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A todo esto hay que añadir otra virtualidad del viaje: la de haber producido una amplia gama de actitudes vitales, comportamientos sociales y tipos de hombre tales como el viajero, el viajante, el pionero, el descubridor, el misionero, el cómico de la legua, el conquistador, el guía turístico y, si me apuran, el aventurero y el pirata. En muchas ocasiones, el viaje proporciona la oportunidad de vivir al margen de la norma: Marco Polo, Colón, Vespucci, Casanova, Cagliostro y Lorenzo da Ponte son magníficos ejemplos de ese espíritu de aventura que sabe obviar la ley o la civilización en la itinerancia. Por eso, cuando el D. Giovanni mozartiano quería rendir cuentas de su vida de licencia no hacía sino mencionar las etapas, femeninas pero etapas, de su itinerancia viajera:
Madamina, il catalogo e questo
delle belle che amò il padron mio!...
In Italia seicentoquaranta,
in Almagna duecentotrentuna,
cento in Francia, in Turchia novantuno
ma in Ispagna son gia mille e tre...
Se podría agregar que gran parte de la literatura narrativa e incluso ensayística tiene como motivo el viaje a lo extraño o es producto de él. Viaje, o relato de viaje, son la Ilíada, la Odisea y la Eneida; la Anábasis de Jenofonte, Los milagros de Nuestra Señora, el Cantar del Mio Cid, el Quijote, El Lazarillo y el Simplicissimus; el Gulliver y el Robinson; las Letras persas de Montesquieu y las Letras marruecas de Cadalso; el Barry Lyndon de Fielding, el Códice Calixtino y toda esa enorme cantidad de letra escrita e impresa que llamamos precisamente literatura de viajes u «odepórica», desde el Viaje a Italia de Montaigne hasta los Viajes a España de Gautier, de Andersen o K. Uranis. Finalmente, si a todo esto añadimos que el viaje creó el ferrocarril, el automóvil y el avión; la carretera y el camino; la posada, la venta, el hotel, la hospedería conventual y el agroturismo, habremos hecho mención sumaria de lo que el viaje es: cultura en estado puro.
Hasta el teatro tiene, por nacimiento, referencia viajera: el carro de Tespis. Y uno de los primeros documentos que filmaron los pioneros del séptimo arte fue la llegada del tren a la estación.
Tipología del viaje
Como demuestra este leporello de los méritos de la itinerancia, ni el viaje ni el viajero son unívocos, sino polisémicos. Ese viaje que surca el mar de la cultura humana dejando una brillante estela de encuentros adquiere una naturaleza múltiple según la circunstancia en la que se inscribe y la finalidad que se propone. Un viajero emprende camino por obligación y otro por devoción. Uno pretende la formación, otro la aventura y un tercero la utilidad. Ni siquiera literaria o artísticamente el viaje es una vivencia uniforme. Como motivo literario, el viaje siempre ha sido diverso, variado, y el resultado de su formalización depende de las metas, los caminos, las noches y los días, las estaciones, la climatología y, sobre todo, de las intenciones del que lo ha emprendido. Eso hará que sea «sentimental», «romántico» o «maravilloso». Con propósito y valor de síntesis, cabría decir que en la realidad escritural del viaje se da una triple tipología: la informativa, la fictiva y la fantástica. Voluntad informativa tienen las «relaciones» que los oidores, conquistadores y regidores españoles dirigían a su Majestad Católica para darle noticia y fe de lo descubierto y de lo ignoto. Frente a este tipo de escritura «oficial», objetivo por la intención, el contenido y el destinatario, el carácter fictivo predomina en ese ajuste de cuentas del escritor con su pasado viajero, que es, no «relación», sino «relato». Ese carácter marca, por ejemplo, el Italienische Reise de Goethe, recuerdo literario de los dos años que el escritor se había concedido para realizar, a través de las fecundísimas experiencias italianas (la arquitectura del Palladio, el carnaval romano, los lazzaroni napolitanos, el borbotante Etna), el carácter formativo del viaje (el suyo había sido una Bildungreise); o los Literarische Reise-Skizzen. Spanien, del archiduque Maximiliano. También es relato de viaje, en otro código semiótico, la melancólica evocación de las estepas del Asia Central que realiza Borodin o la vibrante ocurrencia musical con la que Rimski-Korsakov recupera el mundo sonoro español en su Capricho. Finalmente, «viajes fantásticos» son esos «viajes cósmicos» o mágicos desplazamientos que, ayudados o promovidos por diablos cojuelos, instrumentos proto-científicos, fórmulas cabalísticas o pajarracos y animales de buen o mal agüero, emprenden seres imaginarios que dan expresión calenturienta al afán humano de ubicuidad: el mentiroso barón de Münchhausen, el «sinsombra» Peter Schlehmil con sus botas de siete leguas (Chamisso) o el Fausto goetheano con su transportista y guía Mefisto (como viajeros «recién llegados de España» se presentarán los dos aprendices de tunantes en la taberna de Auerbach). Por los tejados de Madrid (Vélez de Guevara, El diablo cojuelo); a través de Suecia (S. Lagerlöf, El maravilloso viaje de Niels Holgerson); en la caverna del rey de la montaña (Visen/Grieg, Peer Gynt); Alrededor del mundo en 80 días o Al centro de la tierra (Verne), a Lilliput (Swift) o a Phantasia (Michael Ende, Historia Interminable): en todas esas obras, el viaje en alas de la fantasía es condición y motivo para la observación irónica y benevolente consideración de las miserias humanas. Resumiendo, la crítica cultural del tema, la llamada «crítica odepórica», distingue ya
- el «viaje de aventuras», reales o de ficción (el Tartarín de Tarascón de Daudet o el de Nils Holgerson de S. Lagerlöf);
- el «viaje de misión» (el de Bernardino de Sahagún o el de Motolinia a México);
- el «viaje de descubrimiento» (Pigafetta, Cook y los numerosísimos conquistadores y exploradores);
- el «viaje diplomático» (el de G. di Carpine a Mongolia o el de B. de Castiglione a España);
- el «viaje de formación» o «de estudio» (el Viaje italiano de Goethe);
- el «viaje guerrero», la expedición o razzia (los que narran la Odisea y la Anábasis);
- el «viaje iniciático y de peregrinación» (el Codex Calistino de la catedral de Santiago);
- el «viaje de exilio» (el de Mme. d’Aulnoy o el de Casanova en España);
- el «viaje de trabajo» (de comercio, de mercadeo, etc.), no exclusivo del moderno ejecutivo;
- el «viaje artístico», más conocido como tournée y, finalmente,
- el turismo o «viaje de placer», el menos creativo, aunque, de todas maneras, ahí están ese mestizaje cultural y étnico que cuenta en su haber.[1]
En todas estas variantes del viaje siempre está presente la experiencia de la alteridad, que objetivamente constituye, junto con la itinerancia, la esencia del viaje. Pero justo es advertir que de todas las formas de desplazamiento (turismo, peregrinación, vagancia, andanza, emigración, etc.) sólo una merece en sentido estricto el nombre de viaje: aquella que en las intenciones del vagante, andante o turista guarda un deseo de retorno al origen, al término ex quo. De lo contrario, se tratará de emigración, vagancia, Wanderschaft o nomadismo. Cuando el Geselle u oficial artesano del Medievo emprendía con su hatillo al hombro su Wanderschaft, intencionalmente excluía, si no el deseo, sí la posibilidad de regreso a la patria, ya que en las condiciones del gremio al que pertenecía (de zapateros, pañeros o toneleros) iba implícita la imposibilidad de establecerse allí donde le habían enseñado los principios y gajes de su arte y oficio. No era viaje el errar goliárdico del Archipoeta, que, en unión de una cohorte de parásitos poetastros, acompañaba a Barbarroja en sus hazañas bélicas y correrías políticas por Italia, sustentándose del agrado que sus Vagantenlieder (canciones goliárdicas que inspirarían los Carmina Burana) pudieran producir en la imperial benevolencia. Los goliardos o vagantes excluían la preocupación por el mañana, por la patria o por el retorno, y sólo contaban con el goce del presente y el aquí: «In taberna quando sumus non curamus quid sit humus», proclamaban como ideal de vida. En efecto, en la taberna no se preocupaban del polvo en el que se convertirían. Sólo el más inmediato presente, representado por los dados, el vino y las mujeres («Wein, Weib und Würfelspiel» era su lema), entraba en su horizonte. Tampoco era viaje la empresa del aventurero extremeño, llamárase Valdivia, Almagro o Pizarro, hechos a la aventura de la conquista en Nueva España o Nuevo León para encontrar una nueva patria, además gloria, poder..., y oro. No lo era el errar del ingenioso Hidalgo en busca de un ideal imposible. Viaje, por el contrario, es la «huida a Egipto» o el paso del Mar Rojo y los 40 esperanzados años por el desierto del Sinaí; viaje es el del tunante de Eichendorff (Aus dem Leben eines Taugenichts), que, a su regreso a la Viena de la Restauración, puede realizar el deseo del reencuentro con la amada; viaje es la emigración americana de los escritores alemanes (Mann, Brecht, Döblin) que, en medio de la terrible melée bélica e ideológica, ansían el retorno a las raíces propias, las de la ilustración alemana; viaje es la navegación errática por las costas mediterráneas del héroe de Ítaca, al que su mujer aguarda tejiendo y destejiendo los hilos de la espera-esperanza. Il ritorno d’Ulise in patria: he ahí el viaje antonomásico, el de quien, tras la partida, forzada o de grado, ansía el regreso, el reencuentro con la esposa, la paz del hogar, el baño reparador que libera de los polvos del camino.
Las actitudes viajeras: el yo frente a la alteridad o «turismo» y «viaje»
En todo caso, cualquiera de estas modalidades de la movilidad puede producir un doble posicionamiento ante la alteridad: el que la utiliza como afirmación de lo propio y el que la contrasta para enriquecerse con lo ajeno o extraño. Estos dos posicionamientos se manifiestan de manera antonomásica en el turista y en el viajero: el viaje de iniciación, el de antaño, y el viaje de descanso, el turismo. Los viajes de Mozart por las cortes europeas eran parte integrante de la formación o de la propia manera de ser. Frente a esto, los chaplinianos tiempos modernos han inventado el turismo, ese desplazamiento en allegro vivace que evita siempre el meditativo andante. En él, ante el choque de lo extraño, se activa un mecanismo de defensa que utiliza lo ajeno para confirmar lo propio, sin enriquecerlo. Hace ya unos años una pareja de ingeniosos franceses escribía acerca de la multinacional del tópico cuyo operario es el turista:
el turista cuando se predispone a serlo entra en el engranaje de una industria... El público-público, turista o no, el consumidor del tópico tableta, pertenece a esa inmensa mayoría que abandona la escolaridad a los catorce años y queda bajo la educación permanente de las mass media (Plumyene y Lasierra, 1973).
Inmersos en esa cultura del viaje masivo, se nos dan recetas-tableta para consumir en destino. Serían infinitos los ejemplos que podríamos aducir de ese imperio del tópico que se activa en esa situación de turismo de masas. En el viaje turístico, concebido como placer, el turista no da, exige sin cesión de nada, ni siquiera de la propia comodidad. El turista se percata de que la renuncia a la propia ignorancia es incómoda. Paga dinero para seguir donde estaba: instalado en el prejuicio, retornando con la maleta desbordada de souvenirs, que no de recuerdos, y con la reflexión inactiva a causa del embotamiento intelectual que le producen las comodidades caseras y las vivencias postizas que exige en destino.
La segunda actitud es consciente de que los valores que se le dan en el viaje –la percepción de lo extraño: los colores de la vestimenta, las facciones marcadas de los rostros, la belleza peregrina de la feminidad, las costumbres culinarias, las lenguas no entendidas– no son mercables sino a costa de esfuerzo e incomodidad: la que resulta de no encontrar lo propio en lo extraño, lo de origen en destino. No es sólo la renuncia a la comodidad, a la gastronomía acostumbrada, al cabezal muelle que acoge familiarmente el sueño, sino la renuncia a lo preconcebido, al prejuicio o al tópico –pedestal al que ascendemos nuestra personalidad–, como moneda de cambio para, en esa experiencia de lo extraño, poder sobrevivir. En el viaje entendido como formación, el tópico se destruye y de él se vuelve neófito de una nueva humanidad, más igualitaria, más solidaria.
La ética del viaje: entre parcialidad, casualidad y generalización
A pesar de sus saludables efectos culturales, inherente al viaje es un deseo estereotipador de las imágenes adquiridas y una voluntad narrativa. El viajero debe estar vigilante para no dejarse deslizar por la pendiente de la facilidad, de la generalización, del prejuicio. Cualquier circunstancia fortuita le desplaza hacia la verdad estereotipada, que, por serlo, será menos verdad. Y a este respecto, la casualidad y la parcialidad son vicios «vitandos» del viaje y su relato. El «viaje», frente a la «estancia», se reduce y limita a un breve lapso y a una región que, sin embargo, sirven de base de generalización, de extrapolación a conjuntos más amplios de espacio y tiempo. La imaginación del viajero y su deseo de encontrar un público para el relato amplían y adornan lo percibido. Por eso el viaje exige también su ética: la de la duración, la extensión y/o la repetición. Y su relato, objetividad. Quien pretenda realizar el viaje como fuente de vivencia culturalmente válida y como fuente documental de su visión del mundo, si no quiere ser injusto, debe repetir, ampliar, practicar la «excursión facultativa».
De esas deficiencias estructurales del viaje –precipitación, parcialidad, casualidad, vis narrativa– derivan muchas de la sombras de la «odepórica»: los tópicos, los clichés y estereotipos que, a lo largo de la historia de la común convivencia, provincias, regiones y pueblos se han dedicado mutuamente con fines de defensa –en el desgraciado supuesto de que el ataque es la mejor defensa– y que se han referido a los más diversos aspectos de la vida, tales como la cocina, la higiene, el urbanismo, el sexo, la manera de conducir... Un breve muestrario de prejuicios que hombres ilustres de nuestra cultura han mostrado por sus vecinos pone de manifiesto la manera tópica que el viajero tiene de percibir la realidad de lo extranjero: los suizos, según Heine, tendrían una manera mezquina de considerar la sociedad, «tan estrecha como sus valles». De España, este poeta alemán, de viaje por los Pirineos franceses pero sin haber pisado nuestro país, hablaba incluso de manera más despectiva. El mejor calificativo que nos dedicaba era el de comegarbanzos. Según Lutero, el aire, el agua y el vino italianos eran tan letales que exigían la intervención divina para salir con vida de Italia. Para Shelley, los italianos tenían «el aspecto de una tribu de esclavos estúpidos, sin ninguna chispa de inteligencia en los ojos». Para un anónimo inglés del siglo pasado, las francesas eran dechado... de suciedad íntima, opinión de las francesas por lo demás compartida por muchos españoles: «por debajo, las señoras son de una suciedad repulsiva... desbordan grasa y están tan amarillas como el azafrán».
L. Daudet ponía en entredicho el pensamiento alemán, más en concreto el de Kant, que resultaría tan temible como los cañones Krupp para cualquier francés que reflexionase. Para Claudel, la cocina inglesa, y en eso hay que darle la razón, no empleaba condimentos, sino anestésicos. Aquí el prejuicio se había convertido en verdad de perogrullo. Un francés contemporáneo, J. F. Revel, tiene en tan alta consideración la condición sexual de los italianos, que éstos «sólo son y sólo pueden ser obsesos sexuales». Él mismo describe con acierto el abigarrado mundo de macarras provincianos que, al parecer, ya prosperaba en la década de los cincuenta. El texto no tiene desperdicio:
Toda la gente del domingo, muchachos muy atildados, cubiertos de brillantina, pantalones ajustadísimos, zapatos puntiagudos, se reúnen en la plaza de su pueblo o de su barrio con sus motocicletas para hablar de ellas. De vez en cuando, de manera compulsiva, montan y salen disparados con la moto zumbando a todo gas (...) dan la vuelta a la plaza y regresan a su punto de partida frenando bruscamente (Plumyene/Lasierra, 1973: 71).
Goethe, ya en su Viaje italiano, aludía a la preferencia de los italianos por los órdenes de la arquitectura clásica a la hora de hacer sus deposiciones:
Las entradas y las columnatas están todas tan sucias de lodo (...); el pueblo las emplea para sus necesidades y con la mayor frecuencia no hay deseo más urgente que desprenderse en ella de lo que se ha comido lo más pronto posible (Plumyene/Lasierra, 1973: 317).
El pasaje descalifica el civismo italiano pero, frente a la costumbre que Diodoro de Sicilia atribuía a nuestros ancestros ibéricos, la de lavarse los dientes con la propia orina, esta preferencia italiana podría parecer incluso civilizada por lo exquisito de semejante gusto fecal: hacer las deposiciones con el marco de una columnata dórica no dejaba de ser una exquisitez. Por su parte, los inefables mingitorios que poblaron la geografía urbana francesa en la época del alcalde Hausmann y que todavía perfuman de manera característica algunos rincones olvidados de la misma, han sido frecuente motivo de inspiración viajera, como lo han sido esos/as cuidadores/as que imponen el peso del mercantilismo sobre las necesidades primarias del ser humano:
Cada vez que uno entra en el lugar previsto para tal fin, se le aparece una corpulenta matrona omnipotente delante de una bandeja, que, semejante a un monstruoso ojo ciclópeo, escruta nuestra conciencia. Literalmente fascinado, el turista deposita 50 céntimos cuando 10 céntimos serían más que suficientes –confesaba Mikes, viajero inglés en la Francia de los años 50 (Plumyene/Lasierra, 1973: 84).
Baste lo dicho para demostrar la inclinación al pecado de pensamiento que asalta al turista con relación al otro. Son pecados que provienen fundamentalmente de la actitud de atracción o rechazo que lo otro provoca en cada sujeto. La itinerancia es ambivalente y de ella o se vuelve redimido del tópico (en el viaje)
o se vuelve condenado eternamente a él (en el turismo). En este ámbito, como en el de la salvación eterna, todo depende de uno mismo, de sus obras: las obras salvan. Lo decía E. de Amicis en un simpático y entusiasta pasaje de su relato de viaje por España, realizado en una época en la que no había muchos motivos para admirarnos. En las calles de Sevilla se encontraba con un compatriota que se quejaba de los hábitos españoles:
—¿Cómo? ¿Le gustan a usted las casas de Sevilla y de Cádiz, en las que al pasar junto a los muros, un pobre diablo se llena de blanco de la cabeza a los pies? ¿Le gustan aquellas calles en donde después de una buena comida uno sufre lo indecible para poder pasar por ellas? ¿Encuentra hermosas a las mujeres andaluzas, con esos ojos de posesas? Vamos, vamos, es usted demasiado indulgente... no es un pueblo serio (...) Son indignos de ser gobernados por un hombre civilizado.
—Pero, ¿es que entonces no encuentra usted nada bueno en España?
—Nada.
—Entonces, ¿por qué está usted aquí?
—Estoy porque aquí como... Pero... ¡cómo como! Como un perro. ¿Quién no sabe lo que es la cocina española?
De Amicis lo mandaba a tomar pastas italianas, que no vientos: «Usted disculpe, ¿por qué en vez de comer como un perro en España no va usted a comer como un hombre en Italia?».
La reflexión de este entusiasta viajero, cuyo relato Spagna hizo furor en el fin de siglo, se imponía:
No sé qué gusto hay en viajar de esa manera, con el corazón cerrado a cualquier sentimiento favorable, queriendo censurar y vilipendiar siempre, como si cada cosa buena y hermosa que se descubre en un país extranjero, se le hubiese robado al nuestro (D’Amicis, 2000).
Ejemplo de ese viaje en negativo es precisamente la odepórica alemana que pasamos a analizar a continuación.
2. TEXTOS Y CONTRASTES
España en la odepórica alemana: entre el tópico, la desilusión y la ignorancia
El viaje español fue una rareza en las costumbres cultas de los europeos de los siglos XVI y XVII. Durante el XVIII, sin embargo, experimentó un incremento importante y en el XIX se convirtió en una constante de eruditos y curiosos. La bibliografía viajera sobre España, recogida por Farinelli o Foulché-Delbosc,[2] pone de manifiesto que, en conjunto, España ha sido una de las metas más señaladas del viajero que quería salirse de lo rutinario e investigar y experimentar lo exótico. Aventureros como Baretti y Casanova; aristócratas como la Tremoille, alias Mme. d’Aulnoy, pécora francesa que tuvo que huir de sus lares patrios por conyugicidio frustrado y actuó en España –en la época del más pasmado de nuestros reyes– de Mata-Hari avant la lettre; eruditos como el arqueólogo Merimée; escritores curiosos como W. Irving, Dumas o Gautier; artistas en busca de inspiración como Doré, o compositores como Glinka y Rimski-Korsakov, todos sintieron la llamada de nuestro país, marcado por un supuesto exotismo.
En el campamento germano, la retahíla de viajeros españoles es también numerosa y diversa. Por nuestra patria ha pasado el más variado paisanaje alemán. De múltiple procedencia profesional, casi todos los viajeros han pertenecido, como es obvio, a la clase culta y adinerada de cada época: los «cosmógrafos» H. Münzer o A. von Humboldt; los filólogos W. von Humboldt, A. von Schack o V. Klemperer; miembros de las casas reales como el archiduque Maximiliano de Austria o Federico de Hohenzollern –más tarde emperadores de México y de Alemania respectivamente–; aristócratas como el conde Montecucoli; críticos de arte como Meier-Graefe; industriales como Joh. Klein; artistas como J. Israëls, o escritores como el poeta Rilke, el dramaturgo Horváth, el novelista Tucholsky, el periodista Kisch o el crítico H. Bahr:[3] todos ellos han contribuido con su odepórica, en mayor o menor medida, al tópico hispano. Justo es decir que sus clichés no fueron tan exagerados ni negativos como los de la «españolada» francesa. Nuestra meridionalidad y la proximidad cultural a África, el carácter popular de nuestras costumbres, incluso de las cortesanas, han sido fácil diana de las críticas y los comentarios que nos han dedicado los viajeros alemanes: los españoles hemos sido fácil motivo de extrañeza, admiración, desilusión, desprecio e incluso ira, a causa de nuestras costumbres y peculiaridades antropológicas, geográficas o culturales. La situación en general quedaba bien descrita en la afirmación de L. Bertrand, hispanista y académico francés, que en su Espagne escribía:
El más insignificante de nuestros cantamañanas se siente con derecho a emitir un juicio sobre todo lo que sucede en España. Tan pronto ha pasado el Bidasoa, se hace arrogante y protestón y, mientras que ante otros muchos pueblos se echa de bruces, en España encuentra todo horrible.[4]
Ellos, en dependencia de un contexto marcado por la negatividad, han sido los fijadores o propagadores de los tópicos que todavía nutren la imagología alemana de nuestro país y que el reciente turismo de masas o las relaciones más estrechas entre los dos países poco han podido hacer para corregirlos, tal y como lo demuestra el todavía reciente libro de Ingendaay (2003), plagado de clichés y estereotipos. Quizá porque en todo tópico siempre hay un núcleo veritativo, tópico que responde a las posibles constantes psicológicas y sociales de los pueblos. Sólo la generalización de los mismos frente a personas individuales es lo que convierte al tópico en nuclearmente inexacto y moralmente pernicioso.
De entrada, nuestra geografía y nuestro clima suponían un reto al sentido de comodidad con el que el extranjero se acercaba a nuestros pagos. Para el erudito conde Keyserling, España era un desierto de cielo severo, de nubes piramidales, estepas pardas de «árboles escasos y dispersos como jinetes en retirada». Humboldt, que transitaba por nuestros caminos en 1799, de viaje a Segovia, describía con extrañeza los pinares castellanos:
Hay tramos en los que el camino atraviesa algunos bosques de pinos. Estos tienen un aspecto muy extraño. En general, no son ni muy altos ni muy gruesos y no tienen ramas inferiores; sólo tienen una copa redonda, si bien ésta y el bello verde jugoso proporcionan una bella vista. Sin embargo, dado que los troncos no tienen ninguna rama en la parte baja, el bosque resulta muy claro y parece desértico (Humboldt, 1998: 70).
Puede entenderse que, viniendo de las umbrosas orillas del Havel, plagadas de esbeltas coníferas y frondosos hayedos, este ilustrado sintiera extrañeza y decepción ante el ralo bosque castellano. No obstante, habría cabido esperar de él que hubiera apreciado la belleza de esos pinarillos que tan graciosamente contrastan en un entorno de secarrales castellanos. En otra ocasión registra en su diario: «Es un campo raso, en el que durante muchas leguas no se ve ni una casa ni tampoco un árbol (...). Es imposible imaginarse algo que le deprima tanto a uno» (1998: 60).