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En este sentido, la modernidad constituyó el espacio/tiempo de emergencia de las ocultas, semiocultas y difusas voces, experiencias y prácticas sociales femeninas, que ejemplifican el avance de los feminismos –y concretamente del feminismo laicista– en el marco de los procesos históricos finiseculares. En consecuencia, las mujeres –no todas– irrumpieron en el ámbito civil y político y combatieron los discursos hegemónicos relacionados con la institución monárquica, la iglesia, el trabajo, la prostitución y el matrimonio, como demostró Carmen de Burgos en sus encuestas sobre el divorcio publicadas en El Diario Universal el año 1904 y recogidas después en el libro El divorcio en España.[16]Por otra parte, las prácticas culturales feministas, entre las que cobraría especial relieve la fundación de periódicos, la publicación de artículos, ensayos, narrativas, traducciones y otros textos escritos, contribuyeron a que la circulación de las ideas fuera cada vez más rápida e intensa. Al hilo de estas actuaciones, el «germen de la modernidad» impregnó las relaciones entre las esferas pública y privada, sacando a relucir una de las grandes contradicciones que sustentaban las relaciones sociales de género: la existencia de una justicia fraternal para la sociedad y de una justicia patriarcal para la familia.[17]De acuerdo con esta dualidad, lo que estaba en juego no sólo era estipular qué hacer con las mujeres, uno de los grandes dilemas de «entresiglos», sino el hecho de aceptar o rechazar sus prácticas de vida, discursos, actos cívicos y proyectos civilizadores.
LAS CONTRADICCIONES DEL MODELO DE FEMINIDAD REPUBLICANA: LAS MUJERES-GUÍA
Salvo excepciones, las trayectorias femeninas ubicadas en los márgenes de la ideología de la domesticidad se consideraban un «festival de desorden femenino», el testimonio de un «mundo patas arriba» por el que deambulaban mujeres heterodoxas, radicales y rebeldes, dispuestas a reivindicar su emancipación, luchar por la República y cuestionar el modelo confesional vigente en la sociedad de la Restauración. Ahora bien, si se examina la cuestión desde la óptica del espejo invertido, ese aparente desorden femenino obedecía a un plan firme, coherente y bien trazado. Su caldo de cultivo era la libre conciencia, su proyecto político, derrocar la Monarquía, y su primer objetivo secularizar la sociedad y destruir el poder social, moral, cultural y político de la Iglesia.[18]Por otra parte, estas expectativas se extendieron a otros ámbitos, como el feminismo, en tanto que pensamiento crítico y movimiento social, y contribuyeron a remodelar las identidades colectivas y subjetivas. En consecuencia, la sociedad bienpensante tuvo que hacer frente a una laicidad basada, a partir de la celebración del Congreso Universal de Librepensadores de París en 1889, en dos presupuestos: por un lado, la fe en la razón y la ciencia, y por otro, la acción anticlerical, a los que se sumó un tercero: la emancipación femenina promovida por las asociaciones de mujeres librepensadoras. Estos presupuestos fermentaron en un marco político de izquierdas, teñido, sobre todo, de republicanismo, socialismo y anarquismo, y crecieron al amparo de un encuadre social interclasista y unas pautas culturales dominadas por los discursos y representaciones de las primeras revoluciones liberales, la influencia del organicismo social, el ideario de agnósticos y ateos, los códigos de la masonería y las huellas deístas-espiritualistas de la teosofía, el espiritismo y la teofilantropía, consideradas como el vestigio de una «religión romántica» –al fondo Jean Jacques Rousseau, Charles Fourier y Víctor Hugo– o como el fruto de las corrientes irracionalistas ligadas a los neoespiritualismos de fin de siglo.[19]
En estos medios la «cuestión femenina» se medirá, ante todo, en términos aconfesionales y, en gran medida, utilitarios. No obstante, siguiendo las huellas dejadas por el pensamiento socialista utópico de mediados del siglo XIX, en sus filas surgió el denominado «feminismo de hombres», que otorgaba a las mujeres un papel basado en la excelencia de su función maternal y socializadora, impregnada, en muchos casos, por matices visionarios, proféticos, místicos, no exentos de acción civilizadora, a tono, también, con las paradojas de la modernidad.[20]Un paso más allá acechaba, sin embargo, el peligro de la «mujer libre», autónoma, excesiva, desvinculada de la figura referencial del padre, el marido o el hermano, la mujer soltera o separada, incluso viuda, que contradice los papeles de género y el modelo de feminidad hegemónico. Una mujer a la que la ley «concedía» derechos y poderes que no alcanzaban a las casadas, definidas como seres dependientes y en continua minoría de edad. Solteras, separadas y viudas, salvo si disponían de una buena herencia o bienes patrimoniales, debían procurarse su propia subsistencia, lo que las predisponía a desempeñar un repertorio de oficios cada vez más numerosos a medida que transcurrían las dos primeras décadas del siglo XX. Conscientes de su autonomía, secretarias, telefonistas, mecanógrafas, enfermeras, tenedoras de libros, contables, bibliotecarias y funcionarias mostraron abiertamente en público sus habilidades para funcionar con ciertas pautas de libertad. Más aun, decidieron inscribir el signo de la modernidad en su rostro, sus gestos, ropajes, modales y movimientos.[21]Quizá por ello despertaban los resortes del miedo en el imaginario colectivo y, con ellos, la penalización, ante la posibilidad de que se asociaran en los espacios públicos y privados. Esta última opción, centrada en la intimidad, se consideró sumamente peligrosa, avivó las críticas a la «comunidad de las mujeres» y suscitó el escándalo de quienes temían que emergiera el «fantasma de la promiscuidad» y las «relaciones peligrosas».
Críticas que se extendían también –lo personal es político– a las acciones desarrolladas en la esfera pública, cuyas protagonistas fueron tildadas, en numerosas ocasiones, de «petroleras», «vesubianas», «agitadoras» e «incendiarias». Si además las mujeres constituían familias monomarentales o comunales, otra huella de las culturas utópicas a la vez que un vestigio de la modernidad y del cruce entre el pasado y el futuro, la zozobra crecía. La otredad entonces, más que doblarse, se multiplicaba. Al hecho de ser mujeres y de actuar desde los márgenes, se sumaba el de resultar excesivas por sus planteamientos doctrinarios y por sus formas de vida, por ir a contracorriente y aportar un ethos femenino, emancipador, filantrópico, mediador, secularizador y pacifista al espacio público, que, según Helena Béjar,[22]había sido diseñado como un espacio político pero no moral. Examinadas desde este punto de vista, las representantes del feminismo laicista podían llegar a ser demoledoras, ya que derrochaban valentía –en el imaginario, una virtud masculina– y generosidad –una virtud femenina–. Ambas cualidades, cuando se daban asociadas, suponían una amenaza para los defensores del orden patriarcal. Desde esta perspectiva, las librepensadoras fueron mujeres/otras, que se contemplaban a sí mismas como miembros de una hermandad ideológica, cultural, regida por creencias, ideas, valores y prácticas de vida basados en la sororidad, la solidaridad, las mediaciones y los pactos de ayuda mutua. Más adelante me detendré en estos aspectos.
Ahora quiero examinar la cualidad de «heterodoxas» que conformaba su subjetividad. Desde la que se considera madre simbólica, pionera y referente de todas ellas, Rosario de Acuña Villanueva (1851-1923), según admitía la autorizada voz de Amalia Carvia (1861-?),[23]hasta una de sus representantes más desconocidas: Soledad Areales Romero (1850-?), maestra de Villa del Río (Córdoba), que firmaba sus escritos con el seudónimo «Una andaluza».
La primera reunía en su persona todos los ingredientes para ser considerada una mujer «peligrosa»: separada, desclasada, laica, republicana, feminista, masona y ecologista avant la lettre. Nacida en una familia noble de la que heredó el título de condesa de Acuña, que nunca utilizaría, tuvo que hacer frente desde niña a una enfermedad de la vista que logró superar gracias a su poderosa voluntad y a su fuerte complexión física. Pero, si en el espacio público destacó por su compromiso ideológico, su curiosidad intelectual, su feminismo y su fama de mujer viajera, –llegó a residir en Italia y conoció el destierro en Portugal, enriqueciéndose, en un sentido iniciático, con estas experiencias–, en el ámbito privado su concepción de la moral entre los sexos, que, a su juicio, debía ser igualitaria, la llevó a romper su matrimonio tras conocer las infidelidades de su marido, y a recorrer en libertad nuevos caminos. Con este gesto hizo trizas el conformismo de las mujeres de su tiempo. Su entrada en la masonería en 1886,[24]adoptando el significativo nombre de Hipatia, y su adhesión a las filas del librepensamiento hicieron el resto. Rosario de Acuña adquirió, para bien y para mal, un inusitado protagonismo en la época que le tocó vivir; fue un ejemplo a seguir para sus compañeras, el espejo-retrato en el que las preguntas de unas encontraban respuesta en otras, y viceversa:
Su nombre –admitiría Amalia Carvia– fue una bandera bajo la cual nos agrupamos las que oyendo cánticos de alondra mañanera sacudimos nuestro letargo y nos apresuramos a bañar nuestras almas en plena luz. Aquella mujer sublime, que desde niña entregó el corazón al amor a la libertad, fue un genio portentoso y con su pluma, piqueta demoledora del pasado y cincel delicado que esculpía las nuevas almas, creó un ambiente de saludables influencias en el pueblo español, dispuesto a sacudir el yugo de la teocracia. Ya comprenderéis lo que sería la vida de esta propagandista del libre examen; de la que sin tregua ni reposo luchaba contra la opresión del clero y el fanatismo de las beatas.[25]
En estos medios prevaleció su condición de mujer «excesiva», politizada, libre y heterodoxa. Por esta razón fue hostigada por el poder y sufrió varios atentados organizados a manos de «elementos descontrolados», de los que salió ilesa.[26]Sin duda padeció un auténtico «calvario», como muchas de sus compañeras, y lo denunció en la prensa:
Para casi todos los españoles, un librepensador es un ser malvado, un cualquiera, un incapaz de ninguna obra buena, por lo menos un chiflado; y si el sujeto es mujer entonces la hidrofobia llega al máximo contra ella; no puede ser ni buena madre, ni buena hija, ni buena prostituta. ¡Nada, nada se le concede! Está incapacitada para vivir entre los seres humanos, es una cosa nefanda de quien hay que huir y ante quien hay que escupir al pasar. ¡Una mujer sin religión, horror! El calvario con todas sus consecuencias es lo que espera a la mujer que sigue el camino de su propia redención y cuando se busca además la redención de las otras, entonces... a una mujer suelta y apóstola sería de justicia matarla.[27]
La maestra cordobesa Soledad Flora Areales Romero (1850-?) –el segundo nombre le fue impuesto en honor de la feminista utópica francesa Flora Tristán–, nació en un pueblo de la Sierra de los Pedroches, concretamente en Villaviciosa, en el seno de una familia de maestros republicanos; fue la mayor de una familia numerosa formada por diez hermanos casi todos dedicados al magisterio, salvo dos chicos, uno militar y otro procurador. Todas las hermanas, excepto la menor, de salud muy delicada, ejercieron la enseñanza, posiblemente la profesión más feminizada de su época, siendo Soledad quien las preparó para entrar en la Escuela de Magisterio. El fallecimiento del padre en 1873 repercutió en la vida de la primogénita y le acarreó unos deberes añadidos a su responsable forma de ser. Tras su ingreso como maestra oficial en una escuela de niñas de Villa del Río, influenciada por la Institución Libre de Enseñanza y por la herencia ideológica republicano-laicista de sus padres, puso en práctica sus ideas racionalistas. Amiga personal de Belén de Sárraga, a la que acompañó en algunos mítines por la provincia de Córdoba, militó en Unión Republicana, formó parte del equipo de redactoras de La Conciencia Libre, escribió en Las Dominicales del Librepensamiento y colaboró con la sociedad libertaria cordobesa Los Amigos del Progreso. Así mismo, redactó unas memorias que, lamentablemente, fueron destruidas, lo mismo que su correspondencia con Salmerón y Sárraga, por un familiar en la posguerra. Permaneció soltera por elección, igual que cuatro de sus cinco hermanas, las cuales, inducidas por ella, se juramentaron para no cambiar de estado civil como medio de conservar su independencia y su libertad, juramento que sólo rompió una de las Areales.[28]Su libertad de conciencia y el hecho de destaparse públicamente como librepensadora, le dieron argumentos a las fuerzas vivas de Villa del Río para propiciar su linchamiento moral y profesional. Lo que ella consideró el «Gólgota de una librepensadora»[29]comenzó en 1899 con el primer expediente administrativo que se abrió contra ella, al que siguió un segundo en 1905 y, finalmente, su separación definitiva de la enseñanza tras la sentencia emitida por el Tribunal Supremo en 1909, bajo la acusación de que no enseñaba Moral y Religión Católica. Esta disposición administrativa supuso para Soledad Areales una auténtica «muerte civil». Tenía 59 años, de los cuales casi la mitad los había pasando formando a sus alumnas en la libertad y la tolerancia. Según Catalina Sánchez:
Con esta piedra fue sepultada. Sepultada por creer que la Constitución española no era papel mojado y amparaba por igual a todos los españoles. Sepultada por defender, amparándose en esa Constitución, la libertad de pensamiento, conciencia y religión. Sepultada por defender con la pluma y con las palabras, y desde su condición de mujer, los sagrados principios de libertad, igualdad, justicia y fraternidad entre los hombres.[30]
Estas subjetividades femeninas tienen mucho en común. Las librepensadoras de «entresiglos», igual que las socialistas utópicas, de cuyas manos habían recibido el testigo, fueron conscientes de su condición sexuada y de la necesidad de buscar referentes en los que poder reflejarse y sancionar su experiencia. Flora Tristán fue un ejemplo singular para ellas. A partir de él y basándose en sus propias vivencias, construyeron un mundo relacional autónomo y se transformaron en mujeres-guía para las demás. En esta escala de referentes materno-sociales, cívicos y culturales, heredados del pasado y modificados en el presente que les tocó vivir, las influencias se trasladaban en un sentido ascendente y descendente, constituyendo una genealogía femenina. En ella las figuras de Amalia Domingo Soler y Ángeles López de Ayala resaltan como creadoras de «empresas de mujeres», empresas políticas en el sentido amplio y restringido del término, empresas vitales en tanto que mujeres rebeldes,[31]representantes de lo Otro, empresas culturales recreadas en sus narrativas, divulgadas mediante la palabra escrita en la prensa, en libros, folletos y artículos, y mediante la palabra hablada, viva, en mítines y conferencias. En este mundo referencial autónomo se institucionalizaron relaciones femeninas ubicadas en los márgenes del poder, sin dejar por ello de incidir en él, y voces de autoridad de hondo contenido simbólico.
Así, Amalia Domingo Soler (1835-1909), otro ejemplo para las seguidoras del feminismo laicista, proyectó en sus escritos y en su labor propagandística un modelo de feminidad cuyo principal referente es la Maestra o Mujer-Guía comprometida con las luchas sociales y las tareas espirituales, moviéndose en una amplia pero imprecisa franja ubicada entre el «más allá y el más acá»,[32]fruto del equilibrio alcanzado entre los dos planos de conocimiento que la filosofía ilustrada había separado: razón e intuición; fruto también de una identidad social que dejaba traslucir la fidelidad a un proyecto político basado en el igualitarismo –bastante difuso, desde luego– entre clases y sexos.
Amalia Domingo Soler, mujer llena de «afanes celestiales», en opinión de las lectoras de La Conciencia Libre, un «ser angélico», según reconocían sus admiradores en Las Dominicales del Librepensamiento,[33]había quedado huérfana en su juventud sufriendo desventuras, enfermedades y graves penalidades económicas. Dejó Sevilla, su ciudad natal, y se trasladó a Madrid con la idea de desempeñar el oficio de costurera, pese a sus problemas de visión. No quiso casarse por conveniencia, ni tampoco entrar en un convento, como le aconsejó una amiga de su madre. Ni «ángel del hogar» ni «novia de Dios». Amalia Domingo Soler consideraba que el contrato matrimonial burgués era la base de la infelicidad femenina, situándose entre las mujeres que querían hablar por sí mismas, sin intermediarios, dado el interés suscitado en los cenáculos masculinos de izquierda por incidir en el modelo de feminidad, en la instrucción de las mujeres y la reproducción social.[34]Por lo tanto, pasó a ser una «mujer libre», desvinculada de la figura referencial del padre, el marido o el hermano, una «heterodoxa». Se sumó a los seguidores de la doctrina espiritista en 1874 y dos años después se trasladó a Gracia (Barcelona), donde desarrolló una intensa labor publicística –redactó más de dos mil libros, folletos y otros escritos–, dirigió el centro La Buena Nueva, participó en la fundación de la Sociedad Autónoma de Mujeres y la Sociedad Progresiva Femenina, las dos entidades punteras del feminismo laicista en Barcelona, y fundó el periódico La Luz del Porvenir, de larga trayectoria (1879-1898) y amplias resonancias fourieristas. Colaboró con republicanos y anarquistas, aunque no era mujer a la que sedujeran las etiquetas, y rechazó entrar en la masonería espiritista porque no entendía «sus cavilaciones para establecer Consejos, expedir Patentes y Diplomas, formar Delegaciones, otorgar Grados y formular Consignas»:[35]
Si Rosario de Acuña hablaba a la razón, Amalia Domingo Soler hablaba al sentimiento. La pluma de esta noble propagandista era un bello reflejo de la de nuestra inmortal Concepción Arenal. ¡Cuántas almas desesperadas debieron su salvación a los sugestivos escritos de la inolvidable Amalia Domingo! En los tugurios de la miseria, en donde se cebaba el dolor de la vida, en cárceles y presidios, en donde criminales impulsivos lloraban sus errores, La Luz del Porvenir, esta célebre revista de Amalia Domingo, llevaba [...] hacia unas nuevas doctrinas, que no eran las rancias de la religión católica, que eran las que habían de crear una sociedad de paz y justicia para todos.[36]
Ella y sus seguidoras crearon escuelas laicas y gratuitas para mujeres y niñas, desarrollaron un tejido asociativo muy permeable, que facilitó el contacto con otras entidades laicas, establecieron redes de solidaridad, lucharon por la emancipación de las mujeres y reivindicaron la paz, la supresión de la pena de muerte y la redención social de los presos, desarrollando su labor de propaganda con un doble objetivo: la refutación del adversario a través de grandes batallas dialécticas reproducidas en la prensa y la divulgación de la propia doctrina en mítines, giras y conferencias. Fundaron «gabinetes de lectura» y contribuyeron a la apertura de clínicas y consultorios médicos gratuitos en cosmópolis y grandes ciudades –Barcelona marcaría la pauta a seguir–, o balnearios en las de menor tamaño, donde se ensayaban nuevas terapias higiénicas y sanitarias (homeopatía, hidroterapia, hipnosis, magnetismo, vegetarianismo, naturismo)[37]que hicieron furor como reflejo de una praxis vital que tendía a alejarse de la uniformidad.
Estas prácticas sociales, inseparables del marco cultural de la modernidad y los mo dernismos, crearon un fuerte vínculo colectivo entre las mujeres, al potenciar los deberes éticos y determinadas motivaciones que habían permanecido ocultas hasta entonces. Consolidaron un universo simbólico de fuertes referencias en el que surgieron, insisto, Mujeres-Guías y se produjeron numerosas rupturas de lo canónico. Dichas actuaciones pueden considerarse fronterizas, tanto en su acepción primera, recreada a partir de la línea que separa o limita realidades o situaciones diferentes, como desde las interpretaciones de la historia sociocultural.[38]No en vano todo vínculo social puede ser sometido a una mirada dialógica, que relacione el propio contexto y el contexto ajeno, y también a una mirada exotópica, exterior, presente en la teoría de los espejos. La frontera rehúye el centro, se ubica en los márgenes, pero éstos pueden corroer el edificio de la homogeneización creado por el universalismo –llámese Ciudadanía, Poder político, Poder Papal, Instituciones religiosas, Rito, Liturgia católica–que potenciará en el cruce de los siglos una ilusión de igualdad y homogeneidad.[39]En este sentido, el feminismo espiritista es deísta por definición, postula el progreso de la humanidad a partir de la solidaridad y la fraternidad universal, defiende el concepto de Patria Universal, cree en la importancia del cosmopolitismo como base de las relaciones sociales, predica el laicismo en todas las esferas de la vida, y sostiene la libertad de pensamiento, la enseñanza integral para ambos sexos y la necesidad de implicarse en las luchas sociales.[40]
Feminista laicista, aunque no espiritista, fue la sevillana Ángeles López de Ayala Molero (1858-1926). Dotada de autoridad, con dominio de los resortes políticos y relación legitimadora respecto a otras librepensadoras, defendió un proyecto de laicidad materialista –era partidaria del «dos y dos son cuatro», aunque toleraba las opciones deístas–[41]y unas posiciones vitales, culturales y políticas anticlericales, ligadas a un humanismo cívico que se proyectaba en rituales y prácticas de vida: inscripciones de nacimientos, uniones y defunciones civiles, apertura de escuelas racionalistas, organización de coros, orfeones y grupos de teatro, calendarios laicos, excursiones campestres, giras propagandísticas, dispensarios de salud, conmemoraciones.[42]Entre estas prácticas cobraría especial relieve la fundación de periódicos –El Progreso, El Gladiador, El Gladiador del Librepensamiento– donde se difundieron discursos republicanos, anticlericales y fe ministas.[43]Moderna, valiente, fuerte e independiente, supo resistir las adversidades y plantear numerosas luchas en los frentes educativo, político, emancipista, publicístico, pacifista y cívico-secularizador.[44]De ideales jacobinos, fue durante tres décadas cabeza rectora del feminismo laicista en España. Sus primeros contactos con las ideas progresistas se gestaron en Madrid, donde trabó amistad con Rosario de Acuña e ingresó en la masonería. Dos veces se casó –en ambas ocasiones con masones– y dos veces enviudó. Infatigable, siempre en primera línea, solía reaparecer dispuesta a dar la batalla tras sus estancias en la cárcel, a veces, por delante de sus compañeros de filas. Políticamente, se aproximó a las posiciones del Partido Radical compartiendo espacios cívicos, culturales y feministas con las Damas Rojas y las Damas Radicales lerrouxistas en la primera década del siglo XX. Algunos no tuvieron más remedio que reconocer su entrega en las luchas políticas y sociales: «Mientras otros dormían ella velaba...».[45]Su capacidad de liderazgo se puso de relieve en la gran movilización anticlerical femenina desarrollada en Barcelona en 1910, en la que participaron veinte mil mujeres de diferentes credos políticos e ideológicos:[46]catalanistas, republicanas, monárquicas liberales, protestantes, librepensadoras, espiritistas, teósofas y masonas. Al promover esta confluencia de identidades políticas, Ángeles López de Ayala entrevió las estrategias que llevarían al sufragio y, sobre todo, la necesidad de fomentar un asociacionismo fundamentado en la conquista de los derechos políticos. Sus luchas, dirigidas a combatir «los vicios sociales, políticos, religiosos y modificar las costumbres de su tiempo, que ella calificaba de hipócritas»,[47]la hicieron muy popular en ciertos ambientes, obteniendo la solidaridad de los sectores afines a sus proyectos, pero cosechó también la animadversión de los poderes públicos y el rechazo en los ámbitos monárquicos, conservadores y clericales. Para sus compañeras fue:
Oradora elocuentísima que subyugaba a las masas con su resonante verbo, ella fue el alma de muchas conspiraciones, arrostró grandes sufrimientos entre procesos y cárceles, persecuciones y atentados, pues llegaron los fanáticos hasta prender fuego a su domicilio con la idea de hacerla morir abrasada, salvándose con graves riesgos.[48]
Ciertamente, no estuvo sola en la tarea de forjar un ideario y unas prácticas sociales que rompieran los esquemas de subordinación femenina desde la perspectiva republicana y anticlerical primero, sufragista después. Así, a través de sus pautas relacionales las feministas supieron canalizar hacia otras mujeres recursos materiales e inmateriales, situando la identidad sexual más allá de la diferencia de clase social.