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Esa forma de operar es probablemente una de las causas del desasosiego de Alexander (2000) cuando critica a la Escuela de Birmingham en términos de las definiciones sobre las relaciones entre cultura y sociedad, sin atender a las consideraciones que se producen vastamente en la obra de estos autores, porque esas definiciones no se reducen a explicaciones singulares ni se ubican como perspectivas o categorías previas sino que se producen en términos de mapas informados por una “autorreflexividad rigurosa acerca de los modos en que ‘caminamos’ a través de los mundos en los que siempre estamos involucrados” (Grossberg, 2012, p. 33).
Por lo tanto, las relaciones entre cultura y sociedad se analizan en una coyuntura, que Grossberg define como
una descripción de una formación social como fracturada y conflictuada, sobre múltiples ejes, planos y escalas, en búsqueda constante de equilibrios o estabilidades estructurales momentáneos a través de una variedad de prácticas y procesos de lucha y negociación. (2006, p. 4)
La idea de “coyuntura” implica focalizar las especificidades históricas sin renunciar a explicar ordenamientos amplios, lo que permite comprenderlas y eludir tanto el provincianismo como la subsunción de lo localizado en dinámicas o modelos explicativos generalizantes.
Indiqué al inicio de este apartado que el conjunto teórico-metodológico invocado implica, en segundo lugar, la problematización de la geopolítica del conocimiento vinculada al etiquetado de las prácticas epistemológicas en los sitios de producción con efecto de “centro” (Rivera Cusicanqui, 2010). En el último punto de definición del campo de los Estudios Culturales se responde parcialmente tal inquietud, ya que la producción contextualista permite salir del dilema mediante la propuesta de Nelly Richard (1997) de indicar el lugar de enunciación: hacer estudios culturales desde y sobre Latinoamérica.
Producción social del espacio y configuraciones culturales: los puntos clave de la configuración teórico-epistemológica
Con producción social del espacio nos referimos al espacio como resultado de procesos y prácticas materiales que producen y reproducen la vida social (Harvey, 2005 [1997]). La noción de proceso alude a formas y condiciones específicas en las que estos procesos y prácticas se producen. La actividad de producción/reproducción de la vida social, por su parte, indica que la configuración del espacio conlleva conflictos sociales de distinta naturaleza (Lefebvre, 1991).
La sedimentación histórica de estos procesos enmarca ciertas prácticas (incluidas las significativas que le son inherentes) para el uso del espacio en una ciudad, que es heterogéneo y conflictivo (Caggiano, 2012). Al mismo tiempo, esos usos espacializan (Segura, 2015). En ese sentido, Jess y Massey (1995) proponen recuperar el postulado marxista sobre la historia para pensar que “es la propia gente la que hace los lugares, pero no siempre en circunstancias que ella misma haya elegido” (p. 134).
Con sentidos de ciudad (García Vargas, 2006) nombramos la posibilidad de acción de los practicantes del espacio urbano, en su dimensión significativa. Retomamos en esa categoría el concepto de “sentido del lugar” que Rose (1995) incorpora para dar cuenta de cómo los diversos sitios resultan significativos porque son el foco de emociones y sentimientos personales y colectivos, experiencias que a su vez están insertas en configuraciones más amplias de relaciones sociales.
Por la extensión de los debates y posiciones en torno al “sentido” en las Ciencias Sociales en general, y en el campo de la comunicación en particular, es necesario explicitar el “sentido de los sentidos (de ciudad)” en este trabajo. Entendemos que los sentidos de ciudad son heterogéneos, pueden ser diferentes y procurarse simultáneamente en varias escalas, y forman parte de un contexto mayor que los vincula con un conjunto específico de relaciones de poder, sociales e históricas, observables en una configuración cultural.
Es así que los sentidos de ciudad se relacionan con la producción social del espacio porque permiten abordar la tensión entre la interpretación recibida sobre la ciudad y la experiencia urbana práctica (Segura, 2015) de quienes la habitan, ya que remiten a las sentimientos y razones cotidianos sobre la ciudad de hombres y mujeres situados social y espacialmente en geografías del poder (Massey, 1995), quienes al mismo tiempo (re)producen esas asimetrías.
Los sentidos de ciudad toman forma o son conformados, en gran medida, por las circunstancias sociales, culturales y económicas en las que se encuentran las personas y, al mismo tiempo, espacializan sus experiencias, ya que producen espacios. Es así que se producen y circulan en una trama de relaciones de poder, desigualdad y resistencia espacializada y espacializante a la que a su vez alimentan. Remitimos a esa trama mediante la noción de “configuraciones culturales” (Grimson, 2011).
Las configuraciones culturales, para Grimson (2011), son campos de posibilidad (sobre pasado y futuro; sobre lo que está dentro y lo que está afuera; sobre outsiders y miembros); tienen una lógica de interrelación entre las partes; e implican una trama simbólica común (algunos principios de división del mundo, y una lógica sedimentada de la heterogeneidad). En una configuración cultural, “las clasificaciones son más compartidas que los sentidos de esas clasificaciones (…) Por ello, la disputa acerca del sentido de las categorías clasificatorias es una parte decisiva de los conflictos sociales” (Grimson, 2011, p. 185).
Los sentidos de ciudad, al clasificar y ordenar el espacio urbano, sus actores y relaciones, permiten observar conflictos centrales de la sociedad y la cultura contemporáneas. Dado que consideramos que la cultura masiva es una dimensión constitutiva de lo social, proponemos analizarlos en narrativas audiovisuales de producción local. Se entiende a las narrativas audiovisuales como el “saber, oficio y práctica que comparten los productores y las audiencias” (Rincón, 2006, p. 94). El autor sostiene que la narrativa es una matriz de comprensión y explicación de las obras de la comunicación. Se afirma la narratividad como una racionalidad intrínseca que busca hacer legibles los mensajes a través de estrategias de organización del discurso audiovisual; como formas del relato que comparten procedimientos comunes y referencias arquetípicas vinculantes a partir de los referentes conocidos. Las narrativas audiovisuales televisivas, por su parte, son centrales en la organización del saber social, por su pregnancia y accesibilidad.
Es así que la configuración propuesta permite vincular la identidad al espacio, y notar el carácter procesual de ambos términos, ya que –al decir de Hall (1995) las relaciones que se han superpuesto durante el tiempo en un lugar producen una intensa “sensación de vida” (p. 180), de modo que aunque un lugar no sea literalmente necesario para pensar la cultura, parece ofrecer una especie de “garantía simbólica de pertenencia” (p. 180) que alienta las identificaciones. Rose (1996) señala tres maneras “básicas” de conexión entre sentidos de lugar e identidades, que operarían a partir de identificarse con un lugar (la “garantía simbólica de pertenencia” mencionada por Hall); identificarse contra un lugar (por ejemplo, “no soy de aquí”); y no identificarse para nada con él (es decir, que ese lugar resulte irrelevante para las identificaciones de una persona).
La ligazón propuesta dialoga con la geografía crítica feminista, que problematiza las bases de la concepción universal de los procesos de globalización y defiende la importancia de lo local para comprender las dinámicas sociales, articulando los espacios próximos de la cotidianeidad a dinámicas espaciales más amplias, que además sean capaces de reflexionar sobre la inequidad del desarrollo global, en términos de geografías del poder. En ese sentido, Doreen Massey sostiene que:
El poder es una de las pocas cosas de las que raramente se ve un mapa. Sin embargo, una geografía del poder (…) sustenta buena parte de lo que experimentamos en cualquier área local. Y es sobre las intersecciones de todas estas geografías que tal “lugar” adquiere tanto su singularidad como su interdependencia con cualquier otro sitio. (1995, p. 71)
Al mismo tiempo, un aspecto constitutivo de los “sentidos de ciudad” es territorial, se trata del establecimiento de la diferencia social a través de la demarcación de límites espaciales, que son contingentes y precarios pero revelan estructuras subyacentes de poder. Gillian Rose (1995) sostiene que “el ejemplo más obvio de la forma en que las relaciones de poder pueden estructurar sentidos del lugar se da en casos donde uno de ellos se vuelve tan dominante que oscurece otras interpretaciones, quizá más importantes, sobre el mismo lugar” (p. 100).
Por contraste, puede ilustrarse la vinculación entre sentidos del lugar y geografías del poder con el “Mapa invertido” de Joaquín Torres García (1943), cuya efectividad se explicaría porque subvierte el sentido del lugar dominante sobre Sudamérica.11
Esta configuración teórica permite comprender la diferencia y la desigualdad como (uno de los) resultado(s) de las relaciones de poder en el proceso de producción social del espacio urbano. La situación se ha expuesto al conceptualizar los sentidos de ciudad y su relación con las configuraciones culturales, pero cabe recordar que los sentidos de ciudad (múltiples y diversos) están profundamente vinculados a la desigualdad social y revelan cuál será el más poderoso en cada caso, cuál deberá luchar para poder expresarse y por qué algunos son negativos para algunos actores. Del mismo modo, las temporalidades también son diversas en los procesos que las construyen (Chaterjee, 2008).
Este es un libro sobre la ciudad. Existe una vasta cantidad de propuestas que trabajan el entorno barrial como espacio de comprensión de lo urbano (Grimson, Ferraudi Curto y Segura, 2009), escala que parece la más apropiada para las aproximaciones etnográficas (Carman, 2006 y 2011; Segura, 2006). Esa escala es frecuente en las valiosas etnografías urbanas sobre ciudades jujeñas producidas en la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad de Jujuy (entre otros, García Moritán, 1997; Rabey y Jerez, 2000; Bergesio, Golovanevsky y Marcoleri, 2009; Gaona, 2016). También resulta el entorno central en el campo de la historia social argentina, y se problematiza especialmente durante su proceso de reconfiguración posterior a la última dictadura (Armus, 1990; Romero y Gutiérrez, 1995).
En otros registros, como el de los “imaginarios”, el barrio como escala de comprensión de lo urbano es consistente a los entornos que García Canclini (1999) describe como “ciudades diseminadas” (p. 82), cuyas características de dispersión, heterogeneidad y masividad impiden una experiencia del conjunto de la ciudad. Sin embargo, el mismo autor contrapone a esa ciudad-hecha-de-fragmentos la ciudad “informacional o comunicacional” (p. 82), que a través de sus narraciones restituye la idea de mundo en común ofrecida por la cultura masiva contemporánea.
El abordaje propuesto permite comprender la ambigüedad constitutiva de la ciudad (Gorelik, 1998): ser una (en tanto territorio ocupado u horizonte posible de interpretación) aun siendo múltiple (en tanto espacio diversa y desigualmente experimentado e interpretado, como sostiene Segura [2006]).12 Del mismo modo, frente al intento de unificación y uniformización hegemónicos de las percepciones del espacio existe una radical heterogeneidad (temporal, simbólica, pasional, entre otras) que se traduce en las formas en que la experiencia personal y grupal permite la apropiación y la significación de la ciudad. Estas tensiones revelan la dimensión política del espacio, como proceso conflictivo de producción, ya que múltiples posiciones en idéntico tiempo conllevan necesariamente conflictos, en una suerte de heterogeneidad que se articula y puede reconocerse al interior de un proyecto común, sedimentado (Massey, 1999).
De la diversidad de medios a través de los cuales se expresan los sentidos de ciudad y que forman parte de una determinada configuración cultural, elegimos trabajar a partir de la circulación de un conjunto de narrativas audiovisuales de producción local, que nos permiten abordar productivamente una serie de preocupaciones teóricas, epistemológicas y metodológicas sobre los procesos de producción social del espacio urbano, resaltar su dimensión significativa, y posicionarnos en una perspectiva propia. Específicamente, ese conjunto de narrativas opera como “objeto que concentra la atención inicial”:
El objeto que concentra la atención inicial nunca es un acontecimiento aislado (un texto o lo que fuese) sino un ensamblaje estructurado de prácticas –una formación cultural, un régimen discursivo– que ya incluye tanto las prácticas discursivas como las no discursivas. Pero incluso tal formación debe situarse en formaciones superpuestas de la vida cotidiana (como un plano organizado de poder moderno) y de estructuras sociales e institucionales. Es decir que, en última instancia, no puede haber una ruptura radical entre el objeto o acontecimiento inicial de estudio y el contexto en el que este se constituye. (Grossberg, 2012, p. 42)
En ese sentido, la circulación de estas narrativas audiovisuales permite abordar la tensión entre la vivencia urbana y el trabajo crítico con los textos que cohabitan en nuestra noción de “sentidos de ciudad”. Dentro de esta perspectiva, la obra de Benjamin sobre ciudades resulta una herencia reconocible. En esta lectura nos distanciamos de la idea extendida del análisis de la ciudad en Benjamin, que restringe su aporte ya que se limita a las (por cierto, maravillosas) observaciones del flâneur sobre París, en lugar de compararlas con sus consideraciones sobre Berlín, Nápoles y Moscú para percibir la descripción situada de mundos urbanos únicos (las ciudades de Benjamin en plural, cfr. Kohan, 2004). En segundo término, nos alejamos de las interpretaciones en las que la identificación entre ciudad y texto se presume directa (Bolle, 2007), ya que Benjamin articula la representación de espacios y temporalidades y la relación entre experiencia, vivencia y mediación textual como actitud posible del análisis cultural frente a las ciudades (Kohan, 2004). Pero, además, el materialismo benjaminiano atiende a ese conjunto articulado (de representaciones, experiencias, vivencias y mediaciones) como parte de las prácticas productivas del espacio ligadas a las construcciones, a los usos y a los consumos de las figuras sobre ciudades que circulan en una trama sociotécnica común, vinculada al capitalismo, a la que al mismo tiempo constituye. Ese vínculo teórico y epistemológico complejo entre niveles que habitualmente se plantean de manera separada también se encuentra en los estudios latinoamericanos críticos sobre cultura y poder. Las tres herencias mencionadas (Birmingham, los estudios latinoamericanos sobre cultura y poder, Benjamin) se reúnen en un “zócalo” que puede nombrarse materialismo cultural.
En síntesis, nuestro estudio propone dar cuenta, a partir de materiales audiovisuales concretos, de las dinámicas de la significación en la producción social del espacio en y de una ciudad ordinaria (Robinson, 2006; García Vargas y Román Velázquez, 2006) inscripta en formaciones nacionales de alteridad (Briones, 2008) que la ubican en una posición excéntrica, permite tensar las relaciones y articulaciones –histórica y socialmente construidas– con diferentes sitios y escalas, y en ese movimiento alienta una agenda de investigación que reconoce diferentes formas de ser urbanes en Latinoamérica y en Argentina. El capítulo 2 liga una descripción crítica de San Salvador de Jujuy a los procesos de urbanización del capital y de la conciencia (Harvey, 2005), en términos de intersección histórica de relaciones sociales que cohabitan y producen específicas geografías del poder e igualmente específicos paisajes mediáticos (Appadurai, 2001).
Mapas clásicos y parecidos de familia en la producción latinoamericana sobre ciudades del campo de la comunicación/cultura13
La vinculación entre ciudad, cultura y política, germinal en la experiencia iberoamericana por el papel de las ciudades en la estructuración del territorio de uno y otro lado de la relación colonial, se reflexiona desde los proyectos intelectuales que acompañaron los procesos emancipatorios y el lento camino de organización de los estados nacionales latinoamericanos hasta nuestros días, en un recorrido continuo de diálogo cambiante con la producción sobre ciudades de otros continentes.14
En este apartado tomaremos una parte de esa experiencia de reflexión sobre lo urbano, recortada en el tiempo, en el espacio y en el tipo de abordaje, y la relacionaremos con el campo de la comunicación social, para abordar críticamente sus potencialidades, límites y alcances. Al hacerlo, ponemos en acto un ejercicio interpretativo que da cuenta de la forma de operar que planteamos como método. Esto es, partimos de la lectura de un conjunto de textos en los que encontramos puntos en común para relacionarlos a través de ejes específicos que nos permitan atender al sentido que producen para esta investigación y para el campo de la comunicación/cultura. El recorte temporal elige detenerse en textos que se produjeron durante los procesos de recuperación democrática en los países latinoamericanos y la primera parte de la década de 1990. El recorte espacial se limita a los países hispanoparlantes, en la convicción de que la traducción tardía e incompleta de autores brasileños al habla hispana y la escasa circulación de textos en esa lengua en nuestro país nos llevaría necesariamente a omitir partes significativas de su producción. El recorte por énfasis de interés se limita a ciertos tópicos que percibimos como transversales en los estudios culturales urbanos, y que a su vez conectan con nuestra propuesta de abordaje a través de los sentidos de ciudad.
a) Mapas clásicos para un campo en formación
Entre los textos hispanoamericanos que han circulado vastamente por el continente, y a partir de esa trascendencia han sido traducidos a otros idiomas, se encuentran: Latinoamérica, las ciudades y las ideas (1977) de José Luis Romero, La ciudad letrada (1984) de Ángel Rama, De los medios a las mediaciones (1987) de Jesús Martín-Barbero, Culturas híbridas (1992) y Consumidores y ciudadanos (1995) de Néstor García Canclini, y Una modernidad periférica (1988) de Beatriz Sarlo. En poco tiempo, esos textos adquirieron categorías de “clásicos” en los estudios del campo de la comunicación social dedicados a la ciudad y lo urbano, trabajos que acompañan y enriquecen la renovada intensidad que el tema adquirió para las ciencias sociales en general a partir de los procesos de restauración democrática de las dos últimas décadas del siglo XX.
Luego, ingresan dos autores que se inscriben en el filo de lo clásico, con circulación inmediata y lectura recurrente entre los estudiosos de la comunicación latinoamericanos. Se trata de Armando Silva, con Imaginarios urbanos (publicado por primera vez en 1992), y Rossana Reguillo Cruz con En la calle otra vez. Las bandas: identidad urbana y usos de la comunicación (1991), y su posterior La construcción simbólica de la ciudad (1996), de menos circulación y lectura que el primero. Ambos, se inscriben abiertamente en el campo de la comunicación.
Hacia y desde el 2000, es casi imposible resumir la enorme cantidad de textos sobre la ciudad y lo urbano que pueblan el continente. Esa fertilidad quizá sólo pueda abordarse en clave nacional. Por ejemplo, entre los aportes que se produjeron en Argentina que resultan de especial interés para mi abordaje se cuentan los libros de Gorelik (1998), Lacarrieu (1998), Svampa (2001), Carman (2006) y Segura (2015). Se trata de producciones de distintos ámbitos disciplinarios que se incorporan rápidamente a la discusión del campo de la comunicación.
Por otra parte, durante todo este tiempo y hasta la actualidad, los autores y autoras que hemos mencionado como “clásicos” –excepto José Luis Romero– siguieron produciendo textos sobre ciudades.
Como anuncié, me detendré en este apartado en los dos primeros grupos mencionados, retomando algunos aportes de los demás en el transcurso del análisis, ya que sistematizarlos requeriría un proceso de lectura y descripción dentro de marcos nacionales que abra el diálogo a la comparación continental o regional.
b) Mapas urbanos en el pensamiento latinoamericano durante la restauración democrática
Mirados en conjunto, los estudios “clásicos” del primer período de trabajo sobre ciudades en el campo de la comunicación presentan varios puntos transversales, de los que me interesa destacar la periodización, la localización y la idea de mezcla o encuentro cultural. Como veremos, esas preocupaciones adquieren diferentes matices en distintos autores, pero se retoman continuamente.
Periodización histórica
Latinoamérica, las ciudades y las ideas, cuya primera edición data de 1976, se constituye en una suerte de punto de partida ineludible en este período de estudios sobre ciudades del continente. La centralidad original del libro de José Luis Romero puede rastrearse, entre otras vías, por la manera en que se retoma en los demás autores citados. Por ejemplo, Jesús Martín-Barbero (1998) reconoce este estatuto mediante el largo diálogo que emprende con este libro en la tercera parte de De los medios a las mediaciones (titulada “Modernidad y massmediación en América Latina”).
El texto de Romero propone una historia en tiempo largo de las ciudades del continente, a partir de ciertos puntos de contacto en la forma de vivir-juntos en las ciudades que atraviesan las diversas historias nacionales. Luis Alberto Romero, en el prólogo a la edición de 1986, señala que la clave interpretativa principal del libro reposa sobre la posibilidad de pensar a América Latina en conjunto a partir de “la unidad del estímulo, derivada del hecho colonial, y la diversidad de las respuestas” (Romero, 1986, p. XV). En ese sentido, este libro es una historia de América Latina, que en todo caso se escribe a partir de sus ciudades.
Romero (1986) sistematiza formas de lo urbano latinoamericano desde la conquista hasta mediados del siglo XX. Para hacerlo, propone una tipología cronológica que ordena a las ciudades del continente en base a seis períodos (desarrollados en seis de los siete capítulos del libro). Esos tipos son: ciudades “de las fundaciones” (siglo XVI); “ciudades hidalgas de Indias” (siglo XVII); “ciudades criollas” (últimas décadas del siglo XVIII-primeras del siglo XIX); “ciudades patricias” (desde las independencias hasta 1880); “ciudades burguesas” (1880-1930) y “ciudades masificadas” (1930-1964).
La periodización propuesta por Romero (1986) se reproduce en buena parte de los textos posteriores sobre ciudades latinoamericanas sin demasiada discusión. La única que escapa relativamente a estas etapas es Sarlo (1999), ya que trabaja sobre el período 1920-1930, alterando el corte que toma Romero (1986) –y recupera Martín-Barbero (1998)– de 1930 como clave de una “unificación visible” vinculada al proceso de incorporación de los países de la región a la modernidad industrializada y al mercado internacional.
Pero estos textos ya también clásicos realizan el movimiento contrario al emprendido por el historiador argentino, ya que desagregarán, para cada ciudad o para un conjunto, las características que vuelven únicos estos procesos, prestando atención a determinados períodos (el de las “ciudades masificadas” en el caso de Martín-Barbero [1998], el de 1920-1930 en el de Sarlo [1999], el de la contemporaneidad en el de García Canclini [1990 y 1999]). Ya no es una historia social que aborda procesos económicos, sociológicos y culturales en conjunto en tiempo largo, si no que se trata de intereses más localizados y en un lapso acotado.
Localización metropolitana en capitales nacionales
También permeó hacia la producción latinoamericana “clásica” (salvo el caso específico de Sarlo [1999], que con persistencia heredada de los Estudios Culturales ingleses se ocupa sólo de Buenos Aires, como también lo hacen otros textos de García Canclini, de corte más antropológico, sobre México DF)15 el abordaje en conjunto de las ciudades latinoamericanas, y la atención a las capitales nacionales como sitio privilegiado del pensamiento urbano latinoamericano.