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Me parece que después de experimentar el silencio del asombro es inevitable encontrar áspero y estéril el enmudecimiento. Este segundo tipo de silencio es propio de la evasión, de la retirada de las formas de reflexión a otros terrenos. Michel Foucault, en un artículo llamado Pierre Boulez ou l’écran traversée, recuerda que durante la primera mitad del siglo XX: “la pintura daba de qué hablar; por lo menos, la estética, la filosofía, la reflexión, el gusto y la política, si tengo buena memoria [decía], se sentían con el derecho de decir cualquier cosa, y se lo imponían como una obligación” (Foucault, 1982, p. 232). En contraste, el pensamiento que circundaba la música (a pesar de Adorno) parecía enmudecer; la producción y circulación de reflexiones en este campo eran considerablemente menores que en otras prácticas artísticas. Lo paradójico del asunto es que al tiempo que se realizaban los procesos más elaborados de experimentación musical, no se abordaban teóricamente los nuevos enigmas: “el silencio protegía a la música, preservaba su insolencia” (p. 232).
Este libro busca enfrentarse tanto al silencio de la estética musical, como a su reducción a la simple repetición de juicios de valor. Por lo menos, me propongo afirmar que la desatención institucional que la circunda y su confinación a la sombra de los actuales saberes (al intersticio entre la filosofía y la música) no se debe a que no tenga historia11. La práctica musical —desde hace siglos— es inseparable de su teorización. Sin embargo, llevar a cabo una arqueología de la estética musical no es una tarea sencilla, una serie de preguntas fueron apareciendo a medida que avanzaba en mis investigaciones: ¿Cómo emprender la descripción de unos documentos tan heterogéneos, de un terreno que desde la antigüedad aparece en otros campos discursivos?, ¿cómo construir un cuerpo histórico a partir de documentos fragmentarios? Y, sobre todo, ¿cómo se ha de proceder si no se quiere suponer la existencia de una continuidad histórica12 (homogénea y progresiva), ni la permanencia de un puñado de problemas filosóficos invariables?13
También me he preguntado (con mayor o menor fortuna) por la implementación de los procedimientos de la arqueología en el campo del arte, especialmente, en el de la estética de la música. Cuando considero que la arqueología se opone al estudio de una individualidad psicológica me pregunto: ¿Será posible dejar de pensar la historia de la música como una vitrina de héroes cándidos? ¿Se tendrá la capacidad de abandonar la idea de genio o la implementación de ciertos principios compositivos que se sostienen en supuestas cualidades invariables del alma? ¿Se podrá, por ejemplo, estudiar a los teóricos de la música (Agustín, Descartes, Nietzsche, entre otros) tomando distancia del límite impuesto por sus vidas? ¿estudiar, no solo lo que tienen para decir los grandes teóricos, sino los compositores, los intérpretes y los escuchas? ¿Acaso la historia de la música, tan poblada de ídolos, podrá ser reformulada, no solamente integrando nombres que no han sido reconocidos, sino haciendo posible otras maneras de agrupación histórica?
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Lejos de proponer un análisis de las determinaciones universales de la estética musical, la arqueología permite comprenderla como un campo que se transforma radicalmente con el paso del tiempo. Una mirada arqueológica invita a describir la forma en que los músicos y filósofos se posicionan dentro de un conjunto de saberes que los exceden, se trata de localizar sus palabras en agrupamientos y relaciones de discursos (dentro de unos campos del saber, que no fueron previstos por ellos mismos). Esta descripción permite comprender que la música (en tanto práctica que se transforma) ha aparecido de múltiples maneras en la tinta del escritor y cómo el escritor se ha situado para extraer “legítimamente” de la experiencia musical un saber. No se trata solo de describir cómo la música es transformada por los sujetos, sino cómo ellos se han transformado para acceder a los discursos que la circundan.
La arqueología foucultiana invita a tomar distancia de la historia que se presenta como un relato continuo, progresivo y coherente. Quizá sea válido pensar en una historia de la música que, por el contrario, recuerde las transformaciones, diferencias, mutaciones, interrupciones y discontinuidades del pensamiento. La práctica musical no ha sido la misma a lo largo de la historia, grandes cambios se han producido desde Giovanni Pierluigi da Palestrina hasta Karlheinz Stockhausen. Me parece que es tiempo de una estética que comprenda que no es tan fácil extender una cadena desde los coristas de la Schola Cantorum hasta los pilotos del Cuarteto para helicópteros; una estética que, en definitiva, estudie las grandes transformaciones en la experiencia musical (las diferencias entre el devoto espectador de las primeras monodias y el público anonadado de una obra atonal).
En una entrevista sobre Les mots et les choses, Foucault sostiene que futuros estudios arqueológicos tendrán como correlato indispensable las arqueologías que ya se han realizado, incluso, si están orientadas a tratar experiencias distintas a las que había previsto, como sería el caso de la música. De esta manera, el filósofo francés señala dos rutas que se pueden seguir al momento de emprender una investigación de este tipo: por un lado, sostiene que una nueva arqueología podría: “tomar de nuevo los textos de los que he hablado y el mismo material que he tratado, en una descripción que tenga otra periodización y se sitúe a otro nivel” (Foucault, 1973, p. 66); por otro, sostiene que una nueva arqueología podría “dar cuenta y analizar exactamente y con los mismos esquemas, aportando algunas transformaciones suplementarias, textos de los que no he hablado” (1973, p. 66).
La primera ruta invita a la creación de nuevas periodizaciones, identificando las continuidades y discontinuidades de la historia de la música. Se trata del estudio de los enunciados, los discursos, las prácticas discursivas y la manera en que circulan los documentos en torno a la música para pensar si coinciden con las periodizaciones que Michel Foucault ha estudiado en sus arqueologías del lenguaje, la locura, la clínica y la sexualidad. La segunda ruta propone estudiar otros textos, abordarlos con las herramientas desarrolladas en el análisis histórico del filósofo francés, generando todo tipo de encuentros, entrecruzamientos y distancias. Este libro se mueve en ambas rutas; por un lado, me pregunto si las periodizaciones (las grandes formaciones discursivas) estudiadas por el filósofo francés pueden rastrearse en la estética de la música; y, por otro, he realizado la lectura de algunos textos no referenciados por el filósofo, pensando en la manera en que se articulan o toman distancia de las discontinuidades descritas en sus arqueologías. Debo advertir que no pretendo realizar una arqueología plena, es decir, un estudio que siga todos los procedimientos arqueológicos. Tampoco me propongo examinar enunciado por enunciado, discurso por discurso, archivo por archivo. No se trata de llevar a cabo el examen de todos los documentos escritos sobre música en cada uno de los períodos descritos por Michel Foucault.
Teniendo en cuenta que la historia de la estética de la música ha sido situada en un lugar intermedio dentro del orden de los saberes (en el intersticio de los grandes monumentos discursivos), utilizo las periodizaciones propuestas por Foucault para identificar posibles discontinuidades que no hayan sido tratadas con detenimiento en las grandes recopilaciones de las teorías estéticas en torno a la música. En todo caso, ningún procedimiento arqueológico tiene como propósito crear una serie de unidades narrativas o “épocas” que se puedan confundir con una especie de totalización cultural14. Por esta razón, se deben pensar distintos niveles de análisis, que dependen de la experiencia que se quiera describir. Ahora bien, si me sirvo de los periodos propuestos por Foucault, no ha de ser porque los considere coextensivos a todas las experiencias posibles, sino porque me permiten estudiar la estética musical a partir de sus discontinuidades. Me parece que la arqueología es una herramienta acertada porque posibilita un acercamiento (sin querer imponer un orden inamovible) a ese espacio heterogéneo en el que los discursos se confunden y se distancian, se embrollan y desatan, se someten y liberan.
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A continuación, comparto el camino que he trasegado hacia una arqueología de la música. Para ello empleo la lectura de tres campos discursivos y los relaciono con Les mots et les choses. Me detengo, especialmente, en los paralelismos —o isomorfismos— entre la arqueología del lenguaje y el pensamiento en torno a la música. Teniendo presente que no pretendo describir un dominio tan amplio de prácticas, de discursos e instituciones, he trabajado a partir de los textos escritos por tres de los filósofos más estudiados en las escuelas de filosofía: Agustín de Hipona, René Descartes y Friedrich Nietzsche. Los tres libros, De musica, Compendium musicae y Díe Geburt der tragödie, sin embargo, no son muy estudiados —entre otras cosas— porque son escritos de juventud15. Me parece que debido a ello no obedecen a sistemas filosóficos acabados. No quisiera negar que en el mejor de los casos fueron el preludio (problemático) de las filosofías que se desarrollaron tiempo después; pero en el momento de su formulación se relacionaban espontáneamente con una red de discursos supremamente compleja (previa a los futuros acabamientos teóricos y arquitecturas conceptuales referidas a un autor).
Debo confesar que no dejo de preguntarme: ¿Por qué las primeras obras de estos filósofos fueron sobre música?, ¿por qué a una edad temprana encontraron a la música tan enigmática? Considero que la práctica musical no es un terreno estéril para la reflexión filosófica, por lo menos en estos tres filósofos fue una provocación para el pensamiento estético. Quisiera advertir que este texto no busca encerrase en los nombres de estos tres autores ni en sus obras: trata de relacionar sus enunciados con discursos y prácticas de su tiempo. Los tres documentos sufrieron fuertes influencias de pensadores externos, hacen parte de una trama compleja de textos (Agustín fue influenciado por el Maniqueísmo, Descartes por Issac Beeckman, y Nietzsche por Richard Wagner y Arthur Schopenhauer). Finalmente, debo decir que estos textos fueron controversiales, armas de choque, cada uno sostuvo sus propias luchas y son testimonio de grandes transformaciones del pensamiento estético.
CAPÍTULO 1.
El mundo sobre sí mismo
En Les mots et les choses, Michel Foucault sostiene que finalizando la Edad Media (período preclásico) era recurrente encontrar una forma del pensamiento que llamó la “semejanza”. Llegó a concluir que la manera en que se construían los saberes y en que se interpretaban dependía del desciframiento de indicios ocultos que atravesaban el mundo. Existía un consensus, un cúmulo de relaciones —reflejos, ecos y resonancias— que vinculaba las plantas, los animales, los humanos y lo divino:
Hasta fines del siglo XVI, la Semejanza ha desempeñado un papel constructivo en el saber de la cultura occidental. En gran parte, fue ella la que guió la exégesis e interpretación de los textos; la que organizó el juego de los símbolos, permitió el conocimiento de las cosas visibles e invisibles, dirigió el arte de representarlas. El mundo se enrollaba sobre sí mismo: la tierra repetía el cielo, los rostros se reflejaban en las estrellas y la hierba ocultaba en sus tallos los secretos que servían al hombre. (2007, p. 26)
La semejanza tiene distintas maneras de presentarse, las cuales pueden rastrearse tanto en el pensamiento de la Edad Media, como en algunos sectores del contemporáneo16. Se trata de una forma de pensar la música en la que se privilegia la experiencia ritual, el campo simbólico y religioso (las analogías, metáforas y referencias al mundo sagrado son imprescindibles).
1.1. La semejanza y la música de las esferas
Muchas veces me he preguntado si acaso los pitagóricos o las religiones órficas17, cuando formularon su armonía de las esferas18, no recurrían en sus teorías —en forma embrionaria— a esa práctica discursiva que Michel Foucault llamaba la semejanza. En el libro X de La República de Platón (428-347 a.C.) un hombre llamado Her, el armenio, sostenía que había podido regresar al mundo de los vivos después de doce días desde su fallecimiento19. En dicho diálogo relata las visiones que había tenido del mundo “suprasensible”: describe detalladamente cómo estaban conformados los cuerpos celestes y la manera en que se ordenaban según círculos concéntricos. Esta teoría cosmológica guarda una estrecha relación con la música: cuenta que en cada uno de estos círculos “era arrastrada una sirena que giraba con él, cantando una sola nota de su voz, siempre en el mismo tono: de suerte que de estas ocho notas diferentes resultaba un perfecto acorde” (Platón, 1988, p. 509).
La armonía de las esferas no solo buscaba explicar la música por medio del mundo suprasensible; por el contrario, la música era un medio privilegiado para pensar ese otro mundo. A pesar de esto, la metafísica influía sobre la práctica musical: le imponía una serie de regulaciones y confinaba el entendimiento de la misma a un escenario acorde a las teorías que debían explicarla. En el libro III de La República, por ejemplo, Platón reclama la música para educar el alma de los soldados:
Los dioses han hecho a los hombres el presente de la música y de la gimnasia, no con objeto de cultivar el alma y el cuerpo porque si este último saca alguna ventaja, es solo indirectamente, sino para cultivar el alma sola, y perfeccionar en ella la sabiduría y el valor, ya dándoles expansión, ya conteniéndolos dentro de justos límites. (1988, p. 153)
Según el filósofo griego, para que la música llegara a cultivar el alma, debía ser depurada y regulada20. La práctica artística era imprescindible de una teorización dualista, según la cual todo se encontraba encadenado, desde el canto del coro en la tragedia de Sófocles, hasta el eco más sutil al interior de una caverna (desde los sonidos del monocordio que Pitágoras asediaba con la pulsación ininterrumpida de su única cuerda, hasta el canto de los astros). Así es que, en la antigüedad, aparecía ante los (oídos) griegos la semejanza. Por lo menos, los sonidos hacían parte de una “conveniencia” universal de las cosas. Foucault dice que la convenientia (conveniencia)21 es una modalidad de la semejanza que tomaba dos objetos y los enfilaba en una cadena teológica, la cual determinaba su vecindad: “en el agua hay tantos peces como en la tierra animales u objetos producidos por la naturaleza o por los hombres […]; en el agua y en la tierra hay tantos seres como en el cielo” (Foucault, 2007, p. 28).
La semejanza también aparece en la llamada armonía de las esferas, gracias a la aemulatio (emulación)22. En todo caso, se caracteriza por el reflejo de dos estadios: los sonidos sensibles y suprasensibles. Se trata de una especie de reflejo: “los anillos de la aemulatio no forman una cadena como los elementos de la conveniencia: son más bien círculos concéntricos, reflejados y rivales” (Foucault, 2007, p. 26). Cabe recordar que, en estas teorías, la música de los humanos y la música de los astros se mueven en una disputa inconclusa, en un juego de espejos. Finalmente, otra modalidad de la semejanza, que se manifiesta en los diálogos platónicos es la “analogía”23; el mismo Foucault reconoce que este era un “viejo concepto familiar a la ciencia griega y al pensamiento medieval” (2007, p. 30). El canto de los astros, por ejemplo, les parecía análogo al de las sirenas. No simplemente por la referencia al encanto de su música, sino por el encadenamiento de los astros: la palabra sirena, que hace referencia a esas mujeres mitológicas cuya voz doblegaba hasta el más tenaz de los marineros homéricos, significa “encadenada”, haciendo referencia al mito griego, según el cual eran ninfas condenadas a la búsqueda de los corazones de los hombres24.
1.2. La ascensión y la música preclásica
Como mencioné anteriormente, las semillas de la semejanza se pueden rastrear en la antigua Grecia; sin embargo, esto no quiere decir que domine por entero los discursos (en torno a la música) de un pueblo tan heterogéneo como el griego. Ahora bien, en este momento quisiera seguir pensando el alcance de esta práctica discursiva (que según Foucault es la forma primera del saber durante el siglo XVI), por ello, me pregunto si la semejanza, realmente, puede encontrarse en los discursos en torno a la música en el período preclásico: ¿Acaso obedecían a las mismas reglas que los discursos propios de la alquimia, la magia, la anatomía y la naturaleza?
Pienso que la semejanza, con sus distintas modalidades, determina la estética de la música durante la Edad Media. Por lo menos, puede rastrearse en los discursos de los padres de la Iglesia católica. Maximiliano Prada Dussán, en su libro La educación musical como conocimiento de Dios: un acercamiento al De Musica de San Agustín (2004), recuerda que Agustín de Hipona a pesar de que desechó parte de la teoría de la armonía de las esferas (por considerarla un paganismo) conservó un buen número de los supuestos platónicos:
Gracias al encuentro con los neoplatónicos, Agustín logró dar un giro a su concepción ontológica; en el pensamiento de aquellos existe una jerarquía de los seres, en el cual la cima es el Uno, y por el proceso de emanación en el cual el superior es causa de lo inmediatamente inferior se va constituyendo el mundo. En este proceso de emanación [descendente] se presenta una pérdida gradual de ser: cada efecto es inferior a su causa, pero puede superarse si vuelve a ella. (Prada, 2004, p. 32)
Agustín, como los griegos, piensa el cosmos a partir de un encadenamiento. El filósofo africano ordena todas las cosas, los animales, los humanos e incluso al mismo dios católico dentro de una cadena, en la cual cada eslabón se asemeja al que lo precede y al que lo sigue. Existe una relación desde la primera causa hasta las causas más bajas e ínfimas, dicha sucesión debía comenzar en la materia y direccionarse hacia Dios, por encima del cual no podría haber nada. Este pensamiento, característico del período medieval, revela que la semejanza, especialmente la convenientia, se encuentra en el centro mismo de las preocupaciones agustinianas.
Agustín escribió el De musica a manera de diálogo, este estilo se conservó en toda la obra a pesar de que los seis fragmentos que la componen no fueron escritos al mismo tiempo (los cinco primeros los escribió entre 386 y 387 y el último en el 391). Allí se pueden encontrar rastros de la lucha personal que tuvo que vivir al renunciar a las doctrinas neoplatónicas y al maniqueísmo25.
Posteriormente, se refugió en el bastión del catolicismo. Uno de los beneficios de su filiación a la Iglesia católica (que por esos años se había extendido por casi todo el territorio del Imperio romano) consistió en que pudo dedicarse a la escritura de sus tratados y participar en la que sería la discusión más significativa de su tiempo: la disputa entre fe y razón26. El De musica, en sus últimas líneas, ilustra esta batalla:
Nosotros, por nuestra parte, mientras juzgamos que no deben olvidarse aquellos a quienes los herejes seducen con la falsa promesa de su razón y de su ciencia, hemos avanzado con mayor lentitud, en el estudio de estos caminos, que aquellos santos varones que, volando sobre estas rutas, no creen merezca la pena atender a ellas. Sin embargo, nosotros no nos atreveríamos a hacerlo si muchos hijos piadosos de la iglesia católica, nuestra bonísima madre, después de haber adquirido en sus estudios de juventud la capacidad suficiente para hablar y discutir, han hecho esto mismo para refutar a los herejes. (Agustín, 1946, p. 28)
Debido a esta disputa se puede identificar lo que Foucault llama el “posicionamiento del sujeto”: ¿Quién es, entonces, aquel que escribe legítimamente discursos en torno a la música?, ¿qué lugar ocupa dentro de su época? Recordará el lector que, para Agustín, el hombre es un “ser racional mortal”, la racionalidad sería aquello que nos diferencia de los animales y la mortalidad aquello que nos diferencia de Dios (Agustín, 1946, p. 946). El hombre se posiciona en un lugar intermedio dentro de una sucesión, en la esfera inmediatamente anterior se encontrarían los animales, y en la siguiente Dios. Para los padres de la Iglesia, el hombre debe buscar la manera de “direccionarse” hacia el último eslabón. Prada explica ese direccionamiento del hombre a partir de la idea de “ascensión”. La ascensión es una suerte de movimiento hacia Dios: “un movimiento inmaterial, que da dirección y sentido al alma, que la hace participar cada vez más del Ser. El hombre busca la eternidad, lo incorruptible, lo inmutable, aquello que escapa de la temporalidad” (Prada, 2004, p.37). Lo paradójico de este asunto es que, gracias a la semejanza, el hombre también termina vinculado con aquello de lo que pretende distanciarse, en un juego que Foucault llamará —utilizando un concepto propio del campo de la música— la sympathia (simpatía)27.
Agustín se propuso escribir el De musica solo porque el camino que ha de seguir (para pensar la música) por vía de su razón está respaldado por algo que la supera: la fe. Por consiguiente, para el filósofo, el entendimiento solo es posible dentro del consensus de la creación, es decir, dentro del encadenamiento de la semejanza. Agustín pensaba que los grandes hombres cometían una torpeza vergonzosa al dejarse cautivar por el deseo (censurable) nacido de los sentidos; sin embargo, entiende que: “lo corruptible es bueno; no en grado sumo, pues de serlo no sería corruptible, pero que tampoco se corrompería si estuviese privado del bien” (Agustín, 1946, p. 28). De allí que lo sensible, en este caso la música, sea también una posibilidad de ascenso o elevación. Michel Foucault explica esta convenientia entre lo exterior y lo interior, entre el alma y el cuerpo, de la siguiente manera:
El alma y el cuerpo son dos veces convenientes: ha sido necesario que el pecado hiciera del alma algo denso, pesado y terrestre para que Dios la pusiera en lo más hondo de la materia. Pero, por esta vecindad, el alma recibe los movimientos del cuerpo y se asimila a él, en tanto que el cuerpo se altera y se corrompe por las pasiones del alma. Dentro de la amplia sintaxis del mundo, los diferentes seres se ajustan unos a otros; la planta se comunica con la bestia, la tierra con el mar, el hombre con todo lo que lo rodea. (Foucault, 2007, p. 27)
En este sentido, Agustín realiza una diferenciación entre música exterior y música interior. La música exterior induce a lo sensual —como fuente de descenso— y la ha llamado “profana”. Esta música es la que canta y provoca las hazañas, el amor y las pasiones humanas, música que era “entendida como obscena (piénsese en su representación en la danza), promotora del hedonismo, de orgías, de sensualidad, y no gozaba de sustento teórico” (Prada, 2004, p. 62). También era llamada “música de uso” y hacía referencia al trabajo manual y servil. En oposición, la música interior se debía al “entendimiento”. Agustín se pregunta: ¿Conoce el ruiseñor el arte liberal? A lo que responde que solo el músico que alcanza el entendimiento, por medio de la fe y la búsqueda de la ascensión, es capaz de saber lo que hace, tomando distancia tanto de los cantos de los animales, como de la música exterior.
a. Los elementos rítmicos
La música interior se suma a la búsqueda del sentido de la existencia. Por esta razón debe dejar de pensarla como corrupción; la idea de ascensión por medio de la música lo condujo a pensar la relación entre la música con la palabra (se debe recordar que los cantos estudiados en la filosofía agustiniana contenían fragmentos bíblicos). En este sentido, quisiera señalar dos de las rutas emprendidas por el filósofo africano: por un lado, el análisis del ritmo musical; y por otro, el análisis de la percepción musical, las cuales le permitieron concluir que la música es un instrumento para la ascensión humana.
La música y la palabra, en los tiempos de Agustín, eran inseparables, prueba de ello es que los cantos se dividían en: silábicos, cada sílaba interpretaba una sola nota; neumáticos, cada sílaba interpretaba de dos a cuatro notas; y melismáticos, cada sílaba interpretaba más de cuatro notas. La célebre frase agustiniana musica est scientia bene modulandi (la música es la ciencia del modular bien), que se transmitió más allá de la Edad Media, tiene como principal preocupación estudiar la manera en que la palabra y la música se entrelazan. Gracias a esta relación, Agustín trata la “regulación rítmica” de la música y se propone determinar tres aspectos fundamentales: (i) el límite del movimiento o “moderación”, en el cual se refiere a la duración de la obra; (ii) el principio de “proporción”, en el cual estudia la participación de la unidad con las partes, es decir, la relación temporal de los sonidos; (ii) y, finalmente, se encarga de caracterizar los veintiocho elementos métricos, compuestos por sílabas breves y sílabas largas28.