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Otro que no resiste comparación con Raúl es Rogelio, uno de los empleados de la inmobiliaria. Con él tuvo hace mucho tiempo un breve romance, pero que duró el tiempo suficiente como para llegar a conocerlo. Es un petulante, egoísta y aprovechador que vive sólo para sí, procurando sacar el mayor beneficio con el menor esfuerzo, sin importarle los demás, incluso pidiendo dinero, que generalmente no devuelve o favores que nunca retribuye.
Quiso la casualidad que cuando una amiga le recomendara la inmobiliaria de Morandi y Asociados por el tema de la permuta, se encontrara con Rogelio como empleado de la misma. Cabe reconocer que por una vez se portó correctamente y la contactó directamente con su superior.
Así conoció a Raúl. La empatía fue inmediata. Minutos después de iniciar el trato, los diálogos se sucedían fluidos y entre risas, como si llevaran mucho tiempo de conocerse.
Él le propuso algunas alternativas que ella aceptó de inmediato, totalmente convencida de su profesionalismo y de que el resultado sería positivo. No se equivocó. Una semana después concretó la permuta. Quedó asombrada cuando Raúl declinó cobrarle honorarios por su intervención, claro que después, ella lo invitó a cenar y dieron comienzo a su relación, estrenando el departamento en el dormitorio.
Desde entonces la visita periódicamente y contribuye generosamente con sus gastos. Además, acepta todo cuanto ella le hace y todo parece producirle gran satisfacción, lo que no deja de agradar a Silvia, que se siente halagada en su fuero íntimo.
El agua se ha enfriado. Sale de la bañera y mientras se seca frente al espejo se mira en él. Todavía tiene formas firmes y opulentas. La sesión semanal de gimnasia y el régimen de comida que observa, contribuyen a que con treinta años, siga conservando las formas que tenía hace más de diez atrás. Sabe que su cuerpo es hermoso y que los hombres gustan de él. Por eso, haciéndole un guiño picaresco a su imagen, exclama: –¡Que paguen si lo quieren disfrutar!
Se está envolviendo en un toallón cuando suena la chicharra del portero eléctrico. Sabe que es Raúl por la forma de tocar. –Adelante– murmura en el auricular, mientras presiona el interruptor y escucha el zumbido de apertura.
Apaga las luces del living y de la cocina. Deja encendida sólo una pequeña lámpara roja que proyecta su luminosidad desde atrás del sofá y la del marco que sostiene el gran espejo que cubre casi la totalidad de una pared del dormitorio, junto al lecho.
Se apresura a abrir la puerta, que deja entornada y se esconde detrás de la misma. Cuando Raúl entra, se detiene extrañado ante la penumbra que lo recibe y entonces ella surge por detrás y le hecha los brazos al cuello, mientras lo muerde en la oreja.
–¡Eh…pará …pará…salí loca, me vas a hacer tirar todo al suelo!– protesta él, entre enojado y divertido. Silvia advierte entonces la pirámide de pequeños paquetes en precario equilibrio en una mano y en las dos botellas que lleva en la otra.
–Hay mi amor… perdóname. No me di cuenta de todo lo que traías– y cerrando la puerta con un golpe de pie, ayuda a Raúl a llevar todo hasta la cocina. Luego se vuelve y, mientras lo empuja suavemente le dice: –Bueno, bueno…usted se me va de aquí, se me pone cómodo y me espera en el living. ¡Papito lindo!– y dándole un breve beso en los labios termina de hacerlo salir.
Ya sola, rápidamente guarda una de las botellas de vino en la heladera, acomoda el pollo trozado y las distintas ensaladas en varias fuentes pequeñas sobre una bandeja, agrega un bol con hielo, la otra botella de espumante y con todo ello se dirige al living.
Raúl se encuentra junto al tocadiscos. Se ha quitado el saco, la corbata y arremangado la camisa. Al verla llegar, sale a su encuentro, ayuda a dejar todo sobre la mesa ratona y luego la abraza y besa apasionadamente. Deja correr sus manos por la espalda desnuda y deslizándolas por debajo del borde del toallón, trata de aprisionar las nalgas de la muchacha que, con un gritito agudo, se desprende del abrazo y dando un paso atrás, lo amenaza sonriendo.
–¡Quietas las manos! ¡Si no te portás bien, no te doy nada! ¿Estamos? ¡Por favor, un poco de juicio! Lo primero es lo primero. El pollo está caliente y el vino frío. Mi corazón sólo tibio. ¡Disfrutemos primero de la cena y después veremos qué pasa!
Raúl se ha quedado un poco sorprendido por la actitud de la joven, a la que sabe desprejuiciada y que nunca ha rehuido acostarse con él. Ante su evidente perplejidad, Silvia vuelve a aproximarse y oprimiéndole suavemente la cara, mientras lo besa levemente, murmura: –No hay apuro, mi amor…, primero cenemos. Después escucharemos música, querido… y cada minuto que transcurra envuelto en melodías…acrecentará mi impaciencia por amarte y mi corazón arderá junto al tuyo. Ven, siéntate a mi lado– y sin esperar respuesta se deja caer en el diván, recogiendo las piernas debajo de ella, mientras reconoce lo cursi y poco creíble de su discurso y espera que él no lo haya notado.
Raúl la sigue sonriendo y se sienta a su lado. Toma la botella, quita el corcho y sirve el vino. En tanto Silvia coloca algunas porciones de pollo y ensalada en sendos platos. La cena resulta breve. Si bien, para la impaciencia de él, le parece demasiado extensa.
Silvia deja el plato sobre la mesita, cruza los brazos por detrás de su nuca y mirándolo a los ojos se dejar caer contra el respaldo del diván. Raúl vuelve a llenar las copas y se acerca a la joven, ofreciéndole una.
–Eres una gatita. Una gatita traviesa y sugestiva que me tiene loco – le dice mirándola a los ojos y sentándose junto a ella comienza a besarla. La joven se deja acariciar, pero cuando él avanza osadamente sus manos por debajo del toallón, lo aparta con suavidad y poniéndose de pie le recrimina sonriente:
–¡Raúl Vergara, eres un hombre imposible! ¡No te puedo dar un minuto de confianza que ya te tomás toda una hora!– e inclinándose nuevamente sobre él, le muerde ligeramente los labios y sin darle tiempo a reaccionar o detenerla, recoge su copa y haciéndola tintinear contra sus perlados dientes, se dirige hacia la alcoba mientras deja caer el toallón que la cubría.
–¡Por favor…no tardes…!– le dice en un murmullo por sobre su hombro desnudo, al llegar a la puerta del dormitorio.
Los ojos de Raúl brillan de amor y deseo. Siente los labios secos, la garganta áspera y el corazón acelerado. Se sirve una nueva copa de vino y con ella en la mano se encamina tras la joven.
Capítulo Iii
Se contempla en el espejo del techo. ¡Cómo le cuesta mantener la línea de la cintura! El tratamiento que hizo durante todo el mes, no le ha dado el resultado esperado. No puede usar las pequeñas trusas que están de moda. Hizo la prueba de colocarse una y por debajo de los pantalones parecía que tenía el abdomen y las nalgas cortadas por la mitad. Cuando su marido la vio, no pudo contener la risa y le dijo que parecía un ocho con piernas.
¡Qué estúpido! Como si él no hubiera perdido gran parte de su antigua elegancia. Claro que nunca tuvo mucha, pero ahora, tiene menos, casi nada.
Mentalmente lo compara con Rogelio. Al pensar en el muchacho no puede evitar estremecerse. Gira la cabeza hacia la puerta del baño, tras la que se oye el golpeteo de la ducha. Trata de imaginárselo. Alto, espigado y atlético. Cubierto de espuma y frotándose con ese vigor que pone en todo lo que hace.
Hace tres años que lo conoce y ni una sola vez, de las muchas que salieron juntos, ha podido competir con el ardor del joven. En cada encuentro, ha quedado totalmente agotada. Incluso hubo momentos en que se sintió rogar por favor, que la dejara descansar un instante. Rogelio parece poseer un vigor inacabable. Habitualmente, cuando se retiran del hotel, ella siente un agotamiento casi total, una pesadez que, si bien es placentera, sólo la predispone a dormir. En cambio él, da la impresión de haberse levantado recién, tras un prolongado descanso, de tan fresco y activo que se lo ve. Hasta bebiendo, puede más que ella. El licor parece no hacerle efecto nunca, tome la cantidad que tome.
El ruido de la ducha ha cesado. La puerta del baño se abre y Rogelio avanza hacia el lecho, frotándose el cuerpo con el toallón, con fuerza, casi con rabia. Brillan los ojos del muchacho al contemplar la figura tendida sobre las sábanas. Laura es toda una mujer. Algo mayor que él, es cierto, pero sabe arreglarse, tiene clase y sabe vestirse muy bien, con prendas que disimulan esos kilitos de más que redondean sus formas.
Todo ello contribuye a que él se sienta cómodo a su lado y, por otra parte, es una amante deliciosa. Sobre todo muy generosa con sus obsequios y también con ella misma. Se le brinda en su totalidad y nunca dice que no a ningún capricho de él. Si todo ello se suma la circunstancia de estar casada, se llega al hecho simple e innegable de constituir el ideal de la amante perfecta.
Su condición de esposa, facilita la relación, ya que al no poder salir todos los días, a él le queda mucho tiempo disponible para ocuparse de otras conquistas, con mayor libertad y sin tener que hacerlo a escondidas o dando mil rodeos como con Laura.
Ella le sonríe tendiéndole los brazos. Él arroja el toallón a un costado, se pone de rodillas junto al lecho y comienza a recorrerle el cuerpo con besos cortos y muy suaves. Sabe cómo eso le gusta y la excita. Laura gira sobre sí misma y se aleja del joven, poniéndose de pie casi de un salto, mientras lo amenaza con un dedo y exclama, entre risueña y enojada:
–¡Eso no vale! Quedamos en que hoy nos iríamos pronto, pues nos demoramos mucho con tu sastre y vos…vos ya estás volviendo otra vez a las andadas. ¿Es que nunca quedas conforme? ¿De dónde sacas tanta energía?
–¡Tú eres la que me motiva y provoca!– se excusa él– ¡No puedo quedarme quieto, viéndote junto a mí y menos así … vestida de Eva! –y poniéndose de pie hace ademán de perseguirla. Ella simula terror, recoge su ropa en desorden y huye hacia el baño, estallando ambos en carcajadas.
Poco después y ya en el coche de Laura, mientras maneja, Rogelio piensa que ha sido un error aceptar la proposición de ella de visitar ese Hotel nuevo, sobre la ruta Panamericana. Él hubiera preferido cualquier otro alojamiento en la Capital. Mira de reojo su reloj, ya son casi las nueve de la noche. Si no se apresura no podrá encontrarse con Graciela. Hace más de un mes que ha venido insistiendo sistemáticamente, hasta obtener la promesa de una cita. Sería el colmo que, por demorarse más de la cuenta con Laura, quede mal con Graciela y para peor en la primera salida.
Acicateado por la preocupación, pisa el acelerador mientras piensa cómo convencer a Laura para que le deje el coche y poder usarlo para pasar por la Facultad de Derecho a buscar a Graciela. Vuelve a mirar el reloj. Le parece que las agujas han dado un salto hacia adelante. Acelera aún más. Tiene que estar libre antes de media hora, si quiere llegar a tiempo para el final de la conferencia, que ha servido de excusa a la joven, para disponer de unos minutos extras y encontrarse con él.
Parece mentira que en pleno siglo XX, todavía queden chicas que no salgan de noche sin autorización de sus padres. Pensándolo bien, no le desagrada que sea así. Por lo menos será una experiencia nueva y le dejará a él toda la iniciativa.
Ya está un poco cansado de frecuentar mujeres como Laura o como otras mucho más jóvenes y que en la primera salida ya se insinúan o se expresan abiertamente dispuestas a acostarse con él sin más preámbulos. La variante que le ofrece Graciela, excita su curiosidad y fortalece su ego. Lograr vencer la resistencia que hasta ayer le ofreció ella, ha sido un gran logro, por eso lo importante de esa primera cita formal.
Obtener nuevas concesiones de parte de ella, ir de a poco venciendo sus defensas hasta lograr poseerla, constituyen los alicientes que lo llevan a acelerar aún más provocando que el coche se incline demasiado cuando gira frente al monumento a Urquiza y lo vuelva a hacer cuanto retoma la Avenida del Libertador, frente al Jardín Zoológico.
Laura que ha venido fumando en silencio, al tiempo que se toma del borde del tablero, para mantener el equilibrio, le llama la atención:
–¡Eh muchachito…el coche es mío! ¡Cuidalo un poco más y andá más despacio! De lo contrario no va a durar mucho.
–Disculpame Laura– se excusa el muchacho al tiempo que afloja un poco el acelerador– Lo que pasa es que estoy un poco descompuesto. Posiblemente haya sido la bebida fría que no me ha caído bien y quiero llegar cuanto antes. Perdoname por favor– agrega con una sonrisa forzada y con un simulado rictus de dolor en sus labios, para enfatizar aún más la excusa que se le acaba de ocurrir.
–Está bien. Disculpame vos– responde Laura– Pero me podías haber avisado que te sentías mal y hubiera manejado yo. ¿Podés conducir?
–Si… todavía sí. No te preocupes. Me siento algo mal, pero no es para tanto –argumenta él, tratando de que sus palabras suenen falsas, como si intentara disimular su verdadero estado y tiene éxito. Laura al verlo hablar entre dientes, piensa que realmente está muy descompuesto y que no quiere alarmarla, por lo que insiste:
–No te creo. Tu cara no indica nada bueno. Pará en la primera farmacia que encuentres. Te compro algún calmante, te lo tomás y después seguimos camino.
–¡No Laura, por favor! –exclama él– En serio, no es para tanto. Te lo aseguro. Ya se me pasará
–¡No se te pasará un cuerno!– le interrumpe ella, casi a los gritos, para agregar un poco más suave, mientras pone la mano sobre la rodilla del joven y se acerca a él todo lo que le permite la consola que separa ambas butacas –¡Por favor Rogelio, haceme caso! Si no tomás algo, no te vas a mejorar así nomás. Por favor…
El muchacho, considerando que la comedia ha llegado al punto que él quería, luego de un corto silencio, como si estuviera pensando las palaras de ella, responde:
–No te preocupes mi amor. En casa tengo lo suficiente para calmar el dolor que siento– y agrega luego de una pausa –Te propongo algo más simple y efectivo. Claro que quizás, a vos no te parezca bien…– La última frase la dice mirando con ojos inocentes y doloridos a Laura, quién se apresura a preguntar:
–¿Qué es lo que no me puede parecer bien? ¡Primero estás vos y después todo lo demás! ¡Decime qué querés … por favor decímelo!
–Estamos cerca de tu casa– comienza Rogelio– Te dejo a un par de cuadras, yo sigo viaje hasta la mía, que también está cerca y una vez que me sienta mejor, te dejo el auto frente al taller de Valentín, a quién vos conocés, y mañana lo podés pasar a buscar o llamás a la inmobiliaria y le pedís a tu marido que me mande a retirarlo, como ya hicimos otras veces. A él le decís que estaba fallando y que lo dejaste para revisar. Yo me encargo del resto– concluye con una leve sonrisa a la que cubre de inmediato con una mueca de dolor, para continuar con la simulación.
–¡De acuerdo, me parece perfecto! –exclama Laura, totalmente convencida de la sinceridad de él y de que su propuesta es la más acertada. Por otra parte, no es la primera vez que el joven ayudante de su esposo, le ha hecho el mismo tipo de servicio. No resultará extraño que lo vuelva a hacer, por lo que agrega de inmediato: –Dejame aquí mismo. Estoy a pocas cuadras y las puedo hacer caminando o me tomo un taxi.
Rogelio aproxima el coche a la acera y detiene la marcha. Laura prende la luz interior y se mira atentamente en el espejo retrovisor, al que ha girado hacia ella, dándose los últimos toques a su peinado y maquillaje.
–Por las dudas– dice con un guiño picaresco, mientras vuelve el espejo a su lugar y cierra la cartera. –¡Y por favor, cuídate mucho. Andá derechito para tu casa y metete en la cama enseguida!
–Quédese tranquila mi amor. Voy de cabeza a la cama– contesta él, mientras piensa para sí: –Siempre y cuando Graciela quiera.
Laura apaga la luz interior, se inclina y lo besa suavemente, al tiempo que abre la puerta y se baja del auto. Ya sobre la acera, se vuelve y a través de la ventanilla efectúa nuevas indicaciones al joven que, impaciente, no ve la hora en que ella se aleje, para poder ir al encuentro de su reciente conquista. Por fin, luego de lo que le parecieron minutos interminables, Laura se despide y con rápido taconeo se aleja hacia el poste indicador de la parada de taxis.
Rogelio, con un suspiro de alivio, engancha la primera y se aleja a marcha moderada hasta llegar a la Avenida Callao. Allí dobla hacia el bajo y ya seguro, lejos de la vista de Laura, imprime mayor velocidad acicateado por el deseo de encontrarse con Graciela, la que ya debe estar saliendo de la Facultad, si la conferencia ha terminado a la hora prevista.
Mientras va esquivando vehículos por la avenida, piensa cómo se libró de Laura. Sonríe divertido. Pero no deja de reconocer que ella, si bien se muestra generosa en muchos aspectos, sólo lo es en apariencia. Nunca le da más de lo que él necesita o aparenta necesitar y cuando inventó problemas mayores, para obtener algún beneficio extra, ella eludió muy hábilmente el compromiso y no le pudo sacar nada adicional. No es ninguna tonta. Sabe que en la medida que él necesite de ella, lo va a tener siempre dispuesto a acompañarla en sus salidas. ¡Todo por la sucia guita! ¡El dinero mueve al mundo! Claro que él es un cretino que se mueve únicamente por dinero. ¡Qué solución sería acertar el Prode!
Todos en la inmobiliaria apuestan en ese juego, incluso Raúl. Si la varita de la suerte le fuera propicia, mandaría al demonio a Laura, al marido, a la empresa y se dedicaría a vivir la gran vida. Con plata, él elegiría y no sería elegido. Él mandaría y no sería mandado. ¡Qué vida puerca sin guita, carajo!
Mientras así divaga, como reaccionando ante las limitaciones que su situación económica le impone, acelera bruscamente, se adelanta por la derecha del vehículo que lo precede haciendo sonar insistentemente la bocina y entra por la Avenida Del Libertador hacia Figueroa Alcorta casi en dos ruedas, ignorando al semáforo que en rojo le prohíbe el paso.
El silbato de la policía femenina, a la que alcanza a ver de reojo, parada sobre el cantero central de la avenida, lo hace sonreír nuevamente y mientras la maldice, mentalmente se regocija en su fuero íntimo, pensando que además de abonarle el sueldo, mantener a su amante y prestarle el auto, esto último indirectamente, el marido de Laura también deberá pagar las infracciones de tránsito que él cometa.
Capítulo IV
Mira el reloj con impaciencia. Desde hace más de media hora ha perdido el hilo de la disertación. Su atención salta del reloj a la puerta de entrada del salón, donde espera ver aparecer la figura de Rogelio. Le cuesta reconocer que el joven la ha impresionado con su personalidad. Su facilidad de palabra, su elegancia, su sonrisa de niño grande han logrado conmoverla, y también, por qué no, ese impactante automóvil con el que casi la atropella días atrás. Creía estar inmunizada contra ese tipo de sentimientos desde que le ocurriera aquello.
—¡Cuánto tiempo ha transcurrido!
Los recuerdos surgen del pasado con dolorosa actualidad. La alegría del primer amor a los 15 años. La pasión de los besos juveniles. Los encuentros furtivos luego de las horas de clase. La primera salida nocturna. Las caricias cada vez más atrevidas, que encendían sus venas hasta la locura. Luego, la entrega con su carga de misterio, temor, dolor y placer. La angustia después del examen médico. El embarazo imprevisto, jamás considerado, ni siquiera imaginado posible.
El alejamiento de José María, aterrado ante la realidad de la que era responsable. Deambuló en soledad, buscando consejo o ayuda de parte de sus amigos. ¿Amigos? ¡Cobardes, no amigos! Consejos recibió de muchos, pero ninguno sincero y ayuda de nadie. Su vergüenza le impidió refugiarse en sus padres, ante el temor de un escándalo y consciente del dolor y la amargura que su error les ocasionaría.
Angustiada recurrió a distintos médicos, en procura de abortar. Ninguno quiso hacerse cargo, dada su edad y el hecho de concurrir sola. Hasta que llegó a conocer a Franco. Dijo ser médico, cuando la socorrió en la calle, luego de su desmayo y a quién, sin saber por qué, le confesó la verdadera razón del mismo. Él la acompañó hasta la puerta de su casa y al despedirse, le dijo que la ayudaría y le dio una tarjeta con la dirección de una clínica particular para que lo fuera a ver al día siguiente, previo llamarlo por teléfono.
Ella fue. Quizás un poco dubitativa por lo avanzado de la hora convenida. Él mismo la recibió al llegar, la tranquilizó respecto del horario, argumentando que era para disponer de más tiempo y privacidad. La hizo pasar de inmediato al consultorio, iluminado sólo por una lámpara de escritorio, detrás del cual se sentó y la invitó a hacer lo propio en una silla ubicada frente al mismo.
Casi no recuerda todo lo que le preguntó. Ella hizo una amplia confesión de lo ocurrido y expuso sus temores. El asintió en silencio, mientras parecía tomar nota. Luego la invitó a quitarse la ropa y tenderse en la camilla. Lo demás fue confuso. Una mascarilla sobre su rostro. Un vago olor dulzón. La extraña somnolencia. El rostro de Franco junto al suyo. Palabras entrecortadas. Los labios de el sobre los suyos. Sus piernas, como desprendidas de su cuerpo, flotando por sobre los hombros de él. La misma sensación, pero ahora desagradable, de sus encuentros con José María. Luego, como después de una eternidad, todo se detiene y el consultorio vuelve a adquirir sus proporciones normales. Franco la mira por sobre el hombro, sonriente, mientras termina de acomodarse el batían blanco y levanta el cierre de sus pantalones.
Toma conciencia de su desnudez sobre la fría camilla y el ardor que siente en su interior. No quiere entender lo que ha pasado. La realidad que intuye supera su imaginación. No es posible que eso le haya ocurrido a ella. Sin levantar la vista, baja de la camilla y se viste en silencio, ocultando su vergüenza detrás de un pequeño biombo. Demora el momento de salir, tratando de ordenar sus pensamientos y luchar contra la náusea que parece brotar de lo más hondo de sus entrañas y que amenaza ahogarla.
La voz de Franco la lleva nuevamente hasta el escritorio. Como entre sueños le escucha decir que la examinó atentamente, que ha comprobado su gravidez y que está dispuesto a intervenirla para interrumpir el proceso. Menciona una cifra. El importe la golpea como un mazazo. Sin saber cómo, se encuentra caminando rumbo a su casa, pensando cómo obtener el dinero requerido. Tratando además, de no recordar lo que ha pasado, de apartar de su mente la mirada socarrona de Franco, cuando la acompañó hasta la puerta de la clínica e ignorar la humedad de su entrepierna, que se ha extendido por su ropa interior.
Vuelve a recurrir al grupo de amigos. No alcanza a reunir ni la cuarta parte de lo que necesita. Totalmente abatida regresa a ver a Franco. Él la tranquiliza. Le asegura que se encargará de solucionar todo y para demostrarlo, pone sobre el escritorio una serie de formularios para que ella los firme. Dice que son parte del protocolo médico para prevenir cualquier eventualidad. Luego acuerda una cita para el próximo sábado a última hora de la tarde.
Ella llega puntual, acompañada de una amiga, más curiosa que servicial. Otra vez el batín esterilizado y la horrible camilla. El frío del metal en sus piernas desnudas la hace estremecer. Nuevamente el olor dulzón, el vértigo y la nada. Los rostros de Franco y de otra persona se superponen alternativamente. Sus voces lejanas le sugieren tener tranquilidad. El dolor lacerante, insoportable, que brota del centro de su cuerpo parece irradiarse hasta los rincones más profundos de su mente. Después, la paz absoluta de la inconsciencia. El despertar totalmente confundida en cuanto a tiempo y lugar. Cuando su visión se aclara un poco, lo primero que ve son los ojos brillantes de lágrimas de su amiga, que la ayuda a incorporarse y la sostiene mientras se viste con evidente torpeza.
La desconcierta y no entiende la razón de un vendaje que le cubre parte del muslo y la rodilla, dificultando aún más sus movimientos. Franco le explica que se trata de una treta para justificar, ante su familia, los días de reposo obligado que tendrá que observar hasta la nueva consulta. Le extiende un recetario con medicamentos e instrucciones, acuerda la fecha de la próxima visita y las acompaña hasta la puerta, donde las despide con un beso.