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Tal como temíamos, apenas nos introdujimos en las ondulaciones del río, la frágil lancha se convirtió en una cáscara de nuez navegando casi a la deriva porque la fuerza del agua podía más que el motor de la embarcación; con una mirada cómplice, Silvia y yo comprendimos que aquella era una batalla perdida. Pero como todo lo malo puede empeorar, el motor se paró —como tantas otras veces había ocurrido— aunque en esta ocasión dejándonos en una situación complicada a merced de la corriente; nadie dijo ni hizo nada pero los cuatro comprendimos lo delicado del momento al ser arrastrados sin rumbo ni oposición alguna. Las arremetidas de la corriente nos hacían subir y bajar como si lucháramos contra las olas del mar; solo cuando por fin el agua nos arrojó a una zona remansada, Perry, con la voz entrecortada, nos felicitó por dominar los nervios y no habernos movido del asiento porque «de lo contrario habríamos fracasado».
Ante el fallido intento, nos olvidamos de la cascada y cruzamos el Orinoco a la altura de la desembocadura del Tomo para ascender, ya a pie, por un peñasco sobre el que se asentaba la caseta de los funcionarios del parque; junto a ella aún quedaban esqueletos de lo que fueron habitáculos para turistas antes de la llegada de la violencia a la zona. Nos introdujimos por una bonita senda de piedra que cruzaba arroyos pero que tenía el peligro a cada paso de hacerte perder el equilibrio por lo resbaladizo del suelo. Como a la media hora de marcha comenzamos a oír el rugido del río que nos anunciaba algo tan inminente como convulso.
Estábamos en la parte alta del raudal de Maipures, mucho más impetuoso que el de Atures que habíamos atravesado con la voladora; era otra vez un desnivel del Orinoco remarcado por grandes piedras que impedían la normal trayectoria del agua haciendo que esta se encabritara con un ensordecedor ruido que imprimía al cuadro que teníamos delante una visión a medio camino entre lo apocalíptico y lo fascinante. Algo así, pero elevado a la enésima potencia es lo que debió de experimentar el científico y aventurero Humboldt cuando en 1800 dedujo que esta era la octava maravilla del mundo; «un paisaje —escribió— que varía a cada paso en el terreno (...) y se encuentra allí, en un pequeño espacio, todo lo que la naturaleza tiene de más áspero y más sombrío con los más hermosos campos, los más risueños y pintorescos sitios».61
En efecto, era un punto privilegiado desde el que comprender el Escudo Guayanés; las rocas que pisábamos eran las más antiguas del planeta que se formaron con el magma solidificado que la tierra expulsó de su interior hace la friolera de cerca de tres mil millones de años. Pero es que, además, su aislamiento orográfico, lo inhóspito de su ambiente, la pobreza del subsuelo, los problemas de seguridad de la zona y la baja densidad poblacional, lo convierten en el ecosistema de selva tropical y de sabanas naturales mejor conservado del planeta; las estadísticas resultantes nos cuentan que aquí se contabiliza la tasa de deforestación más baja del mundo y la mayor superficie forestal per cápita. El Escudo Guayanés se expande por el otro lado del Orinoco y es ahí, en Venezuela, donde aparece con su cara más conocida, la del tepuy que cuenta con la cascada más alta del mundo, el Salto del Ángel, con casi mil metros de caída sin tocar roca.
Cierto es que en el año de estreno del xix cuando Humboldt estuvo aquí no se conocían muchos de estos detalles, pero eso no impide imaginar al explorador científico procesando con su privilegiada mente todo cuanto veía, observando cómo sobre las prístinas rocas crecen bromelias aprovechando las despensas de sus hojas para almacenar el agua que le niega la piedra, o la cantidad de orquídeas, líquenes, musgos y algas que brotan en cualquier recoveco, o acercándose a alguna gruta con murciélagos, guácharos, sapos y lagartos o a cristalinos caños que desembocan en caudalosos ríos de aguas negras, o viendo a zainos y capibaras huyendo de tigres y cocodrilos bajo el estruendo de los micos y el alboroto de pavas, patos, guacamayos y algún martín pescador. Qué no le pasaría por la cabeza cuando recorrió esta zona para que se quedara con una sensación de plenitud tan inabarcable que necesitó 34 volúmenes para escribir Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo continente, posiblemente lo mejor de lo mucho que publicó.
Le comenté a Silvia que me sentía pequeño al pisar este lugar tan emblemático para Humboldt porque a pesar de que está prácticamente igual, creía que no era capaz de ver ni la décima parte de lo que él percibía, ni de sentir todo el entusiasmo que le inundaría. Todo le interesaba, siempre llenaba sus bolsillos con piedras, plantas o papeles garabateados; por obvio que fuera, como si de un Sócrates total se tratara, lo preguntaba todo. Cuentan los que le conocieron que trabajaba, descansaba y comía con independencia de las horas, que confundía el día con la noche y que dormía lo menos posible ayudándose del café para no desperdiciar un solo instante. Aquí cartografió relieves, describió rocas, fauna y flora, teorizó sobre fenómenos atmosféricos, observó la indumentaria y anatomía de los indígenas, se interesó por los petroglifos que a menudo se ven por las orillas y por las piezas de arqueología, buscó diferencias de sabor entre ríos de distintos colores, identificaba árboles hasta con su lengua y miraba sin cesar las estrellas; nos contó que las orillas del río estaban repletas de enormes cocodrilos —hoy diezmados por la caza—, que se bañaban vigilando para que las boas no les atacaran, que vieron al esquivo tigre, que las islas estaban llenas de garzas, espátulas y flamencos... y también nos dejó por escrito que por mucho peligro que hubiera, en él se imponía sobre todas la imagen de la selva como un conjunto de «voces que nos reclaman que la naturaleza respira». Es un honor para el Parque Natural Nacional del Tuparro saber que fue Humboldt, el prolijo científico que puso su nombre en las más altas cotas de la ciencia, quien publicó los primeros estudios sobre su fauna, flora y afloramientos rocosos del Precámbrico.
Por señalar algunos ejemplos de su espectacular trabajo, de él proceden las isotermas que vemos a diario en los mapas del tiempo, la intuición de la teoría de la deriva continental al señalar que había unas fuerzas subterráneas que movían continentes, el descubrimiento del ecuador magnético y del geomagnetismo terrestre, la visión que imprimió a la botánica para buscar más relaciones que clasificaciones, los consejos tanto a su amigo Simón Bolívar como a los norteamericanos de hacer un canal interoceánico por Panamá y la descripción de los cambios que se experimentan con la altura al ser el primer humano conocido en subir los más de seis mil metros del Chimborazo, la que por entonces casi todos consideraban la montaña más alta del planeta.62
Y —pensé— todo eso germinaba mientras Humboldt contemplaba el raudal ante el que nosotros estábamos ahora. Hasta aquí había llegado en una pequeña balsa porque, junto a su amigo el botánico Bonpland, había diseñado una expedición con los mínimos posibles, algo poco habitual para la época; les acompañaban cuatro indios remeros de la zona y un experto timonel, además de un familiar del gobernador de la provincia y José de Cumaná, criado y amigo de Humboldt. Entre los rústicos pertrechos que portaban eran imprescindibles los que servían para conservar las plantas que recogían (prensas, lonas, lámparas, láminas corrugadas, marcos de secadora, etc.). Se aprovisionaban en las misiones y pueblos de indios que encontraban y pescaban, cazaban o recolectaban huevos siempre que podían; había tan poca gente por las orillas del Orinoco que cuando un misionero les avistó se ofreció de inmediato a ser su guía, lo que aceptaron gustosos. Además, nos cuenta Humboldt, en la pequeña embarcación había que hacer sitio a otros compañeros de viaje, esto es, a ocho papagayos, otros tantos monos, un tucán, un guacamayo, varias aves más y hasta un mastín vagabundo que encontraron, todo un «zoo ambulante» según sus palabras.
Pero hubo otro germen en Humboldt que, rociado por la humedad del Orinoco y tras varios recodos y revueltas, acabaría dando un fruto que cambiaría irreversiblemente la visión que de nosotros teníamos como humanos.
Posiblemente la intuición de esta revolución le llegara a través de ejemplos vividos por estas tierras como cuando en una apartada misión del Orinoco observó que los monjes iluminaban su iglesia con el aceite producido por huevos de tortuga y verificó que debido a ello estos animales estaban desapareciendo en la zona. O al percatarse de que los españoles, para curarse de la malaria, extraían la quinina cortando la corteza de la cinchona matando así a los árboles; era la tala de bosques y el regadío lo que había desecado el lago Valencia en Venezuela y no la existencia de cuevas subterráneas. Y también dedujo que el interés por el índigo para colorear los vestidos había sustituido en muchas partes los cultivos de maíz y encumbrado una planta que empobrecía el suelo.
Poco a poco iba intuyendo que la acción del hombre alteraba el normal proceder de la naturaleza porque en ella todo interaccionaba. De ahí sacó varias conclusiones a cual más profética; una, que el influjo humano, especialmente a raíz del colonialismo, podía generar un cambio climático debido a la vulnerabilidad de las interconexiones de los sistemas naturales y otra —la que más nos interesa ahora— que la naturaleza toda, más que un plácido paraíso, era un lugar en el que animales y plantas tenían que luchar para sobrevivir y que cualquier modificación derivada de esta lucha afectaba al resto del ecosistema.
Cuando años más tarde Darwin leyó estas reflexiones, estiró el germen intuitivo de Humboldt y encontró la clave con la que explicar el cambio que habían ido sufriendo las especies a lo largo del tiempo para llegar hasta nuestros días, cambio que posteriormente se aplicó a la tierra y al universo en su conjunto. Salvo para quien opta por creer en lugar de por comprobar, hoy la evolución es la teoría explicativa de lo que somos y de lo insignificante de nuestro papel en el universo. Darwin, como Humboldt, no veía un mundo estable sino dinámico y cambiante; como se diría con posterioridad, Humboldt era un darwinista predarwiniano. Algo muy grande había cambiado para el humano sobre su propia concepción: ya no habitaba el centro del universo ni era el rey de la creación; ahora, tras la etapa mágica e infantil de la humanidad solo nos queda, para bien o para mal, reconstruir nuestra identidad con las dosis de humildad aportadas por los datos que tenemos delante.
Sin llegar a este nivel de trascendencia, fueron otros muchos los que, personalmente o a través de su legado, han visto en Humboldt una roca sobre la que asentar pilares de su quehacer. Por ejemplo, su amigo Simón Bolívar (quien, por cierto, redactó su primera constitución en una canoa por el Orinoco) utilizó los mapas de Humboldt en sus maniobras militares; Goethe, con quien compartió días, amistad y correspondencia, se inspiró en la cercanía afectiva con que Humboldt trataba a la naturaleza y lo afianzó en la idea de que la poesía era una herramienta más de acceso a lo que nos rodea, algo similar a lo que le pasó a Thoreau quien no escribió «el Walden que hoy conocemos hasta después de que descubriera un nuevo mundo en el Cosmos de Humboldt»;63 Celestino Mutis, el botánico español domiciliado en Bogotá, con la experiencia que le daban los años y las expediciones, le reconoció en persona al berlinés el mérito que tenía; Jefferson, el culto y curioso presidente norteamericano, le pidió opiniones y mapas sobre sus vecinos al sur de su frontera; Napoleón, posiblemente por envidia, lo menospreciaba «¿le interesa la botánica? —dicen que le preguntó de forma capciosa—. Ya, mi mujer también se dedica a ella» se respondió a sí mismo; Lovelock, si bien separado por casi dos siglos, construyó su teoría Gaia basándose en la idea humboldtiana de la tierra como un organismo vivo.
Frente a lo que era costumbre en su época, el científico aventurero también argumentó en defensa de la igualdad contra la esclavitud y la diferencia racial y a favor de los indígenas a los que admiraba porque eran los mejores observadores de la naturaleza que había visto; de ellos veneraba sus lenguas porque podían expresar cualquier tipo de concepto por abstracto que fuera, sus monumentos y su sabiduría cotidiana de la que él era deudor de gran parte de su fama, como la del descubrimiento de la corriente Humboldt de la que decía que simplemente había sido el primero en medir y comprobar lo que los pescadores lugareños sabían desde siempre.
Andrea Wulf nos refleja la importancia de este excepcional hombre a través del reconocimiento que se le rinde. Nos dice que «tiene más lugares designados en su honor que ninguna otra persona» a pesar de que desgraciadamente hoy «sus libros acumulan polvo en las bibliotecas». Además de la famosa corriente Humboldt, nos sigue contando Wulf:
Hay una sierra Humboldt en México y un pico Humboldt en Venezuela. Una ciudad argentina, un río en Brasil, un géiser en Ecuador y una bahía en Colombia llevan su nombre. Existe un cabo Humboldt y un glaciar Humboldt en Groenlandia, y cadenas montañosas en China, Sudáfrica, Nueva Zelanda y Antártida. Hay ríos y cataratas en Tasmania y Nueva Zelanda, así como parques en Alemania y la rue Alexandre Humboldt en París. Solo en Estados Unidos llevan su nombre cuatro condados, trece ciudades, bahías, lagos y un río (...) trescientas plantas y más de cien animales llevan también su nombre (...).Varios minerales le rinden tributo —desde la humboldtita hasta la humboldtina— y en la luna existe una zona denominada Mar de Humboldt.64
Unas gotas de agua y el sonido del bravío torrente me sacaron del ensimismamiento humboldtiano en el que me encontraba; ya no tenía claro hasta dónde la octava maravilla del mundo se debía al lugar en sí o a los excepcionales ojos de quien así lo nombró. La amenaza de un aguacero y de la llegada de la noche hizo que retrocediéramos sobre nuestros pasos hasta reencontrarnos con la caseta del parque. Las piedras que antes estaban resbaladizas ahora se habían convertido en algo similar al hielo y Silvia tuvo un percance que le costó meses de dolor en su hombro. Ya con poca luz, cruzamos con la lancha hacia nuestro campamento base en la isla venezolana.
7
Nada puede con la señorita Sofía
Al día siguiente navegamos por las negras aguas del río Tomo, tan negras que si metes la mano te desaparece de la vista y caminamos por la sabana que justo al lado de la selva muestra su increíble variedad paisajística; nos bañamos, o mejor dicho, me bañé yo solo en una poza azul turquesa de la que todo el mundo contaba lo bonita que era pero donde nadie se quería meter por ancestrales temores a su dueño,65 y visitamos la comunidad Raudalito Caño Lapa.
Es la única de todo el Tuparro. Está compuesta por unas treinta familias sikuanis, aunque al llegar apenas vimos a nadie. Nos pidieron una pequeña colaboración económica porque habían decidido incorporarse al llamado ecoturismo aprovechando su ventajosa ubicación y, a cambio, nos mostrarían sus lugares y costumbres; en el libro de visitas constatamos que habían transcurrido más de dos semanas desde que dos bogotanos hubieran hecho lo mismo que nosotros. El poblado se distribuía en una serie de casas flanqueando las dos anchas calles con que contaba. Al final de una de ellas comprobamos por qué apenas habíamos visto a gente hasta ahora: todos estaban alrededor de una familia que elaboraba, con toda la paciencia requerida, el mañoco; las mujeres trabajaban, los niños jugaban y los curiosos platicaban de cualquier cosa alrededor del evento.
Toda la atención de la aldea estaba puesta en la fabricación de esa harina granulada salida de la raíz de yuca brava (una de las cincuenta variedades conocidas) que tan extendida está entre los indígenas de Colombia, Venezuela y Brasil que habitan las riberas del Orinoco y algunas del Amazonas.
El mañoco es su alimento base —el equivalente al maíz, el trigo o el arroz en otras culturas— y como tal lo utilizan para todo; generalmente se añade a viandas y bebidas hasta formar una masa a la que confiere un cierto sabor amargo, aunque de igual modo sirve como acompañante a sopas, sancochos, ensaladas y pescados, y de él también se extraen diversas bebidas llamadas yukutas. Con mucha paciencia y la alegría por ver nuestro interés, nos explicaron cada paso de su elaboración. Comienzan raspando la piel y lavando el resto para, a continuación, ser rallado en una tabla con salientes en forma de dientes hasta que la yuca queda bien desmenuzada; se deja fermentar unos días y después se introduce en un sebucán o utensilio hecho de fibra vegetal que se retuerce con la finalidad de que desprenda su líquido (la yuca brava contiene cianuro en la pulpa que es mucho más complicado de aislar que el de la yuca dulce que lo tiene en la raíz); este utensilio puede medir dos metros y se parece a una anaconda que se estira o encoge en la medida que tenga más o menos comida en su interior.
Cuando las mujeres han exprimido el veneno que la planta contiene, pasan el resto por un cernidor o criba hasta que la apelmazada masa queda reducida a pequeños granitos; a partir de aquí hay que tostar esos granitos al fuego sobre una especie de enorme sartén llamada budane mientras los gránulos se cuecen uniformemente. Si en este proceso se evita la fermentación y en el budane se da a la masa una fina forma circular de unos cuarenta centímetros de diámetro por uno de ancho, entonces, tras haberse deshidratado la harina, tendremos el cazabe, otra delicia orinoco-amazónica, a la que ya solo le queda secarse al sol.
El trabajo es realizado siempre por las mujeres que han aprendido el oficio desde muy pequeñas y cuya tarea es imprescindible para la manutención diaria de estos pueblos ribereños. Todos entienden que la yuca y sus derivados, aparte de contribuir a una buena digestión, son muy recomendables para combatir infecciones, luchar contra el estreñimiento, disminuir los dolores óseos y musculares, aplacar el de cabeza, reducir el colesterol y aportar una gran cantidad de energía para los trabajos diarios debido al almidón que contiene. Nada tiene de extraño que por aquí lo eleven a la categoría de oro de la selva.
Nos informamos bien del proceso y las virtudes del alimento, pero en absoluto nos pudimos imaginar en aquel momento que acabaríamos navegando con un vendedor de mañoco muy lejos de aquí.
Más tarde nos llevaron en canoa a unas preciosas y peligrosas pozas que utilizan para pescar y bañarse (ahí se había ahogado el hermano del que nos lo contaba), nos explicaron cómo funciona su vida comunitaria y hasta nos invitaron a quedarnos unos días con ellos. Silvia, por fin, vio cumplido uno de sus deseos, el de conocer una comunidad indígena; al final del viaje llegaría a parecerle algo cotidiano.
Nos despidieron en la maloca principal, un espacioso cobertizo con paredes construidas con vegetales, ubicado en el lugar más importante del pueblo. En el interior había un atril y unos bancos dispuestos para escuchar al que desde allí hablaba; al frente un sencillo crucifijo indicaba el culto que profesaban.
—Por fin has podido realizar uno de tus deseos. Ya conoces una comunidad indígena —le comenté a Silvia.
—¡Qué ganas tenía! —exclamó encantada—. ¡Y qué abiertos parecen!
—Bueno, eso se debe a que quieren vivir del turismo porque, en general, son reservados con los desconocidos —terció Luis el sikuani consciente de su autoridad en el tema—. Mantener las distancias ha sido un mecanismo muy importante para defenderse de todos los que los han querido conquistar.
—¡Y qué limpio está todo! —continuó Silvia como continuando la explicación.
—Claro, todas las comunidades lo están, pero especialmente las que siguen a la señorita Sofía; en la mía ocurre lo mismo.
—¡Mil gracias Luis! —intervine chascando los dedos—. Me has iluminado. Claro, Sophie Müller, la diosa blanca, ¡cómo no se me habría ocurrido antes!
Me faltaba el chispazo de Luis para relacionar Caño Lapa con algo conocido. Recordé la existencia de un patrón que se repetía en muchas de las remotas comunidades indígenas de la cuenca del Orinoco y también del Amazonas: poblados muy limpios y tranquilos con viviendas individuales que normalmente se distribuyen alrededor de una amplia explanada en uno de cuyos laterales se asienta un local comunitario, la maloca, en el que no falta alguna cruz o atril mostrando la presencia del cristianismo. Caño Lapa no fue sino la primera de las comunidades en cuyas conversaciones salía a relucir indefectiblemente Sophie Müller, la señorita Sofía como la conocen por aquí, una mujer que dejó una huella que ahora pareciera que nos dedicamos a rastrear porque, sin pretenderlo, vamos siguiendo sus pasos. Aunque muy pocos colombianos la conozcan, llegó a ser una de las mujeres más influyentes en Colombia.
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Es imposible que la señorita Sofía se imaginara algo parecido cuando siendo estudiante de arte se encontró casualmente en una calle de Nueva York a unos predicadores que, haciendo sonar unas trompetas, buscaban atraer la atención de gente a quien hablar de Jesucristo. Cierto es que en la neoyorquina existía ya una predisposición a escuchar la Palabra debido a que su padre era un pastor protestante quien, tras misionar por el sudeste asiático, decidió dejar su Alemania natal para trasladarse con su mujer a la ciudad de los rascacielos donde nacería Sophie en 1910. Aquellos predicadores le transmitieron una chispa de luz con la que dar salida a una inquieta personalidad que hasta el momento no le permitía encontrar sosiego sentimental ni sentido a una vida dedicada al arte; de inmediato, esa chispa se convirtió en un fogonazo que le permitió vislumbrar sin duda alguna que Dios tenía reservados unos planes especiales para ella y que en adelante debería encarnar hasta las últimas consecuencias aquello de «Id por el mundo y haced discípulos».66
Pronto Sophie supo que los entusiastas predicadores pertenecían a Nuevas Tribus, un grupo fundado por el estadounidense Paul Fleming poco antes del casual encuentro y que se dedicaba a dar a conocer al único y verdadero Dios entre los indios más aislados del mundo. A la neófita le entró tal inquietud que asimiló, con toda la rapidez e intensidad de la que fue capaz, estudios de teología y cursos de caminata, jungla y lingüística. En 1944 se introdujo en Colombia por Buenaventura con la inquebrantable decisión de encontrar indios a los que poder predicar, aunque —como relató en su autobiografía— tuviera que registrarse como artista porque estaba prohibido hacerlo como misionera. Tras unos meses aprendiendo español, visitó a varios de sus contactos (curiosamente algunos le hablaron del peligro de viajar sola siendo mujer) para que le indicaran dónde encontrar pueblos aislados, lo que no resultó tarea sencilla; pero dos años más tarde de su llegada, tras pasar por Leticia y Mitú, ya vivía entre los curripacos de Guainía.
El encuentro con los curripacos resultó menos romántico de lo que Sophie hubiera esperado. A los que le acercaron en la canoa les extrañó que una gringa de aspecto frágil se adentrara por lugares donde solo los caucheros aparecían para abusar y explotar a los indios; su cabezonería les hizo sospechar que tal vez se tratara de una hechicera con alguna misión concreta y decidieron abandonarla con sus pertenencias en la orilla del río donde se enfrentó a una angustiosa soledad hasta que apareció un comerciante que la transportó al poblado más cercano. Los hechiceros nativos tampoco se lo pusieron fácil porque, al sentirla como competencia, la intentaron envenenar con una sopa donde «flotaban unos cuantos pies de tortuga, uñas y demás» que le dieron «unos dolores abdominales atroces» como ella escribiría después. En medio de la zozobra, Sophie imploró a su Dios para que hiciera su voluntad. Como se salvó, el episodio fue interpretado por sus seguidores como una señal divina de acceso a su nueva vida de modo similar a como Jesucristo permaneció cuarenta días orando y ayunando para emprender su nueva misión. Cierto es que ni Sophie era Jesucristo ni la selva el desierto bíblico, pero es sencillo establecer paralelismos entre la discípula y el maestro a la hora de mostrar un rito purificador que inspire la mística necesaria para acometer su tarea predicadora.