Estereotipos interculturales germano-españoles

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En este sentido, el texto de Montesquieu es ilustrativo en tanto parece amalgamar materiales que vienen de antes –de la pasada grandeza y de la leyenda negra– con los de otro presente en el que se adivinan ya algunos rasgos que llegarían a constituir materiales clave del «mito romántico». Así, el español es, aún, grave, circunspecto y flemático, incluso tiene sentido común y sabe razonar. Pero ya no consigue llevar esto a los libros, es, además, orgulloso –pero de un orgullo de bases inquisitoriales y orientales–, lo que le hace alérgico al trabajo, lo cual sume al país en la pobreza; aunque, en fin, un resquicio en la flema y gravedad empiece a adivinarse en ese estar siempre enamorados.
Estamos, casi podría deducirse por esa mezcla de materiales, en los inicios de la Ilustración y en la generalización de las percepciones de la decadencia española. Cuando el siglo termina todos los materiales parecen dispuestos para cerrar un estereotipo casi sin fisuras: la Europa ilustrada se reconfirma en el otro español. La decadencia española es casi ya una realidad incuestionada dentro y fuera de las fronteras hispanas. En el auge de los prenacionalismos ilustrados el español brillaría en los dos polos de la expresión, el nacionalista y el ilustrado, por su ausencia. La leyenda negra del imperio y la realidad de la decadencia se combinan para asentar en los anales del nuevo imperio hegemónico –el británico– la famosa caracterización del español como cruel, fanático y fanfarrón (Cruelty, Bigotry, Vanity). Al otro lado del Canal, en la Francia de las luces, Masson de Movilliers ajustaba «definitivamente» las cuentas con el otro español preguntándose en la Enciclopedia metódica acerca de lo que España había aportado a la civilización. Y respondiéndose, claro: nada. España se arrastraba por el atraso y la decadencia como consecuencia del oscurantismo religioso.
Sin embargo, esta codificación del estereotipo negativo distaba de ser unánime, incluso en los países europeos. No todos pensaban lo mismo que Masson y este mismo estaba lejos de constituir el mejor considerado o más influyente de los que pontificaban sobre España (Caro Baroja, 2004: 104-105). De ahí la importancia de observar el otro lado del espejo. El que iba a marcar en lo sucesivo muchos aspectos de la construcción de la identidad nacional española. Que no era otro que la fijación autóctona en lo peor del estereotipo ajeno, precisamente para construir, por oposición, el propio yo. Dicho de otro modo, Masson iba a adquirir mayor presencia en España que en Francia, precisamente porque fue «elegido» por los apologistas españoles, por los Cavanilles, Denina, Forner o Cadalso, como el contrapunto necesario para construir una identidad española harto más positiva. Reivindicaban España y se reivindicaban en cierto modo ellos mismos (Saz, 1998a: 11). Aunque solo fuera por dejar constancia de que en España también había Ilustración y también «nacionalismo ilustrado». Por más que hayan tenido que pasar más de dos siglos para que ambos aspectos hayan venido a ser reconocidos incluso dentro de nuestras fronteras.6
Pero el naciente siglo XIX iba a introducir toda una dinámica de cambios revolucionarios que afectarían decisivamente a la evolución de los estereotipos sobre España: las guerras napoleónicas y las revoluciones liberales, el Romanticismo y los nacionalismos, la construcción de naciones y la (re)construcción de identidades. En los albores del siglo, la primera «sorpresa» es, por supuesto, la Guerra de la Independencia en España. La nación que empezaba a construirse entre la guerra y la revolución contra el Imperio napoleónico. Algo más que suficiente, desde luego, para que algunos de los materiales del estereotipo se reformularan. Y nadie mejor para hacerlo que la Inglaterra ahora aliada de los españoles contra el imperio rival. Como se ha señalado reiteradamente, la Cruelty se convirtió en valentía indómita, la Bigotry en pasión indomable, y la Vanity en orgullo patriótico e individualista (Moradiellos, 1998: 188).
Se le había dado la vuelta desde el otro al estereotipo. Pero que los materiales de este se reformularan no quiere decir que desaparecieran. Todo lo contrario, se invertían para convertirse en piezas fundamentales del nuevo estereotipo emergente: el mito romántico. Un mito que iba a servir de nuevo en todos los procesos de afirmación nacional e identitaria en España y fuera de ella. Desde una perspectiva, por supuesto, multiforme, porque si la Guerra de la Independencia podía poner en cuestión algunas de las ideas dominantes sobre España, podía hacerlo desde perspectivas distintas e incluso antagónicas. Dependía, desde luego, de a qué lado de la trinchera se había estado en las guerras napoleónicas, pero dependería también en lo sucesivo de en qué lado de las fronteras políticas e ideológicas surgidas a partir de las revoluciones liberales se hallaban los distintos sujetos.
En este sentido, resulta especialmente clarificador el modo en que el estereotipo y las prevenciones ideológicas se articulaban en la mirada sobre España de ese gran padre de la historiografía que fue Ranke. Lejos del entusiasmo romántico por la Guerra de la Independencia, éste veía en España a un pueblo que oscilaba entre la lucha por su ideal católico y su preocupación por «pasar la vida alegremente y sin esfuerzo», un pueblo sin sentido de la laboriosidad, que si no estaba sumido en la decadencia era porque ese era, simplemente, su estado natural, el producto de sus instituciones. Claro que esto no le impediría juzgar muy negativamente a la España liberal, puesta como ejemplo del modo en que los afanes revolucionarios podían llevar a «relajar, atacar y destruir las instituciones heredadas del pasado».7
Lo significativo, con todo, es que en términos generales muchos de los materiales que se utilizaban en una u otra dirección eran comunes, en positivo o en negativo, como ejemplo del atraso o del radicalismo, fuese éste religioso o liberal, pero con la referencia casi siempre a su animadversión al trabajo y propensión a otras actividades menos acordes a los tiempos modernos. Frente a esos tiempos, frente a un yo ilustrado, moderno, eficiente, basado en una sólida moral –un yo que podía ser alemán, francés, británico o, incluso, italiano–, ahí estaba España como ese otro romántico frente al que construirse. Porque España se convirtió, en efecto, de forma generalizada en el país romántico por excelencia: el país no moderno y, por ello, para bien o para mal, auténtico; además de configurarse como el otro-oriental frente a la modernidad misma, el occidente, identificado casi siempre con Francia o Gran Bretaña.8
Era la España de Carmen, de gitanos y bandoleros, de bailarinas ardientes, la reñida con el trabajo y la razón, la de los toros, la siesta, la pereza y el placer. O, por decirlo con las palabras de un liberal español harto de esta visión de España, Ayguals de Izco, no habría en España,
... más que manolos y manolas; que desde la pobre verdulera hasta la marquesa más encopetada, llevan todas las mujeres en la liga su navaja de Albacete, que tanto en las tabernas de Lavapiés como en los salones de la aristocracia, no se baila más que el bolero, la cachucha y el fandango; que las señoras fuman su cigarrito de papel, y que los hombres somos todos toreros y matachines de capa parda, trabuco y sombrero calañés.9
De nuevo tenemos aquí las dos caras de la misma moneda, el juego de espejos, el juego de identidades. Por una parte, la visión desde fuera, la del otro francés o británico, pero que puede ser también alemán e italiano, en esa dirección de afirmar la propia modernidad del occidente europeo, al que se pertenece, frente al otro ajeno a ella. Es la mirada orientalista que construye modernidad y modernidad burguesa al tiempo que legitima, o lo pretende, posiciones de poder, de hegemonía. Pero también, por otra parte, está la elección de los españoles, que vuelven a buscar al otro, la mirada –negativa– del otro, que es la que privilegian para reafirmar la propia identidad. Tal será la respuesta del costumbrismo, en la cual, de nuevo, son los mismos materiales los que se reformulan en un acto de reafirmación nacional y nacionalista. España podría ser, ciertamente, económicamente retrasada, pero ni esto tenía por qué ser definitivo, ni, sobre todo, proyectaba duda alguna sobre la moral, la calidad de los españoles. Una moral marcada por el amor a la razón, el valor para la lucha por la libertad ante sus enemigos; y si de la mujer española había que hablar, lo que la caracterizaba era la «sal», lo que no la hacía más inmoral, sino todo lo contrario.10
Podríamos proseguir nuestro viaje a través del tiempo, y de los estereotipos, hasta la crisis finisecular, pero esto nos llevaría seguramente demasiado lejos en el desarrollo de nuestra exposición. Primero, porque en esa crisis la idea de la decadencia, en todas sus facetas, pero especialmente en la nacional, reina por doquier. Segundo porque, precisamente por ello, los ejercicios de búsqueda de un carácter nacional adquieren dimensiones especialmente introspectivas, en el marco de unos procesos más amplios que conducirán al surgimiento de unos nuevos nacionalismos aliberales o antiliberales que harán precisamente del mito de las esencias una pieza básica de sus formulaciones culturales, ideológicas y políticas. En el caso español, no era ya demasiado necesario que nadie viniera a incidir con especial saña, o no, en el mito de la decadencia y de sus causas: de eso se ocupaban los españoles, que, eso sí, podían desarrollar líneas de argumentación antagónicas. Ya que si, para unos, la decadencia venía del abandono de las esencias católicas, entre las que estaba, claro, el mito favorable de la Inquisición, para otros era de ahí de donde venía la decadencia española, por lo que era en otros terrenos donde había que buscar las esencias de lo español, en su psicología, en su literatura, en su lengua, en su paisaje y en su paisanaje. En este auténtico fuego cruzado, el juego de los estereotipos podía ser utilizado a placer y de forma ilimitada. Unamuno por ejemplo, lo mismo podía arremeter contra Maurice Barrès por su visión de España, muy próxima al mito romántico, como presentarlo como el más lúcido de cuantos habían dicho algo sobre España.11
Por supuesto, la extrema complejidad de este juego de visiones internas y externas no impide señalar su gran transcendencia para el futuro político de los españoles. Toda vez que en el franquismo se articularían de forma más o menos armónica, más o menos enfrentada, muchas de estas representaciones. Pero sí podría decirse que todo ello no alteraría en lo sustancial los estereotipos foráneos sobre España. Más aún, todos ellos mostraron su «vitalidad» en ese momento culminante de la Guerra Civil y la gran paradoja que la acompañó: presentada y vivida como la gran causa europea e incluso mundial, fuera en clave antifascista o anticomunista, era analizada a la vez con el arsenal de todos los materiales del estereotipo, de los sucesivos estereotipos.
De ahí que la visión orientalista de aquel agregado británico cuyos juicios reproducíamos al inicio, y que, desde luego, tenía una buena dimensión de autojustificación de la vergonzosa política británica de no intervención que de modo tan decisivo favorecería a los sublevados, no careciese de puntos de contacto con la de los más entusiastas defensores británicos de la República. Así, el poeta W. H. Auden, ferviente defensor de la República, no dejaba de referirse a España como a «aquel cuadrado árido, aquel fragmento cortado de la caliente África, soldado de forma tan rudimentaria a la Europa inventiva».12
Y de nuevo hay que constatar que el peso del estereotipo se filtra hasta la médula, también, entre los mejores historiadores. Eric Hobsbawm y François Furet, por ejemplo, desarrollan un análisis antitético de la Guerra Civil española, filorrepublicano y filocomunista el primero, más atento a denunciar la estrategia antifascista del comunismo, el segundo. Para ambos, la Guerra Civil es un acontecimiento crucial en la época de los fascismos, prefigurador incluso de muchos de los avatares de la Europa de las décadas sucesivas. De ahí la paradoja de que de país tan poco europeo se derivaran tan grandes consecuencias europeas. Porque poco europeo lo era sin duda para Furet: «encerrada en su pasado, excéntrica, violenta, España ha seguido siendo un país católico, aristocrático y pobre...» (Furet, 1995: 287). Y no lo era menos para Hobsbawm, aquella parte «periférica» de Europa, con una historia diferente de la del resto de un continente del que le separaba «la muralla de los Pirineos». Un país «peculiar y aislado», en suma, y al tiempo, símbolo cierto de una gran lucha europea y mundial (Hobsbawm, 1994: 162-164).
No hace falta ir más lejos para recapitular algunas de las cuestiones centrales de nuestra exposición. Creo, en efecto, que a lo largo de ella hemos podido observar cómo, a través de los siglos, el mito de los caracteres nacionales (del español) fue multifuncional para explicar imperios (siglo XVI) y decadencias (del siglo XVII en adelante); para construir identidades múltiples (de la Ilustración, del occidente europeo, de la modernidad, de las naciones que se incluían en esas dimensiones), y, por reacción, más o menos espontánea, más o menos inventada, más o menos construida, también la española.
Nada habría de extrañar, pues, que todos los materiales disponibles fueran utilizados en diversos momentos, en España y fuera de ella, en clave positiva o negativa, y desde luego en todos los sentidos imaginables. Todos los materiales del estereotipo podían ser utilizados y lo serían para explicar, en fin, todo el siglo XX español, de la Guerra Civil al franquismo.
Por supuesto, todo esto no hace sino reincidir en lo que hay de falacia en el mito del carácter nacional. Pero lo hace también en el sentido de demostrar que esas falacias construyen realidad de forma generalmente peligrosa. La visión orientalista tiene, lo sabemos de sobra, dimensiones de poder. Puede legitimar imperios y deslegitimar al «otro», al dominado. Pero puede también servir para legitimar políticas hegemónicas y autóctonas. El mito romántico en su más pobre expresión pudo servir para justificar la benevolencia británica hacia Franco. Pero ese mismo mito, también en su más pobre y miserable expresión, pudo servir a este último para justificar su régimen: los españoles, ya se sabe, en libertad, se matan entre ellos.
¿Ha muerto, en fin, el mito del carácter nacional? No está claro, desde luego, que lo haya hecho en el plano de la extrema banalización, del recurso al lugar común, del derecho a la simplificación y a la extrema pereza. Es posible, ciertamente, que el mito de los caracteres nacionales haya desaparecido en cuanto tal en el campo de las ciencias sociales. Pero seguro que no han muerto con él muchas de sus eventuales permutaciones. Al fin y al cabo, el enfoque orientalista siempre estará ahí para analizar choques de civilizaciones (Huntington, 1997), descubrir la terrible amenaza chicana para la sacrosanta cultura norte(americana) (Huntington, 2004) o recordarnos, en suma, que el oriente no debe morir si se aspira a (re)construir un nuevo, y poderoso, occidente.
BIBLIOGRAFÍA
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1. Anotemos que la misma reflexión-explicación de Bodin sobre los caracteres de españoles –más meridionales que los franceses– servía también para retratar de paso a los alemanes: «De más de que las historias antiguas conciertan en que los pueblos septentrionales no son maliciosos, ni astutos, como lo son las naciones meridionales. Y a este propósito hablando Tácito de los alemanes dize que es vn pueblo no sagaz, ni astuto, antes descubren sus secretos a manera de entretenimiento, y fácilmente se apartan de sus promesas» (op. cit.: 808).
2. Citado en Moradiellos (2008: 51).
3. Encontraríamos, desde luego, muchas más referencias, de nuevo en todos los sentidos imaginables, en el excelente trabajo de Julio Caro Baroja, El mito del carácter nacional (2004).
4. Al respecto, Caro Baroja (2004: 81). Y téngase en cuenta también esa forma especial de banalización del estereotipo que es el chiste. Banalización que, en el sentido de Billig (2006), lo hace tanto más fuerte, operativo y resistente.
5. Vale aquí, naturalmente, como referencia privilegiada el Montesquieu de las Cartas Persas, cuyo personaje imaginario remitente de la carta reproduce, a su vez, una carta remitida por un francés en viaje por España. En realidad, Montesquieu toma lo fundamental de La relación del viaje por España de Madame d’Aulnoy y algo de El Estado presente de España del abate de Vayrac. Sin embargo, Montesquieu era también un buen conocedor de la historia de España, especialmente preocupado por los orígenes de la decadencia española (para todo esto, la introducción y notas (pp. 32-33 y 195) del editor del volumen por el que citamos). Añádase, en fin, que la literatura de la decadencia y sobre la decadencia española –y consecuentemente de muchos de sus tópicos– es en el siglo anterior esencialmente española, como puede constatarse entre otros muchos en «El tiempo del “Quijote”» de Pierre Vilar (Vilar, 1964: 431-448).
6. Otra demostración, sin duda, no ya de la fuerza de los estereotipos, que también, sino de su inextricable dimensión interna y externa. Véase al respecto Ruiz (2010).
7. Todas las referencias en Carreras (1998: 268-269).
8. La obra de referencia sobre el orientalismo es, como se sabe, la de Said (1990) de igual título. Aunque, tal y como se le reprochó en su momento, este dejó fuera de sus referencias a muchas naciones, hoy en día parece claro que el discurso orientalista se construye frente a un otro oriental, que puede estar en Oriente, en África, al sur del río Bravo o al de los Pirineos. El carácter orientalista de las percepciones sobre España ha sido justamente subrayado últimamente en trabajos como los de Colmeiro (2003) y Andreu (2004).
9. Citado en Andreu (2009: 59).
10. Ibíd.
11. Saz (1998b).
12. Citado en Balfour (1998: 172).
LAS TABLAS ETNOGRÁFICAS (VÖLKERTAFELN) DEL SIGLO XVIII Y SU GÉNESIS*
Berta Raposo Fernández
Universitat de València
Muchos siglos, incluso milenios, antes de surgir las nacionalidades como instituciones políticas, ya nos encontramos con testimonios literarios en los que se caracteriza, define o juzga de manera esquemática a los pueblos, extranjeros o no. En la épica homérica la utilización del epitheton ornans como recurso estilístico revela muchas de esas caracterizaciones. Así, se nos aparecen los «aqueos de hermosas grebas» o «aqueos de vivaces ojos», los abios, «los más justos de los hombres», los tracios, «diestros jinetes» (Homero, 1985: 73, 33, 234), los misios, «luchadores cuerpo a cuerpo», los «nobles hipemolgos, que se nutren de leche» (Homero, 1996: 347). Los etíopes pasan por ser «excelentes e irreprochables»; los egipcios son un pueblo de buenos médicos, los carios balbucean de manera incomprensible (Weiler, 1999: 97 y ss.). En el caso de los cíclopes y los feacios, los poemas homéricos llegan incluso más allá de la esquematización del etpitheton ornans y esbozan una descripción de las costumbres, el orden social, las herramientas y la indumentaria de esos pueblos extraños.
Según Wilfried Nippel (2007: 35), algunas de estas opiniones y visiones surgieron, por un lado, en el contexto de la expansión colonizadora de los griegos en el ámbito mediterráneo y, por otro, en el de su enfrentamiento con los persas. Por otra parte, los excursos etnográficos del llamado «padre de la historia», Heródoto de Halicarnaso, en sus logoi, describen antropológicamente a los pueblos con los cuales los griegos entraron en conflicto en el curso de su expansión desde Egipto hasta Escitia e India. Heródoto se esfuerza por no emitir juicios de valor y se remite a los egipcios al designar como bárbaros a todos los que hablan otro idioma, lo cual no tiene por qué ser en un principio peyorativo (Nippel, 2007: 34, 36). El contraste entre griegos y bárbaros fue politizado en la tragedia ática de la segunda mitad del siglo V a. C. y acompañado de una tendencia a la generalización (Nippel, 2007: 39): en vez de escitas, tracios, persas, egipcios, se habla simplemente de bárbaros y se los caracteriza como esclavos que se dejaban dominar por soberanos déspotas, en contraposición a los griegos, que vivían en libertad.
En la época alejandrina, los juicios etnográficos se hacen más excluyentes y sesgados, basándose en teorías ecológico-climáticas, formuladas igualmente por Heródoto, además de por Hipócrates, el padre de la medicina (Beller, 2007). Uno de los ejemplos más llamativos, conocido como la llamada paradoja de Epiménides, se formula en la Epístola de San Pablo a Tito, al remitirse a las palabras de un falso profeta: «Dijo uno de ellos (...): “Los cretenses, siempre embusteros, malas bestias, panzas holgazanas”. Verdadero es tal testimonio» (Nácar y Colunga, 1975: 1502).
En época romana nos encontramos con el primer tratado puramente etnográfico en la Germania de Tácito (98 d. C.), que es una colección de lugares comunes que se habían ido acumulando desde hacía tiempo sobre los bárbaros del norte. Tácito nunca nombra sus fuentes ni pretende basarse en observaciones personales (Nippel, 2007: 42). Lo que le interesa es establecer un contraste, una oposición con el mundo romano, variando a su conveniencia la valoración de los germanos en sentido negativo o positivo: o como un pueblo retrasado y primitivo, o como amante de la libertad, sencillo y puro. Los germanos se convierten en sucesores de los escitas, de los galos y de los celtas, para lo bueno y para lo malo, ya que las cualidades que se les atribuyen son ambivalentes. Basta comparar algunas de las afirmaciones de otros historiadores sobre dichos pueblos. Tácito afirma sobre los germanos: «si indulseris ebrietati suggerendo quantum concupiscunt, haud minus facile vitiis quam armis vincentur» («Si cedieras a su embriaguez, dándoles cuanto desean, podrías vencerlos más fácilmente por sus vicios que por las armas»).1 (Tacitus, 1972: 34). Pompeyo Trogo dice algo semejante sobre los escitas: «Priusque Scythae ebrietate quam bello vincuntur» («A los escitas los vence la embriaguez antes que la guerra») y sobre los galos: «gens aspera, audax, bellicosa» («pueblo huraño, osado, belicoso») (Seel, 1985: 189-190). Sobre los hispanos: «Corpora hominum ad inediam laboremque, animi ad mortem parati (...). Bellum quam otium malunt» («Sus cuerpos están preparados para el hambre y las penurias, sus ánimos, para la muerte (...). Prefieren la guerra al ocio») (Seel, 1985: 297-298).










