hombre de los progresistas en Antequera era el marqués de Fuente Piedra. Todos sus correligionarios lo esperaban con los brazos abiertos, Pedro. Día tras día tendían la alfombra roja a la entrada del Ayuntamiento para recibirlo... y el marqués no llegaba. Todos creían que estaba en su feudo, en Fuente Piedra, pero de pronto se recibió una lacónica nota suya, en la que pretextaba hallarse indispuesto y decidido a tomar los baños de Carratraca, para justificar su ausencia del escenario político de aquellos días. Pero nadie lo creyó: ¿a Carratraca, con la que estaba cayendo? ¿A Carratraca, cuando se le ofreció el bastón de mando envuelto en seda? Entonces Agustín de Rojas, secretario del cabildo, confesó que había recibido una nota privada del marqués, íntimo amigo suyo.
El inspector me dio un pequeño pliego de papel en el que se leía:
Amigo Rojas, a nadie veo ni nadie me ve, así no sé nada; pero Muriel acaba de decirme que hay facciosos en Úbeda, y qué sé yo qué más. Dígame usted lo que sepa y haya de oficio, pues si amenaza algún peligro probable, estoy bueno, y pronto a todo, aunque al segundo día muera.
De usted afectísimo,
José María Casasola, marqués de Fuente de Piedra.****9
–No, Pedro, no –se adelantó el inspector a mis cavilaciones–. En esta profesión, cuando las cosas parecen ciertas son sospechosas; y cuando parecen sospechosas, son sospechosas. Yo mismo indagué la cuestión –mi inspector era progresista, sin duda alguna–, y supe por los amigos más íntimos del marqués que este había recibido una nota autógrafa, instándole a que se mantuviese al margen, si no quería que alguna bala perdida de la Guardia Nacional, de SU Guardia Nacional, le dejase fuera de juego –dejó que las palabras reposasen en mi mente un rato–. Yo he visto esa nota después... ¿Sabes qué siglas la rubricaban?
–Déjame adivinar, inspector... V.R.
–Casi, amigo –respondió, sonriendo–. R.V.: Robledo el Viejo.
–A ver, Antonio, me he vuelto a perder... Pese a todo, el marqués acabó siendo presidente de aquel Ayuntamiento revolucionario, ¿no?
–Hombre, claro –dijo, entre elemental e indignado–. El marqués era asustadizo por naturaleza; por eso se negó a venir a Antequera durante una semana. Pero también tenía sus influencias, ¿qué te crees? Así pues, respondió a la nota de R.V. mandando a sus sicarios para que vigilasen al viejo de cerca. Si no vino a Antequera hasta unos días después, fue porque prefirió asegurarse de que Robledo y sus secuaces estaban fuera de juego, antes de poner en peligro su propia persona.
“Valiente revolución liberal”, pensé. “Cambiar todo para que nada cambie. Valiente país”.
–Pasados aquellos tumultos, Robledo el Viejo acabó dándose cuenta de que las cosas no se solucionan así, a tiros, ni con amenazas, como en la campiña siciliana, ¿sabes? Por eso decidió ser más sutil y controlar el cabildo desde dentro. Para ello, colocó a su hijo mayor, que se llama como él, de secretario del Ayuntamiento. Así sabría qué se cocía en la casa capitular en cada momento, pudiendo mover sus hilos oportunamente para evitar que sus intereses, políticos o económicos, se viesen perjudicados. Cuatro años le duró el dulce, hasta la regencia del duque de la Victoria, en el cuarenta.
Acompañó el epíteto de Espartero con un conato de suspiro que daba más pena que ternura.
–Y con Espartero en el poder, los hilos de Robledo el Viejo se rompieron por completo, porque los tentáculos del de Luchana eran más largos y más fuertes.****10 En los primeros meses, don Vicente intentó desaparecer de la vida pública totalmente, para salvar su patrimonio, que era el de sus hijos. Por eso dividió sus negocios entre ellos: para que fuesen los nombres de estos últimos los que figurasen en las cuentas y en los documentos. Pero lo que importaba a Espartero, que conocía de sobra los manejos del personaje y lo contaba entre sus enemigos mortales, no era el de “Vicente”, sino el apellido “Robledo”, que quería extirpar de la sociedad antequerana, tan próxima a una Málaga que el Regente deseaba abrir al comercio con Inglaterra.
Cuando hablaba de las acciones de Espartero, el brillo de sus ojos era más que elocuente.
–Por eso, en apenas un mes, los negocios empezaron a hundirse: los comerciantes dejaron de comprar los paños de Robledo, los jornaleros empezaron a marcharse de sus tierras... Su hijo Vicente siempre ha sido más comedido, por eso es también más gordo. En tales circunstancias, prefirió esperar al ascenso de los moderados, porque sabía que el régimen de Espartero tenía pies de barro, y que el tiempo le brindaría en bandeja la carta de su venganza. Pero su otro hijo, Antonio, el señorito Antoñito Robledo, era mucho más impulsivo que su hermano.
Esta era la parte que atañía a nuestro caso... y habían pasado casi dos horas con los preliminares.
–Antonio decidió tomarse la justicia por su mano, reírse de Espartero en sus bigotes, y eso era demasiado. Sin hacer caso del boicot de los progresistas a sus negocios, e ignorando la vigilancia del Ayuntamiento por el testaferro del de Vergara, el conde de la Camorra, Antonio Robledo, redujo el jornal en su finca, sometió a los jornaleros incluso a maltrato físico, amenazó a los intermediarios que debían distribuir su grano por la comarca para que obligasen a todos los vecinos a comprarlo... Se creía que nadie podría hacerle frente. Y un día, cegado por la rabia de ver cómo se hundía su familia, no pudo más y fue a perder los papeles en plena calle Estepa, en el Casino, ante varias decenas de testigos.
Hizo una breve pausa para apurar el sorbo final del chocolate, más frío que un témpano a aquellas alturas.
–Estaba conversando en el local con algunos amigos cuando entró el conde de la Camorra. Era mediado el mes de noviembre, todos habían asistido a misa de doce en San Sebastián, y el azar había reunido a partidarios de uno y otro bando en el café del Casino. Fatal ocasión. El conde de la Camorra estaba deseoso de vengarse de los Robledo por la extorsión que habían ejercido sobre él en el 35, y ahora había llegado su momento. Al principio, todo fueron bravuconadas y amenazas verbales, pero de pronto el conde, que nunca se ha caracterizado por su talante diplomático, cometió el error de preguntar a Antonio por su padre: “¿Dónde se esconde el viejo? Mira que como lo sigáis guardando tanto, va a haber que venderlo a algún anticuario”. Cuatro hombres no fueron suficientes para sujetar a Antonio, que saltó por encima de una mesita, agarró al conde por las solapas del chaqué y lo abofeteó sonoramente. El pobre don Luis trastabilló y cayó al suelo. Cuando se levantó, su nariz sangraba como la de la Fuente del Toro****11. Pese a todo, consiguió rehacerse, se llevó un pañuelo a su apéndice nasal, y salió, seguido por sus íntimos, mientras Antonio se quedaba en el Casino a fanfarronear.
Durante el relato de estos últimos acontecimientos habíamos recogido nuestro gabán y habíamos salido a la calle, encaminándonos lentamente hacia el atrio del templo de San Pedro, con paso decidido. Yo habría preferido saborear los detalles más jugosos de aquel caso al calor de otro chocolate, pero la hora se nos había echado encima y no era conveniente olvidar el menester que nos había conducido hasta allí.
–Algo más de un mes pasó desde aquel incidente, Pedro –prosiguió el comisario–. Nadie en absoluto se atrevió a hablar al de la Camorra de aquello, pero los silencios y los cuchicheos a su paso durante semanas eran más elocuentes que el más afilado de los dedos acusadores. Antonio se creció, creía haber amedrentado a su rival... hasta aquella fatídica noche de diciembre. Estaba exultante: quería celebrar la Navidad con sus amigos por todo lo alto, una vez que todos ellos habían cumplido ya sus compromisos familiares de días pasados. Su propósito era emborracharse y alegrarse luego con las muchachas de San Pedro... pero alguien se alegró más que él, a su costa... y a costa de todos, joder.
Se paró en seco. A lo lejos se veía la multitud congregada en la plaza de San Pedro. No cabía ni un alfiler, aunque aún faltaba media hora para que diese comienzo el acto oficial. Estábamos en una esquina de la calle de Santa Clara, parados, embozando nuestro cuello en el gabán para combatir el frío cortante. El inspector me sujetaba por los hombros, para que le mirase fijamente mientras me abría parte de su conciencia:
–Mira, Pedro –dijo, en un súbito arrebato de sinceridad–. No puedo engañarte: mis lealtades están con los progresistas. Pero sobre todo soy inspector de Policía: sirvo a la ley y el orden. Eso quiere decir que bajo ningún pretexto puedo permitir que se solucionen las cosas así, a las bravas, cada cual tomándose la justicia por su mano. Y mucho menos a través de terceros, como los cobardes: si yo tengo un problema contigo, voy y te suelto una bofetada yo, pero no pago a otro para que lo haga, hostia. Riego no vistió el sambenito para esto.****12 Por eso, si tengo que meter en la cárcel a alguno de los míos, no me temblará el pulso, lo juro por Dios.
Dejé que mi silencio y mi mirada franca le sirviesen de apoyo.
–Maldito Narváez... Si quiere culpables, ¡que los busque él! Como si fuese tan sencillo. Y lo que me fastidia de esta historia es que los cabos más pequeños del ovillo están bien atados: por una parte, el conde de la Camorra nunca ha afirmado ni desmentido nada sobre el asesinato. Ni siquiera estuvo en el entierro de Antonio, aunque lo condenó en público en una de las reuniones del Ayuntamiento, como le correspondía en sus funciones de alcalde. No obstante, me consta que ante sus íntimos ha confesado alegrarse de la tragedia.
Dejó de hablar un poco mientras comprobaba que el discurso oficial no había comenzado todavía en la placita.
–Por ahí todo parece claro –prosiguió–. No será el primer asesinato político ni el último. Nadie le meterá mano por ello: el pueblo, porque tiene un motivo más para cotillear; y los de arriba, porque tienen mucho que perder en este asunto.
No dejó que replicase:
–Ahora bien: antes de suicidarse, Pepín el de Dolores, el supuesto autor del crimen, se confesó con el cura de la Trinidad y reconoció que le habían obligado a suicidarse para encubrir a otros... Ni siquiera se respeta el secreto de confesión en este país, diantre. Pero, ¿quién apuñaló entonces a Antonio Robledo? Y lo que es más importante, ¿quién dio la orden? Preciso pruebas, no suposiciones.
Me atreví a decir:
–Pues que las busque Narváez, ¿no?
Su sonrisa me conmovió, porque era la sonrisa de un perro apaleado por años de batalla y sinsabores. Hasta juraría que el lustre de su cicatriz aparecía más apagado.
–No, eso no puede ser. Si el Espadón asume mi jurisdicción, entrará en la ciudad como un elefante en una cacharrería, extorsionando, viendo sospechosos tras cada portal... en una palabra, purgando, para quitarse de la vista a enemigos políticos. Y créeme, los hombres de Narváez son mucho menos sutiles que yo, por muy expeditivo que uno pueda llegar a parecer. Esas costumbres que se las deje en su Loja natal, pero que no las traiga aquí, ni mucho menos.
Aún no había acabado:
–Además, prefiero ser yo el que lave los trapos sucios del progresismo en casa.
Las últimas palabras me las había susurrado mientras nos sumamos a la multitud de la plaza. Ya habían hablado las autoridades, ya se había descubierto en obelisco, y se recitaba en voz alta la elegía que Juan María Capitán había compuesto para la ocasión, y que el autor no podía pronunciar porque le había sido imposible acudir al evento:
Joven discreto, laborioso, humano,
apoyo firme de paternos lares,
huérfano los dejó, y entre pesares
a sus deudos, y suelo antequerano.
Cuando entre luz, y sombras aguardaba
a los umbrales del cercano templo
el sacrificio augusto, triste ejemplo
aún sin ver los aceros ya expiraba.
Víctima horrenda del puñal aleve,
crudo fin le guardó fortuna impía,
lozana era su edad, y a sangre fría