Viajes y viajeros, entre ficción y realidad

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Los testimonios de repulsa frente a los secarrales aragoneses o manchegos son numerosos. El que más tarde sería el más breve soberano alemán, el Kronprinz Friedrich, se quedaba impresionado por el desierto manchego sin percatarse precisamente de que era ésta una vivencia implícita en el nombre: Mancha = tierra seca. Pocos alemanes han logrado trascender esa determinación que su medio de origen les impone a la hora de percibir el paisaje. Un ejemplo, meritorio, de auto-trascendencia y de apertura a lo otro, es Rilke, quien, en su viaje a España, escribe sobre el paisaje toledano las más bellas líneas que sobre un paisaje se puedan escribir.
Tiene usted que imaginarse una realidad que raya simplemente en lo increíble; ante las puertas de la ciudad, este paisaje irrumpe en lo grande y la ciudad está asentada de un modo inmediato sobre la tierra creada, sin ninguna capa intermedia que la aísle –escribía a Else Brückmann.[5]
Sus vivencias de la serranía de Ronda no han sido menos entusiastas y halagadoras.
Los establecimientos hoteleros (ventas y posadas la mayor parte de las veces) fueron siempre objeto de las iras viajeras. Los relatos alemanes abundan en este tópico cuyo modelo había suministrado Mme. d’Aulnoy en el XVII, viajera que hizo en contra del turismo de entonces más que todos los panfletos sobre la Inquisición:
Cuando se llega muy cansado y fatigado, quemado por los rigores del sol o helado por la nieve... no hay ni platos ni pucheros lavados. Se entra en la cuadra y de allí se sube al primer piso. Esa cuadra está llena de mulas y muleros que con las albardas de sus mulas hacen su cama por la noche y durante el día su mesa. Comen en total amistad y fraternidad con sus mulas (D’Aulnoy, 1999).
En otra ocasión:
Os aseguro, querida prima, que en todo nuestro camino no he visto ni una casa que me guste ni un castillo que resulte bonito (...) Hoy, aunque sólo estoy a diez leguas de Madrid, mi habitación está al mismo nivel que la cuadra y es un agujero donde hay que llevar luz en pleno mediodía.
Menos mal que el cándido espíritu del archiduque Maximiliano manifestaba una especial sensibilidad hacia cierta Wohnkultur hispana cuando describía los interiores del hotel sevillano en el que se albergaba:
Desde nuestro Hotel La Fonda d’Europa, un edificio español en el verdadero sentido de la palabra, con el famoso patio, las delicadas arcadas, la ancha escalera adornada con un rico artesonado y con las pequeñas pero frescas habitaciones en las que tanto el suelo de ladrillo como las ventanas estaban cubiertas con esteras de paja, bellamente trenzadas y de las que sobresale el pequeño y hermoso balcón (Maximiliano de Austria, 1999: 70).
El aspecto urbano de nuestras ciudades ha merecido las más enérgicas diatribas en unas épocas en las que la suciedad era patrimonio de cualquier ciudad europea. Humboldt comentaba el aspecto de Valladolid un siglo antes de que, por ejemplo, Balzac describiera la mugre parisina: «La suciedad es insoportable, apenas hay una calle ancha y bien empedrada y limpia» (Humboldt, 1998: 65). Ni siquiera nuestras joyas urbanísticas le merecían mayor consideración: «Córdoba es una ciudad horrible, con calles enormemente estrechas» (1998: 118). Un siglo y medio más tarde de que Humboldt pontificara sobre el descuido castellano o andaluz, Sevilla no le merecía a V. Klemperer mejor opinión
Staub, Hitze, Schnupfen, Husten, entzündete Augen. Erlöst aus Sevilla, das uns beiden gar nicht übermässig gefallen hat. Eine Hölle aus Staub u. brutaler Hitze, serviert auf einem flachen Teller... Alles in allem: Sevilla gab uns wenig.
Y Granada intensificaba la sensación negativa: «Granada (...) macht den Eindruck der ödesten Verkommenheit» (Klemperer, 1996). Excepciones a esta percepción negativa del urbanismo hispano son las observaciones del archiduque Maximiliano. También sobre Granada:
Si miro los edificios que tengo ante mí, busco inquisitivamente el ponderado palacio de verano, aunque sólo veo irregulares muros desnudos.
Pero en esto consiste la manera oriental: los edificios nos son de gran apariencia por fuera y solo el huésped al que se le abre el interior conoce su magia oculta (1999: 154).
El bandolerismo, que no era exclusivo de España, es un tema recurrente. Incluso en el siglo XIX alemán no escaseaban bandoleros como el célebre Schinderhannes. Sin embargo, España e Italia se llevaban la fama. Twiss, inglés que fijó el cliché del bandolero romántico, alertaría al desprevenido viajero:
El 24 de mayo salí de Granada con un soldado como escolta (...). En ocasiones ocurre que bandas de entre doce y veinte bandidos atacan a los viajeros, a los que primero matan y luego roban, dejando los cadáveres y los carruajes en la carretera y llevándose el botín en las mulas. Estos bandidos viven en cuevas de la montaña y cada uno va armado con un trabuco corto y media docena de pistolas que llevan sujetas a la faja (1999: 23 y ss.).
Todo esto lo escribía sin que a lo largo de su viaje hubiera visto un solo bandolero. Bien es verdad que la descripción podría corresponder perfectamente a los retratos que la tradición nos ha dejado del Tempranillo o del bandolero José María. En este contexto, Humboldt se haría acompañar de escoltas armadas y en más de una ocasión, en Levante, advierte la presencia de supuestos bandoleros.
La Inquisición y la beatería españolas han sido otro de los motivos que más dieron que hablar y escribir. A pesar de que la Francia de las lettres de cachet no gozaba de procesos penales mejores que los de la Inquisición, Mme. d’Aulnoy había sentado la tónica al criticar los del Santo Oficio con acritud y, posiblemente, veracidad:
¡Cómo se conoce que no sabe lo que es la Inquisición! Por mucho que se diga, nada se aproxima a la crudeza que allí se practica. Os detienen y os arrojan a un calabozo donde estáis dos o tres meses, algunas veces más. Al cabo de un tiempo, os llevan a los jueces que con aire severo os preguntan por qué estáis allí (...) Me han contado anécdotas y suplicios de toda clase, que no quiero reproducir en esta carta, pues no hay nada más horrible (1999: 165).
Menos mal que la «máscara de hierro» es sólo una leyenda. A Humboldt se entrevista en Cádiz con el hanseático Böhl de Faber, éste le pinta una realidad no tan negra:
Es amigo del comisario del Alto Tribunal, a quien le ha prometido velar para que no se lea ningún libro deshonesto. De hecho le ha encontrado, denunciado y entregado algunos. Se trata de una maravillosa alianza entre un inquisidor y un comerciante protestante (Humboldt, 1998: 178).
Si la Inquisición provocaba desaprobación moral, nuestra alimentación producía iras físicas. Si Gautier había hecho de nuestros garbanzos la más acerba de las críticas («Después de haber tragado unos cuantos garbanzos, sonaban en nuestros estómagos como granos de plomo sobre un pandero»),[6] E. E. Kisch, que acompañó como rasender Reporter nuestra contienda civil, escribía acerca de la nauseabunda cocina española, que hacía derivar de nuestras carencias: «Es gibt eine Küche für spanische Mägen, die ganze Gallonen von Olivenöl vertragen, während ein Quetschen Butter sie im Nu zum Erbrechen bringt. Sie sind nicht daran gewöhnt. Spanien ist nie ein Land der Viehzucht» (1937: 328). Johann Klein, industrial renano, informaba en una conferencia sobre su viaje español acerca de los caldos nacionales: «Der Wein ist zwar feurig, aber er hat kein Bukett und erreicht bei weitem nicht die Qualität unseres deutschen Gewächses» (1908: 17). H. Bahr, Wegbereiter de la literatura austriaca de fin de siglo, hospedado en Burgos en un hotel pretendidamente francés, aprovechaba para escribir contra la cocina española al poder degustar algo que pasaba por cocina francesa: a pesar de sus deficiencias, al menos, le liberaba de la cuisine espagnole, que no encontraría estómago europeo que la soportara. Frente a todas estas actitudes de nouvelle cuisine avant la lettre, Maximiliano de Austria, de viaje por Andalucía a mediados del XIX, era un fanático admirador de lo más racial de nuestra gastronomía, el cocido u olla podrida:
Para conocer el gusto de los españoles en todas sus fases, habíamos encargado de comida una ollapodrida, uno de los platos más buenos y deliciosos que nunca haya disfrutado mi paladar. Una mezcla de diversos tipos de carnes, buenos embuchados y carne picada, sabrosa col y otras verduras, entre ellas, para horror de los lectores civilizados, cebolla y ajo (1999: 88).
Nuestra cultura, a excepción del folklore y la tauromaquia, no ha hecho especial impresión en muchos de nuestros visitantes. A semejanza del angloholandés R. Twiss, que, en su Viaje por España, se expresaba despectivamente sobre la catedral de Segovia,[7] el crítico de arte Meier-Graefe, que visita España para confirmar sus ideas preconcebidas sobre el impresionismo del arte español, pasa con absoluto desprecio por la monumentalidad salmantina e incluso se queda decepcionado ante Velázquez, pintor que había constituido el escopo inicial de un viaje que había emprendido con carácter iniciático. El 18 de abril de 1910 escribía: «dass Velazquez kein grosser Maler noch weniger ein grosser Künstler war (...). Natürlich kann Velazquez nichts dafür, sondern meine Einbildung» (Meier-Graefe, 1984: 33, 26). V. Klemperer, de viaje de estudios por España,[8] le saca punta incluso al panorama que ofrecen la Alhambra y el Albaicín: «Das Ganze macht keinen bedeutenden Eindruck. Und auch die Alhambra macht, so von aussen gesehen, keinen stattlichen und vor allem keinen einheitlichen Eindruck» (1996: 220). En Burgos, cuya catedral le parece no sólo una obra maestra, sino un espacio de convivencia que el pueblo siente como propio, Humboldt asiste a una representación teatral que, a su parecer, no estaría al nivel de cualquier espectáculo al uso en las tablas alemanas.
Lo que se daba era bajo y populachero, aunque no resultaba tan aburrido como normalmente lo es en Francia. Intervino un funambulista, después se dio una especie de sainete, después una «tonadille», que cantó sólo una mujer, después una pantomima, un ballet y finalmente ombres chinoises.
La representación que comenta se podría inscribir en la tradición de nuestro teatro clásico, con todas sus partes concomitantes (loa, mojiganga, etc.). Bien es cierto que el teatro, desde la llegada de los Borbones a España, que protegieron a artistas extranjeros sin cuidar la creatividad nacional, había decaído. En una ciudad de provincias como Burgos, sin la tradición dramática madrileña, las compañías de comedias podían orientarse a lo popular. En todo caso, también las siguientes funciones a las que asiste en la Corte merecen su desaprobación.
Por lo demás, casi todos ven el carácter árabe de nuestro modo de ser: «Südspanien lehrt mich, dass spanische Kutur, arabische Kultur ist, die zertrümmert wurde von Katholizismus» (1996: 221), afirma el converso (al protestatismo) Klemperer. En el Salon Royal de Granada asiste a una representación cuyo contenido le merece la más absoluta descalificación. «Es ist inhaltliche Primitivität mit kunstvoller ganz uneuropäischer, ganz arabisch synagogaler Ausführung» (1996: 221).
La tauromaquia ha logrado más elogios que condenas, siendo aquéllos más entusiastas que éstas aniquiladoras, tal y como lo demuestra el estudio de Brüggemann al respecto. A la hora de presentar un testimonio favorable no se sabría cuál escoger. Los elogios de Maximiliano de Austria son posiblemente los más encendidos:
¡Qué sentido de fortaleza, qué magnifico desarrollo de fuerza y de habilidad se manifiesta en esta fiesta nacional! Amo la fiesta, durante la cual se muestra la naturaleza originaria del hombre en toda su verdad, más que en las diversiones afeminadas e inmorales de nuestros países, hundidos en el lodo del consumo (1999: 99).
Meier-Graefe asiste en Madrid a su bautismo taurino un 19 de abril y tanto la vistosidad del alegre gentío que se dirige a Las Ventas como el coso taurino mismo le parecen encomiables: «Ein Volksfest, an dem sich wircklich alle Welt mit demselben Impuls beteiligt, ist an sich schon eine schöne Sache. Der Zirkus, trotz des nüchternen Backsteinbaus, imposant». Pero el rito propiamente dicho le parece la negación de la deportividad, aunque percibe en él una cierta comicidad. Tampoco la «hora de la verdad» le desagrada, aunque su juicio de esteta cae de manera categórica sobre la fiesta: «Manet wusste, warum er den Mann allein malte».[9] Llegado a Sevilla, manda a las damas que le acompañan a los toros. El informe que le rinden es el siguiente: «¡Quelle boucherie!».
Acerca de nuestro folklore los testimonios son más bien favorables, pues existía ya una tradición de visión complaciente. Gautier, que viaja en 1840 a España, lamenta que el fandango, la jota y el bolero fueran perdiendo terreno ante las danzas de sociedad como el rigodón o el vals, y por su parte, el veneciano Casanova, de lejano origen español, había sabido conectar con la alegría vital de nuestros bailes. De estancia en Madrid, en los Caños del Peral, había asistido a un baile en el que el conde de Aranda había permitido el fandango, ritmo éste que le provocó, ¿cómo no?, un cierto paroxismo erótico.[10]
Por el contrario, Humboldt, a raíz de su visita a un antro flamenco en Málaga y luchando entre la admiración y la repulsa, hace un largo informe del que entresacamos algunos pasajes y al que añade un juicio que no tiene desperdicio. La situación no dejó de tener cierto suspense, ya que su mujer, que había llegado a España en estado de gestación, tuvo que vestirse de hombre para entrar en aquel lugar:
Entre todas estas danzas la más característica y la que más agradable resulta es el fandango, baile de una gran rapidez, con giros diversos que alejan y acercan. En una palabra, es una danza con carácter, de naturaleza y esencia lasciva, aunque no tiene movimientos excesivamente procaces (...). No se trata de una sencilla explosión de alegría, sino, a juzgar por su naturaleza, de danzas muy pasionales y afectadas (...). Hay que reconocer que no es ni noble ni graciosa; es sólo una danza que sólo se puede dejar bailar a esclavos y esclavas para provocar excitación (Humboldt, 1998: 196).
Huelga decir que los compositores alemanes no se han excedido a la hora de rendir tributo a nuestro folklore y a nuestra música, como hicieron los franceses (Massenet, Chabrier, Ravel o Debussy) o los rusos (Glinka, Balakiref y Rimski), que importaron a sus respectivos países la nostalgia de Iberia en fandangos, jotas o boleros que traducían y sintetizaban en esas formas toda una realidad deseada y añorada. Ninguno de los grandes músicos alemanes pasó por nuestras tierras y de ahí que, a pesar del fandango de Le nozze di Figaro, nuestros ritmos no hayan tenido eco en la caja de resonancia de la música alemana. Bien es verdad que con frecuencia basaron sus composiciones en textos españoles. Ni Schubert en su Los amigos de Salamanca,[11] ni Schumann en sus lieder «españoles», ni Wolf en su Comendador, ni Albert en su Tiefland se atrevieron a imitar los ritmos hispanos. Sí lo hizo, ocasionalmente, la musa ligera, es decir, la opereta, con Johann Strauss en sus «cachuchas», o N. Dostal en su Clivia o Lehar en su Frasquita.
Juicio, recepción y contraste
Si tuviéramos que reducir a un común denominador todo este abanico de impresiones «españolas» que los viajeros alemanes han fijado por escrito, nos veríamos obligados a proponer, primero, el predominio de la negatividad y, después, el carácter contradictorio. Lo primero queda demostrado en lo arriba expuesto. De lo segundo, sólo un ejemplo: si la vida nocturna de Madrid le parece a Johann Klein inexistente (esto en una época en la que en el Teatro Apolo se hacía hasta una cuarta representación a la una de la noche), Nordau dedicaba un capítulo en su relato a «las noches de Madrid», en el que consideraba la capital del reino como la más crapulosa ciudad europea del momento o, al menos, la más insomne:
Las tertulias, como aquí se llama en los círculos más elevados a las reuniones sin objeto determinado, se celebran por lo regular entre la media noche y el alba. El tiempo que en otras partes se consagra al mitológico Morfeo, se emplea en Madrid en amigable conversación (...). Pero, ¿cuándo duermen los madrileños? ¿O es que no duermen nunca? En todo caso no duermen por la noche (Nordau, s. f.: 126).
¿Qué influencia tuvo esa odepórica alemana en la imagen que de nuestro país se hacía el alemán medio? Más bien escasa. Verdad es que Herder, a la hora de documentarse para ambientar su Cid, pidió que le enviaran de la Biblioteca de Dresden el Plüer,[12] pero en la mayoría de los casos ni la reflexión que normalmente impone la redacción corregía la propia imagen preconcebida, ni lo redactado lograba la difusión nacional e internacional que tuvieron otros relatos viajeros. Muchos testimonios de la odepórica sobre tema español de franceses o italianos tuvieron una mayor difusión y eficacia que la de los propios viajeros alemanes. Quizá debido al trazo grueso que utilizaban o, incluso, a sus pretensiones literarias. Los relatos de Gautier, Andersen, Bertrand o De Amicis fueron traducidos y leídos con fruición por una Alemania que buscaba la confirmación de sus expectativas en la literatura extranjera, mientras que la propia odepórica en alemán quedaba relegada al olvido. En todo caso, el viaje español fue, en ocasiones, de cierta efectividad cultural: las estancias de Humboldt, Schack, Lenbach, Rilke, Kisch, Tucholsky o Horváth en nuestro país son ejemplo de la eficacia, modesta es verdad, del viaje español. Los estudios vascos de W. von Humboldt (Prüfung der Untersuchungen über die Urbewohner Hispaniens..., 1825), los arabistas de A. von Schack (Poesie und Kunst der Araber in Spanien und Sizilien, 1865, o su Geschichte der dramatischen Literatur und Kunst in Spanien, 1845-1846), los estudios de pinturas españolas realizados por Fr. von Lenbach o el «epistolario español» de Rilke, siendo resultados interesantes del viaje español, no pueden equipararse en productividad cultural a la que tuvo la vivencia italiana en la literatura y cultura alemanas. Son en todo caso testimonios respetables del «efecto español» en éstas.
Frente a estas actitudes mayormente hostiles del viajero alemán, producto más de la actitud turística con la que había emprendido el viaje español, el viajero nacional por Alemania se ha expresado de manera bastante laudatoria con relación a este país. S. Fajardo, plenipotenciario español en la Paz de Westfalia; Juan Valera, embajador en Viena, o los becarios o estudiantes Sanz del Río, Castillejo u Ortega son ejemplo de la admiración del viajero español por Alemania. Las cartas de Castillejo, estudiante de la Institución Libre de Enseñanza, pueden servir de tónica de esta admiración que producía en nuestros compatriotas la civilización alemana:
Yo no me canso de andar por estas calles y jardines. ¡Qué limpieza, qué orden, qué ventilación! ¡Ni un mal olor, ni una basura, ni un atropello, ni una voz destemplada! (...) La circulación se hace con una regularidad pasmosa. En cada bocacalle hay un municipal, en el centro de la calle, cuadrado y rígido, con su casco negro de acero. Aquel es el jefe a cuya más pequeña señal todo el mundo obedece (Castillejo, 1997: 147).
Solo el gastrónomo Camba, en sus orígenes anarquista despistado, se atrevió a sacar punta a sus vivencias alemanas que, en su odepórica ficticia (recuérdense las gracias y desgracias de una peseta por Europa), se convertían en caricaturas.
Como reflexión final añadiría que la calidad literaria de esa odepórica española de los alemanes no ha alcanzado la altura que consiguió la italiana o la francesa. En la mayoría de los casos se trata de diarios, de notas de viajes, de testimonios epistolares sin mayor valor literario, aunque sí documental o de cicerone al estilo de Twiss.[13] Con las lindezas que oportunamente nos dedicaban contribuyeron a la imagen diversa, asistemática y contradictoria que ha regido muchos comportamientos de los alemanes frente a España. Las singularidades de una cultura, mestiza como ninguna en Europa, que aportaba elementos tan diversos y característicos como los muleros, los aguadores, los pordioseros, los curas de misa y olla, las danzas castizas, los toreros de trapío, las majas goyescas, las garcilorquianas navajas albaceteñas o una gastronomía que hasta recientemente no ha encontrado alojo en las costumbres culinarias civilizadas (gracias a la supuesta dieta mediterránea), han sido constante objeto de extrañeza, en ocasiones, de admiración y en todo tiempo de comentarios y curiosidades. La subjetividad, la ignorancia, el culto a lo propio parecen dominar esa odepórica que escribieron gentes no carentes de ilustración personal.
¿Cabe decir que estas actitudes o estereotipos negativos, imprecisos y exagerados son específicamente alemanes? En absoluto. También los tuvieron los viajeros franceses o ingleses. En ellos están las reacciones propias del viajero genérico que, en destino, experimenta lo que podíamos llamar un «hiato diastrático», un desnivel cultural y social ante el público o las gentes que encuentra en el país de destino. En el París donde vive cuando sale para España, el elegante y aristócrata Humboldt frecuenta unos círculos sociales que en España tiene que buscar. Mientras los encuentra (en la Corte, en Sevilla, etc.), se topa con el hombre de la calle, de inferior categoría social y de distinto nivel cultural, que le produce extrañeza o incomodidad. Llegado a Burgos o a La Granja, tiene que hospedarse con las limitaciones que entonces imponía, también a los alemanes en su país, el estado deficiente de las posadas. Ese salto hacia abajo que se experimenta en el viaje produce una actitud defensiva que se traduce en un contrastivismo inexacto: el cómodo Zuhause original frente al, siempre incómodo, Unterwegs del viaje. En ningún caso una posada tendrá las comodidades de un hogar bien surtido. Con carácter de síntesis habría que decir que, si bien en la percepción alemana la cultura española consiguió una imagen entre dos luces, nuestra civilización recibió las más severas diatribas. Sin embargo, el factor diacrónico ha ido corrigiendo la óptica. Resulta extraño que las impresiones de los corresponsales extranjeros en España, recogidas recientemente en un interesante volumen (Herzog, 2006), reivindiquen el carácter «racial» de nuestras costumbres. Una corresponsal japonesa, con la sabiduría del oriental, apelaba a nuestra sensatez: «España ha cambiado mucho en los últimos años: la gente lo llama progreso, pero la España de la que me enamoré está desapareciendo. ¡Ay, España, no cambies tan deprisa!» (Herzog, 2006: 178). Quizá sea la España anclada en el pasado, tal vez en lo perenne, aquella que no busca el actual turista alemán. De ahí las críticas que le merece. Quizá España se le resiste porque hay algo más que costumbrismo. A pesar de la pérdida de identidad que la globalización implica, tal vez quede algo de aquello que el mencionado Bertrand afirmaba: «España no es sólo un paisaje de tarjeta postal, sino un amplio mundo de ideas, el suelo fructífero de una nueva configuración de la vida» (Bertrand, 1939: 5).
¿Qué valor tiene toda esta odepórica? ¿Qué función pueden tener esos relatos de viaje hoy en día, cuando los contactos entre los países se han intensificado hasta extremos insospechados hace años? La lectura y el estudio de esta odepórica son enormemente útiles, tanto para los lectores en lengua original como para los que son objeto de la misma. Los unos pueden ver reflejados en sus páginas unos hábitos de pensamiento, Denkmodelle, que perturban la percepción de la realidad o, lo que es peor, la convivencia de nuestros pueblos. Los otros, es decir, nosotros, viendo cómo nos vieron, quizá podamos conocer mejor nuestro natural, sus vicios y virtudes, para así potenciar las últimas y evitar los primeros. Hace ya casi un siglo, un viajero francés se hacía la siguiente pregunta acerca de nuestra idiosincrasia: «Individualistes à l’extreme, ardents, généreux, passionnés jusqu’à la violence, les Espagnols se débattent depuis quinze siècles au milieu de la plus horrible confusion. Qu’en sortira-t-il?» (Raimond, 1937: 5). Es una pregunta cuya respuesta puede tener sus claves en el estudio de esa odepórica que sirve de espejo de nuestro carácter. En todo caso, el estudio de la misma es una base de documentación interpretativa a la hora de explicar comportamientos mutuos.
Sirvan estas reflexiones y comentarios sobre esa actividad creadora de imágenes y símbolos, expresión de deseos y nostalgias, que, a través del recuerdo, sigue motivando nuestra existencia. Ahí están esa literatura de viajes, esa música viajera o esas vedutte a cuya lectura, estudio o disfrute quisiera animarles. Espero haber podido demostrar lo que pretendía con esta exposición: que el viaje es un modo de vivir culturalmente.










